Capítulo Noveno

El color de la llama azul verdosa que flameara tan vorazmente afuera de los edificios del generador, no era ningún misterio. Era el color del cobre vaporizado, el mismo color que se obtiene al quemar madera húmeda con clavos de cobre amohosados dentro de ella. Su causa no era desconocida tampoco. Hubo un cortocircuito gigante donde los cables de alta tensión dejan las salas de dínamos para conectarse con las líneas que cruzan los campos. Las enormes barras conductoras no sólo se fundieron sino que se vaporizaron y los arroyos de metal más que recalentados al rojo eran lo suficientemente conductores como para llevar la corriente que mantenía el arco. La llama, en realidad, se veía como algo perteneciente a otro planeta más que a la Tierra, pero no existía nada notable acerca de esto. Oficialmente, existía una gran preocupación porque el cortocircuito dejó a cinco provincias sin energía y sin luz eléctrica.

Soames y Fran lo sabían de cierto, y unos pocos oficiales de seguridad suponían que, sin duda, Fran era el causante del daño. En el lugar donde se generó el cortocircuito apareció un misterioso metal fundido. Fran lo había colocado allí. Cómo escapó de ser electrocutado, el oficial ni siquiera trató de imaginárselo. Pero sabía que intentó hacer algo con un aparato que se quemó antes de funcionar, y que había rodado diez pies repelido por el arco verdoso, y aún más, que había pedido ayuda, diciendo: ¡Trate! ¡Trate! ¡Trate! Y supusieron que alguien lo había ayudado a alejarse de la escena de la explosión y del daño. Pero no así cómo lo consiguió, ni que se trataba de Soames.

Se presumía que Soames iba en camino hacia el este, a conferenciar con un grupo de científicos que, ahora, habiendo interesado a un cierto número de fabricantes de instrumentos prácticos, trabajaban triunfantes hasta el agotamiento.

La intervención de Fran en el asunto se mantuvo en secreto. Las luces y la fuerza en cinco condados del Estado de Colorado se apagaron y permanecieron apagadas.

Los periódicos locales publicaron editoriales indignados. El Chaffee County Dispatch enumeraba amargamente las incubadoras que habían perdido miles de pollos a medio incubar cuando se cortó la corriente eléctrica y permaneció así durante dos días y sus correspondientes noches. Seis periódicos en Eagle County y nueve en Pitkin County pedían que la legislatura del Estado, entonces en sesión, inmediatamente exigiera una conexión cruzada con todas las líneas de utilidad, de manera que, cuando una planta generadora sufriera desperfecto, las otras pudieran tomar su carga. Se mencionó el agravante de que la gente de trabajo cuyos hornos de petróleo dejaron de funcionar, cuyas cocinas eléctricas no cocinaron y cuyos sistemas de agua corriente no operaron, todo por un cortocircuito en una planta generadora.

Éste era un punto de vista estrictamente local. En las esferas oficiales era muy distinto. La reacción fue como de un horror paralizante. Se sabía que era Fran el causante del quebranto de la planta. Lo provocó al tratar de tomar sus líneas y su enorme cantidad de fuerza, para algún propósito escondido que necesitaba. Trató de hacer señales a una gran distancia. Y para eso se requerían miles de kilovatios. Fracasó, por supuesto. Los restos derretidos de su aparato improvisado lo probaban. La policía sabía con absoluta seguridad que había tratado de hacer señales a los de su raza. Y que esto significaba que su empeño era convocar una flota espacial, con armas y utensilios para conquistar la Tierra.

El comando superior de la policía dio dos directivas. Primero, Fran debería ser capturado, a cualquier costo, en esfuerzo, tiempo dinero o poder humano. Segundo, el resto del mundo no debería saber que uno de los cuatro tripulantes del barco espacial andaba suelto y haciendo que el cabello de los oficiales de policía se erizara cada vez que pensaban en él, lo que sucedía a menudo.

Así, la pesquisa de Fran se intensificó hasta un grado cruel, y casi todas las ciudades de Estados Unidos enviaron algunos detectives para ayudar en la captura. Las fuerzas militares estaban prontas a actuar sin limitaciones, sobre cualquier pista y en cualquier momento. Simultáneamente, el sigilo era una densa neblina cubriéndolo todo. La escasez de noticias acerca de los niños era, sin duda, tan conspicua que en sí misma ya constituía una novedad.

Naturalmente que los servicios noticiosos trataban de romper el silencio y las fuerzas policiales de mantenerlo. La reclusión de los niños en una base de proyectiles escondida, la existencia de la cual era el mayor secreto, ayudaba al servicio enormemente. El Congreso era su mayor preocupación. Un comité tiene que conocer los hechos y los congresistas y senadores se las arreglarían para hacer que se filtraran las informaciones con el objeto de conseguir publicidad. Los oficiales de seguridad se vieron en duros aprietos durante los días que siguieron al incidente de Navajo Dam. Pero nada se filtró.

Soames se dirigió hacia el norte. Vestía una chaqueta de piel y montaba una motocicleta de segunda mano, y en el asiento de atrás, un hermano menor, que llevaba la misma indumentaria, y que en todo imitaba a su hermano mayor. Tenía una figura tan familiar, que nadie se fijaba en Fran. Éste era, visiblemente, un hermano menor de ese tipo de jóvenes, llamados duros y que andaban en motocicleta de segunda mano porque no podían permitirse el lujo de comprar algo mejor. Naturalmente, nadie sospechaba que se trataba de un monstruo telepático, una criatura del espacio, o el objeto de una desesperada y multiestatal búsqueda por todos los visitantes taciturnos que aparecían, prácticamente, en todas partes en las Rocallosas.

El hecho qué Soames no fuera echado de menos y que no fuera buscado fue, al principio, una gran ayuda. Pasó un día completo después de la catástrofe de Navajo Dam antes que alguno lo relacionara con el asunto de la máquina que se fundió; dos días antes que nadie empezara a preocuparse por él, y tres antes que en los vuelos de Denver se buscara su nombre. Aun entonces, parecía más viable que él fuese una víctima de un juego sucio a que fuera un fugitivo en sí mismo.

Pero al cuarto día, después que la llama azul verdosa se elevara hacia el cielo, Soames y su silencioso y ceñudo hermano menor ocuparon una choza de pesca en las playas del lago Calumet. Estaban a setecientas millas de Denver, y el camino por el cual vinieron era mucho más largo que eso. Se encontraban bastante lejos del tumulto del mundo. Durante el día hicieron vida al aire libre, siendo ésta la primera vez que se instalaran un tiempo lo suficientemente largo como para permitirse un descanso.

—Ahora — dijo Soames, cuando los arreboles del atardecer llenaban el cielo detrás del límite del lago —, ahora pensaremos en lo que vamos a hacer. Tenemos que hacer algo, aunque por el momento no se me ocurre qué. Al principio cumpliremos nuestros papeles. Vinimos a pescar. No debemos esperar. De manera que pescaremos algo para nuestra cena.

Siguió el camino que llevaba hasta un pequeño desembarcadero, donde estaba amarrado un bote, provisto de cañas de pescar y carnada. Lo movió para que Fran se subiera adentro.

—Se supone que estamos aquí para que yo, tu hermano mayor, pueda enseñarte algunos trucos — observó Soames —. Pero dudo que pueda hacer mayor cosa, veremos qué sucede.

Desató el bote y remó hasta el medio del lago. Vigiló los alrededores y arrojó el ancla. Colocó carnada en un anzuelo mientras Fran lo observaba atentamente.

Soames le tendió la caña. Fran esperó. Imitó los movimientos de Soames cuando éste empezó a pescar. Vigilaba su lienza tanto como la oscuridad del atardecer se lo permitía.

—Al diablo con todo este asunto — exclamó Soames ásperamente —. Es que esa gente no piensa a las derechas. Las autoridades, para empezar, y el público en general, siguiendo conmigo, y luego tu gente, también, Fran. Ellos no piensan a las derechas tampoco.

Hizo una pausa. Parecía que algo había picado; no era así. Continuó:

—Casi todo lo imagino en diagramas. En electrónica da espléndidos resultados. Pero ahora me es imposible diagramar la situación. Me propongo explicártela con la esperanza que al oírme a mí mismo se me ocurra algo sensato. Me entenderás una palabra de cinco.

—Tres — contestó Fran, distintamente.

—¡Entiendes más de lo que hablas, entonces!

Pero por largo tiempo Soames no habló. Llenó su pipa, la encendió, miró ceñudo el agua y al atardecer. De pronto, la lienza de Fran tembló, tiró de la caña y un salmonete de ocho pulgadas cayó dentro del bote, agitándose en el fondo. Fran lo observaba con grandes ojos de asombro.

—Es una novedad desde tu tiempo, ¿eh? — dijo Soames. Cogió el pescado y lo libró del anzuelo —. Los peces escamados no eran cosa corriente sobre la Tierra, en ese tiempo. Me he olvidado de mostrarte un caballo, trataré de hacerlo cuando no haya nadie para observar tu reacción. Cenaremos pescado esta noche.

Fran, divertido, arrojó nuevamente el anzuelo con la carnada sobre la borda.

Soames comentó:

—Tu tobillo va bastante bien. Por suerte, fue un desgarramiento, en vez de una quebradura o tercedura. El estar cuatro días sobre la moto, sin caminar, lo arreglaron bastante bien. Es muy probable que nadie sepa tampoco dónde estás. Pero, ¿dónde vamos a ir después?

Fran le escuchaba, vigilando su línea.

—Viviste sobre la Tierra hace miles de años y llegaste desde el tiempo — dijo Soames irritado —. Pero viajar en el tiempo es cosa que no se puede hacer. La ley natural de la conservación de la materia y la energía requiere que el total de la sustancia y de la fuerza en el cosmos, tomados juntos, sea invariable a cada instante, tanto en el anterior como en el próximo. Es evidente Y esto no rige con el viajar en el tiempo.

Tironeó su caña de pescar. No enganchó el pez.

—No creo que me entiendas — observó.

—No— contestó Fran, de inmediato.

—No importa — le replicó Soames —. Estaba diciendo que no se puede vaciar un galón de agua en un tonel lleno de vino. No puedes, a menos que saques vino tan rápido como eches agua. O a menos que intercambies. No puedes mover un objeto desde una medida de tiempo A, a una medida de tiempo B, sin cambiar la correspondiente cantidad de materia y energía desde la medida de tiempo B a la medida de tiempo A. A menos que se mantenga la cantidad de materia y energía inalterada en cada una. O a menos que se haga un intercambio. Así, tú viniste aquí y ahora desde allá y entonces — la medida de tiempo de los tuyos —, digamos, por un proceso de intercambio, de trasposición, de reemplazo. Trasposición es la mejor palabra. El efecto era como viajar en el tiempo pero no así el procedimiento, como el teléfono que produce el efecto de hablar a larga distancia, pero cuyo procedimiento no tiene nada que ver.

Fran levantó la caña. Una trucha de nueve pulgadas fue a azotar el fondo del bote.

—¡Y se esperaba que yo te enseñara a pescar!

Miraba cómo Fran, medio excitado, extraía el anzuelo y le volvía a poner carnada, tal como lo había visto hacer a Soames.

—Para continuar con mi monólogo — siguió diciendo Soames —, tu nave fue trasladada desde tu tiempo al mío. Simultáneamente, cada peso de grano molecular por cada peso de gramo molecular, debía ser traspuesto al tuyo. Dado que tú venías dentro de mi tiempo, a veinte mil pies de altura, y no había nada más a mano para ser transportado dentro de tu tiempo, el aire tenía que cambiarse de un lado hacia otro, para suplir la masa y energía de tu nave, la tuya y de los otros niños.

Como para indicar que estaba escuchando, Fran dijo:

—Zani, Mal y Hod.

—¡Eso! — Soames alzó su caña y acercó un pez no comestible, lo sacó del anzuelo y lo tiró por la borda —. Si se considera el enrarecimiento del aire de donde tú vienes, tal vez media milla cúbica de él tuvo que trasponerse en tu tiempo para permitir que tu nave llegara a éste.

Arrojó la lienza al agua.

—Lo que significa que hubo una implosión, en alguna parte, de un cuarto a media milla cúbica de vacío. Produjo un temblor y una onda de concusión y golpeó tu nave hasta que perdió el control. Parecería lógico que el tumulto y el ruido aparecieran aquí, cuando una fuerza lisa y llanamente estaba operando sin control, pero no así en tu tiempo, donde la maquinaria y los controles estaban trabajando. Tu gente tenía que manejar más energía allá, y por consiguiente, actuar sobre más energía aquí, que la que mi pueblo podía producir con todas las máquinas sobre la Tierra, conectadas juntas.

Siguió pescando, con el ceño fruncido, pensativo. El sol se hundió lentamente. Las montañas comenzaron a verse vagamente brumosas. La luz del sol aún brillaba sobre los picachos más altos, a lo lejos.

—Sospecho — dijo Soames, después de una larga pausa — que con maquinarias y controles de este extremo como en el otro, en vez de que haya solamente en uno solo, la trasposición del tiempo podría llegar a ser un proceso muy tranquilo. Se haría bajo un control acucioso y, probablemente, se necesitaría emplear mucha menos energía. Una nave se desvanecería en tu tiempo y una masa y energía equivalente desaparecería para presentarse en tu tiempo en lugar del barco desaparecido. Pero supongo que, por haberse realizado toda la maniobra desde un solo extremo, por eso el intercambio fue tan espectacular, con rayos, temblores y todo el resto. Con un equipo en ambos extremos no habría existido estática, ni temblor, ni concusión, ni otra cosa que no fuera una transferencia muy pacífica.

Fran pescaba. De momento la expresión de Soames se hizo sardónica.

—Y esto estoy dispuesto a prevenirlo a cualquier costo — añadió —, aunque tenga alguna responsabilidad hacia ti, Fran. Creo que se me está ocurriendo una idea acerca de la clase de engaños que nos podrían sacar adelante, en caso que podamos poner los otros niños a salvo. Sería un engaño, el más grande de la historia. Pero podemos sacarlo adelante.

Fran pescó una trucha de tres cuartos de libra. Soames sacó otra que pesaba media libra. Pescaron otras más pequeñas antes que cayera la noche totalmente. Para entonces, Soames guardó las cañas de pescar y tomó los remos. Empezó a remar hacia la playa.

—Te enseñaré a limpiar y cocinar el pescado — observó —. Creo que te va a gustar el sabor. ¡Pero hay una sola cosa que me gustaría saber!

Dio unas cuantas remadas y dijo quejoso:

—¿Por qué diablos, si tu gente podía lograr la trasposición de objetos, por qué no hicieron la trasposición de objetos en el espacio? Uno no viajaría a través del espacio. Puede que sea imposible. Pero uno podría instalar un aparato para establecer un sistema de trasposición sobre el planeta de algún sol distante. Si tu gente hubiera pensado en esto, no estarían en el aprieto en que se encuentran. ¡Cuando las dificultades empezaran a surgir, simplemente se habrían trasladado a un trasponedor espacial, bajando en una playa con un océano rosado, sobre un planeta en Cisne!

Remó fuerte con un remo haciendo girar el bote y agarró uno de los pequeños pilones del desembarcadero. Fran trepó y Soames le pasó el pescado.

—La única cosa — añadió Soames al saltar sobre el muelle —, la única cosa es que si se les hubiera ocurrido este truco, no habría quedado nadie detrás que sobreviviera al bombardeo desde el Quinto Planeta, para hundirse en el primitivismo y salir adelante, como mis antepasados. Tu gente debería haber pensado en esta fórmula. ¡Pero si lo hubiera hecho, no estaría aquí!

Siguió a Fran por la playa hasta la desvencijada cabaña de fin de semana que alquilaran. Después, le enseñó a Fran cómo se limpiaban las escamas y luego cómo se cocinaba sobre el fuego, al aire libre. A Fran, esta manera de cocinar le pareció de lo más primitiva, y ambos comieron con excelente apetito. Luego Fran se fue, bostezando, a la cama.

A Soames le fue imposible descansar. Se encontraba en medio de una sucesión de emergencias, sin tener planes para el futuro. No se podía imaginar ninguna fórmula que hiciera posible amalgamar la civilización de la gente de Fran con la de aquí. Si se pudiera arreglar, las dos culturas juntas podrían crear una civilización galáctica con un futuro sin límites en su crecimiento y esplendor. Pero no se lo pudo imaginar y además existían otros problemas mucho más inmediatos por resolver. Los niños le debían el peligro en que se encontraban. Él debería tratar de ponerlos a resguardo. Había tensiones mortales sobre la Tierra, que podrían producir el suicidio de la humanidad en una guerra, incluyendo los niños. Y todas estas cosas que tenía urgencia de resolver, parecían tan sin esperanza que realmente no podía pensar en ellas en forma inteligente.

Recordó no haber oído noticias del mundo durante cuatro días. En la fuga junto con Fran, no habían visto ni un periódico ni escuchado noticiario alguno. Ahora, Soames conectó la pequeña radio que pertenecía a la cabaña de pesca. Estaban dando noticias sobre el tiempo.

Las noticias vinieron inmediatamente después. Eran todas alarmantes. Hubo un tiempo, cuando la gente quería informarse acerca de los visitantes de otra parte y luego, poco después, la gente estuvo temerosa de que los visitantes pudieran tener conocimiento de su existencia. Ahora las cosas tenían un nuevo y peor cariz.

Los Estados Unidos no habían dado ningún signo de estar beneficiándose con los poderes telepáticos de Fran y sus compañeros. No se había capturado ningún espía. La instalación de un submarino que podía descargar proyectiles sobre Nueva York desde una línea de cien brazas, no fue bombardeada. Hubo otros fracasos, si se actuaba bajo información obtenida de los niños.

Una profunda y enrabiada sospecha creció. Ninguna nación se podía imaginar a otra no haciendo uso de cada secreto que se pudiera aprender de esta civilización totalmente nueva. Ninguna nación se podía imaginar a otra permitiendo que operaran los espías si estaba en condiciones de descubrirlo. Así, la duda empezó a crecer y a extenderse sobre los países antiamericanos del mundo.

Se pensó que la transmisión era una mentira. Nadie dudaba del aterrizaje de la nave del espacio, por cierto. La estática y el temblor de tierra eran una evidencia y los rusos, además, tenían fotografías. Pero los niños eran demasiado sospechosamente parecidos a los niños humanos. Tal vez se tratara de niños actores, contratados para impresionar a los forasteros que no podían ser presentados. Y había una respuesta muy sencilla al por qué los auténticos extranjeros no podían ser exhibidos. Lo más probable es que estuvieran muertos. La atmósfera de la Tierra sería fatal para ellos, o tal vez murieron de una infección, contra la cual no tenían defensas.

En la misma proporción en que practicaban el fraude, los políticos y los gobernantes del mundo sospechaban de la mala fe y engaño de los Estados Unidos. No estaban seguros. Pero había medios para asegurarse.

Cuando Soames sintonizó las noticias en Calumet Lake, los Estados Unidos se habían visto forzados a usar el veto en las Naciones Unidas, por primera vez. Se tomó un acuerdo, obligando a los Estados Unidos a entregar «la tripulación de una nave extraterrestre» a un Comité designado por la Asamblea. Los Estados Unidos lo vetaron. Irónicamente, los Estados Unidos no habrían podido cumplir con la resolución en ningún caso, ya que Fran se había fugado sin ser encontrado aún.

Pero el veto conducía a plausibles sospechas. La desconfianza se intensificó. Los países de la NATO pedían una participación en las informaciones técnicas obtenidas de los seres espaciales. No había ninguna. Pidieron estudiar los dispositivos salvados por los niños. Esto podía haber sido viable, pero el reciente desarrollo de la política dentro de la NATO hacía seguro que cualquier información que una nación pudiera extraer, sería inmediatamente conocida por Rusia. El desacuerdo adquirió mayores proporciones. Sudamérica estaba tan sospechosa del coloso del Norte que varios países firmaron tratados con países europeos para que los defendieran de una agresión de los Estados Unidos. Hasta había habido dos grandes concentraciones de poder militar sobre la Tierra. Rusia encabezaba un grupo de naciones y Estados Unidos el otro. Ahora parecía que pronto serían tres. Rusia podía comandar uno, un segundo grupo separado de Estados Unidos y el tercero, sería Estados Unidos completamente solo.

El escenario era perfecto para que una instantánea y devoradora guerra total pudiera estallar en cualquier momento.

Las noticias informaban que la flota americana en el Mediterráneo había sido invitada a abandonar los puertos italianos y requerida de no entrar a Francia, España, Grecia y Egipto. Se le pidió no fondear en ningún puerto mediterráneo. La Embajada americana en Ankara fue apedreada, y eso que Turquía había sido uno de los aliados más firmes de América. En el Parlamento inglés, el partido de oposición trató de llegar a ser el partido del gobierno, ensayando una política de antiamericanismo. En Méjico, los turistas americanos fueron maltratados. Y en Canadá, insultados. Una propuesta de devolución del Canal de Panamá a la República de Panamá se puso en tabla en las N. U., y los rusos hicieron resaltar la supuesta arrogancia de los americanos al querer guardar los secretos de la nave espacial para ellos mismos.

Cualquier cosa era más que suficiente para producir el caos bajo circunstancias como estas. Los rumores poblaron el mundo, noticias inconfirmadas de enormes contratos celebrados para la fabricación de un nuevo tipo de armas con las cuales el mundo sería sometido, una maliciosa interpretación de una profecía hecha en círculos oficiales americanos acerca de que la guerra podía estallar dentro de semanas o días. Rumores tendenciosos.

Las noticias que Soames recogiera en la radio de la choza, en Salumet Lake, eran suficientes para enfermar a cualquier hombre del corazón. Y Soames tenía que encarar el hecho, que en parte era culpa suya, de la existencia de este particular estado de cosas. Impidió que los niños señalizaran a su raza desterrada. Si él no lo hubiera hecho..., pero lo hizo.

Se sentó pensativo al lado de la radio sintonizada muy bajo, mientras Fran dormía. La música siguió a las noticias, con un locutor interrumpiendo frecuentemente para hablar con enloquecido entusiasmo acerca de un detergente casero. El programa terminó, pero antes, una voz anunció agudamente, «¡Boletín especial!» Y Soames se irguió para prestar mayor atención. Pero no se trataba de que el desastre hubiera empezado. Era el llamado de atención de un aviso comercial de un laxante familiar. Los consejeros de relaciones públicas estaban tomando toda clase de ventajas al explotar la situación internacional. Estaban vendiendo productos usando la ansiedad que producía la única cosa que toda América miraba como la más espantosa y la más posible: el estallido de la guerra atómica.

En la hora siguiente, Soames escuchó los avisos comerciales que comenzaban con el encabezamiento de «¡Boletín Especial!» (el que se refería al laxante); con la estúpida afirmación: «Ésta no es una emisora da ficción» (maldijo sobre las cualidades de una marca superior de un protector de pisos de cocina); «;Atención! ¡En cinco segundos más un mensaje importante!» (acerca de la pasta de dientes adecuada para ser usada sobre las dentaduras), y «Por favor, conserve la calma y escuche atentamente». Este último era el reclamo para una oferta especial de jabón, con el cual el locutor pretendía creer que entusiasmaría a sus auditores para que tomaran ventaja del ofrecimiento.

Las noticias de la mañana eran peores. Un grupo de naciones europeas deliberaba acerca de una nota en conjunto que se le enviaría al Gobierno americano. Su texto aún no se conocía, pero la lista de firmas incluía algunos de los aliados más antiguos de América, mezclándose con naciones que eran enemigas positivamente. El asunto no presentaba muy buen aspecto, sin duda.

El puente Jorge Washington, en Nueva York, tuvo un embotellamiento de cuatro horas, causado por hordas de motoristas tratando de sacar a sus familias fuera de la ciudad antes de que llegara la guerra. Se rumoreaba que el Presidente y el gabinete habían abandonado Washington. No existía evidencia de lo contrario y las salidas de las carreteras de Washington eran escenarios de grandes tumultos. En Chicago había una confusión espantosa.

Diez minutos después el programa terminaba. La música se detuvo bruscamente y una voz presurosa dijo: «¡Boletín especial de noticias! ¡Unidades de aire acondicionado Astro Home, han probado que pueden ser manejadas bajo cualquier condición climática en los Estados Unidos, ciento por ciento de confort durante todo el año!» Soames, inmediatamente, se levantó. Fran se estiraba mientras despertaba. Un Soames sin sonrisas le saludó:

—Vamos a salir, Fran. Tengo que hacer una llamada de larga distancia — dijo Soames, excitadamente.

Recorrieron doscientas millas antes del mediodía, y Soames obtuvo cambio en una estación de servicio, donde compró gasolina. En una cabina de teléfonos, al borde de la carretera, que últimamente formaban parte del panorama americano, pidió una llamada a Nueva York. Se comunicó con el físico alto, que fuera al oeste, a la base de proyectiles, a quien había persuadido para que pretendiera ser un descastado, con el propósito de ver los problemas técnicos desde un nuevo ángulo.

—Soames habla — dijo muy claramente —. Tengo un dato que darle. Usted debe pretender que quiere fabricar un aparato como el que detiene el viento y calefacciona el lugar. Usted conoce el asunto.

La voz del físico alto, balbuceó:

—¡Lo sé! — contestó Soames, amargado —, se supone que estoy muerto, o que soy un traidor, o algo por el estilo. ¡Pero, escúcheme! Usted es un exiliado y los salvajes lo hostigan. Usted quiere fabricar algo como el aparato que detiene al viento, pero lo que usted quiere detener, en cambio, son flechas. Es bastante trabajo. Tal vez, la única cosa útil con que usted cuenta en este mundo de salvajes es la posibilidad de hacer campos magnéticos con inducción negativa en sí misma. Eso tiene que detener las flechas. Puede presumir que las cabezas de flecha son de metal. ¿Me sigue?

Una pausa. Un murmullo de media frase. Después, otra pausa. Luego, una vocecilla singularmente serena y atónita al mismo tiempo.

—¡Pues, sí! ¡Un acercamiento muy interesante! De hecho, hemos obtenido resultados sorprendentes últimamente. Uno de ellos encajará perfectamente. ¡Perfectamente!

—Si usted lo diseña para áreas suficientemente grandes — dijo Soames —, sabrán dónde usarlo y cómo. Y — la voz de Soames fue sardónica, sin duda —, ¡si ustedes lo obtienen, es una de las cosas que no podrán ser guardadas en secreto! ¡Traten de programarlo! ¡Llévenlo a todas partes! ¡Dénselo a los rusos, a los griegos, a los chinos y a los franceses, a todo el mundo! ¿Comprendido?

La vocecita respondió:

—Estamos desarrollando algo para refinar metales in situ. Un calorífico de inducción que eleva su campo calórico a casi cualquier distancia de los elementos que maneja la potencia, encajará perfectamente! ¡Por cierto! ¡Ciertamente! ¡Esto es magnífico, Soames!

—Tienen que tenerlo trabajando y en producción antes de que el infierno reviente — repuso Soames —. ¡A propósito, buena suerte!

—¿Dónde está usted, Soames? Lo necesitamos para varios asuntos.

Soames colgó. Su llamada, evidentemente, iba a ser rastreada. Había recorrido doscientas millas para hacer que esa pista no sirviera. Volvió donde Fran balanceaba sus piernas desde el asiento de atrás de la moto y se dirigieron nuevamente a Calumet Lake.