CAPITULO X
Waldron recibió a los nuevos asaltantes con su ametrallador apoyado en un pasamanos y soltó una devastadora ráfaga en abanico. La muerte salió del cañón de su arma con terminante precisión. Los doce hombres que encabezaban la carga cayeron ribeteados a balazos, seguidos de otros diez que formaban la segunda línea de ataque. El fuego de Nick ayudó a reducir el grupo a tres individuos en fuga. Dos de ellos, a juzgar por los látigos que pendían de sus muñecas, eran Dirigentes. Waldron no quiso que se escaparan. Rozó el gatillo y uno de ellos cayó con seis balas entre los omóplatos. El otro se derrumbó cual árbol podado. El tercero recibió una descarga de Nick que redujo a pulpa su brazo izquierdo. Salió lanzado por la puerta chillando desesperadamente.
—No tienen mucho aguante —dijo Waldron fríamente—. Estos Dirigentes deberían tener más hombría y menos arrogancia.
—¿Y ahora qué? —Preguntó Nick preocupado.
—Vendrán más —repuso Steve—, que mataremos y es probable que, finalmente, nos maten a nosotros.
—¿E… es que no, no podemos evitar que vengan? —terció Lucy.
Waldron se volvió hacia la muchacha. Estaba pálida pero logró sonreír. El temblor de su voz era cosa excusable.
—He… hemos hecho cuanto hemos po… podido, ya lo sé. Pero no quisiera caer viva en manos de esos canallas, después de lo que dijo Fran de ellos.
Waldron blasfemó por lo bajo.
—Qué estúpidos hemos sido, Nick —dijo con un deje de amargura—. ¡Hemos empeñado nuestras vidas por odio a esos bandidos! El cordón ya no existía y podíamos haber seguido adelante hasta un jugar no afectado por la catástrofe. A estas horas nos hubieran escuchado y estaríamos adiestrando gente para la lucha.
Nick sacó un paquete de cigarrillos y escogió uno cuidadosamente.
—Es un poco tarde para recordar eso. ¿No crees? —dijo—. Intentemos salir de aquí puesto que ya nada podemos hacer. Si mal no recuerdo, dijiste que tenían espías en nuestro Mundo. Pues bien, se me figura que esos espías sabrán de gases lacrimógenos. Vuestro amigo Fran dijo algo sobre sus métodos de ejecución que no me gustó.
Waldron levantó un brazo, y con movimiento rápido disparó contra una sombra que se escurría al otro lado de la ventana. Un pequeño objeto vino a través de ella y estalló al tocar el suelo.
—¡Ahí tienes tu gas! —exclamó Steve—. Salgamos.
Se dirigieron hacia una de las paredes de la sala y abrieron una puertecilla de paso que desembocaba a una escalera de caracol.
—Hemos de subir —opinó Waldron emprendiendo la ascensión—. Si bajamos tropezaremos con el grueso de esa chusma.
Su marcha de la sala no había sido notada todavía. O los Supeditados que se dieron cuenta de su escapada no quisieron avisar a sus oficiales. Estos, no obstante, no tardaron en advertir la evasión de los sitiados.
Waldron alcanzó mi rellano y se detuvo para escuchar. Ante él había una ventanilla que daba al exterior. Asomó la cabeza.
—¡Si pudiéramos hacerles creer que hemos bajado en vez de subir! —exclamó entre dientes.
Nick miró alrededor suyo en busca de algo que tirar abajo. El ruido, al caer, quizá atrajera la atención de los invasores. Pero no vio más que paredes de cemento armado y peldaños de acero.
—¡Las bombillas! —dijo Lucy alcanzando una y desenroscándola—. Al romperse contra el suelo creerán que son explosiones o disparos.
Waldron cogió la bombilla que le tendía la muchacha y la lanzó con fuerza por la ventana. Se oyó un estampido en la parte baja del edificio al que siguió un parloteo de voces excitadas. De pronto se abrió la puerta que acababan de trasponer y apareció por ella un grupo de hombres presurosos. Una voz arrogante berreó una orden y el grupo se dividió en dos. Una parte subió por la escalerilla y la otra emprendió la bajada.
En el patio sonaron otros gritos, estos estentóreos. No era de extrañar que oídos poco acostumbrados al sonido de las armas de fuego, confundieran el estallido de la bombilla con un disparo.
Los Supeditados que subían por la escalera de caracol dieron media vuelta y se lanzaron en dirección contraria.
Los fugitivos continuaron su ascensión en silencio y recogiendo todas las bombillas que hallaban a su paso. La subida terminó en la terraza del edificio, desde donde se veía buena parte de los Narrows. Pero las playas estaban a oscuras. Waldron se asomó al vacío y lanzó media docena de bombillas que estallaron abajo en una sucesión de estampidos. Repitió la acción con tres más, luego con dos y después con cuatro. El resultado fue una satisfactoria confusión entre los invasores. Desde la terraza pudieron ver el reflejo de las linternas que buscaban su rastro.
—Creo que cometimos una equivocación al no dejar que nos mataran donde estábamos —refunfuñó Nick—. Al subir aquí, no hemos hecho más que retrasar nuestra captura. El único lugar seguro para escondernos hubiera sido en alta mar.
—¡Buena idea! —repuso secamente Waldron—, si se te hubiese ocurrido antes. ¿Quieres decirme cómo podemos llegar hasta allí ahora?
Nick murmuró una excusa y se fue al otro lado de la terraza para ver la disposición de las calles que llevaban a la playa.
—No hay derecho, Steve —dijo Lucy quejosa—. Has hecho lo indecible. Casi lo imposible, y de nada nos ha servido. Las circunstancias se ponen siempre de lado de los invasores. ¡No hay derecho!
—Mujer —repuso Waldron sonriendo—. Estás loca si crees que las circunstancias se han de inclinar a favor de tu novio, por el mero hecho de serlo. Pero gracias por la intención. Y ya que Nick está cavilando sobre nuestra futura evasión, dame un beso.
No era momento ni lugar para entregarse al romanticismo pero Lucy se acercó a su compañero y ambos se fundieron en un abrazo.
—Pensé —dijo ella momentos después—. Pensaba, abajo, cuando nos podían haber matado, que íbamos a morir sin habernos dado un solo beso. Hemos estado juntos todos estos días y no hemos cambiado una palabra cariñosa tan siquiera. Ya empezaba a dudar…
Llegó hasta ellos un ruido apagado pero no dieron importancia al hecho. A la altura en que estaban, el viento soplaba por entre las rendijas con bastante intensidad.
—Me alegro —continuo la muchacha— de que hayas querido besarme.
El sonido no provenía del viento, sino del colgadizo que había al final de la escalera de caracol. La puerta que daba paso a la terraza se abrió de repente y apareció una figura revestida de escamas. Era un Supeditado enviado probablemente a efectuar una inspección de rutina. Waldron retiró su brazo derecho de la cintura de Lucy con deliberada precisión y empuñó uno de los revólveres que llevaba en el cinto. El invasor se hallaba a unos seis pasos de distancia cuando Waldron disparó. Lucy ahogó un grito. Steve puso a la muchacha tras de sí y esperó, sin apartar la mirada de la puerta. El viento se llevaría el ruido de la detonación y, de no haber más invasores detrás de la puerta, posiblemente no sería oída por sus enemigos en la planta baja.
Nick apareció de entre las sombras revólver en mano.
—Ahí tienes una armadura para ti, Nick —dijo su compañero con el ceño fruncido.
—Si este desgraciado vino empujado por la curiosidad, y solo, no sucederá nada. Pero creo que lo pasaremos mal si le seguían otros o es notada su ausencia.
Pasaron cinco minutos, diez, y la puerta no volvía a abrirse. Waldron y Nick no pudieron aguantar más. Se acercaron cuidadosamente y la abrieron de golpe, dispuestos a verter por ella todo el plomo de sus cargadores. No hizo falta. La escalera estaba desierta.
Nick quitó la armadura del cuerpo del temerario invasor y suspiró aliviado una vez la tuvo puesta.
El viento traía ahora en sus alas el zumbido de muchos motores. Se asomaron al parapeto y vieron que se acercaba al edificio una hilera de camiones.
Waldron puso en marcha el generador descartado por Nick y se despojó de sus ropas, para volverse a vestir con la armadura por fuera. Así, en la oscuridad, los tres podrían ser confundidos por compañeros de los invasores. Revisaron sus armas y se encaminaron a la escalera. Empezaban a bajar los peldaños cuando, unido al zumbido de los motores, oyeron el rumor de las dínamos. Sus enemigos habían vuelto a hacerlas funcionar. Llegaron al nivel de la sala de generadores y percibieron, más claramente, el eco de sus revoluciones acompañado de un murmullo de voces. Siguieron su descenso y no tardaron en hallarse en la planta baja, donde se desarrollaba un trasiego inesperado. Atravesaron rápidamente la primera puerta y Lucy y Waldron creyeron encontrarse otra vez en Newark.
En el centro de la gran sala, en uno de cuyos extremos estaban, había una gran plataforma de madera encerrada en una espiral metálica. Del entarimado provenía un brillo fluctuante e intermitente. La extraña construcción no había sido montada en el lugar, ni traída desde fuera. Había sido trasplantada desde el extraordinario Mundo de donde procedían los invasores. Una rampa daba acceso a la plataforma y alrededor de ella flameaba una sorprendente luminosidad. Uno de los camiones subió por la rampa y desapareció. Así, uno tras otro, los vehículos venían de la oscuridad exterior y dejaban de ser de este Mundo, para materializarse en el Otro.
El hecho de que los fugitivos supieran que los vehículos no desaparecían sino que se les cambiaba la dirección de sus polos atómicos, no hacía que su desvanecimiento fuera menos espectacular. Con la dirección de los polos de los átomos de su sustancia cambiada, se convertían en materia de otra clase y dejaban de pertenecer a este Mundo. Al no desintegrarse, se convertían en materia del Mundo de los invasores y aparecían en él. En son de aviso, la luz de la plataforma lució con más intensidad. Los camiones detuvieron su avance y dejaron libre la plataforma. Sobre ésta, entonces, se materializaron seres humanos enfundados en armaduras escamadas. Eran Supeditados que miraban a su alrededor con la boca abierta por el pasmo. Este duraba poco porque eran recibidos por las voces ásperas de sus jefes, que los volvían a la realidad de su misión, saltaban prestos de la plataforma para formar un poco más allá de ella y, a la voz de mando, salían en grupos de seis, cinco y cuatro en busca de nuevos camiones que cargar con botín. La luz volvió a brillar con la intensidad de antes y los camiones reemprendieron su marcha, camino de su transmutación.
—A esto le llamo yo eficiencia —dijo sarcásticamente Waldron en voz baja—. Les han enseñado a conducir en su mundo y helos aquí dispuestos a robar camiones.
A sus espaldas se oyó un rumor de pasos. Por la puerta que habían transpuesto, aparecieron siete invasores. La titilación que provenía de la plataforma hélica se reflejó en sus armaduras. Cada una de las escamas llevaba, incrustada, una piedra preciosa y el prismático colorido de las joyas daba al grupo un aspecto fantástico. Todos llevaban látigo, símbolo de nobleza o mando. La arrogancia de su avance dejó atónita a Lucy, única de los tres que los había visto.
Ella y sus compañeros se hallaban protegidos por la sombra y, en la penumbra, a pesar de ir armados, contrariamente a la costumbre de los Supeditados, podían haber pasado por subordinados. Pero uno de los jefecillos tropezó con Lucy al pasar.
Waldron, preocupado como estaba en hallar la manera de abandonar la central eléctrica, no se había dado cuenta de nada. Y Nick, inmerso en la comparación de los camiones con pompas de jabón, pues los primeros desaparecían como las segundas, tampoco.
El jefecillo, considerándose ultrajado por una afrenta de leso respeto, vociferó groseramente y levantó el látigo con gesto encarnizado contra la muchacha. Waldron giró la cabeza alarmado por la voz del invasor y vio caer la fusta. Lucy gritó de dolor y de miedo al recibir el ensayado azote. Instintos primarios inundaron el cerebro de Steve y, como bestia acosada, se lanzó al cuello de su enemigo. Llevaba un fusil ametrallador colgado del hombro y cuatro revólveres en el cinto, pero su apasionada furia le impulsó ciegamente a atacar con las manos desnudas. Sus dedos se cerraron alrededor de la garganta del individuo del látigo cuando éste se asombraba por reconocer en Lucy a una mujer. Waldron derribó al sátrapa sin soltarle del cuello.
El resto de los Dirigentes vieron pasmados e incrédulos lo que sucedía. Que un Supeditado se atreviera a poner las manos sobre uno de los amos era inconcebible. Patentizaron su irritación con voces guturales y avanzaron todos a una para castigar al osado con el acero de sus fustas. Entonces, Nick abrió fuego con el fusil ametrallador apoyado en la cadera. Sólo él había mantenido la serenidad. Apretó el gatillo y regó con plomo a los invasores, como si, en vez de un arma, sostuviera una manguera, cuando dejó de disparar no quedaba ante él más que un montón de cuerpos postrados unos encima de los otros. Sin saberlo, Nick Bannerman había matado hombres importantes del bando contrario. Había liquidado a siete de los más altos Dirigentes.
Los invasores agrupados en la sala huyeron chillando crípticas incoherencias, en especial los Supeditados. Oficiales, Dirigentes de menor importancia que momentos antes personificaban la autoridad, corrían de un lado para otro vociferando órdenes que contradecían segundos después.
—¡Loco desatado! —exclamó Nick—. ¡Has armado una escandalera de mil pares de diablos! ¡Salgamos de aquí, como sea, antes de que se recobren!
Cogió a Waldron por el brazo para levantarlo, pero éste se soltó de un tirón y siguió sobre lo que había sido su enemigo. Volvió en sí, no obstante, y se levantó.
—¡Abre camino! —dijo—. Te seguimos.
Corrieron hacia la puerta y vieron a un grupo de asustados invasores que, por equivocación, venía en su dirección. Los de la armadura, al ver las armas en manos de quienes creyeron compañeros, se desbandaron chillando. Los fugitivos salieron al exterior y se introdujeron por un callejón que, según Nick, llevaba a los muelles. Tras ellos dejaron confusión y perplejidad, La muerte violenta de los principales Dirigentes era una cosa tan insólita y produjo tal horror que paralizó toda actividad.
Nick desapareció, en cabeza, hacia la dársena. A poco, Lucy y Waldron, oyeron el zumbido regular y potente de un motor marino. Se dirigieron hacia el sonido. Procedía de una poderosa lancha de recreo. Nick asomó la cabeza por una escotilla, arreciando a la pareja con invectivas para que subieran a bordo cuanto antes. Waldron soltó las amarras que sujetaban la nave al desembarcadero y ayudó a Lucy a subir. La lancha reculó por el río mientras Nick atendía a los mandos. Hurgó en ellos hasta encajar el avance. Steve se puso al timón y condujo a la embarcación río abajo.
Nick volvió a desaparecer, esta vez por entre el armadijo de la lancha y ésta pronto ganó una velocidad sorprendente. Dejando una ciudad muerta, se dirigieron hacia el puerto exterior.