Capítulo Segundo
En todo el mundo las vidas de las personas y la marcha de los acontecimientos seguía el curso normal. Los ciudadanos tomaban el tren en la mañana y leían los periódicos, que no era en manera alguna empezar el día de modo muy alegre. Los labradores araban sus campos, lo que embrutecía menos. Los niños pequeños jugaban con grandes voces que imitaban sonidos de armas de fuego, y niñitas se entretenían, sedentarias, con las muñecas. Sobre las vastas extensiones de mar rutilante los barcos capeaban gallardos, y en tierra los supermercados ofrecían gangas especiales, y en lugares apropiados los perros ladraban, rascándose, y corrían de un lado a otro, o dormían rodeados de un completo confort canino.
Como aún no aparecía ningún signo de que una nueva influencia pudiese alterar esa firme tendencia establecida hacia situaciones más y más complicadas que parecían quedarse en la estacada, sin tener ninguna solución, nadie notaba ningún síntoma que provocara desesperación inmediata.
Alrededor de unas seis o siete horas después de lo sucedido se discutía en círculos científicos acerca de la formidable explosión de la estática, que Soames había oído. Su enorme envergadura atrajo la atención. Había interesado al mundo entero. Se empezó a valorizar su violencia. Nunca antes se percibió tal ilimitada descarga de energía eléctrica, ni aun una fracción del poder del estallido de la estática. Se partió discutiendo una rareza, después constituyó una curiosidad por investigar, luego se transformó en problema científico de primera categoría.
Pero, hasta el momento, la cosa no pasó de ahí. No había causado un daño aparente. Al principio llamó la atención por ser algo que no podía suceder y sin embargo sucedió. Era obviamente imposible que ninguna fuente de interferencia de radio transmisión abarcara a todo el mundo en todas las longitudes de onda por tres segundos consecutivos. Pero aconteció. Todas las comunicaciones se paralizaron, todos los aparatos eléctricos en uso sufrieron disturbios, todos los contadores y dispositivos que estaban funcionando sufrieron desajustes. Atrajo la atención porque no era concebible, pero no por eso menos real.
No causó ninguna alarma al principio. Eso vendría más tarde, cuando el poder liberado para hacer la disparatada señal fuera computado. En ese momento, algunas emisoras no autorizadas instalaron dispositivos monitores que decían que había partido de la Antártica. Hubo un temblor en la Antártica al mismo tiempo, pero siempre está temblando en alguna parte.
Un sismógrafo verdaderamente sensible, registra un increíble número de temblores cada día. Nadie notó la coincidencia. Nadie estaba asustado. Ciertos investigadores de ciencia pura que descubrieron que no se trataba de un fenómeno local llegaron a estar más y más interesados cuando se dieron cuenta que había abarcado todo el mundo, en la totalidad de las bandas de onda, y el máximo e intensidad en todas partes. Pero estaban sólo interesados intensamente, a decir verdad, pero nada más que interesados.
Así es que no se reconoció en ninguna parte de la Tierra la aparición de algo nuevo para perturbar el ordenado desarrollo de crisis y de compromisos en diplomacia; y un creciente desprecio de los valores humanos a cambio de un aumento de comodidad con la cual el mundo sería volado en pedazos cuando el tiempo llegara.
Nadie se preocupaba, excepto Soames — que adivinó lo que estaba sucediendo — y Gail, por estar Soames perturbado. El helicóptero rondó por el suelo. Una nave yacía plenamente visible sobre el hielo. La mitad de su estructura estaba averiada, pero Soames pudo darse cuenta de que no volaba con alas. No las poseía.
—Parece ser una nave de otro mundo — dijo Gail sin aliento.
—Eso sería el fin de todo — repuso Soames sombrío.
No cabía duda. La llegada de una nave espacial desde otra civilización a la Tierra, era la peor catástrofe que Soames podía imaginar. La Tierra estaba dividida en grupos poderosos y neutrales amargados. Era un mundo premunido de armas tan mortíferas que el temor de las represalias mantenía la paz. Y un contacto con una cultura mucho más avanzada no uniría la humanidad. Desataría el odio y la sospecha hasta la locura.
La Tierra era un campo de batalla en que todas las naciones estaban comprometidas con uno u otro bando. Una civilización superior podría trastornar la balanza en el caso que diera armas más poderosas a un partido.
Cualquier contacto con una raza más desarrollada que la nuestra acarrearía una inevitable competencia para conseguir su favor. Aun así, una parte de la población terrestre que pareciera atraer los favores de los recién llegados, la otra parte trataría de destruirla antes que estos seres superiores intervinieran para protegerla. El mundo fuera de la Cortina de Hierro no querría permitir que los pueblos de la Cortina se aliaran con los posibles invasores. Los líderes comunistas no podrían arriesgar que el mundo libre se coaligara con una tecnología más avanzada y con mayor ciencia.
De esta manera, un contacto, en estos momentos, con una raza más desarrollada constituiría el suceso más mortífero que podría suceder en el mundo, dado el estado de cosas actual.
Soames percibía todo esto y comenzó a transpirar cuando el helicóptero tocó tierra. Saltó. Mientras observaba la nave se sintió débil. Pero sacó una fotografía rápida. Era efectivo que no tenía alas y que nunca las había tenido. Su longitud probable era de cien pies, toda de metal brillante. Cerca del centro, la nave estaba aplastada y despedazada por la caída. Debió haber sido traída parcialmente bajo control antes del impacto, aunque lo suficiente para salvarla de una completa destrucción. Y Soames, observándola, se dio cuenta que no tenía hélices para sostenerla o empujarla en el aire. Tampoco existían conductores de aire para motores de «jet». No era un «jet». No poseía cohetes. Su mecanismo pertenecía a una clase todavía no soñada por los hombres, ahora y siempre.
Gail se detuvo al lado de Soames, con ojos brillantes. Miró a los niños. La capitán Moggs descendió laboriosamente a la nieve.
Gail observó:
—¡Brad! ¡No hace frío aquí!
Soames le prestaba poca atención al asunto, ante el apabullante hecho de que esta nave, viniere de donde viniese, estaba dotada para viajar en el espacio.
—Niños — dijo la capitán Moggs con firmeza —. ¡Tenemos que hablar con sus padres ahora mismo!
Los niños miraban a Gail muy interesados. Una de las niñas habló cortésmente, con palabras ininteligibles. Las niñas tendrían alrededor de trece años. Los niños eran, probablemente, un año mayores — más fuertes y musculosos que los niños de su edad —. Los cuatro se mostraban muy tranquilos. Experimentaban curiosidad, pero de manera alguna alarma, ni se veían trastornados, como se habrían sentido en caso de que compañeros mayores que ellos se hubieran herido o muerto al aterrizar la nave.
Usaban vestidos ligeros que estarían apropiados para un paseo por la playa en pleno verano, pero inapropiados en la fría capa de hielo de la Antártica bajo ninguna circunstancia. Cada uno llevaba un cinturón con aplicaciones de metal, de tamaño mediano, colocadas a cada lado de la abrochadura.
—¡Brad! — repitió Gail —. ¡Hace calor aquí! ¿Te das cuenta? ¡Y no hay viento!
Soames tragó saliva. La cámara colgaba de su mano. O era, o podía ser una nave espacial la que yacía en parte despedazada sobre el hielo. Miró a su alrededor con una especie de absoluto espanto. Había una viga metálica, completamente separada de la nave, que fue instalada con una inclinación sobre el hielo, después del aterrizaje. No tenía un objetivo aparente.
La capitán Moggs dijo en forma perentoria:
—¡Niños! ¡Insistimos en hablar con sus padres! ¡De inmediato!
Gail se adelantó. Soames vio en ese momento un trípode cerca de la nave. Algo giraba suavemente en el tope. Era evidente que pertenecía al velero. Alrededor de cien yardas en todas direcciones no existía viento ni nieve. Más que eso, el aire en calma era cálido también. Increíble.
—¿Me oyen? — preguntó la capitán Moggs —. ¡Niños!
Gail dijo en forma gentil, sonriendo a las niñas:
—Estoy segura que ustedes no entienden ni una palabra de lo que digo, pero ¿no nos invitan a pasar?
Su tono y sus maneras eran del todo familiares con los niños.
Con aire consciente y de persona grande, una de las niñas sonrió actuando en el lugar de su madre e hizo una inclinación, no una cortesía, sino algo comparable a una estudiada gentileza. Ella hizo un gesto de gran hospitalidad. Se movió a un lado para dejar entrar a Gail.
Gail se introdujo en la nave, y la capitán Moggs detrás de ella. Gail no era una muchacha alta, pero tuvo que inclinar la cabeza al pasar por la puerta. Soames metió su mano en el bolsillo. Allí estaba la pistola automática, lista. Uno de los niños le hizo señas cortésmente.
—Sí — dijo Soames, ceñudo —, entraré a vuestro recibo. Pero es posible que vosotros hayáis entrado ya al nuestro.
Se acercó a la puerta de la nave. No existía amenaza en los niños. Soames sintió, abruptamente, que de haber una amenaza en ese momento, sólo estaba en él. Se hallaba en la posición de un salvaje frente a un encuentro con una civilización tan superior que destruiría la cultura en la que éste se había desarrollado. Así y todo, no le faltaba la respuesta instintiva que existe en cualquier adulto normal hacia niños que están necesitados de ayuda. Y en eso se imaginó a Gail, envuelta en un desastre que estos extranjeros supercivilizados pudieran acarrear a la Tierra. Su garganta se secó.
Entró en la nave, agachándose al pasar la puerta. Estaba tan claro dentro del barco como afuera. No había luces. Una parte del piso se veía curvada hacia arriba, y el resto aparecía disparejo, pero la primera impresión era de brillantez y la segunda de una especie de simplicidad desconcertante. Y había una tercera. Era la de prisa. El barco daba la idea de haber sido armado con tal premura que no poseía decoración alguna, ni siquiera ese toque extra en el diseño, que da a los objetos estructuralmente funcionales una especie de belleza.
—¡Quiero hablar con los padres de estos chicos! — repitió la capitán Moggs decidida —. ¡Insisto en ello!
—Sospecho — dijo Soames sarcástico — que en la civilización de donde vienen estos niños, el lugar apropiado para los padres es el hogar. Ésta es una nave espacial, especialmente hecha al tamaño de los niños, como lo habréis notado.
El tamaño de la puerta lo probaba. Las sillas lo comprobaban. Soames miró a través de la puerta destrozada, la parte de la nave que se estrelló. Se veía una maquinaria. No así ejes, ni engranajes o controles. Supuso que se trataba de una maquinaria, ya que era imposible que fuese otra cosa. Divisó una caja de metal dentada con la tapa abierta. Los niños, al parecer, la habían arrastrado de la parte relativamente no dañada del barco, para trabajar en su contenido.
Pudo ver rollos de metal desnudo, y arreglos que pudieran ser instalaciones. Puso una especie de orgullo desolado en adivinar que la cosa era algo así como un dispositivo para comunicaciones, pero se alarmó y enfureció por su inhabilidad para entender ni siquiera el propósito de los objetos y dispositivos. Se sintió como una amazona salvaje que fuera transportada al interior de un submarino con todos sus complicados aparatos y diales.
Había un tablero con botones. Podría ser un tablero de control, pero no se veía como si realmente lo fuera. También una caja de metal con un lado de plástico transparente. Era posible ver figuras crípticas en su interior. Dos bolas de metal brillante estaban montadas sobre un lado del muro. Tenían agujeros de un tamaño que permitiera a los niños introducir sus manos en ellos. Una espiral de dos pies de alto, con un cuidadoso mecanismo, entremetida en el medio de la nave, disminuía el espacio habitable. Estos objetos desempeñaban funciones que no se adivinaban siquiera. Se encontró resentido por cosas que pertenecían obviamente al progreso de la ciencia, sin que siquiera pudiese suponer de lo que se trataba, ni los servicios que prestaban.
¿Pero extraños? Miró a los niños. Eran niños humanos. No había nada de raro en ellos. El más alto volvió la cabeza y Soames vio ese pequeño remolino donde crecía el pelo, cayendo liso a ambos lados de la cabeza. Los ojos y las pestañas eran normales. Sus narices, sus labios y sus dientes. En todo sentido eran humanos, tanto como él o como Gail.
Gail charlaba con las dos niñas. No podían entenderla, pero la aceptaron plenamente como un adulto agradable con quien la reserva no fuera necesaria. Soames, a pesar de su malestar interior, sintió un extraño orgullo. Aun estos niños que llegaron quién sabe de dónde, gustaron de Gail instantáneamente. Tal vez Gail podría establecerse con los chicos y cuidarlos de una manera que sus padres se sintieran agradecidos y le permitieran que se salvara del desastre que ciertamente sobrevendría a contar del arribo de la nave.
Vio que los chicos estaban fascinados por la vestimenta de Gail y el cierre de cremallera. Retornó al problema más urgente en ese momento. Tomó fotografías antes que nada. Gail mostraba a las niñas sus polvos compactos. Estaban encantadas. Ella hizo un gesto para dárselos. Una sacó un delgado cordón de su cuello, con una figurita como pendiente, y se lo regaló a Gail. La otra niña, gustosa, insistió para que Gail aceptase un regalo similar.
Uno de los niños se acercó a la caja dentada. Empezó a arreglar su contenido para darle los toques finales. Soames supuso que se había dañado con el golpe y que la estaba reparando.
El segundo niño tocó a Soames en el codo y le mostró la caja con la pared de plástico. La conectó y una imagen apareció en el plástico. Era el paisaje de afuera. Movió la caja y el paisaje se desvaneció. Tocó luego otro control y el paisaje voló suavemente hacia la pantalla de plástico. Corrió. En ese momento la tierra parecía desvanecerse y Soames se encontró mirando un cuadro que mostraba la sabana helada y el cielo, muy lejos de la línea de azul oscuro que era el mar, ahora a cientos de millas de distancia.
El niño asintió e hizo delicados ajustes. Entonces Soames vio una imagen de la bahía de Gissel, desde donde él y los otros se habían puesto en marcha una hora antes. Era notablemente clara. Soames pudo incluso divisar el avión de abastecimiento esperando en la pista de despegue, hasta que fuera tiempo de partir. Sabía que la caja era algo que no tenía nada que ver con un dispositivo de radar, pero llenaba las funciones de uno y otros muchos, de manera que era una cosa completamente distinta. De pronto, Gail dijo:
—¡Brad! ¡Mira esto!
Sostenía los collares que las niñas le habían regalado. Le mostró los ornamentos. Uno era un caballo pequeñito, bellamente modelado, sin duda copiado de un modelo vivo. La cabeza era más grande que la de un caballo corriente. Su cuerpo era esbelto. Cada una de sus patas poseía tres pezuñas.
Gail observó el rostro de Soames.
—¿Ves? ¿Qué me dices a esto?
El ornamento del otro collar era un pequeño pez de metal. Tenía aletas y cola, pero no así escamas. En cambio su cuerpo estaba cubierto por una armadura de hueso. Era un pez ganoide, como el esturión. Pero no lo era, aunque ahora los esturiones sean los representantes más importantes de lo que antes fueran innumerables especies de ganoides.
La capitán Moggs habló sin rodeos:
—¡Señor Soames! ¿Puede usted preguntar a estos niños dónde se encuentran sus padres?
—Los niños están solos — dijo Gail. Se veía algo pálida —. Tienen el aspecto de niños que reciben invitados cuando sus padres están fuera.
—Pero, ¿de dónde vienen?
Gail miró a Soames. Éste movió la cabeza.
—¿Podrían ser rusos? — La capitán Moggs preguntó indignada —. ¡No pueden estar tanto más avanzados que nosotros en tecnología.
—No son rusos — repuso Soames —. La nave fue construida para ser operada por niños, el porqué no logro imaginarlo. Pero no hay nada que se parezca a una arma, a la vista. Si los rusos pudieran construir una embarcación como ésta, lo sabríamos. No tendría razón de ser las Naciones Unidas. Sólo la no bendita Rusia. Voy a llamar a la base antes que se alarmen.
Salió fuera y llamó a la base. Se sentía raro, casi insensible. Tuvo que recordar que por acuerdo de todas las bases usaban el mismo largo de onda para comunicarse con aviones y trineos. La teoría consistía en afirmar que la ayuda podría ser prestada fácilmente, si el avión llamaba a todas ellas. Pero era un signo de desconfianza más que nada.
Hizo un informe que sonaba como si existiera sólo una pequeña falla en el helicóptero y por lo tanto se había visto forzado a aterrizar. No coincidía con su última llamada, que hablaba insistentemente de precaución, pero no había nada que hacerle. Dijo que volvería a comunicar. Intentaba llamar pidiendo ayuda — para manejar el asunto de los niños — tan pronto como pareciera plausible que la necesitaba para despegar.
Pero se sintió intranquilo por dentro. El informe de radar y la estática y el temblor y la onda de concusión de la noche anterior eran bastante improbables. Pero esto era mucho más increíble. La nave de los niños debió aparecer en el medio de todos esos extraños fenómenos. Era razonable que se hubiese estrellado entre tanta violencia. Pero, ¿de dónde había venido, y por qué?
Los niños eran humanos. ¡Absolutamente humanos! Pero eran miembros de una cultura que hacía que la civilización actual de la Tierra apareciera bárbara. Imposible tratarse de una civilización terrestre. ¿Podía haberse desarrollado desconocida de otras razas, en un grado tan superior que fabricaran naves espaciales y dispositivos, que aun Soames no se imaginaba?
En un mundo donde por miles de años los hombres se han matado unos a otros en horribles guerras, y donde ahora se preparaban para destruirse a sí mismos completamente, no había posibilidad alguna de que existiera una civilización como ésa en secreto. Pero ¿en qué lugar se encontraba esta cultura? ¿Por qué la nave apareció a cuatro millas de altura en un lugar donde el radar mostraba que algo iba a suceder?
Soames, de pie, al lado del helicóptero, observaba divertido a la nave. Los dos niños salieron. Fueron directos a la parte destrozada y recogieron una viga que evidentemente coincidía con la que se encontraba inclinada, en forma absurda, en el lugar en que fue clavada en la superficie helada. Por la libertad de movimiento que permitía, no podía ser pesada. Tendría que ser aluminio o magnesio por lo liviana. Una aleación de magnesio, tal vez.
Uno de los chicos la sostenía arriba al lado de la viga inclinada. El otro sacaba objetos que Soames no podía ver. Agachado sobre el hielo, movía sus manos de aquí para allá. La nueva viga se hundió en la nieve. La inclinaron de manera que fuera a encontrarse con la que estaba puesta. La sostuvieron firme por un instante. Volvieron a la nave descalabrada. La segunda viga se fijó tal como la otra.
Soames se acercó a mirar. La viga de metal estaba profundamente enterrada en el hielo. Por alguna razón no se helaba el aire sobre ella.
Oyó un leve ruido. Uno de los muchachos — el que llevaba túnica marrón, parecida a una camisa — derramó algo a través de la planta del barco averiado. El suelo se partía como papel mojado. Soames observó con divertido despego cómo una sección completa se desprendió con toda facilidad. El niño de la túnica marrón, muy decidido, cortó el suelo alrededor de un pilar y así obtuvo una tercera viga. Cualquiera que fuera el instrumento que usaba cortaba todo como si fuera mantequilla o sebo.
Ambos chicos acarrearon la viga donde las otras se apoyaban. Levantaron ésta. Las tres vigas formaron un trípode. Pero este tercer pedazo de metal estaba curvado. La bajaron, y el niño de la túnica marrón, en un instante, cortó la tajada que tenía forma de V e hizo que el resto quedara como una sola pieza de nuevo. La volvieron a levantar, el niño movió su mano sobre el hielo, la hundieron, sosteniéndola por un momento solamente, y volvieron a la nave.
Soames, aturdido, se acercó a ver lo sucedido. Recogió restos del metal que fue cortado. Se sintió como un salvaje que examinara aserrín, en un esfuerzo por comprender cómo un serrucho puede cortar madera.
La capitán Moggs descendió y se dirigió al helicóptero, mientras Soames examinaba los restos de metal. No parecían cortes, tenían superficies brillantes como espejos, dando la impresión de haberse derretido. Pero no se había utilizado fuego.
Los niños reaparecieron con la caja dentada, que Soames suponía era un dispositivo para establecer comunicación. Lo llevaron hacia donde se encontraba el trípode. Uno de ellos acarreó también una complicada estructura de pequeñas varillas, que podría ser un sistema para transmitir radiaciones, de un tipo que Soames no lograba concebir.
La capitán Moggs descendió del helicóptero.
—Llamé a la base — observó —. Dos trineos estarán aquí dentro de una hora. Se llamó a otro helicóptero que se encontraba en un puesto de observación avanzado. Será enviado aquí tan pronto como vuelva.
Soames se preguntó cuan indiscreta había sido la capitán al sostener una conversación en onda corta que podía ser escuchada por cualquier base de otra nación que se interesara en oírla.
En ese momento, Gail salió de la nave con las dos niñas gozosas de estar junto a ella. Las niñas muy jóvenes adoran la compañía de una persona mayor que les demuestre interés. Gail se acercó a Soames.
—Brad — dijo ansiosamente —. ¿Te das cuenta lo que estas joyas significan? ¡No hay animales como éstos en la Tierra, pero los hubo! ¿De dónde vienen esos niños? No pertenecen a la Tierra, lo sabemos.
La capitán Moggs vociferó:
—¡No sea absurda, Gail! Por supuesto que son niños humanos! Me cuesta entender cómo sus padres les han permitido volar solos, y no es de extrañar que se hayan estrellado. Pero, ¿qué es lo que esos niños están haciendo?
Soames lo sabía. Si la caja dentada era un transmisor que ocupaba una antena tan complicada, la cual estaba ya lista para entrar en uso, existía sólo una respuesta y únicamente, al considerarlo todo, un camino a seguir.
—Son sobrevivientes de una catástrofe aérea — observó Soames —. Si usted fuera un náufrago, ¿qué es lo primero que trataría de hacer? Señales pidiendo socorro. Están instalando ese aparato para pedir ayuda. Han caído en un país de salvajes primitivos. Somos nosotros. Necesitan que alguien venga y se los lleve.
—¡No se les puede permitir! — dijo la capitán Moggs perentoria —. ¡La nave debe ser examinada! En nuestro mundo moderno, con la situación militar como está...
Soames la miró Irónico.
—Tengo una pistola automática en mi bolsillo — contestó —. ¿Debo amenazar a los niños con ella? Prefiero no hacerlo. Me temo que esto les divertiría.
Le quedaban trozos de metal en sus manos, de esos que había recogido momentos antes. Uno de los pedazos parecía una hebra de hilo. La retorció y la colocó sobre su manga. Le prendió fuego con su encendedor. Estalló una llama que chamuscó la manga.
—La mayor parte es magnesio — murmuró —. Es probable que no consideren el fuego como peligro. Probablemente ya no lo usan para nada. Nosotros tampoco iluminamos nuestras casas con fuego.
Soames escarbó entre los trozos de metal. Otro de los pedazos tenía una protección como de alambre. Vio que el muchacho con la túnica verde estaba extendiendo algo sobre la nieve, entre la nave y el trípode.
—Una línea energética — dijo aplastado —. Tienen que hacer señales quién sabe cuan lejos, sin que nadie pueda adivinar el alcance de su poder. Y usan para ello una línea energética del grueso del hilo de coser. ¡Pero, por supuesto, los que construyeron esta nave poseían superconductores! — Luego agregó —: Puedo estar cometiendo un suicidio, pero creo que es mi deber, todo es preferible antes que permitir...
Dio unos pasos adelante. Su garganta estaba seca. Extrañamente se le ocurrió que no hacía esto por un sentido del deber, sino por proteger a Gail, quien podría estar en peligro en caso de que la civilización a la cual pertenecían estos niños conociera la existencia de la raza humana sobre la Tierra y se trasladara aquí.
Encendió su mechero y acercó la llama al hilo de metal sobre el segundo fragmento. Se encendió. Arrojó el pedazo entero cuando toda la aleación ardió. En medio del aire se convirtió en una bola de blanca y salvaje incandescencia, que crecía en tamaño y ferocidad a medida que volaba. Tenía una yarda de diámetro cuando cayó sobre la caja dentada que los niños habían traído.
Estalló en llamas una vasta sabana de furia blanca que era una brasa en su totalidad. El trípode recientemente hecho, prendió fuego. Las llamas alcanzaban treinta pies en el aire. Soames estaba chamuscado y ciego por el resplandor. Luego el fuego murió suavemente y la ceniza de un blanco de nieve voló en todas direcciones.
El niño de la túnica marrón chillaba salvajemente. Adelantó su mano con el instrumento que le había servido para cortar el metal. Gail saltó escudando a Soames.
Él la hizo a un lado, bruscamente.
—Quítate del medio — ordenó —. He destruido su dispositivo de señalización. Tal vez he impedido que su civilización destruya la nuestra. ¡Apártate!
Encaró al muchacho de catorce años, sombrío. La cara del chico estaba contorsionada. Había algo más que ira en ella. El niño de la túnica verde empuñaba y desempuñaba sus manos. Su expresión era del más puro horror. Una de las niñas sollozaba. La otra hablaba con un tono de desesperación y pena tan conmovedor, que Soames se sentía casi avergonzado.
Por el momento el muchacho de la túnica marrón se dirigió amargado a la niña, que evidentemente le dijo algo para calmarlo. Desvió sus ojos de Soames. Volvió a la nave, tambaleándose un poco.
El aspecto de los tres niños restantes cambió del todo. Habían estado tranquilos y confiados y aun divertidos. Actuaron como si el desastre de la nave fuera más una aventura que una catástrofe. Primero una de las niñas, después el otro niño y finalmente la otra niña, entraron desanimados en la embarcación.
La capitán Moggs estableció orgullosa:
—¡Hizo usted muy bien, señor Soames! Por supuesto que había que impedirles que hicieran señales hasta que las autoridades revisaran el asunto.
Soames miró a Gail. El muchacho de la túnica marrón lo había amenazado con el objeto que cortaba planchas de metal. Se detuvo, al parecer, por las palabras emocionadas de la chica. Soames estaba íntimamente convencido de que el niño pudo fácilmente haberlo matado, y a la vez, tenía la completa seguridad de que habría sido pagar un precio muy bajo al impedir que el resto de la raza de estos chicos descubrieran la Tierra.
—Creí — dijo Gail torpemente — que iba a matarte.
—Lo mismo pensé yo — contestó Soames —. Lo extraño es que tengo una pistola en el bolsillo y nunca se me ocurrió usarla. Me imagino que porque es un niño.
—Supongo que te sientes bastante mal — replicó Gail.
—Me siento como un asesino — le contó amargado —. Por los chicos, y todo eso. Probablemente les he impedido para siempre ver a su familia de nuevo.
Después de largo tiempo, Gail hizo notar con una triste tentativa de humor:
—¿Saben que éste es el hecho periodístico más importante que nunca haya sucedido? ¿Y que nadie lo creería?
—Mas esto — dijo la capitán Moggs severa — es un asunto de tal gravedad militar que no se puede filtrar ni una palabra. ¡Nada!
Soames no hizo ningún comentario, pero no creyó ni un minuto que lo sucedido se pudiera guardar en secreto.
Esperaron. Los niños permanecían en el barco, esperando que alguien llegara. Soames se sentía profundamente culpable y espiaba impenitente. No pudo consentir una civilización por encima de su cultura bárbara. Sabía demasiado bien lo que significaría un hecho como ése, y una mirada dentro de la nave le bastó para convencerlo que la cultura occidental del siglo veinte era bárbara comparada con la de los constructores de la nave.
Después de un largo tiempo los niños reaparecieron; las mejillas de las chicas mostraban huellas de lágrimas. Transportaban pequeñas pertenencias y las depositaron sobre la nieve. Volvieron a la nave en busca de otras cosas.
—Apuesto — dijo Soames — que el superradar que poseen les ha indicado que un helicóptero viene en camino. Saben que no pueden permanecer aquí. Les he matado toda esperanza de ser encontrados. No tienen otra salida que dejarse llevar lejos.
La mudanza de objetos terminó. El niño de la túnica marrón volvió solo a la nave, permaneciendo allí por largo tiempo.
Cuando retornó, habló algo con voz amargada y desesperada. Las niñas dieron vuelta la espalda a la nave. La de ojos castaños empezó a llorar. El niño con túnica verde puso el trípode en una nueva posición. Mientras lo movía el calor y la calma del aire cambió notablemente. Se produjo una monstruosa corriente de aire helado y luego una tibia calma, seguida de otra corriente fría. Pero, cuando lo detuvo y colocó en el suelo, se produjo una inmediata calma.
Soames oyó el zumbido de otro helicóptero, a lo lejos.
El niño de la túnica verde alargó su mano. Empuñaba el pequeño y resplandeciente objeto. Frotó con su mano la nave, de un extremo al otro, abarcando una distancia de cincuenta pies. La nave fabricada con una aleación de magnesio se quemó con un resplandor que cegaba. Una llama colosal, monstruosa, trepó, ascendió rápidamente y murió. Soames se precipitó en busca de su cámara fotográfica, pero ya era demasiado tarde. Nada quedaba de la nave estrellada sobre el hielo. Sólo unos pocos restos humeantes.
Cuando el segundo helicóptero aterrizó al lado del primero, los cuatro niños esperaban muy compuestos para ser transportados.