Capítulo Sexto
Cuando Soames despertó a la mañana siguiente, recordó haber pedido a Gail que prometiera casarse con él. Ella fue una tonta y él un estúpido al dejar que esto sucediera. También sabía que si ella era lo suficientemente loca para querer casarse con él, el mundo y todos sus afanes podrían irse al infierno, pero el matrimonio se efectuaría igual.
Tratándose de una persona como él, necesitaba justificar su propia actitud. De esta manera se sorprendió a sí mismo discutiendo razonablemente de que era muy probable que, de todas maneras, la venida de los niños significaría el colapso de la civilización. Habría sólo cráteres de bombas donde antes estuvieran grandes ciudades. La humanidad podría reconstruirse trabajosamente del barbarismo al cual se vería reducida en unas pocas horas de guerra atómica.
Si tal destrucción se llevara a cabo, entonces los balances bancarios no tendrían ninguna importancia, ni si un hombre podría o no financiar un automóvil o poseer el título de una casa construida en un suburbio. Esas cosas dejarían de tener significado. Si el mundo enloquecía y se destruía a sí mismo, la cualidad mas deseable de un marido seria su voluntad de pelear en defensa de su mujer. Dentro de algunos meses el más apetecido candidato a marido sería el que se dejara matar antes que su mujer sufriera daño alguno, y se endureciera para matar a su vez.
Soames se aseguró a sí mismo que en tal estado de cosas él valía tanto como cualquier otro. Por Gail, él haría lo mejor de lo mejor. Así es que no insistió en que ella cambiara de parecer. Debía no obstante, tratar de quedarse con los niños — él era responsable por ellos, en cierto modo — al casarse con Gail, ya que el matrimonio era posible sólo de esta manera.
Él había hecho todo lo que pudo. Impulsó a dos físicos notables al juego técnicamente elevado de pretender ser desterrados. Si el desastre duraba lo suficiente, sólo podía prevenir una catástrofe absoluta. Por otro lado, los niños por sí mismo debían ser protegidos. Gail estaba resuelta en ese sentido, pero existía otra consideración. Si el mundo de ahora se destruía a sí mismo, entonces habría una razón para entregar los despojos de la Tierra, después de una guerra atómica, casi enteramente despoblada a los antepasados de esos que se suicidaran. Los niños podrían traerlos. Pero esto no debía permitírseles, a menos que el mundo actual se destruyera a sí mismo.
Era la actitud más pesimista hacia la peor de las eventualidades. Mas Soames la adoptó. Era responsable por los peligros que pudieran amenazar a los niños en el mundo del presente. Tomó la responsabilidad del bienestar de Gail, también. Hasta que lo peor sucediera, haría cuanto estuviese a su alcance para prevenir lo malo que se avecinara. Hasta entonces...
Llegó a estas conclusiones y las dejó para volver después sobre ellas. Lo guiarían si todas estas probabilidades sucedieran. Mientras tanto era sensato seguir en el mundo como se encontraba. Así, durante la mañana, se las arregló para conseguir dos perrillos para que los niños jugaran con ellos. Pertenecían a la familia de un sargento de la base subterránea de proyectiles, que ocupaba otra de las cabañas de la aldea. Los animalitos tenían la barriga redonda, eran graciosos y sin cesar movían la cola y lamían gustosos a la menor provocación.
Soames los llevó y cuando se encontraba dentro de la cabaña de Gail, la capitán Moggs se personó. Estaba observando a Mal y Hod afuera en el jardín, jugando con los perros. Zani, sentada frente a una mesa, adentro, dibujaba. Gail le había mostrado sus fotos de ciudades y la aprovisionó con papel y lápices. La muchacha cogió la idea de inmediato. Dibujaba, sin una gran destreza, pero con una cierta gracia encantadora. En ese momento dibujaba una ciudad mientras Gail se encontraba cerca.
—Tengo que informarle, señor Soames — le dijo la capitán Moggs con satisfacción —, que su situación ha sido clarificada. Los papeles se encuentran en camino.
Soames se sobresaltó algo. Desde donde estaba parado, podía observar a Mal y a Hod, a través de una ventana, y si volvía los ojos podía ver a Zani. Ella no podía ver lo que pasaba en el lugar en que Mal acariciaba uno de los perros, como lo haría una niña, mientras Hod jugaba en forma muy distinta con el otro. La ventana estaba detrás de Zani.
Soames no había estado muy atento. Se dio cuenta.
—¿Qué fue eso, capitán?
—Que su situación se ha aclarado — dijo la capitán Moggs autoritaria —. Usted ha sido nombrado como consejero civil. Usted no poseía un estado oficial antes. La contabilidad tenía problemas por esta razón. Ahora, como consejero civil, gozará de una renta, rango asimilado y una clasificación de seguridad. Esta última no es muy alta por cierto, pero espero que a usted no le importe.
Soames consideró.
—No me importa — contestó —, pero ¿son los niños secreto de Estado?
—Por el momento — aseguró la capitán Moggs —. Lo son. Sí.
—Y yo, con mi baja clasificación de seguridad —repuso Soames—, ¿no debería saber nada acerca de ellos? ¿O debería?
La capitán Moggs se veía confundida.
—Pienso que debería existir un reglamento — prosiguió Soames —, permitiéndome oír, a pesar de mi baja clasificación, mientras contesto preguntas sobre los niños, bajo secreto de Estado.
La capitán Moggs se turbó visiblemente. Soames volvió sus ojos hacia donde se encontraban los niños, afuera. Fran llegó desde detrás de la cabaña. Llevaba algo en las manos. Era un conejo blanco, perteneciente, también, a los niños del sargento. Lo trajo para mostrárselo a Mal y a Hod. Colocaron los perritos en el suelo, y lo miraron divertidos, acariciando su piel, hablaban en forma inaudible.
Soames miró rápidamente a Zani. Su lápiz cesó de trabajar. Sus ojos estaban puestos sobre el papel que tenía delante.
Gail se movió, y Soames le hizo un gesto. Asombrada vino a su lado. Él le dijo quedamente:
—Observa a los niños afuera y a Zani al mismo tiempo.
Fran recuperó el conejo y se alejó con él, para devolverlo a sus dueños. Zani volvió a su dibujo. Los niños, afuera, jugaban de nuevo con los perros. Uno de éstos se tendió triunfante sobre el otro, con una expresión de blanda amabilidad en sus ojos. Sin tener motivo, comenzó a mordisquear la oreja del otro, muy serio. La victima protestaba, sin demostrar mayor indignación.
Zani estaba dando la espalda a la escena, pero se reía para sí misma. Los dos niños, afuera, apartaron los perritos para jugar con ellos separadamente.
Zani dibujaba. Soames y Gail se miraron. La capitán Moggs se había marchado.
—Zani sabía — dijo Soames sin aliento —. Sabía lo que los otros niños estaban haciendo.
—Sucede todo el tiempo — le contestó Gail, con un tono de voz parecido —. Me he fijado, desde que tú lo hiciste notar. ¡Pero no son telépatas! Se hablan el uno al otro constantemente. Charlan. Si fueran telépatas no tendrían necesidad de hacerlo.
La capitán Moggs exclamó, había ido a ver los dibujos de Zani. Ahora hablaba en forma indignada.
—¡En realidad, Gail, la niña dibuja muy bien! Pero ¿no cree usted que en vez de perder el tiempo dibujando, debería estar aprendiendo inglés u otras materias importantes?
Gail le contestó con calma:
—Está dibujando sobre su mundo propio. Esa es una ciudad que su gente construyó. Creí que era una buena idea obtener esos dibujos de ella.
—Hem, ah. ¡Si seguro! — La capitán Moggs parecía incómoda.
—Acerca del asunto del psicólogo de niños del cual les hablé esta mañana. Informaré a Washington que ustedes protestan.
—Tendrían que alejarme de los niños, y ellos hacerse cargo — repuso Gail —. ¡Y si eso sucede, mi asociación periodística obtendrá el más sensacional relato que jamás se haya publicado! ¡No se verá muy bien en otros idiomas, tampoco!
La capitán Moggs trató de aplacarla. —Me doy cuenta como se siente, Gail. Y, por supuesto, que los psicólogos están de acuerdo en que usted permanezca con los niños. Ellos no serán sometidos a una segunda experiencia traumática, lo que les significaría el perderla tan pronto después de su exilio. Se considera que las niñas la han aceptado como la sustituta de su madre, en su nueva situación.
—Eso quiere decir — contestó Gail — que me quieren, yo lo estimo así. También le tienen cariño a Brad.
—Niego — replicó Soames —, ser un sustituto de padre. Acabo de saber que soy un consejero civil con un rango asimilado y una baja rentabilidad.
La capitán Moggs lo miró con escaso interés. Se marchó. No fue hasta que se encontró afuera, que reasumió sus modos marciales.
—¿Qué significa todo esto? — preguntó Soames —. ¿Por qué amenazas con decirlo todo?
—Las entrevistas de ayer no marcharon del todo bien — explicó Gail —. Los niños no fueron lo suficientemente informativos. ¿Cómo podrían serlo? Alguien sugirió intentar drogas como complemento, administradas por un psicólogo de niños, con el fin de variar sus mentes de lo que ellos no saben comunicarnos, o tal vez desconocen en absoluto. Sostuvieron que las drogas pueden ayudar. Parece. — La voz de Gail era firme — Y parece, también, que cada teórico con un poco de autoridad se atreve a hacer cualquier clase de sugestión bestial.
Soames replicó:
—Se sentiría alivio en muchos lugares, si algo trágico y definitivo sucediera a los niños. Tienes razón acerca de cómo los periódicos tratarían todo el asunto. ¿Viste los de hoy?
—Los he visto — repuso ella con aspereza —. ¡Hay algo malo en todo esto, Brad! Esa no es la forma de manejar las cosas. Los niños no deberían ser peligrosos para nosotros. ¡Son inofensivos! ¡No es justo que nadie se atreva a actuar con naturalidad y simplicidad para protegerlos cuando lo necesitan! Está mal. ¡No se puede ser inteligente, si se está equivocado!
—Desgraciadamente — explicó Soames —, no son los chicos los que asustan a la gente, sino su pueblo.
—¡Pero..., pero yo estoy aterrorizada por los niños! — exclamó Gail con tanta fiereza como antes —. ¡Fíjate, Brad!
Fue a ver los dibujos que Zani elaboraba con la atención que pone una niña pequeña que sabe que será aprobada por gente grande. Con un gesto, Gail indujo a Soames a mirar. Así lo hizo éste.
Zani dibujaba la línea del cielo de la ciudad, pero era una línea extraña. Se notaban edificios altos, con murallas revestidas de curvas catenarias. Había torres espléndidas y autopistas elevadas que saltaban sobre el vacío, cayendo en magníficas rampas. Grupos de edificación que no contenían ninguna recta visible, en parte alguna.
—Fascinante — dijo Soames —. Es la clase de construcción que se ha sugerido como arquitectura ultramoderna. No poseen un marco de acero externo. Poseen, en cambio, un mástil central del cual cuelgan todos los pisos. Son abrazados por cables, que hacen que al final las curvas catenarias se vean como puentes suspendidos.
Zani prosiguió con su dibujo. Gail observó:
—No es estrambótico, entonces. Mira esto, es un coche, si es que se le puede llamar así. Sólo que se ve como un trineo. O —sonrió, coqueta —, tal vez, como una motocicleta.
Le mostró un apunte terminado. Con objetividad de niño, aunque con un singular efecto de observación aguda, Zani había trazado un vehículo sin ruedas; descansaba sobre lo que parecía ser dos deslizadores, gruesos y cortos, o dos patines.
—Esto tampoco es fantasía — explicó Soames —. Se han construido vehículos desprovistos de ruedas últimamente. Se sostienen a una pulgada o algo así del suelo, por columnas de aire que arroja fuera. Se deslizan sobre cojines de aire. Pero se requieren carreteras perfectas. No es posible que esta niña los dibujara si no los ha visto nunca.
En silencio, Gail le mostró otros. Un hombre y una mujer vestidos como lo estaban los niños cuando llegaron. Otro, con un grupo de gente.
—Extraño — anotó Soames —. Todos llevan un cinturón como el que los niños usan hasta ahora. ¡Todos! Como si fuera oficial.
Miró a Zani. Ella llevaba el cinturón sobre su vestido de corte muy americano, que para ese entonces estaba muy de moda para las jovencitas. El cinturón no era de piel, ni de material plástico, ni de nada que se pudiera distinguir. Llevaba dos medallones a cada lado del cierre, que no era una hebilla. Hod y Mal, usaban cinturones similares. Fran lo mismo. Soames se intrigó por un momento.
Gail le pasó otra hoja.
—Voy a romper esto después que lo hayas visto.
Era el diseño de un cráter, dibujado con trazos sorprendentemente audaces. La hora era de noche. Cerca del fondo del cuadro se levantaba una ciudad con la extraña arquitectura curva. Era un dibujo pequeño, y casi todo el resto del cuadro lo ocupaba un cielo negro. Pero de vez en cuando se veía una llamarada que se desprendía de algo monstruoso, enorme, disparejo, incandescente, cayendo sobre la ciudad desde el cielo, y que dejaba una estela de llamas atrás.
—Y éste — agregó Gail, muy quieta.
Un cráter, un anillo de montañas, la escena del impacto de algo terrible y enorme. Era un abismo con murallas circulares de rocas quebradas. Se divisaba un árbol caído en el fondo, cerca del lugar de donde el esquema había sido hecho.
Soames miró, divertido. Observó los dibujos más de cerca, examinando cada detalle. De pronto agarró a Gail de un brazo y le dijo:
—¡Dios mío! ¿Te das cuenta de lo que prueban estos dibujos? ¡Demuestran que los niños le temen a un bombardeo, y no a una explosión! ¡Eso quiere decir que son originarios de la Tierra y no del Quinto Planeta! De la Tierra. Nuestros antepasados. ¿Por qué, si ellos tienen tanto derecho de estar en esta tierra como nosotros, su venida significa destrucción para los que ya estamos aquí?
Gail miró sin comprender y luego le preguntó:
—Pero, ¿cómo puedes estar tan seguro acerca de esto, tan cierto de que pertenecen a la Tierra?
—¡Oh! He debido darme cuenta antes. Si fueran del Quinto Planeta hubieran debido viajar a través de ambos, tiempo y espacio. Y si hubiesen viajado a través del espacio, el radar les habría seguido la pista como lo hace habitualmente. No habría reaccionado, en cambio, de manera tan extraña, tratando de detectar algo que no tenía aún existencia, porque estaba emergiendo fuera del tiempo, cosa que el radar no podía manejar. Estos dibujos confirman el hecho de que los niños vivieron en la Tierra, pues ellos no muestran la explosión de su propio planeta, sino el bombardeo que sufrieron.
Soames se volvió y empezó a pasearse de un lado a otro, meditando sobre su nueva teoría, cuando de repente se oyó una risita ahogada de Zani, que en ese momento daba un brinco, pero con sus ojos todavía cerrados. Soames miró por la ventana. Mal se había tumbado y uno de los perrillos trepaba valientemente sobre su espalda y tironeaba con todas sus fuerzas de un mechón de pelo de Mal. Su cola se movía con gran vigor, Hod se reía y Mal chillaba; dentro de la cabaña, Zani, que no podía haber visto lo que sucedía, se divertía tanto como ellos.
—No pudo verlos y, sin embargo, supo lo que estaba ocurriendo — observó Soames —. Sospecho que esta base es tan ultrasecreta que sería una violación recordar esto que acaba de suceder. Si alguien se diera cuenta de estos pequeños trucos que pueden efectuar los niños, se les miraría como sospechosos de fisgonear sobre material super secreto, mientras dibujan o juegan con los perrillos.
Recordó que menos de ochenta horas atrás, ni cuatro días completos aún desde que Gail y la capitán Moggs observaban el radar-onda-guía que él les estaba mostrando, en Bahía Gissel. Entonces no existían los niños. No había razón para estar más temeroso que en años pasados. Ahora las cosas se encontraban en otro pie. Los niños fueron enviados desde un lugar de gran peligro con un mensaje a través del tiempo. Se eligió a los niños porque era menos peligroso que partieran a que permanecieran donde estaban sus mayores. Dos niños y dos niñas, en caso de que fueran los únicos sobreviviente?. La muerte podría sobrevenir tan rápida al resto.
—Pero hubo sobrevivientes — se dijo Soames a sí mismo, mientras Gail lo veía fruncir el ceño. Él miró hacia arriba —. Tal vez una diezmilésima parte de la Tierra no fue desvastada, por lo tanto debieron quedar semillas y plantas y algunos animales para continuar con la vida. Tal vez sobrevivieron unas cuantas docenas de todas las razas. Volvieron al estado salvaje, pues todas las herramientas y todos los libros se perdieron. Y estos son nuestros antepasados.
Hizo un gesto de despedida a Gail y se volvió a su apartamiento. Se dedicó a imaginarse que él era un exiliado de la civilización de los niños y que debía improvisar comodidades que, como exiliado, consideraba toscas, pero, como aborigen, asombrosas.
Trabajó fuerte. Náufrago en medio de salvajes, un hombre civilizado podría pensar que era de primera importancia idear nuevas armas para defenderse, pero Soames mantuvo su pensamiento fuera de eso, por ahora. Ponía su empeño en asuntos mucho más urgentes.
De tiempo en tiempo se admiraba, sardónico, del programa de relaciones públicas sobre los niños. Estos debían ser revelados, ahora. Preparó un informe completo de la nave, narrando en detalle y añadiendo todo lo que podía colegir acerca de la civilización que la había construido, excepto de la existencia de esta civilización sobre la Tierra hace eones atrás y su inminente destino. Gail había redactado lo que ella consideraba el relato del más alto interés humano que jamás hubiera escrito en su vida, acerca de los niños. Ninguno de estos reportajes fue pedido, y nadie sabía si había que enviarlos. Soames, más divertido que enojado, pensó que se debía a un cambio de política. Aparentemente parecía que nada iba a suceder y que todo seguiría tal cual como hasta ahora.
Pero el asunto era para preocuparse. El simple, relativamente insignificante problema de los niños, con todos sus cielos llameantes y su tierra herida, lo relegó firmemente a un rincón.
La existencia de los niños debía ser revelada. Pues el mundo, automáticamente, presumía que la tripulación de un barco espacial extraño debe estar en alguna forma constituida por monstruos. Europa tal vez aceptase hombres-lobos como prototipo de la tripulación de un barco espacial; China, los dragones. Las nuevas naciones industriales eligirían robots metálicos independientes, como los viajeros del espacio más convincentes.
Innumerables criaturas fenómenos serían aceptadas sin objeciones como inteligentes extraños, sobrevivientes de la nave. ¿Pero cuatro niños encantadores? ¿Viajantes del espacio? ¿Naves espaciales manejadas por niños y niñas que gustaban de jugar con perritos? ¿Personas tan inocuas representando el peligro más mortal que el mundo moderno haya encarado nunca?
Pero ellos lo representaban. No existía medio para escapar a esta realidad. Y a pesar de esto, los hechos tenían que hacerse a un lado. Los consejeros de relaciones públicas que entrevistaron a los niños, señalaron los medios. Obtuvieron el empleo.
La publicidad más avanzada estaba en manos de profesionales. El personal de la nave espacial sería presentado en la más estupenda transmisión de televisión de todos los tiempos. Por segunda vez en la historia una patrulla de retransmisión transatlántica, formaría dos canales transmisores desde Norteamérica a Europa. Llegarían hasta el Japón vía las Aleusias y un barco retransmisor, por inalámbrico desde Japón a toda Asia y otra vez retransmitida a Australia. África del Sur obtendría la transmisión por una comunicación que bajaría al continente por la Columna de Hércules. La cuenca del Mediterráneo, el Cercano Este, Escandinavia y aun Islandia, verían el espectáculo. Ningún equipo televisor, en ninguna ciudad sobre la Tierra, dejaría de recibir la transmisión.
Las órdenes llegaron a la base cuando los niños y Gail habitaban una cabaña de más de ochenta años de antigüedad, en un lugar como una aldea enclavada en la montaña. Eran instrucciones detalladas que Gail tenía que dar a los niños. Al leerlas, Soames no anticipó que sería un espectáculo muy agradable. Pero el memorándum confidencial hacía caso omiso de tal objeción.
La personalidad femenina más popular de la televisión en América, serviría como anfitriona, sustituyéndose por Gail, quien trataría de hacer comprender a los niños. La señorita Linda Beach podía establecer un contacto personal con cualquier auditorio. Nadie al mirarla podía resistir a su encanto, su integridad, su hábil sinceridad. Había vendido jabón, automóviles, tabletas de vitaminas y sopas. Obviamente era la mejor vendedora para estos chicos venidos del espacio.
Soames consideraba paradójica la situación, y sin remedio. Pero Gail se sentía aliviada.
—Linda Beach es encantadora — dijo a Soames —. Te gustará. Le pasa a todo el mundo. Ella se las arreglará para que la gente vea que los niños son justamente eso, niños. Que es insensato esperar que ellos nos ayuden como sus iguales y desafíen su propia civilización. Ella es justamente la persona para hacer que cada uno se compadezca y les desee el bien, aunque no tengan esperanzas de ver a sus familias de nuevo.
—Esperemos que hayan perdido la esperanza — repuso Soames —. Y ojalá que los profesionales sepan lo que están haciendo. Soy una alma sencilla que se siente inclinada a decir la verdad sin adornos. Puede no ser cosa fácil y hasta puede que sea inconfortable, pero es un hecho, pues yo soy una alma simple.
Él aún creía que el predicamento de los niños era de su responsabilidad. Lo era. Pero también sabía que no tuvo otro camino cuando le impidió a los chicos hacer señalizaciones a los de su raza. Ahora que él estaba en posesión de una idea más clara sobre los hechos, aún parecía ser la decisión más sensata, cruel para los niños, pero lo justo. Al mundo no era posible pedirle que se dejara sofocar, aniquilar, matar de hambre por un pueblo condenado, desesperado, perteneciente a otra civilización. En tal caso ambas civilizaciones se trenzarían en un combate a muerte; odio y desastre.
Un transporte pequeño y veloz vino a buscar a los niños, a Gail y a Soames. Partió. Los niños se veían despreocupados. Las niñas, en todo caso, confiaban en Gail y se mantenían totalmente tranquilas mientras ésta estuviera con ellas. Hod parecía compartir esta dependencia. Pero Fran se sentó aparte, sombrío, y Soames sospechó que era un perseguido por el conocimiento del predicamento de su raza, el cual sólo a él le era dado aliviar.
Soames tomó asiento a su lado. Fran, cortés pero reservado, le hizo sitio. Soames sacó un lápiz y una hoja de papel. Dibujó un esbozo de un niño elevando un volantín, y añadió un dibujo detallado del volantín. Esbozó un niño andando en zancos y un esquema aparte de los zancos. Soames había dejado de ver últimamente niños caminando sobre zancos. Debía ser un juego olvidado, pero Fran demostraba interés. Soames dibujó una bicicleta con un niño montado encima y luego, sin motivo, modificó la bicicleta y la convirtió en motocicleta. Deseó que estos apuntes despertaran el interés de Fran y que éste, a su vez, los ejecutara para su propia satisfacción.
Fran estaba intrigado. Cogió el lápiz de manos de Soames e hizo sus propios bocetos. Un niño usando un cinturón como el de él, en algo que recordaba originariamente a una motocicleta, confeccionó un croquis especial del vehículo. Era un deslizador sobre aire, como el que Zani había hecho en forma más elaborada. Fran detalló el boceto del generador de la columna de aire y era increíblemente simple. Un niño de catorce años podía fabricarlo. Después de un costoso escrutinio, Soames llegó a la conclusión de que se trataba de una máquina de «jet» de ataque que partía por sí sola y se operaba en el aire inmóvil. En el mundo contemporáneo, haría una máquina a gas-turbina práctica para locomotoras y vehículos motorizados.
Fran vio su reacción. Generosamente, al ser apreciado, muy ocupado dibujó una cosa después de la otra hasta que el transporte aterrizó en Idlewild. Su actitud hacia Soames era notablemente más amistosa que antes.
Una escolta de motocicletas rodeó al coche de cortinas corridas que llevaba a los niños hacia Nueva York. El automóvil enfiló hacia la entrada de servicio del nuevo edificio de Comunicaciones en la calle 59. Unos agentes del servicio secreto desocuparon todos los corredores de manera que los niños llegaran a sus camarines sin ser vistos. Fue toda una exhibición. Los agentes del servicio secreto se retiraron. Y luego — era la parte de los entretelones de la televisión — hubo una espera infinitamente larga y tediosa.
Linda Beach apareció una hora más tarde. Demostró un pequeño sobresalto ante la sorpresa de comprobar que los niños poseían una apariencia tan normal. Se notaba un poquito dudosa. Pero, rápidamente, empezó el ensayo.
Un número indefinido de personas sin corbata que en los momentos más inesperados brotaban de cualquier rincón, interrumpían y hacían cambiar todo, produciéndose largas pausas mientras eran ajustadas las luces. Cintas de tela adhesiva sobre el piso marcaban el lugar donde la gente se suponía que debía pararse en este momento o aquél.
Los niños captaban el sentido de la cosa, observando los monitores. Charlaban. Las niñas ejecutaron con agrado todo lo que se esperaba de ellas. Hod parecía torpe y Fran negligente, pero fue más asequible cuando vio que Soames pasaba por extravagancias parecidas. En un momento de calma llevó a éste a un lado y dibujó de nuevo el boceto de los zancos que Soames había hecho. Abiertamente deseaba que lo corrigiera, pero no lo necesitaba.
El ensayo terminó. Hubo otra larga espera, debido a que se estaba haciendo la presentación de los niños venidos de un planeta desconocido, con una civilización superior a un mundo que los consideraba como extraños llegados desde el espacio, cuando en realidad pertenecían a una patria mucho más improbable. El mundo esperaba para verlos. El tiempo se arrastraba lentamente. Gail trató de hablar con Linda Beach, pero fue interrumpida una docena de veces y de pronto se encontró a solas.
Soames esperaba inquieto que empezara la ordalía. Escuchó una discusión. Alguien insistía que se debía poner maquillaje a los niños para que aparecieran menos humanos. La idea fue desechada.
En un momento que estaba vagando por el estudio, se acercó a una ventana y miró hacia abajo, hacia la calle. Se veía una multitud pequeña, que casi llenaba la calle hasta la muralla de Central Park. No era una muchedumbre ordinaria, se oían gritos, seudoprofetas arengaban. Soames supuso que esa gente, allá abajo, esperaba ver la llegada de la tripulación de la nave, y así alcanzar una especie de distinción.
La multitud, a pesar de todo, no era grande. En todo el mundo, las personas sin televisores propios se ubicaron muy temprano frente a escaparates que los exhibieran. En algunos países, la gente se levantó temprano para darle la primera ojeada a esas criaturas cuya venida podría significar el fin del mundo. Donde la transmisión se recibía tarde en la noche, prácticamente nadie se acostó. En Nueva York el tránsito normal cesó casi por completo. En San Francisco, las oficinas suspendieron sus labores antes que el espectáculo terminara. En ese momento empezaba.
Para hacer que la información alcanzara a todos los públicos, se hizo un trabajo magnífico y organizado. Dos líneas de aviones volaban a treinta mil pies sobre el Atlántico, cada columna invisible desde el mar y desde la otra línea. Cada avión en secuencia recibía una señal que estaba compuesta de cerca de ocho millones de ítem por segundo. Cada avión a su turno la clarificaba, la amplificaba y diestramente la pasaba a la línea siguiente. Llegaron a dos puntos separados, sobre el otro continente. Allí, las líneas de tierra se hicieron cargo de la transmisión. Éstas, otra vez, las multiplicaron separándolas en muchas fracciones — cada una de las cuales estaba completa — y llevaron la transmisión a miles de ciudades o más.
Los barcos, balanceándose en mares angostos, captaban la señal y la transmitían a tierra hasta que alcanzaban los confines del mundo, donde se encontraba a sí misma, habiendo completado la vuelta de la Tierra en la dirección contraria por medios totalmente idénticos. Si se contaba los pilotos, el personal de tierra, más los barcos sobre los mares, los encargados de las estaciones de retransmisión a lo largo de las líneas de tierra, y los operadores de las estaciones locales de transmisión, sumaban miles de personas empeñadas en poner este programa de televisión al alcance de todos y en todas partes. Se computó que la mitad de la raza humana estaría en condiciones de mirar y oír cada palabra y gesto insinuada ante las cámaras desde el estudio de Nueva York. Algunos de ellos habitualmente no eran tales espectadores, pero la mayoría sí. La gran escala de la operación hacía todo el asunto notable, como una hazaña en la diseminación de informaciones.
Pero la información en sí misma la condujeron expertos en relaciones públicas, que con anterioridad manejaron otros reportajes con un alto grado de pericia.
El espectáculo, naturalmente, empezó con una gran fanfarria de trompetas, grabada en una cinta magnetofónica. Un subsecretario de Estado, en un traje correcto pero informal, se dirigió al mundo. Mucho de lo que tenía que decir no fue escuchado, aunque se le tradujo en varios idiomas. La audiencia oyó las trompetas y una voz masculina hablando con gran sinceridad. Se escuchó exactamente como un efectivo y sólido aviso comercial. Fue ensayado bajo la dirección de expertos en efectos calculados de sencilla honestidad. Pero el mundo civilizado se vio forzado a construir una automática resistencia ante los avisos comerciales con motivaciones sólidas. Los ojos se fijaban vagos y la gente continuaba observando, pero sin atender. Tal vez, el mensaje se registraría en el subconsciente de la audiencia, pero en ninguna otra parte.
Entonces apareció Linda Beach. Su vestido era admirable. Las mujeres, es decir, la mitad de sus telespectadores, lo examinó con detalle, sin escuchar lo que ella habló. Los hombres tuvieron esos pensamientos que son naturales cuando se observa el comienzo de un espectáculo de televisión. Muchos empiezan con una charla encantadora y confidencial de la estrella con el público. Así lo hizo ésta. Era calmante por ser tan familiar. Las únicas personas totalmente atentas, de ahí para adelante, fueron los niños que esperaban ver monstruos, o sea, la tripulación del barco espacial averiado. Muchos de estos interesados pequeñuelos usaban cascos espaciales y tenían ametralladoras que disparaban rayos, preparadas para cuando aparecieran los monstruos.
Linda Beach presentó a Gail, a Soames y a la capitán Moggs. Esto también estaba dentro de los cánones de la televisión comercial. Era corriente presentar artistas invitados y oírles hacer una relación de sus últimas películas. Eran familiares y se aceptaba en todas partes como inevitable. El auditorio continuaba mirando la pantalla, pero insensiblemente, y por costumbre, la mayoría de ellos caía en una relajada semiinconsciencia, que era el estado ideal para los patrocinadores.
Los consejeros de relaciones públicas consideraban que un programa comercial realmente bueno produce el efecto de un tranquilizador ligeramente eufórico, el cual es un excelente golpe al inconsciente, al servicio de propósitos comerciales. Permite a los patrocinadores poner dentro de los minutos que han comprado cualquier número de urgencias, no reconocidas por sus clientes, para salir y comprar algo. Es la fórmula de venta con desarrollo más perfecto conocida por el hombre.
Pero esta transmisión se suponía que sería estrictamente informativa. Lo fue, aunque producida con la actitud y la técnica y el fino profesionalismo de especialistas en la venta de jabón. De manera que situó a sus espectadores en el estado de ánimo de la gente que se rinde al suave y adormecedor hacer-creer. Cuando la capitán Moggs relató lo del descubrimiento de la nave, sus maneras autoritarias y suficientes hicieron que todos sintieran, sin tener en cuenta sus ideas, que ella era una comediante sin ninguna gracia. Ésta, también, es otra de las visiones más familiares, en televisión.
El espectáculo en sí, fue una producción estupenda, creada por gente que sabía exactamente cómo montar este tipo de producciones. Tenía las mismas posibilidades, como cualquier otra producción estupenda, y así la gente reaccionó en la forma acostumbrada. Se relajaron, y los que estaban en casa, intentaron ir en busca de cerveza cuando apareciera el próximo comercial. Recordaron con decreciente interés que se suponía que algunos monstruos importantes iban a aparecer en el espectáculo más adelante y que estaban esperando para verlo. Mientras tanto, se hundieron en un estado de parcial aturdimiento, en el cual las personas observan profesionales y estúpidos programas televisados.
La presentación de los niños fue desilusionante pero tranquila. Cuando ellos aparecieron y fueron identificados, el síndrome del telespectador se desarrolló al máximo. Existía la sensación, por supuesto, que el espectáculo decayó en interés y que no estaba a la altura de su publicidad previa. Pero los auditores también estaban acostumbrados a eso. Las personas continuaban observando con ojos adormilados, escuchando sólo con oídos parcialmente atentos, automáticamente esperando un aviso comercial para ir a buscar más cerveza o un equivalente, sin perder nada del programa.
Así, cuando el tumulto y la confusión estallaron, cuando Linda Beach trató de sostener el espectáculo para que no se desintegrara en medio del alboroto formado detrás de ella, el estado tranquilo del auditorio continuó inalterado. Generalmente, se producía algún descontrol en espectáculos como éstos. Cuando el collar de Linda Beach fue arrebatado de su cuello pareció ser intencionadamente divertido. No fue hasta casi el final del programa, donde nada ocurría realmente, que se quebró esa apatía que los programas realizados por profesionales están condenados a producir. Un acontecimiento sobresaltó a los espectadores, sacándolos de su estado semico-matoso, como si se hubiese tratado de una obscenidad chocante o una profanación intolerable. Linda Beach, en un gesto de gran sinceridad y rindiéndole tributo a los niños, hizo una declaración que fue altamente explosiva. Cuando el espectáculo terminó, la gente en todo el mundo, estaba excitada, horrorizada y exacerbada.
Solamente los niños pequeños, esperando con sus cascos espaciales y sus arrojarrayos, se quejaban agraviados de que no hubiesen aparecido los monstruos. Los adultos pensaron que sí, que habían aparecido. Que existían.
Detestaron a los niños con un odio estrictamente personal, basado en el pánico combinado con vergüenza.