CAPITULO V
A las diez de la mañana siguiente, la semejanza entre Waldron y un animal dañino estaba grabada en las mentes de la mayoría de las personas que escucharan o se enteraran del boletín de noticias. Los partes aseguraban que era el único responsable de la más tremenda catástrofe que azotara a la humanidad en toda su historia.
Para Waldron, resultaba obvio que el médico que le prometiera llevar sus conocimientos a Nueva York, no lo había hecho.
A media milla de donde había escondido el coche pasaba una amplia carretera repleta de vehículos de todas clases que trataban de llegar al norte, sin que, entre coche y coche, se viera un espacio superior a veinte centímetros. Los caminos vecinales se habían convertido también en rutas de escape. El turismo avanzó por una de ellas. Todas las vías de comunicación estaban coronadas por un dosel de efluvios de gases de escape y aceite quemado, cual si el mismo aire se hubiese contagiado del temor que dominaba a los tránsfugas y quisiera demostrarlo.
Waldron había intentado telefonear desde una granja abandonada. El individuo con quien habló quiso alargar la conversación en desesperado intento de entretenerle para que no abandonara el teléfono. Pero el ardid no surtió efecto… Waldron volvió al coche y escapó del lugar a toda prisa. Minutos después apareció una escuadrilla de aviones que bombardearon la granja y cuanto a su alrededor pudiera servir de escondite. Cuando los aparatos volvieron a pasar por el paraje, en vuelo rasante, para observar el resultado de sus impactos, el turismo y sus ocupantes estaban a mucha distancia de allí. Waldron paró el coche a cubierto de unos árboles y dijo a Lucy:
—Mira a ver si vislumbras a esos pajarracos. Si les vemos, también nos pueden ver ellos a nosotros.
Lucy se apeó del coche y salió a descubierto, desde donde escudriñó el cielo. Se oyeron nuevas explosiones a lo lejos. Los aeroplanos bombardeaban todas las casas deshabitadas de los contornos en desesperado intento de matar a Waldron en una de ellas. Lucy volvió al vehículo intensamente pálida.
—Están por detrás de aquella colina alta —dijo.
—Quizá logremos seguir viviendo. Vamos a tratar de unirnos a esa migración —rezongó Steve, indicando con la cabeza la apretada columna de tránsito que circulaba por una carretera próxima.
Lanzó el coche hacia el camino sin dejar de tocar la bocina. Los fugitivos le vieron acercarse a ellos a velocidad de vértigo, pero nada podían hacer. No había espacio suficiente entre los vehículos para dejarle sitio en la carretera. Waldron no aminoró la marcha. La algarabía de bocinazos de los doblemente asustados conductores, obligaron a los coches que iban en cabeza a que se apretaran más los unos contra los otros. Waldron frenó el turismo a dos pasos de la carretera. Esto obligó a que unos automóviles frenaran también para evitar el encontronazo y otros aceleraran, empujando a los que iban delante, para escapar de él. Esta táctica desesperada le valió a Waldron un pequeño sitio en la carretera por donde introducir las ruedas delanteras del turismo. Metió el morro del coche en la riada de vehículos, dando a escoger a los demás conductores, que le embistieran y estropearan sus propios coches a la vez que el suyo, o que le admitieran, como buenamente pudieran.
Le apostrofaron acerbamente y el turismo no salió muy bien parado de la aventura, pues tuvo que empujar y rozar otros coches para hacerse sitio. Pero estaba en la hilera de tránsito, y Waldron y la muchacha respiraban los mefíticos gases que de ella se desprendían.
A un lado de la columna sonaron aterradoras explosiones y un gran edificio, de una sola planta, voló en mil pedazos. La escuadrilla acababa de bombardear la última casa de campo donde posiblemente pudiera estar Waldron.
Terminado el bombardeo, los aviones sobrevolaron varias veces la carretera atestada. Steve sabía que si los pilotos hubieran sospechado, tan sólo, que él iba por ella, no hubieran dudado en arrasarla.
—Cuando los seres humanos —dijo— nos apoderamos de una idea, la llevamos hasta extremos inconfesables.
No hizo ningún comentario más. El vehículo que avanzaba a su izquierda era un viejo coche de alquiler, abarrotado de hombres y mujeres asustadas, incluyendo a una que llevaba a su hijo en brazos. Delante de ellos había un camión de reparto lleno de negros. Al lado del camión se movía un pequeño turismo con siete personas en su interior. Aparentemente perdida entre el tránsito, se veía una motocicleta con remolque donde iban una mujer y tres niños.
Un camión de gran tonelaje, cargado con trebejos domésticos y una familia que nada tenía que ver con la sociedad a la que pertenecía el vehículo, avanzaba asomando torpemente su mole por entre el desconcierto. Detrás del camión iba una limousine en cuyo interior viajaba una pareja de pelo ya cano; el asiento anterior estaba ocupado por criados vestidos de librea. El lacayo que se sentaba al lado del conductor sostenía entre sus rodillas una carabina de repetición.
Pero a pesar de la aparente confusión, los vehículos avanzaban por la carretera, en cuatro hileras ordenadas. Waldron descubrió que la suya iba más de prisa que la que tenía a su lado. Pronto vio la causa de ello. Un coche viejo, de estilo ya olvidado, retenía el avance de la fila inmediata. De su radiador salía una columna de vapor y el motor estaba parado. La ruina mecánica seguía moviéndose porque la empujaba, muy a pesar suyo, el coche que le seguía. La horda fugitiva seguía su éxodo en un avance que era perentorio. Siguieron avanzando de esta manera durante horas incontables, sin poderse apartar los unos de los otros. La velocidad máxima no rebasaba las cinco millas por hora. Poco después del mediodía, Lucy se acordó de que no habían ingerido bocado. Pidió a Steve su cortaplumas y con él logró abrir una lata de fruta en conserva que habían cogido del quiosco que había en el puesto de gasolina. Dio de comer a Waldron mientras éste conducía. Otros conductores eran alimentados de la misma manera. La tensión a que se veían sometidos hombres y máquinas era excesiva. Los motores se recalentaban y algunos llegaban a incendiarse. Entonces había que apartarlos de la carretera, como fuese, para evitar un mal peor.
Súbitamente las cuatro hileras empezaron a ganar velocidad. La carretera, por fin, se abría en varios ramales y los coches salieron disparados en direcciones diversas, según el deseo de sus ocupantes. El embotellamiento había terminado tras interminables horas de agonía, durante las cuales el avance había sido de paso de tortuga.
Waldron conectó la radio del coche.
—Sé lo que tengo que hacer —dijo—. No obstante, quiero enterarme de los acontecimientos.
Las emisoras radiaban un programa musical. Waldron apartó el turismo de la carretera y paró el motor. Aquí no había dificultad en volver a ella. Las máquinas pasaban ante ellos rugiendo de alegría por encontrar el camino abierto y libre de trabas.
La música cesó de tocar y una voz dijo:
… He aquí nuestro boletín informativo. No se da como cierta la exterminación de Waldron y, por lo tanto, no puede asegurarse el fin de los focos epidémicos. Esta mañana Waldron intentó ponerse al habla con las autoridades; balbució palabras incoherentes sobre el modo de reavivar las víctimas. Al tener noticias de su paradero aproximado, una escuadrilla de aviones bombardeó la granja desde donde se supone telefoneaba, así como otras de los alrededores, previamente evacuadas. Dos automóviles que se movían en dicha área fueron atacados también. Se ha sabido que uno de ellos iba ocupado por una partida de saqueadores. Los ocupantes del otro no han sido identificados todavía. Se tiene la esperanza de que Waldron haya dejado de existir, único modo de evitar la extensión del azote que nos ha tocado en suerte vivir durante estas horas amargas. Se han retirado a segunda línea los cordones sanitarios alrededor de los puntos afectados para dar paso a fuerzas militares…
—De ahora en adelante todo va a ser mucho más difícil, Lucy —dijo Waldron—. Como ves siguen aferrados a su estupidez. Te dejaré en alguna estación ferroviaria. Tengo algún dinero y no quiero arrastrarte al peligro. Puedes coger un tren y alejarte hasta donde te lleve la cantidad que…
—¡No! —exclamó la muchacha con firmeza—. Sólo tengo a dos personas en el mundo. Mi padre y tú. Él está vivo entre sus captores que, además, son los causantes de las monstruosidades que hemos visto. Tú ¿no comprendes, Steve, que si algo te ocurriera a ti, la vida no tendría significado para mí?
—No creo que la vida tenga gran significado para nadie si no se pone coto a las actividades de los compatriotas de Fran. Él quería que fueses al Oeste, ¿recuerdas? Es probable que intenten paralizar todo el Este. Y Fran… —Steve frunció el entrecejo—. Si los suyos saben que estás conmigo, lo cual no es improbable, harán cuanto puedan por llevarte con ellos. Fran arriesgó su vida y la de su familia para evitar que eso sucediera. Haz lo que te parezca, pero mi consejo es que vayas al Oeste, cuanto más al Oeste, mejor.
—¡Me quedo! —dijo Lucy, decidida—. Donde vayas tú, iré yo. Y si te… te matasen…
Su voz se convirtió en un sollozo. Waldron cogió una de sus manos con emoción.
—Eres una mujer estupenda —dijo, y cambiando de tono añadió—: Lo que necesitamos, primero de todo, es gasolina y aceite. Luego, tendremos que forzar el doble cordón que rodea Newark, al anochecer. Vamos a introducirnos en la boca del lobo a ver qué es lo que se puede hacer para asfixiarlo.
Puso el motor en marcha y ganó la carretera. El tránsito por ella seguía siendo intenso pero espaciado y no era ya obstáculo a la velocidad. Una milla más atrás, empero, no era así. Allí los vehículos se veían obligados de avanzar a paso de caracol.
Tres millas más adelante encontraron un puesto de gasolina y en él compraron lo que necesitaban.
Waldron indagó cómo llegar al puente de Bear Mountain, que cruza el Hudson.
Descendieron a la ciudad de Peekskill y hallaron en ella una atmósfera de agitación e inseguridad. Estaba a bastante distancia de los mal llamados focos epidémicos, pero el tránsito desusado que pasaba por sus calles y la razón de ello, había inquietado a los habitantes. Waldron atravesó las colinas de la Reserva y descendió para volver a cruzar el puente voladizo, hacia el lado de Jersey, donde el movimiento rodado volvió a ser más compacto. Parecía que todos los moradores de la localidad huyeran de ella. Hubiera sido imposible intentar dirigirse al Sur por el camino que bordeaba el río. Todos los coches que circulaban por él llevaban dirección Norte.
Waldron condujo el turismo hacia el interior, evitando las rutas que llevaban directamente a Newark. No quería llamar la atención. Pocos coches seguían la misma trayectoria.
Los boletines de noticias no decían nada nuevo con respecto a los puntos atacados. Daban detalles del éxodo de la población de Nueva York. Anunciaban, también, que un joven bacteriólogo había logrado aislar el germen responsable de la epidemia. Habían sido detenidos varios individuos que ofrecían brebajes que, garantizaban, eran antiepidémicos. Estos dudosos caballeros entregaban sus «específicos» a cambio de cinco dólares por frasco. Aseguraban que la bebida inmunizaba contra bacterias de toda clase o tipo de epidemia, conocida o por conocer.
Volvieron a hacer mención de Waldron. Gente llevada por la histeria había creído reconocerlo en siete lugares distintos. Para los asustados moradores de la ciudad Steve Waldron y Satanás eran una y la misma persona. Tres de los infelices confundidos con él fueron linchados sin miramientos. Los otros cuatro se hallaban en el hospital.
En Nutley, Waldron tuvo que detener el coche ante las perentorias indicaciones de un soldado, que quería saber adónde se dirigía. Conocedor del terreno en que se hallaba, Steve pudo contestar satisfactoriamente a las preguntas y no despertó las sospechas del celoso infante, quien le advirtió de los límites de seguridad establecidos por los contornos.
—La tropa tiene orden de disparar contra cualquier persona de comportamiento dudoso —dijo al despedirles—. Tengan cuidado.
No iba a ser fácil forzar el bloqueo de Newark.
Reemprendieron la marcha y, a poco, pasaban ante una tienda abierta a despecho de la cercanía del peligro. Steve compró en ella unas hojas de papel y sobres. Escribió un mensaje en una de ellas y firmó su nombre al pie.
Un cuarto de hora más tarde volvieron a ver interrumpida su marcha por otro soldado que, ante una valla, cerraba el camino.
—Las personas civiles no pueden pasar de aquí —dijo—. Tendrán ustedes que volver atrás.
—Traigo una carta para el comandante del puesto —dijo Waldron con naturalidad—. Es del alcalde de Nutley. No sé su contenido, pero parece ser que es de suma importancia.
Waldron buscó y sacó un sobre para mostrárselo al centinela.
—Pase —dijo éste apartando la valla—. A cosa de media milla de aquí encontrarán otra valla como ésta, de la que pende un farol rojo. El otro lado de ella es terreno infectado. Conque vayan despacio y alerta, porque hay órdenes de «liquidar» a los que entren en ese territorio y luego quieran volver a salir.
—¡Claro! —exclamó Waldron, volviendo a poner el coche en marcha.
Lucy, nerviosa, se aferró a su manga. Pronto vislumbraron la ciudad de Newark, sobre la que se extendía una ligera neblina de color grisáceo. Waldron vio una luz roja en medio de la carretera y se acercó a ella. A la derecha del camino, las llamas de una fogata acentuaban las sombras que se cernían ya sobre la tierra. Soldados con equipo de campaña corrieron a su encuentro.
—¡Oficial de guardia! —gritó Waldron—. ¡Tengo una carta para él!
—¡Voy allá! —repuso un teniente, levantándose de la vera del fuego. Se acercó al coche, cogió la carta que le tendía Waldron y volvió al lado de la hoguera para leerla con mejor luz. Al ver la actitud de su jefe, los soldados se desentendieron del coche y sus ocupantes. No había necesidad de arrestar a nadie. El motor del turismo estaba todavía en marcha, si bien en punto muerto. Con un movimiento rápido, Waldron encajó la marcha y lanzó el vehículo, con el acelerador a fondo, contra la valla. La derribó y momentos más tarde se precipitaba por el área prohibida. Encendió los faros y los volvió a apagar instantáneamente. Esto le permitió ver bastante trozo de carretera para no tener que aminorar la velocidad.
Tras él dejó a un destacamento estupefacto por lo que acababan de presenciar. Instintivamente, todos los hombres miraron a su jefe en espera de órdenes y vieron que éste tenía la vista fija en la carta, cuyo sobre terminaba de rasgar, tal que si contemplara a una víbora ponzoñosa. La sangre se le había helado en las venas.
Quiso hablar y emitió un sonido ronco e incomprensible. Soltó papel y sobre, que fueron a caer entre las llamas, y se frotó las manos febrilmente contra el pantalón.
—¡Ese era Waldron! —logró gritar finalmente—. Vuelve al centro de la epidemia…
No había leído la carta siquiera. Como la mayoría de las personas que reciben una misiva, leyó primero la firma y eso le bastó; ¡Steve Waldron!
Un espeluznante escalofrío le recorrió la espina dorsal. Instantáneamente pensó que este sería el modo que usaba Waldron para diseminar la epidemia. Al abrir la carta se esparcían las bacterias, los microbios, y daban lugar a otro foco de infección. El teniente vio cómo el fuego devoraba los trozos de papel y deseó fervientemente que hicieran otro tanto con los gérmenes que, estaba seguro, contenían.
En realidad, en la carta no iba otra cosa que instrucciones para reavivar a las personas afectadas por la paralización colectiva. Mas, como estaba firmada por Waldron, no había sido leída y debido a ella cientos de miles de personas seguirían tiesas e inmóviles, muertas a todos los efectos.
Los fugitivos volaban camino de la silente ciudad. A una señal de Waldron, Lucy puso en marcha los pequeños generadores de alta frecuencia que habían de ser su única defensa frente a lo desconocido. Las sombras se convertían rápidamente en oscuridad. A medida que se acercaban a Newark, Steve disminuyó la velocidad. El coche avanzaba ahora muy despacio, para evitar que zumbara el motor. De pronto, al llegar a la altura de las primeras casas, el turismo arrolló un bulto tirado en la carretera. Waldron frenó y se aseguró de que llevaba el revólver. Cogió a Lucy de la mano y descendieron del vehículo.
No hay oscuridad mayor que la de una población con todas sus luces apagadas. Atento a la proximidad de los edificios, Waldron se había olvidado de los seres humanos que yacían por todas partes. Creyó entrar en una ciudad de pesadilla, sensación que aumentó a medida que se adentraban en ella, camino del centro. Una neblina, ahora incolora, les rodeaba por todos lados, haciendo difícil la visibilidad. Pero, por encima de aquélla, dominaba el silencio. No se percibía el más insignificante sonido, lo que les obligaba a adelantar con extrema atención. Era una quietud horripilante entre la que se agazapaba una terrible amenaza. Lucy estuvo a punto de lanzar un grito de espanto cuando tropezó con el cuerpo rígido de un hombre que, con los ojos abiertos, miraba insistentemente a lo que no podía ver.
—¡Chitón! —murmuró Waldron, ayudándola a serenarse.
De algún lugar ante ellos provenía una apagada vibración. Era más bien un retemblar que flotaba en la atmósfera. Adelantaron furtivamente hacia el sonido. Doblaron una esquina y vieron que, entre la oscuridad borrosa, se movían siluetas humanas. Oyeron, más claramente, un amortiguado zumbido de motores. Un gran camión se alejaba de allí, para dar paso a otros. Se movía lenta, pesadamente. Había también cientos de hombres trabajando en algo indescifrable. Al pronto se encendió un foco, para marcar el camino que debía seguir uno de los camiones, y volvió a apagarse inmediatamente. El rayo de luz duró solo unos instantes, pero fueron suficientes para que Waldron viera de lleno a uno de los componentes del grupo. Su aspecto era raro e increíblemente extrahumano.
De pronto Waldron oyó un roce tras de sí y una voz imperiosa que emitía palabras de mando, ininteligibles. Giró, rápido, sobre sus talones y vio ante él la silueta corpórea de uno de los compatriotas de Fran. El recién llegado volvió a carraspear en su desconocida lengua. El tono de sus palabras era de intimidación, la situación se presentaba difícil pues, a poca distancia, estaba el grueso de sus compañeros.