CAPITULO VIII
Lucy lloraba. Waldron estaba paralizado. Fran ni siquiera miró a sus víctimas. La radiación del campo de energía —o lo que fuese causante de la mayor catástrofe de la historia humana— de las armas de los invasores era tan efectiva que Fran Dutt no se preocupó de los dos hombres que acababa de inmovilizar.
Guardó su arma y gimió con desespero.
—He sido traidor a los míos en mi afán de procurarte seguridad, Lucy. No te he pedido nada a cambio. Pero ahora tienes que escucharme…
—Has matado a mi padre, a Steve, y ahora…
—Tu padre está vivo. Has de creerme, Lucy —imploró—. ¡No debes caer en manos de nuestros Dirigentes! ¡No tienes idea de su…! ¡No, preferiría verte muerta Lucy, y te mataré antes de que suceda cosa semejante!
—¡Hazlo de una vez! —gritó con histérico arrebato—. Has matado ya a todos los que…
—¡No es cierto! ¡Tu padre está vivo, repito! Trabaja en los laboratorios de los Dirigentes y éstos le tratan bien. Incluso es feliz. Nuestros Dirigentes saben halagar a los hombres de ciencia. Straussman les causó tanta impresión que, desde entonces, casi lo veneran. En cuanto a Steve, no está muerto. Irá a los laboratorios y trabajará con tu padre. Como él, tendrá cuanto quiera, menos libertad.
—Si ellos han de ser prisioneros vuestros, llévame a mí en la misma calidad —contestó la muchacha con altiva fiereza.
—Odio a los Dirigentes tanto como puedas hacerlo tú, Lucy. Me repugna esta invasión que considero abominable. Aborrezco a nuestros Dirigentes más de lo que puedes imaginar, porque he sufrido el rigor avasallante de sus látigos. Pero si no cumplo con el cometido que me han impuesto, mi padre, madre, hermanas y hermanos pagarán las consecuencias. Cada vez que vengo a tu Mundo, los internan como rehenes que responderán de mi conducta. Si ésta no es la que esperan de mí, los míos morirán torturados. Escucha, los Dirigentes han decidido tomar Nueva York, luego seguirá Filadelfia y las demás ciudades de importancia. Encontrarán tal riqueza y botín, que se olvidarán de Newark. Deja que te esconda y, cuando pueda, volveré a por ti. ¡Jamás permitiré que los Dirigentes te vean! Todavía podemos ser felices, Lucy. Haré todo cuanto esté en mi poder por ellos. Te lo prometo.
Lucy le miró intensamente en el extraño reflejo que provenía de la linterna. Estaba pálida y tenía los ojos abiertos por la sorpresa.
—Te creo, Fran —dijo circunspecta—. Hubo un tiempo en que te tuve gran simpatía. A tu modo, creo que estás tratando de ser decente. Pero no es ése el camino que quiero seguir, Fran. Antes preferiría morir que…
—No morirás —protestó el invasor con fiereza—. Te volveré insensible, como he hecho con Steve, sólo que a ti te esconderé en algún lugar sabido sólo por mí y, cuando sea el momento, volveré para despertarte y verás que estas cosas no sólo suceden en los cuentos infantiles de vuestra novelesca. ¡No puedo permitir que mueras y menos aún que caigas en las garras de nuestros Dirigentes! Lucy, te ruego que…
Se produjo al lado de ellos un movimiento brusco e inesperado.
—Ahora me toca hablar a mí, Fran. ¡Y no te muevas o te atravieso de un balazo! —dijo la voz de Steve Waldron. Este, de pie, apuntaba a Fran Dutt con un revólver de reglamento. Se acercó a su atónito enemigo y lo desarmó—. Tuve una pequeña discusión con uno de los tuyos y logré quitarle su armadura, que llevo puesta bajo mis ropas. Es magnífica. Mucho mejor que nuestros improvisados aparatos.
»Pretendí quedar paralizado para que hablases a Lucy con entera libertad. Creo que lo has hecho. Lucy —continuó, dirigiéndose a la muchacha sin apartar la vista de Fran— coge otro generador y aplícalo a Nick, ¿quieres?
Lucy obedeció temblorosa.
—No vas a matar a Fran, ¿verdad, Steve? —preguntó con recelo.
—No es ésa mi intención —repuso Waldron—. Nos va a ser de gran utilidad. Pero si hace tonterías, no me quedará más remedio.
—No pienso ser de ninguna utilidad para ti, Steve —protestó Fran amargado.
—Ya lo veremos —retornó su captor.
Lucy ajustó el emisor de alta frecuencia al cuerpo de Nick y la figura rígida del fotógrafo se distendió, relajando la tirantez de su postura. La visión volvió a sus ojos y salió de su ensimismamiento. Blasfemó por lo bajo y se levantó de un brinco.
—¡Qué diablos! —exclamó—. Dispara, ¿he vuelto a estar muerto, Steve?
—Más o menos —repuso su amigo—. Recoge tu revólver y cubre a Fran. No quiero que muera, pero no te prives de disparar si es preciso. Estamos en guerra y es un enemigo. Si no nos servirnos de él, cogeremos a otro. Si tienes que matarlo procura hacerlo de un solo tiro.
—Será un placer inenarrable —replicó Nick con ansia.
Cubrió a Fran con el arma mientras Steve rebuscaba algo en sus propios bolsillos.
—El otro día compré unas hojas de papel —dijo— y sólo usé una de ellas. ¿Sabrías construir una armadura como la que llevas, Fran?
—No. Soy espía, si quieres, y físico teórico, pero desconozco el procedimiento de nuestras defensas. Tus generadores, sin ser tan seguros, hacen maravillosamente las veces de ellas. El único defecto que tienen es la facilidad con que se detectan las corrientes de alta frecuencia, como has tenido ocasión de ver.
—Es cierto —convino Waldron. Extendió una hoja de papel sobre la mesa del despacho y escribió. Terminada su tarea, leyó en voz alta.
«Informe del Operador 27 D, en Newark. Todavía no he logrado la información precisa sobre las armaduras usadas por los invasores. Fran Dutt ha podido administrarme otra. No cree sea posible agenciarse más porque, dice, es un trabajo excesivamente peligroso para él. Asegura también que el movimiento revolucionario en su país, del cual forma parte, tiene pocas probabilidades de éxito. Para ayudar a nuestra contrainvasión precisan suministros adecuados de gas NN y Bazookas. De lo contrario, él y sus compañeros no podrán apoderarse de la entrada a su Mundo y defenderla hasta la llegada de nuestras fuerzas expedicionarias. Se halla dispuesto a firmar un tratado que garantice las reparaciones que se exijan por el daño causado por sus compatriotas, tan pronto haya sido derrocado el actual sistema de gobierno que les rige. El Comité Revolucionario se ha comprometido a proporcionarnos un diseño y las instrucciones para el manejo y uso de la entrada hélica empleada por sus opresores para invadir Newark»
Levantó la vista del papel y miró a Fran. La palidez de su rostro era cadavérica.
—¿Qué te parece? —inquirió—. Guardaré este papelito en uno de mis bolsillos y si me cogen los tuyos, ¿qué crees que pensarán, Fran?
—Que soy un traidor —repuso angustioso el aludido—. Creerán que formo parte de un movimiento revolucionario. ¡Torturarán a toda mi familia, a mis amigos! ¡No, no puedes hacer eso, Steve! —sollozó—. Desconoces el refinamiento de sus torturas. ¡Mátame aquí, ahora mismo, pero rompe ese papel!
Waldron negó con la cabeza.
—Vuelve a tus amigos —dijo—. A esos que, como tú, odian a vuestros Dirigentes y cuéntales lo que te sucede. ¡Ahora o nunca, Fran, es el momento de que empecéis esa revolución, por la que suspiráis en silencio! Ten presente esto: o acabamos con tus Dirigentes, o me matan aquí, en Newark, y encuentran sobre mi cadáver este escrito que te compromete. ¡Escoge lo que más te convenga!
Fran humedeció sus labios con la lengua.
—Es posible que me estés haciendo un favor —dijo. Su voz sonaba lejana—. Los Dirigentes nos mantienen supeditados, en un estado de continuo apocamiento. He instigado a la revolución varias veces. Pero las represiones son tan brutales que nadie se atreve a iniciar un movimiento liberador. Pero, ahora, si no lo hacemos y te descubren corremos el peligro de sufrir los mismos castigos que si nos hubiésemos rebelado ya.
Waldron no tenía nada que añadir a lo patentizado por Fran Dutt. Escuchaba y dejaba que éste diera rienda suelta a su proceso de ideas.
—Sé con lo que voy a enfrentarme —continuó—. Si me acusan de traición, inculparán también a otros. Las cámaras de tortura son hábiles crisoles para fundir y transformar las voluntades. Imputarían toda clase de falsedades a quienes quisieran. ¡Sí! Los suplicios a que someterían a los supeditados son inenarrables. Hemos temido la irracionalidad de sus represalias y ahora nos tienen tan acobardados que no nos atrevemos a la insurrección. Una de dos, Steve: con tu actitud nos haces un gran favor, un inmenso favor, o te maldeciremos más allá de la tumba. Si nuestro levantamiento falla, los lamentos de los torturados pasarán el linde de nuestros Mundos para anatematizarte el alma.
—Mi intención —repuso Waldron serio— es haceros un favor.
—Luego mis suposiciones eran ciertas.
—¿A qué negarlo? —concedió Fran—. Straussman llegó a nuestro Mundo hace mucho tiempo. Apareció en un campo de las afueras de una de nuestras ciudades. Iba enfundado en una rara cobertura metálica. Supeditados y Dirigentes le vieron aparecer. Todos se asustaron. Pero los Dirigentes se lo llevaron para interrogarle y conocer su procedencia.
Waldron miró a Nick. El fotógrafo escuchaba con escepticismo y sin apartar su revólver de Fran.
—Nuestros Dirigentes le trataron muy bien. Le hospedaron en sus palacios y pusieron a su disposición cuanto deseaba. Straussman aprendió nuestro idioma y enseñó maravillas de conocimiento hasta entonces ignoradas por los nuestros. Se convirtió en Dirigente y fue más arrogante y opresivo que los demás. Obligó a los Supeditados a construirle extrañas máquinas, a través de las cuales traía a nuestro Mundo cosas chocantes y nuevas: libros, armas y una erudición distinta. Los Supeditados que trabajaban en los laboratorios de su palacio hablaban de grupos de Dirigentes que se introducían en las máquinas diseñadas por Straussman y desaparecían, para reaparecer, muchas horas más tarde, con aparatos desconocidos, plantas y animales mejores que los que poseíamos en nuestro Mundo. Trajeron incluso unos animales que llamaban caballos.
»Otras veces aparecían con hombres parecidos a nosotros. Generalmente estaban heridos o bajo los efectos de drogas que les habían suministrado. Lo más frecuente, sin embargo, era que apareciesen con mujeres en el mismo estado, mujeres jóvenes y bonitas. Los cautivos masculinos eran encerrados en empalizadas y obligados a enseñar lo que sabían a los escogidos de entre los Supeditados. Yo fui uno de ellos. Los Dirigentes nos instruían para ser espías Y aprendimos un sinfín de cosas. Pero no debíamos olvidar jamás que éramos Supeditados. ¡El peor de los castigos, nos aseguraban, caería sobre nosotros y nuestras familias si no acatábamos la superioridad y las órdenes de los Dirigentes!
—Más o menos, lo mismo que sucedería, si tu antigua Babilonia fuese coetánea nuestra y poseyera máquinas especializadas para el pillaje —murmuró Waldron.
—Pero recelaban de este mundo —prosiguió Fran—. Aquí, había más gente, mucha más gente, que tenían algo, un valor único, que ellos, nuestros Dirigentes, temían sobremanera: la libertad individual. Durante muchos años vivieron inquietos por temor de que otros científicos hallaran lo mismo que había descubierto Straussman y, por ende, el camino hacia nuestro Mundo. En un principio, pensaron en reorganizar las defensas y medios de ataque de que disponíamos. Pero consideraron más fácil y lucrativo destrozar subrepticiamente una civilización que era superior a la nuestra y que no iba a darse cuenta de nada. Enviaron espías a este lado y cuando científicos como tu padre, Lucy, y otros, empezaron a indagar las posibilidades del trabajo de Straussman, supieron que, tarde o temprano, alguien daría con el otro. Entonces fue cuando decidieron destruir lo que más temían de vuestro Mundo: el «Fuero de las Gentes».
—Si el padre de Lucy trabaja en sus laboratorios, quizá él pueda ayudarte en el planteamiento de la revuelta, Fran —terció Waldron—. Es un hombre de extraordinaria inteligencia. Ahora dame tu armadura. Es mejor que nuestros generadores. La necesito para Lucy.
La palidez de Fran se acentuó.
—Esto equivale a matarme, Steve.
—Te dejaremos un generador —repuso Waldron—. Dáselo, Nick. ¡Vamos, quítate esas escamas!
Fran se pasó la mano por la boca con gesto nervioso. Empezó a despojarse de la armadura y, a media operación, quedó paralizado. Nick le sostuvo, evitando que cayera al suelo. Le quitaron las prendas de defensa y las entregaron a Lucy. La muchacha desapareció con ellas detrás de un coche. Cuando reapareció vestida con el jubón de escamas tenía un cierto aire pueril.
Nick puso en marcha el generador que había colgado de los hombros de Fran.
—Vamos a abandonarte, Fran —dijo Waldron—. Según dices, nadie tiene un detector de onda corta como el tuyo, pero es una idea que puede ocurrírsele a cualquiera de tus Dirigentes. ¡Tú verás lo que haces! Dejaré tu pistola en la esquina; la puedes recoger allí.
Abrieron la puerta del garaje y entonces Lucy dijo intranquila:
—Steve, si encuentran a Fran con mi generador en vez de su armadura…
—¡Ya sabe él a lo que me obliga! —exclamó despreciativamente Fran.
Y así era. Waldron sabía que si Fran Dutt quería otra defensa igual a la que le habían quitado tendría que usar su lengua vernácula para engañar a algún compatriota y llevarlo a un lugar solitario donde, con o sin lucha, habría de agenciarse la del incauto que le había hecho caso.
Nick puso en marcha el coche que habían revisado antes de salir del garaje, cuando creían que los grabadores iban a servirles de algo. El vehículo salió silenciosamente a la calle. Waldron tenía un plan relativamente desesperado. Tomaron el camino de las llamas que habían visto desde el Skyway. La idea de Waldron era acercarse a la hoguera, paralelamente al terreno acordonado. Nick, entonces, pretendería haberse introducido clandestinamente en el terreno afectado. Era de esperar que no dispararan contra el coche. Si lograban hablar con las tropas o pudiesen usar un teléfono…
Vieron el reflejo de las llamas. Nick puso el coche paralelo a la línea guardada por los soldados, encendió los faros y, tratando de mostrar una confianza que estaban muy lejos de sentir, se acercaron a la fogata. Algunos números de la tropa estaban allí sentados alrededor de ella, pero no hicieron el menor caso del coche que se acercaba. Waldron vio una ametralladora de campaña cuyo cañón apuntaba hacia Newark. El vehículo siguió avanzando y nadie se levantó de su asiento. A la distancia que estaba ahora tenían que haberlo visto.
Cuando los tres fugitivos llegaron a la altura del pequeño campamento, comprendieron la razón del desinterés de la tropa. Todos los soldados estaban inmovilizados, en posiciones normales unos y grotescas otros. ¡Se hallaban paralizados!
El resto de la nación no tardaría en saber que la epidemia que había afectado a Newark —y aparecido en dos puntos de Nueva York, así como en uno del condado de Westehester— había extendido su mortífero radio de acción.
La ciudad de Jersey era, ahora, un paraje inanimado, lleno de cuerpos, vehículos y máquinas accidentadas.
—Dirígete al túnel —aconsejó Waldron—. No creo que la gentuza de Fran haya llegado allí todavía, pero si topamos con ellos tendremos que abrirnos paso a tiros. ¡Espera! —añadió.
Descendió del coche. Las luces que iluminaban las calles no habían sido apagadas y, acostumbrado a moverse en la oscuridad, Waldron experimentó una rara sensación.
Recogió todas las armas y municiones que pudo, incluyendo algunos fusiles ametralladoras. Bien armados los tres, reemprendieron el camino del túnel que había de llevarles a Nueva York. La partida de invasores no había llegado al paso. Las bombillas estaban encendidas. Nick tuvo que sortear los coches parados, los accidentados que transcurrían por el conducto en el momento de la expansión de la ola paralizadora.
Llegaron a un punto de la ruta en el cual Steve y Nick tuvieron que apearse y aplicar un gato automático al costado de un gran camión que les cerraba el paso. Lograron inclinarlo suficientemente para poder pasar rozando uno de sus flancos. De pronto se apagaron las luces. Dejaron de funcionar todas las bombillas que reflejaban su luminosidad en las blancas baldosas del túnel. La única luz, ahora, era la que provenía de los faros del coche de los fugitivos y el resplandeciente haz mostraba un camino vacío. Aparentemente, el misterioso poder de los invasores no había surtido efecto en esta parte del pasaje y los coches que en él había lograron seguir su camino.
Un poco más adelante vieron la silueta de un vehículo, detenido sin razón aparente.
Finalmente desembocaron en Nueva York. Las calles brillaban llenas de luz, pero estaban silentes. Por toda la ciudad imperaba el presagio del desastre.
Waldron y Lucy volvieron a presenciar un espectáculo que no era nuevo para ellos: vehículos colisionados, gente estática, paralizada, abatida en posiciones irregulares, risibles —de no ser por la tragedia—, grotescas.