CAPITULO XI

En un mundo exánime no existen leyes. Por tanto la lancha rápida que Nick había escogido, y los tres robado, navegó sin luces de posición que la descubrieran a posibles perseguidores.

Waldron gobernó la embarcación hacia mar abierto, mientras Nick exploraba todos los rincones de a bordo. Descubrió un aparato de radiotelefonía y otros aditamentos para la navegación. Waldron y él decidieron que no era aconsejable hacer funcionar el aparato, tan cerca de Nueva York. Consecuentemente, salieron por la boca del puerto y pusieron rumbo al sur, rozando a lo largo de la costa de Jersey.

Nick investigó las entrañas de la embarcación y volvió al cabo de una hora hablando de la cantidad de combustible de que disponían. Dio sus conclusiones a Steve entre bostezos.

—Bien —dijo este—. Seguiremos en línea recta hasta que salga el sol y entonces trataremos de hablar por radio. Creo que a esa distancia de aquí estaremos seguros.

—Debiéramos estarlo —convino Nick—, pero… ¿Lo estaremos? En fin, voy a dormir.

Waldron se dispuso para la vigilia, si bien estaba tan cansado como su amigo. Lucy sonrió cuando le vio haciendo esfuerzos para disipar el sueño que de vez en vez trataba de vencerle.

Con los primeros tintes del alba, Lucy bajó a la despensa y preparó unas tazas de café. Nick despertó al amanecer, husmeó el aire de la cabina y pidió desayuno, luego, sintonizó la radio para oír las últimas noticias. La única estación que pudieron escuchar fue la de Chicago que radiaba a las cuatro de la madrugada. El anunciante decía:

Los desmanes que tuvieron lugar a lo largo de los muelles del lago, empezaron a las cuatro de esta tarde, cuando varios grupos asaltaron los vapores lacustres. Resultaron muertos seis policías al intentar oponerse a la multitud. Se desconoce el número de personas civiles fallecidas a consecuencia de los desórdenes. Hubo treinta bajas, la mayoría de ellas mujeres, entre los que abandonan la ciudad como medida precautoria contra la epidemia que temen se extienda hasta aquí de un momento a otro.

Nick guiño un ojo a sus amigos. El anunciante prosiguió:

Las violencias perpetradas contra los usuarios de automóviles han cesado, debido a que éstos ya no salen de la ciudad. Los caminos del extrarradio se ven abarrotados de peatones.

Waldron bebió su café meditativamente y dejó la taza al borde de la mesa.

Continúan los desórdenes en otras ciudades. St. Louis ha sido puesta bajo la ley marcial, indicio de que las autoridades dominan la situación todavía. Noticias recibidas de Pittsburgh dicen que la ciudad parece un gran manicomio. Tres cuartas partes de la población tratan de salir de la urbe. El resto, sin esperanzas de poder escapar a la epidemia que ayer arrasó la costa Atlántica desde Boston a Baltimore y Washington, se ha entregado al desenfreno…

—¡De Boston a Washington! —exclamó Lucy horrorizada—. ¡Millones y millones de personas paralizadas!

—Han hecho eso para desmoralizar a la gente —dijo Waldron—. ¡No pueden saquear tantas ciudades a la vez! Pero lo que pueden y tratan de hacer es minar la moral y desarticular nuestra civilización por medio del pánico. ¡Recuerda que Fran dijo que nos temían!

Nick cerró el receptor y preguntó:

—¿Te parece que enviemos ya nuestro propio mensaje o, mejor dicho, boletín de noticias sensacionales?

—Si localizan la emisión, tardarán una hora en llegar hasta aquí y encontrarnos, aun en el supuesto que utilicen aeroplanos —repuso Waldron.

Nick empezó a transmitir sus mensajes perifónicos. Advirtió a sus oyentes que no dieran su longitud de onda y les aconsejó que usaran sus antenas giratorias para una mejor recepción de la desesperada emisión que escuchaban. No tardaron en producirse interferencias, que no eran exactamente atmosféricas. Eran ruidos disonantes, chirriantes, insensatos y ululantes, como los que primeramente puso en práctica una nación Euroasiática para evitar que sus ciudadanos escucharan la radiodifusión de otros países. Nick daba detalles y las contramedidas de la catástrofe. Preguntó una vez:

—¿Qué corriente, Steve?

—Diatérmica —repuso Waldron—. O cualquiera por debajo de los quince mil ciclos.

Nick siguió transmitiendo información hasta que cerró el aparato.

—Listo, ya está hecho —dijo—. He hablado con seis escuchas distintos, que me han oído y entendido. Creo que eran aficionados a la radiotelefonía y trataban de saber el verdadero alcance de la tragedia. Todos han asegurado que, antes de construir sus generadores, retransmitirán lo que les he dicho. Dicen que los principios de nuestra generación se van al diablo… En fin, hemos hecho cuanto hemos podido. ¿Y ahora qué?

La contestación a esta pregunta formulada por Nick, llegó en la forma de ronquido, que provenía de varios motores de aviación.

Steve escrutó el cielo. En lo alto y lejos vio unos puntitos negros que venían, no de Nueva York, sino del oeste, de Filadelfia, quizá. Waldron contó los puntos. Había una docena. No volaban en la rígida formación de los aviones de combate. Los que pilotaban los aparatos que se acercaban tenían poca o ninguna disciplina militar. Además, eran aviones civiles. Para volar un moderno avión de guerra, se requería una especialización muy costosa y difícil, que no se adquiría en cuatro días. Era muy poco probable que los Supeditados gozaran de esa clase de privilegios.

Waldron corrigió el curso de la nave.

—¡Qué diablos! —exclamó irónico—. ¿Queréis que tuerza hacia la costa, para que podamos escondernos entre los árboles?

Los aeroplanos estaban bastante lejos todavía. Ahora parecían lentejuelas.

—Debemos de estar fuera del área paralizada —manifestó Lucy—. Si pudiéramos pedir ayuda…

—¡Mirad, mirad! —gritó Nick apuntando mar adelante—. ¡Un buque de guerra! ¡Un cazatorpedero!

Casi perdido en la línea del horizonte, flotaba a la ventura un objeto informe de color gris. El destructor, pues eso era, seguramente habría sido paralizado al navegar por algún sector sometido a los efectos del arma de los invasores. Waldron viró la lancha rápida mientras Nick se dirigía a la escotilla.

—Voy a ver si logro aumentar las revoluciones del motor —gritó—. A bordo de ese buque encontraremos artillería antiaérea y toda la munición que nos haga falta.

—No sólo eso —retornó Waldron—. También tendrá dínamos y hombres adiestrados en la lucha. Crearemos un arco y…

Nick lanzó lo que quiso ser un grito de alegría y desapareció engullido por la escotilla. La lancha, con su proa enfilando el distante buque de guerra, empezó a cobrar más velocidad.

Los aeroplanos continuaban aproximándose a la pequeña embarcación con matemática precisión. No eran bombarderos, ni cazas, sino aviones comerciales, que en otras circunstancias no hubieran infundido temor alguno. El zumbido de sus motores se convirtió en un gruñido sostenido. El gruñido pasó a rugido y éste a trueno.

Los aparatos empezaron a picar. Cual ave de mal agüero, uno de ellos pasó sobre la lancha en vuelo rasante y dejó caer un pequeño objeto humeante. El proyectil cayó en la cresta de una ola y estalló. La detonación levantó una columna de agua que conmovió la proa de la pequeña nave.

—¡Menos mal! —exclamó Waldron sorprendido—. No están entrenados para la lucha y mucho menos para bombardear. Sólo se esperaba de ellos que sirvieran para el pillaje.

Otro aeroplano picó en su dirección. Lucy, temerosa, vio acercarse el aparato. Otro fallo. Esta vez el artefacto que soltó estalló en el aire. Waldron levantó la vista.

Un tercer avión batía ahora la embarcación. Este no hizo más que evidenciar la enorme desorganización y flaqueza de los atacantes. La gente que pertenecía a un orden social como el delineado por Fran no podía tener grandes cualidades de ninguna clase. Cuando los subordinados temen y odian a sus jefes, es improbable que éstos puedan sacar partida de ellos. No era posible confiar armas, ni entrenar demasiado bien, a hombres que suspiraban por la revolución. Los invasores habían conquistado los más modernos aparatos de lucha que se construyeran en el mundo, así como campos de aviación y aeródromos de todas clases, pero no sabían usarlos.

Waldron se dio súbita cuenta de que los objetos explosivos que lanzaban los invasores eran… ¡cartuchos de dinamita! Sin embargo, un impacto directo podía ser mortal para ellos.

—¡Nick! —llamó—. ¡Ven aquí! ¡Trae los fusiles! Lucy conducirá la lancha y nosotros haremos un poco de faena antiaérea para mantener estos pajarracos a distancia.

Nick se aproximó armado y Lucy se dirigió al timón. La abigarrada colección de aeroplanos parecía dispuesta a seguir su acoso y hundir su objetivo. Nick Bannerman y Steve abrieron fuego contra un cuatro asientos que pasó en vuelo demasiado bajo para su seguridad. Las balas entraron en la carlinga. El aparato se ladeó, cayó al agua y de su cabina brotó una formidable explosión.

Otro avión comercial pasó por encima de ellos, a mayor altura, y dejó caer una ristra de cartuchos algunos de los cuales estallaron al tocar el líquido; los restantes se hundieron inofensivamente.

—Si uno de estos palitos cae en cubierta —dijo Waldron— nos hundirá a pesar de todo. Hemos de obligarles a volar alto.

La motora mantuvo su curso y la bandada de heterogéneos aparatos pasó veloz, salpicando el mar con sus proyectiles mal lanzados. Ninguno de ellos se comparaba con las bombas de aviación de menor cuantía, pero podían destruir la embarcación. Los invasores no se habían atrevido a entrenar pilotos de combate. Los Dirigentes sobrevivientes que habían ido a expoliar Filadelfia se habían visto en la precisión de reclamar aquellos Supeditados que sabían pilotar aviones comerciales y cargaron los aparatos que éstos podían pilotar con cartuchos de dinamita para enviarlos a matar a los tres únicos seres, entre varios millones, que se habían atrevido a hacerles frente.

Su desconocimiento de las más primitivas tácticas del bombardeo aéreo era demasiado evidente. Sus pasadas eran erráticas y en vez de volar en círculo, en una de cuyas tangentes debían mantener su objetivo, volvían a entrar por donde habían salido.

Nick mantuvo un fuego discrecional y Waldron volvió al timón para zigzaguear la ruta. Esto resultó contraproducente y casi fatal, debido a la inexactitud del bombardeo.

Lucy fue a ocupar el puesto de Nick mientras éste afianzaba una cuerda a un arpeo. Se hallaban ya cerca del destructor, Waldron arribó la lancha a la popa del barco de guerra, por el lado de mar abierto. Nick lanzó el arpeo y se encaramó por la cuerda. Segundos más tarde hablaba a Lucy. Waldron tenía un pie en la cubierta cuando los aeroplanos hicieron un desesperado y concentrado ataque, pasando a pocas yardas de los mástiles del cazatorpedero. Sobre la lancha, ahora inmóvil, cayó una lluvia de dinamita y unos cuantos cartuchos fueron a parar sobre la cubierta del buque.

Pero no es tan fácil hundir a un destructor como a una lancha. Se precisaba algo bastante más poderoso que simple dinamita industrial para dañar seriamente a un barco de la Armada.

Los tres fugitivos desaparecieron tras uno de los portalones de acero, en busca del comandante de la nave. Lo hallaron en su camarote. Waldron le aplico uno de los generadores de alta frecuencia que había traído consigo. La pequeña lengüeta de metal empezó a vibrar y las insensibles corrientes empezaron su acción regeneradora.

El comandante iba a beber una taza de café cuando la «epidemia» alcanzó su barco. Volvió en sí y tragó automáticamente, no sin extrañarse de la presencia ante él de tres personas cubiertas de extrañas armaduras. Al oír las explosiones de los cartuchos de dinamita, se levantó de un salto.

—Comandante —dijo Waldron impresionantemente—. Los responsables de la epidemia, de la cual habrá usted oído hablar, están atacando su buque. Toda su tripulación está bajo los efectos de la paralización. Usted, hasta ahora, también lo ha estado. Si está dispuesto a ayudarnos, mi amigo y yo le indicaremos lo que es preciso hacer para…

Durante el cuarto de hora que transcurrió hasta que el destructor despertó de su letargo, pareció que la aventura tomaba mal cariz. Los aeroplanos, con un objetivo mayor que atacar, hacían mejores blancos en sus pasadas y los explosivos estallaban a lo largo de las cubiertas, así como en todas las superficies de la nave, con aparatosa humareda.

Pero, de pronto, la fortaleza flotante salió de su inercia. La voz de su comandante empezó a tronar a través de los altavoces. Una orden tras otra salía de sus labios y su tripulación, adiestrada en las máximas de la Marina de Guerra, hizo lo demás. El destructor, momentos antes desvalido e impotente, lanzaba ahora un infierno de fuego y metralla por todas las bocas de sus armas.

La inexperiencia de los pilotos, enfrentados con un fuego artillero diestra y profesionalmente dirigido, fue fatal para ellos. En seis segundos cayeron al mar tres aparatos, y los otros volvieron cola al destructor. Pero ninguno llegó a tierra. Unos sucumbieron a impactos directos y otros cayeron por efectos de la metralla que estallaba entre ellos.

El cazatorpederos empezó a ganar velocidad y puso rumbo a Nueva York. A bordo, los técnicos electricistas trabajaban a todo rendimiento, ayudados por cuantas manos no eran precisas para la buena marcha de la nave.

Avistó el puerto de la gran ciudad poco después de mediodía. Con vengativa confianza se aproximó a los Narrows.

Los invasores habían logrado elevar un bombardero que se acercó atrevidamente al navío. Fue reducido a la nada por cuatro impactos directos de la artillería naval.

De pronto empezaron a rugir los cañones de los fuertes que jalonan el paso por los Narrows. Pero la artillería de estas ciudadelas era de largo alcance y sus servidores no sabían manejarla. Las descargas salían altas y se perdían en la lejanía. El destructor mantuvo su curso en majestuoso y retador alarde de valentía, desdeñando replicar al fuego de su confuso enemigo. Soltó anclas cerca de la central eléctrica. Los botes fueron arriados repletos de hombres equipados con generadores y armas, bien probadas éstas en todos los confines del Pacífico.

Las ametralladoras de a bordo se cuidaron de mantener expedito el lugar del desembarco. El fuego desordenado de los invasores no causó baja alguna y pronto dejó de existir. Los botes llegaron a tierra y grupos compactos de ávidos combatientes que no iban mandados por Dirigentes látigo en alto empezaron a cercar la central. Avanzaron en descubierta y entraron en el edificio. El tumulto de los disparos y las explosiones de las granadas de mano duró unos cinco minutos, al cabo de los cuales se hizo el silencio.

Del buque descendieron más botes y en ellos había más hombres. Pero éstos no fueron a reforzar las unidades que habían desembarcado. Se dirigieron al arsenal. Cada individuo llevaba varios generadores y con ellos desaparecieron por las cubiertas de distintos navíos. En ambas márgenes del río, que dividía a la gran ciudad en dos, reinaba una gran inquietud. En el puerto seguía el desorden estático causado por la paralización. El único indicio de vida visible era un destructor de la Armada cuyas chimeneas vomitaban raudales de humo. El silencio que rodeaba la central eléctrica se veía perturbado de vez en cuando por algún disparo aislado o por el corto repiqueteo de una ráfaga de ametralladora.

De pronto, como por arte de magia, empezaron a humear las chimeneas de varios barcos del arsenal, así como las de la central eléctrica. Hombres uniformados y dotados de generadores aparecían en las cubiertas de los buques. Miraban un momento, extrañados, hacia la silente urbe y se aprestaban a cumplir las órdenes que tenían. En los talleres del arsenal una legión de electricistas trabajaba afanosamente.

Las calderas de la central eléctrica volvían a producir vapor y las turbinas a funcionar.

Ya, súbitamente, empezaron a llegar ruidos desde el corazón de la ciudad. Se oían voces, chillidos, campanas y pitos por todas partes. La ciudad había despertado, gracias a los hombres preparados que habían vuelto a establecer un gigantesco arco voltaico, de una manera técnicamente estable, sin intervenciones ni oposición de ninguna clase. Los grandes camiones llenos de botín, que estaban parados cerca de la central, empezaron a alejarse de ella. Iban conducidos por individuos profusamente armados, la mayoría de los cuales vestían la extraña armadura de los invasores, que habían sido arrancadas de sus primitivos usuarios, ahora muertos o prisioneros. Gritaban y bromeaban entre sí ante el asombro de los redivivos habitantes de los contornos.

Grupos de marinos armados fueron destacados a todas las centrales eléctricas de los alrededores para limpiar la región de invasores y establecer arcos voltaicos que devolvieran la normalidad a los sectores afectados.

Dentro de pocas horas, ciudades tan alejadas como Filadelfia se verían libres del azote que las había paralizado. Washington no tardaría en despertar. Y, antes del amanecer, los saltos del Niágara convertirían su potencial hidráulico en corrientes de alta frecuencia para ser enviada donde hiciese falta.

El peligro de la invasión había dejado de existir. Waldron pidió fuerzas para pasar al contraataque, a través de la plataforma hélica. Ante ella, y en el preciso momento en que las luminosidades que desprendía se yuxtapusieron, vio una imagen completa del otro Mundo que, en éste, había sido vencido. Presenció una escena que al principio podía haber sido tomada por una estampa bucólica. Verdes campos regados por los rayos de un sol matutino, pero a lo lejos se erguían amenazantes las torres de un castillo-fortaleza y a sus pies, alrededor de las murallas, había agrupaciones de casas miserables que más tenían apariencia de cabañas que otra cosa. El aspecto de todo ello era medieval. Vio, también, dos bandos en lucha. Los partidarios de uno de los grupos enarbolaban espadas y lanzas. Los componentes del otro, empuñaban extrañas armas silenciosas e irreconocibles. Todo lo que presenció era extraordinario, arcaico y feroz. En este ambiente distinguió los camiones robados a los habitantes de la Tierra que ahora eran usados por unos para arrollar a los otros.

Waldron siguió observando los acontecimientos que tenían lugar en el mundo de los invasores. A su alrededor se agrupaban ya las fuerzas que iban a emprender la contrainvasión. Hombres dotados de generadores y armados de formidable poder mortífero, esperaban impacientes la orden de marcha.

Steve no pudo ver más acontecimientos porque uno de los camiones se dirigió a la porción de luz que observaba. El vehículo se aproximó al trecho de plataforma que se hallaba en el Mundo de los invasores y se detuvo. De él descendieron seis hombres revestidos de escamas. Uno de ellos era Fran Dutt. Extendió las manos, con las palmas abiertas, hacia la fluctuante titilación para mostrar a los terrestres que le observaban que iba desarmado. Montó la plataforma del otro ámbito que era el mismo, y se materializó ante Waldron y los soldados. Sus cinco acompañantes hicieron lo mismo que él. Fran no pareció sorprendido al ver los preparativos para la contrainvasión. Saludó a Waldron y dijo:

—Steve, nos hemos levantado contra nuestros opresores. La fortaleza que contemplabas y algunas otras están en nuestras manos. Quizá debamos agradecerte que nos hayas forzado a ir a la revolución. No todo el terreno es nuestro aún, pero lo será. Hablo en nombre del Consejo de la Revolución.

—También aquí han sucedido cosas agradables para nosotros —repuso Waldron secamente.

—Lo sé —contestó Fran—. Los acontecimientos de este lado asustaron a los Dirigentes e hicieron más fácil nuestra labor, estoy aquí para parlamentar condiciones. A vuestra vez, vais a invadir nuestro país. Pero es inútil verter más sangre. Lo que sucedió en vuestro Mundo fue culpa de nuestros Dirigentes de entonces. Ellos planearon la invasión y nos obligaron a efectuarla. En estos momentos estamos dando fin a su poder, que jamás volverá a existir. Pero es preciso evitar la guerra entre nuestras dos patrias.

—Has vivido entre nosotros lo suficiente para saber que no tengo autoridad alguna para decidir sobre la actitud que adoptarán nuestros mandos de combate —retornó Waldron.

—Pero harán caso de tus sugerencias —prosiguió Fran—. Gracias a ti, están en condiciones de atacar. Háblales, convénceles. Devolveremos todo lo que nos llevamos y pagaremos las reparaciones que exijáis. Liberaremos, claro está, a todos los prisioneros. Y para demostrar que no queremos que lo sucedido vuelva a ocurrir, os invitamos a enviar colonos a los cuales daremos tierras y facilidades para cultivarlas. Esta medida servirá a dos propósitos. Además del indicado, los colonizadores ayudarán a educar a nuestro pueblo, para que jamás vuelva a surgir en nuestro ámbito común una tendencia dirigentista. A propósito, preferimos seáis vosotros los que ejecutéis a los Dirigentes que queden al terminar la revuelta, porque nosotros les aplicaríamos sus propios métodos. Desconocemos otros.

Waldron iba a hablar, pero Fran levantó una mano.

—¡Espera! —dijo—. Somos un millón de habitantes en total. Necesitamos colonos que pueblen nuestras tierras, que nos enseñen el camino de la igualdad del espíritu y a desterrar el servilismo de nuestras almas. Pedimos, en fin, una ley y un orden.

Fran calló y sus compañeros le miraron con aprobación. Uno de ellos ajustó el vendaje que le cubría el antebrazo.

—Fran —repuso Waldron—. No creo que nadie pueda exigir de vosotros mejores condiciones que las que estáis dispuestos a dar… Pero… ¿Qué garantías ofreces?

—¡Haz pasar a las tropas! —especificó Fran con énfasis—. ¡No deseamos otra cosa! Su presencia ayudará a convencer a los irresolutos… Pero diles que sonrían, Steve, que se muestren humanos y bondadosos para con los asustados y pobres de espíritu. Entonces todo irá bien. Estamos hartos de abusos y de desconsideraciones.

El plan de Fran Dutt fue sometido a discusión en una reunión del alto mando. Uno de los oficiales navales consideró que una victoria tan fácil era sospechosa y propuso se estipulara el número de efectivos que habían de pasar por la plataforma hélica.

—¡No hay tiempo para discutir! —gritó Fran—. ¡Mi gente se ha levantado con las armas que pudo encontrar, pero es posible que se asusten de lo que han hecho y vuelvan a someterse a los Dirigentes que sobrevivan! ¡Estoy rogándoles que pasen para que los míos tengan el valor de mantener la libertad que han conquistado hoy! ¡Están acostumbrados a la esclavitud y es preciso encauzarles en su nuevo estado de hombres libres!

Las jerarquías del alto mando no tardaron en dar la voz de avance, y filas compactas de hombres disciplinados empezaron a marchar marcialmente hacia la plataforma que había de hacerles desaparecer de este mundo para materializarlos en el mismo ámbito de otro. Fran miró a Waldron.

—Una pregunta —dijo—. ¿Lucy?

—Muy bien —contestó Steve—. A bordo del destructor. Vamos a casarnos en seguida.

Fran palideció.

—Claro… —dijo—. Cogimos los laboratorios donde trabajaba su padre. Llegará aquí dentro de unas horas. Transmite a Lucy mi enhorabuena y dile que se la deseo de todo corazón.

Waldron sabía que decía la verdad. Fran dio media vuelta y subió a la plataforma, entre un destacamento de infantería de marina.

—Y ahora —dijo Steve hablando consigo mismo. Nick Bannerman había desaparecido a redactar la historia de la «epidemia» para su periódico—, ahora volvamos a la normalidad.

Esta no tardó en ser un hecho. Los beneficios derivados del descubrimiento del nuevo espacio tardaron unos años en patentizarse.

Pero los asuntos del Mundo reanudaron su interrumpida continuidad. Prueba de ello es que, al día siguiente, la boda de Steve Waldron y Lucy Blair se vio interrumpida por un escrupuloso funcionario de Sanidad que insistió ser portador de una orden de arresto contra Steve Waldron, que no había sido revocada. En ella se pedía la detención del infrascrito por haber infrigido las órdenes de cuarentena que prohibían la entrada o salida de persona alguna de la ciudad de Newark, Nueva Jersey, afectada por la epidemia.