CAPITULO II
Frente a ellos se hallaba un pasaje abovedado, profusamente iluminado, al cual daba acceso directo el Skyway. Atravesaron el puente aéreo y emprendieron el descenso por un anchuroso camino de dirección única. Pasaron ante una garita abandonada y se encontraron en el túnel. El sonido de la vibración del coche les fue devuelto en forma de eco por los azulejos que cubrían las paredes del pasaje interior. Creyeron oír, incluso, el zumbido de un camión que les llevaba la delantera. Subieron por una suave pendiente que alteraba la uniformidad de la ruta y, momentos después, se encontraron fuera del túnel, respirando el aire de Nueva York. A su alrededor descollaron edificios enormes y la gente y las cosas se movían. Las personas andaban por las calles con agradable y vigorosa humanidad. Todo aquí era «extraordinariamente» normal.
Steve apenas abrió la boca. Conducía entre un tránsito perfectamente disciplinado: paralizándose ante los discos rojos y reemprendiendo la marcha cuando éstos pasaban a verde. El hecho de que la multitud que les rodeaba por todas partes mostrara tamaña indiferencia por lo que acababa de suceder sólo a unas millas de distancia, les pareció monstruoso.
Pero no era indiferencia sino desconocimiento. La noticia de lo ocurrido en Newark no había llegado a Nueva York todavía. Lucy y Waldron eran los primeros y únicos en llegar del lugar de la catástrofe. Cuando pararon ante el hotel Mayfair, empezaba Nueva York a darse cuenta de que algo raro ocurría más allá de los valles.
Mientras Steve indicaba al portero que retirara su coche, las distintas centrales telefónicas de la ciudad recibían las primeras llamadas de protesta por la imposibilidad de los usuarios en poder establecer comunicación con la ciudad de Nueva Jersey. Cientos de abonados al servicio telefónico llamaban indignados al número de averías inquiriendo la razón del silencio de los aparatos de Newark. Otros protestaban por el súbito corte de sus conversaciones con el lugar. Los inspectores de la compañía urgían al departamento de conservación de materiales para que averiguaran el porqué de estas anomalías y restableciera los servicios.
En la estación de término del ferrocarril suburbano, en la calle Beckam, los empleados del metro rodeaban asustados un convoy que acababa de llegar. Venía de Newark y no había parado en ninguna de las estaciones intermedias. La vía había estado libre y el tren siguió su camino sin que los frenos automáticos hubiesen interrumpido su marcha. Viajaba con todas las luces encendidas, pero ciegamente. Al no parar en la primera estación de la jurisdicción de Nueva York, se habían cursado avisos de urgencia a las siguientes que cubrían el itinerario. Los jefes de estación y vigilantes de la circulación se alarmaron y tomaron las precauciones que requería el caso. Lograron parar el convoy justo antes de que entrara en la estación de término de Beckam por medio de un freno automático a tal efecto.
Todos los viajeros estaban inmóviles, como si cada uno de ellos esperara que le fotografiasen en la postura en que se hallaba. Y así se habían petrificado, pues su carne, tanto la de los hombres como la de las mujeres, tenía la dureza y parecía tener la consistencia del acero. En ninguno de ellos aparecía la menor señal de vida.
El conductor estaba sentado en su cubículo en actitud de conducir. Su mano derecha cogía la manivela de velocidades con gesto natural y, si bien sus dedos no asían la perilla, no hubo modo de separarlos de ella. Algunos pasajeros leían el periódico, otros se hallaban cogidos a las correas en los pasillos, por no haber asientos vacantes. Pero no hubo modo de quitarles los periódicos a aquellos ni de desasir de las correas a éstos. En el primer caso, fue preciso rasgar los periódicos a la altura de las manos de los seudo lectores y, en el segundo, cortar las correas para poder sacarlos del vagón. Médicos llamados a toda prisa empezaron, algo aturdidamente, a certificar la defunción de los individuos que examinaban, pero el aspecto de éstos era tan natural, tan lleno de vida, que tuvieron que alterar sus precipitados diagnósticos. La muchedumbre que llenaba los vagones del ferrocarril subterráneo no estaba muerta, a pesar de presentar todas las características, cada uno de ellos, del rigor de la muerte —esa rigidez que se apodera del cuerpo humano a las pocas horas del óbito—. Ninguna tesura preternatural conocida podía ser tan intensa. Los médicos estaban perplejos a más no poder, pero insistieron, finalmente, en que el impulso vital latía todavía en aquellos cuerpos de pétrea apariencia.
Los accidentados fueron conducidos, en ambulancias, a distintos hospitales para que las autoridades médicas de estos centros emitieran el diagnóstico del mal que les aquejaba. Pero nada pudieron decir porque los cuerpos presentaban facetas desconocidas para ellos. Su confusión aumentó cuando llamaron a Newark para informarse de las posibles causas del fenómeno; no recibieron contestación.
Fuera del cinturón exterior de la ciudad siniestrada, gente no afectada por la extraña dolencia sacaba cuerpos momificados de un autobús que había ido a chocar insensatamente contra un camión.
Un piloto de un avión de servicio pidió entrada al aeropuerto de Newark sin obtener respuesta alguna. El aparato voló alrededor del campo pidiendo insistentemente permiso para aterrizar. En el aeródromo de ldlewild —a poca distancia de Newark— oyeron quebrarse la voz del piloto a media frase. Tras eso, el silencio se hizo absoluto.
Lucy se aposentó en uno de los sillones tapizados del vestíbulo del hotel Mayfair y leyó la carta que Steve había recogido en conserjería. No estaba escrita por su padre, sino por Fran. Waldron leyó descaradamente por encima del hombro de la muchacha:
Lucy:
Si antes de leer estas líneas sabes lo que ha ocurrido en Newark, comprenderás por qué te he rogado que vinieras aquí. Si no te has enterado de la espantosa noticia, permanece donde estás ahora una o dos horas, o mejor toda la noche. Estarás más segura. En tu casa correrías un peligro tremendo. Un peligro que ni siquiera puedes imaginar.
Tu padre está vivo y bien. Sobre esto te doy mi palabra de honor. Te aseguro también que si cuentas esto a otra persona que Steve o que si éste dice a alguien que yo soy el autor de esta carta y que habéis escapado a lo que ha sucedido, tampoco sufrirá daño alguno tu padre. Él seguirá como antes, pero yo no. En ese caso, a mí me esperará la peor de las muertes. Me matarán de la manera más horrible, te lo aseguro.
Os ruego que no contéis a nadie la manera como salisteis de Newark. ¡Qué parezca una casualidad! Si decís que yo os facilité la huida, seré hombre muerto.
Espera hasta que pueda explicarte mi situación.
Fran.
Lucy levantó la vista y se humedeció los labios antes de hablar.
—Sabía lo que iba a suceder —dijo.
—No se recata en decirlo —repuso Waldron con cierta ironía.
—Y sabe lo que le ha pasado a…
—A tu padre. Sí. Y es bien probable que lo supiera antes de que le acaeciera. Tenía razón al decir que no quería que nada te sucediera. De no ser por él, también nosotros estaríamos ahora en Newark, y en el estado en que están todos los demás que no pudieron salir a tiempo… Pero… Espera un momento.
Atravesó la amplia antesala del hotel y se encaminó hacia la puerta giratoria de la entrada. Dirigiéndose al portero dijo:
—Hace unos cinco minutos le rogué que cuidara de mi automóvil. ¿Dónde está?
—Lo hice llevar al garaje, señor. Haré que se lo traigan al momento.
—No se moleste, gracias. Preciso algo que he dejado en él. ¿Dónde está el garaje? Lo recogeré yo mismo.
El portero le indicó dónde estaba recogido el coche, y Waldron salió en dirección al lugar, que se hallaba a manzana y media del hotel. Entró en un recinto oscuro y deslucido de donde salía un desagradable olor de vapor, humo, metal y aceite. Distinguió en seguida su vehículo y notó que por debajo de él salía una especie de humo azulado. Servidores del garaje trataban de apagar el fuego con un extintor.
—Este coche es mío —dijo Steve, acercándose a ellos—. ¿Qué sucede?
—¡Yo que sé! —exclamó uno de los individuos, cubierto de grasa—. Lo han traído aquí. Estábamos llevándolo al elevador, cuando empezó a echar humo y le enchufamos el extintor.
Se oyó en aquel momento un traqueteo estridente que provenía de la parte inferior del vehículo. Uno de los mozos acercó una pequeña plataforma de deslizamiento sobre la que se tendió el individuo grasiento y, tras agarrar una bombilla, protegida por enrejado de alambre, desapareció bajo el coche. Su voz llegó hasta los demás algo apagada.
—Aquí no hay fuego ninguno —dijo y, tras una pausa, añadió—. Pero…, pero ¿esto qué es? —Deslizóse hacia afuera, se rascó la cabeza, alcanzó unas herramientas y volvió a desaparecer. Al momento se oyó una exclamación. Parecía como si se hubiese quemado o herido. Reapareció de debajo del coche portando, en unas pinzas, un objeto irregular que despedía humo.
—¡Qué diablos! —exclamó—. Era esto. —Tiró el objeto a un cubo lleno de agua que estaba a pocos pasos y de él surgió un siseo y una columna de vapor. Waldron quiso decir algo, pero tenía la garganta seca.
—Ahora comprendo —dijo finalmente—. Es… es una broma que me han gastado unos amigos, pa… para asustarme. No es nada. Me quedaré con ese objeto para devolvérselo.
Repartió propinas para quitar importancia al hecho. El objeto, fuera del agua, retenía aún bastante calor para secarse inmediatamente. Era una masa de hilos de cobre soldados los unos a los otros. Las soldaduras se habían fundido por efecto del calor desarrollado y su elemento se había esparcido por todo el objeto, deformándolo de manera que era imposible adivinar siquiera su forma original. Waldron lo deslizó en uno de sus bolsillos y regresó al hotel intensamente preocupado.
Las cosas en el vestíbulo del Mayfair habían cambiado. La gente comentaba algo reunida en grupos de pocas personas. Cerca del mostrador de recepción varios huéspedes escuchaban un pequeño receptor portátil. Alguien subió el volumen de la radio para que todos pudieran escuchar la voz del anunciante, que en aquel momento decía:
… y la ciudad entera parece hallarse aislada del resto del mundo. Mirando desde la terraza del edificio del Empire State no se ve brillar luz alguna en la vecina ciudad. No se puede comunicar telefónica ni telegráficamente con ella. Acaba de llegar de allí un tren subterráneo cargado de cadáveres; aparentemente salió de Newark con su carga siniestra en tal estado. Coches de patrulla de la policía de Nueva Jersey se dirigen al lugar siniestrado a toda velocidad e informarán por radio. No llegan coches de la ciudad afectada. Ha cesado el tránsito a lo largo del Skyway… En este momento nos llega la noticia de que un coche de la policía, en ruta a Newark, ha notificado que divisaba, carretera adelante, una masa informe de coches siniestrados. Tras esto dejó de transmitir y no contesta a las llamadas que se le hacen. Se están llevando a cabo intentos para entrar en contacto con la ciudad por medio de mensajes en onda corta, sin ningún resultado aparente hasta el momento… Otra noticia fresca, señores radioyentes: El aeropuerto de Newark no contesta a las llamadas que se le hacen… La compañía telefónica anuncia que todas las líneas de conexión con Newark dejaron de funcionar a la vez. No se ha podido localizar avería alguna en el circuito. Parece como si todas las personas que habitan en Newark se hubiesen puesto de acuerdo para no contestar o se hubiesen muerto todos a una…
Por entre los congregados se esparció un murmullo de horror. Waldron se metió en una de las cabinas telefónicas e introdujo moneda tras moneda en la ranura del aparato, en esfuerzo inútil de obtener una comunicación. Quería hablar con alguna persona revestida de autoridad para poner en su conocimiento que acababa de llegar de Newark y podía suministrar alguna información sobre lo que ocurría allí. Pero todos los habitantes de Nueva York que tenían familia en Newark, estaban comunicando desesperadamente con las autoridades inquiriendo lo que sucedía.
Salió de la cabina y volvió al lado de Lucy.
—Reserva una habitación —dijo a la muchacha—. Di que resides en Newark y que no te atreves a volver allá por lo que ha sucedido. No te muevas de aquí. Voy a ver si logro ponerme en contacto con alguien personalmente, ya que no lo puedo hacer por teléfono. ¿Te parece bien?
Lucy tragó saliva y asintió con la cabeza.
—Es… esta tarde —dijo insegura—, es… estaba preocupada tan sólo por mi padre. Ahora, con esto y con lo de Fran… estoy como aturdida.
—No me extraña —convino Steve—. Pero hay una cosa sobre la cual no debes atolondrarte: No cabe duda de que Fran evitó que nos quedáramos en Newark y corriéramos la suerte de todos los demás. Lo hizo por ti y, en cierto modo, confío en él. Sin embargo, por otro lado, sabía lo que iba a suceder y no trató de impedirlo, por lo tanto también desconfío de él. Si apareciera por aquí y quisiera verte, no le recibas sino en lugar donde haya mucha gente. Sé precavida hasta que las cosas estén algo más aclaradas. Y no salgas del hotel bajo ningún concepto.
—Bi… bien —repuso la muchacha.
Waldron quiso decir algo agradable para tranquilizarla, pero no se le ocurrió nada. Abandonó el hotel y alquiló un taxi. La radio del coche decía:
… Recibimos continuas sugerencias sobre la posible razón del fantasmagórico silencio de la vecina ciudad. Estas incluyen la probabilidad de una invasión provinente del espacio, como el famoso bulo de la Guerra de los Mundos, de hace treinta años; sabotaje en gran escala por elementos subversivos; la explosión de un arma secreta atómica, llevada a cabo por espías enemigos de la Nación; el desencadenamiento de una desconocida y terrible epidemia… Conjeturas. Pero la verdad es que Newark parece una necrópolis. De todos sus arrabales llegan noticias del desastre que parece haber sumido a la ciudad en un letargo atroz que lleva a…
El taxista miró asustado a Waldron por encima del hombro.
—Cosa rara —dijo—. No me gusta nada. ¡Está tan cerca!
—Sí —fue todo el comentario de Waldron.
—¿Qué… qué córcholis puede ser? ¿Cree usted que nos atacará a nosotros, aquí, a esta distancia? ¿Será la peste ésa?
—No —repuso Steve secamente—. No es ninguna epidemia. Sea lo que fuere, no llegará a Nueva York. Yo estaba en Newark cuando empezó a desencadenarse.
El conductor dio un brinco en su asiento y miró a Waldron de hito en hito. Una barahúnda de bocinazos le recordó el peligro de conducir distraídamente en pleno tránsito y giró la cabeza, justo a tiempo para evitar un encontronazo, al tiempo que murmuraba:
—¡Atiza! No estará usted contagiado, ¿verdad?
—¡No, hombre, no! —espetó Waldron molesto—. Le he dado una dirección. Tengo que ver al alcalde cuanto antes para contarle lo que vi. Así podrán buscar los medios adecuados para combatir el mal. ¡Dese prisa!
El taxista se dio cuenta entonces de su importancia. Apretó el acelerador y dejó tras de sí un rastro de bocinazos, injurias, frenazos, sustos e insultos que se perdieron en los revoltijos de la circulación. Finalmente se detuvo ante la Gracie Mansion, residencia oficial del alcalde de Nueva York.
—Espere —ordenó Steve—. Quizá tengamos que informar a otras personas en otros lugares.
Ante la puerta, de guardia, había un policía. Waldron le abordó diciendo únicamente que traía noticias del jaleo de Newark. Las cosas habían sucedido con tal rapidez, que el agente de servicio desconocía que hubiese habido jaleo en Newark. Pero el aspecto de Waldron era normal, por lo que le dejó pasar.
En el interior de la mansión, un secretario pulido y atento dijo amablemente que el señor alcalde, en aquellos momentos, presidía una reunión. Sí. El señor alcalde enviaría a buscar al señor… señor… ¿qué nombre había dicho llamarse? ¡Ah, sí! Al señor Waldron, tan pronto como pudiera atenderle. Sí, enviaría un coche y una escolta motorizada para que trajeran al señor Waldron y éste no tuviera que molestarse en venir. Pero ahora… el señor alcalde presidía una reunión que…
El secretario tampoco había oído las últimas noticias dadas por la radio. La rutina de su trabajo se había visto interrumpida por un desconocido, cosa que le disgustaba, pero no podía dejar de ser cortés.
Waldron salió a la calle de muy mal humor, fue hasta el taxi y se sentó en el interior…
—Creen que estoy loco —dijo.
En aquel momento apareció por la acera un hombre que corría hacia la mansión del alcalde. Murmuraba algo que se hizo inteligible a medida que se acercaba. Decía: «¡He de ver al alcalde!» Sus ojos, brillantes y saltones, tenían una mirada intensa. Detúvose ante el policía de la puerta.
—He de ver al alcalde —dijo atropelladamente—. Es sobre lo que pasa en Newark. Yo soy el responsable de lo que allí sucede. Envié a unos espíritus para que adormecieran a todos los habitantes y, ahora, no quieren volverles a despertar. Ya no me obedecen… ¡Quiero que vaya la policía a detener a esos espíritus insurrectos! ¡He de ver al alcalde, tengo que ver al alcalde!
El taxi que ocupaba Waldron se alejó del lugar mientras el policía miraba resignadamente al pobre iluso. La ironía se mezcló al mal humor de Steve. El secretario le había tomado por un lunático. Este tipo de ser suele acosar al elemento oficial de una gran ciudad siempre que sucede algo fuera de lo común. Si el amanuense del alcalde hubiese sabido de la tragedia de Newark, le hubiera tomado por el primero de la riada de maniáticos a cuyas fantasías tendría que poner coto. Waldron decidió llevar su información a otros lugares, de donde podrían salir órdenes concisas. Mas, si bien había precedido al pánico camino de Gracie Mansion, éste le antecedía ahora por todas partes. Habían aparecido los periódicos vespertinos con grandes y escandalosos titulares a toda plana. Anunciaban unos: «UNA EPIDEMIA DESCONOCIDA ACABA CON NEWARK». Otros preguntaban, «¿NEWARK OCUPADA POR LOS ROJOS?» Y aun otros aumentaban la confusión pública con: «PLATILLOS VOLANTES ARRASAN NEWARK»
El sentido común y la inteligencia parecían haberse evadido de las mentes de la gente. Las calles se llenaron de personas que se preguntaban, las unas a las otras, lo que sucedía. Hombres y mujeres se apiñaban ante aparatos de televisión para enterarse de las últimas noticias. Los boletines de primera hora se repetían hasta la saciedad por el mero hecho de no haber otros. Newark estaba incomunicada.
Existía un detalle, no obstante, que no había sido mencionado todavía. Nadie hablaba de la neblina que había surgido y esparcido desde el centro de la ciudad, poco después de la catástrofe. No se había sugerido que la urbe fuese pasto de las llamas, cosa que —a distancia— parecía lógica predecir. Nadie decía que el fenómeno —cual fuere— había partido de un punto determinado e ido, en sesión progresiva, extendiéndose por todo el ámbito de la población. El desastre empezó en algún lugar detrás del coche en que viajaban Lucy y Waldron; les alcanzó y sobrepasó sin afectarles. Esto no era ningún punto focal del problema, pero indicaba que ni la prensa ni la radio poseían noticias directas, y que ninguna de sus fuentes de información provenían de Newark antes, en o después del momento de producirse el infausto suceso. Prueba de que nadie lograba entrar en Newark, y volver de allí, era el hecho de que se omitieran referencias a la neblina grisácea que envolvía a la ciudad.
En la calle, ahora, había de todo. Gente asustada, escéptica, maniáticos que querían ver sus nombres en la prensa, y vividores que a río revuelto, querían convertirse en pescadores, elementos de todas clases plagaban los lugares de posible información y malograban la libertad de acción de las personas autorizadas a tomar cartas en el asunto. El pánico iba en aumento y los seudo informantes, como el de la residencia del alcalde, eran detenidos o ignorados. Y a esto debió Waldron su libertad de movimientos. Cuando no le echaban con cajas destempladas, nadie quería escucharle.
Pasaron dos horas antes de que Steve recordara que conocía a alguien en Nueva York lo suficientemente poco importante para carecer de secretarios, guardaespaldas y criados. Pero podría ser lo bastante importante, por contra, para usar sensatamente la información que él, Waldron, podía darle. Llamó al hotel y preguntó por Lucy. Se hallaba bien. Le dijo adónde iba y se dirigió hacia el edificio del Mensajero. Pasó recado a Nick Bannerman, periodista gráfico del diario en cuestión. Nick le recibió en seguida.
—¡Magnífico! —exclamó con amplia sonrisa al verle—. Tú vives en Newark. Te haré una buena fotografía para ilustrar el artículo que nos vas a proporcionar. Dinos algo sobre tus impresiones de lo que puede haber sucedido. Haremos patente la intensa emoción que te embarga, la angustia que te consume por los que quedaron allí. —Interrumpió su perorata para decir a continuación—: ¡Oye! ¡Pero si tú eres un biólogo! Danos cosa más científica, por ejemplo, tus conceptos sobre la clase de arma que, sin ruido, pueda haber aniquilado la ciudad. Al no haber habido explosión alguna, hemos de descartar cualquier tesis atómica y…
—Nada de sensacionalismos equívocos —atajóle Waldron—. Estaba en Newark cuando empezó el desastre. Salí de allí con otra persona. Somos los únicos seres que logramos hacerlo.
Nick le miró asombrado.
—¡No me digas! —exclamó—. Pero si ahora estamos aprestando una expedición que va para allá, dotada de equipos antigás, antihactéricos y anti lo que quieras.
—Todos estos preparativos son inútiles —aseveró Waldron.
Recordaba el críptico objeto que, todavía caliente, se hallaba en su bolsillo. No le cabía la menor duda de que, tanto él como Lucy, debían su salvación a la extraña cosa que el mecánico había extraído de debajo de su coche. Fran tomó el coche, no para buscar al padre de la muchacha sino con intención de instalar el raro objeto que les tenía que servir de aislador en caso de que el peligro les alcanzara y su previsión se había visto compensada. Waldron comprendió súbitamente que, en la relación de lo sucedido, no podía mencionar a Fran. Este le había salvado a él, claro está, para que protegiera a Lucy. Si se sabía la verdad, Fran pagaría las consecuencias; dijo que lo matarían…
Nick Bannerman exclamó súbitamente.
—¡Pero, estúpido de mí!… ¡Si tú eres el único testigo presencial!
A los pocos minutos Waldron se vio rodeado de fotógrafos que enfocaban sus máquinas y de periodistas que le interrogaban acuciantemente. Contestó a casi todas las preguntas, pero no mencionó a Fran. Dijo que él y una chica —no dio el nombre de Lucy— venían en coche para Nueva York cuando la ciudad empezó a sufrir los primeros efectos de lo que la había llevado a su total enmudecimiento. Describió lo que tuvo lugar y aseguró que ignoraba la razón de su inmunidad y de la de su compañera.
El relato no fue convincente. Se publicaría, pero no tenía trazas de ser verídico. Quedaba demasiado suelto, desmantelado, como si fuera una trama urdida por alguien que buscara publicidad personal.
Nick llevó a Waldron aparte.
—Steve —dijo mirándole fijamente—, ¿qué hay de verdad en todo lo que has dicho? ¿Qué es lo que no quieres que se sepa? ¡Voto a bríos que es una historia rara la que has contado! No eres un charlatán, Steve… ¿A qué viene, pues, esta velada reticencia tuya?
—Me ayudaron a escapar de la ciudad —tuvo que reconocer Waldron—. Y no puedo traicionar una confidencia o un favor de esa clase. Espero que alguien, con verdadera autoridad, se interese por lo que tengo que decir y entonces podré explicar lo que no debe llegar a oídos del público.
—¿Entonces… lo que ocurre no es accidental? —inquirió Nick muy serio—. Es obra premeditada de hombres. ¿Son, acaso, rojos?
—No lo sé —admitió Steve—. Son hombres, sí. Pero dudo que sean rojos. Ignoro el fin que les guía. Lo único que es verdaderamente cierto es que no se puede entrar en esa área y volver a salir con la sola protección de máscaras antigás. Puedo asegurarte que lo que ha afectado a la población no es ninguna clase de gas.
Nick consideró un momento las palabras de su amigo, antes de decir:
—Podríamos intentar tomar algunas fotografías del lugar, desde un aeroplano.
—Tampoco creo que un avión sobrevuele Newark y vuelva. Sin embargo ya no doy nada por sentado. Creí que mi información sería útil para tratar de contrarrestar el mal, pero tus compañeros me han tomado por loco o fantasioso. No les culpo, cualquiera haría lo mismo, pues me veo en la precisión de omitir detalles de la mayor importancia.
—Yo no creo que estés loco, ni que fantasees… ¿Por qué no me confías a mí esos detalles de tanta importancia?
Waldron vaciló.
—No creo que deba hacerlo —dijo finalmente indeciso.
—Has estado a un tris de decírmelo —murmuró Nick con sutileza—. Luego no cabe duda de que tu información es seria. ¿Estás seguro, Steve, de que los equipos antibactericidas serán inútiles?
—Lo sucedido en Newark no tiene nada que ver con ninguna clase de bacterias —repuso Waldron con sequedad—. La causa, cual sea, avanza en una sucesión de ondas que se despliegan desde un centro de emanación.
—Debí decirles a los muchachos que eres un licenciado en biología —apuntó Nick irritado consigo mismo—. Te hubieran interrogado, de otro modo la entrevista hubiera tomado otro derrotero más real. Ahora es demasiado tarde. —Y añadió—. ¡Parece cosa de brujas! Pero dime. Si lo que afecta a Newark no es debido a germen alguno, ¿acaso no podría estar la ciudad bajo los efectos de algún gas?
—Yo no llevaba máscara —retomó Waldron lacónicamente. Encogió los hombros y murmuró—: Quizá sepa algo más mañana por la mañana.
Salió a la calle desilusionado e incómodo. No había logrado gran cosa. Volvió al taxi y se arrellanó en el asiento trasero. «¡Biólogo!», exclamó para sí. De pronto recordó un nombre. Se adelantó en su asiento y dio una dirección al chofer, que estaba pendiente de las noticias que llegaban a través de su radiorreceptor.
Waldron no era solamente un testigo presencial; era, además, un experimentado biólogo. Si lograra dar con el hombre que supiera interpretar su relato y al mismo tiempo descifrar el posible enigma del objeto metálico hallado bajo su coche…
Waldron consideraba que este hombre era el Profesor Jamison, la primera autoridad científica americana en anestesia eléctrica, cuya dirección había dado al taxista. Aunque no era, todavía, cosa práctica, se había logrado anestesiar parcialmente un área limitada. No obstante, estas pruebas eran peligrosas por estar los trabajos aún en su fase experimental. No se había podido deshilvanar totalmente la teoría que llevaba al fenómeno y los resultados del experimento eran, hasta la fecha, algo erráticos… Pero, ahora, un objeto colocado bajo un coche había evitado que sus ocupantes se petrificaran al igual que todos los seres que habían estado en el espacio que atravesara el vehículo, para, finalmente, quemarse y destruirse antes de que pudiera ser examinado. Era posible que hubiera algún débil lazo de conexión entre el objeto y determinados campos de inducción eléctrica. Era preciso indagar y verificar la existencia de esa posibilidad.
Waldron daría al Profesor Jamison un minucioso detalle de cuanto había visto, puesto que quería saber si era factible aplicar una anestesia eléctrica en gran escala —como por ejemplo, a una ciudad entera— cuyos efectos se extendieran en ondas progresivas que avanzaran, partiendo de un grupo generador, hasta abarcar una extensión dada, cuando dicho generador electrónico aumentara su volumen hasta un voltaje determinado. Si esto fuera posible, probablemente se podrían contrarrestar sus efectos con algo de propiedades similares al objeto extraído de su coche y, de ser así, se podría entrar en la ciudad, sin temor, para destrozar el generador causante de la anestesia.
Mientras el taxi de Waldron avanzaba hacia la dirección indicada por éste, sobre Newark, a gran altura, volaba un avión que iba sembrando el cielo de bengalas. Con esto se pretendía iluminar toda el área afectada para poderla fotografiar desde el aire. De haberse revelado las placas impresas, sólo se hubiera visto una masa de neblina grisácea que cubría la urbe hasta la altura de los tejados. Las calles del extrarradio, no obstante, se hallaban exentas de niebla. Mas estas fotografías, inconclusas si se tomaron, jamás fueron vistas, pues el avión descendió para lograr una toma mejor y cesó de comunicar con la base, donde las pantallas de radar indicaban que el aparato descendía en vuelo picado hacia la ciudad. Esta noticia no se dio por radio. Los programas de las emisoras habían sido alterados y todas estaban pendientes del desarrollo de los acontecimientos.
Las estaciones locales transmitían lo mismo: No había ulteriores noticias. Nadie había logrado penetrar en la ciudad. A estos avisos poco alentadores seguía un rato de música variada para, luego, repetir lo que acababan de decir. Pero ahora se interrumpió la música para dar paso a la excitada voz del locutor, que dijo:
… Tenemos aviso de que las ambulancias que salieron para Newark debían haber vuelto ya y no lo han hecho. Todos los coches de patrulla de la policía que tratan de investigar las causas del desastre, avanzan hacia la población y cesan de comunicar sin que se sepa la razón de ello. Aficionados poseedores de receptores-transmisores de onda corta, indican que los aparatos de Newark, con los cuales estaban en comunicación, dejaron de funcionar sin previo aviso, si bien siguen en la frecuencia de onda que estaban usando… Damos a continuación un resumen de las noticias desde que…
El resumen era idéntico al dado anteriormente. Waldron despidió al taxi antes de entrar en el edificio de viviendas en que habitaba el Profesor Jamison. Conocía bien al Profesor. Repetidas veces había consultado con él cuando trabajaba en el laboratorio bajo la tutela del Profesor Hamlin, de reconocida fama antibiótico. Entró en el ascensor, subió hasta el rellano en que se hallaba el piso del Profesor, pulsó el timbre de la puerta y esperó. Esta no tardó en abrirse y, en el dintel, apareció un hombre más joven que el Profesor. La primera impresión de Waldron fue de sorpresa, pues la persona que abría la puerta se parecía extraordinariamente a Fran Dutt. Su fisonomía no era exactamente la misma, pero su porte y su aire recordaban al ayudante del padre de Lucy. Ayudaba a esta confusión, quizás, el hecho de que también vistiera una bata de laboratorio parecida a la que solía usar Fran. De la vivienda provenía un olor —indefinido— no del todo desagradable. Mas, a pesar de que el aroma resultaba familiar para Steve, no era el adecuado a una residencia particular. Waldron recordó entonces que el Profesor Jamison era soltero y había montado un pequeño laboratorio en su casa, donde realizaba ciertos experimentos relacionados con su trabajo. En unas jaulas a propósito guardaba ratoncillos blancos de esa raza genéticamente pura, tan útil a los biólogos.
—Quisiera ver al Profesor Jamison —dijo atropelladamente—. Acabo de llegar de Newark. Escapé al desastre y es preciso que le cuente lo que vi allí. Hemos de intentar contrarrestar la causa que sume a la ciudad en su letargo de muerte. Me llamo Waldron.
El joven de la bata mantuvo la puerta abierta mientras miraba a Waldron con vivo interés, y éste transponía la entrada.
—El Profesor no tardará en llegar —dijo—. ¿Qué sucede en Newark? Tenía sintonizado un programa musical cuando, de pronto, la radio empezó a balbucear tonterías.
Cerró la puerta y se dirigió a una habitación en cuyas paredes se veía un sinnúmero de jaulas. Steve le siguió. En la estancia y sobre una mesa se hallaba un aparato electrónico, parcialmente montado, que parecía ser un modelo experimental para producir anestesia eléctrica.
El joven de la bata sonrió cordialmente a Waldron. Su sonrisa recordaba la de Fran. Era el clásico talento de laboratorio, el joven prometedor que trabaja en íntima colaboración con el maestro. Fran Dutt también tenía ese aspecto. La semejanza de aquél con éste, más que parentesco, era de tipo. Tenían idénticas características raciales. Uno de ellos, solo, pasaría desapercibido en una aglomeración, pero los dos juntos destacarían ostensiblemente.
—Conozco a un individuo que se parece mucho a usted —dijo Waldron, a modo de conversación—. Me pregunto si…
—No, no lo conozco —contestó rápido su interlocutor—. Este suceso de Newark empieza a preocuparme. Durante las últimas tres horas…
Se había dirigido casualmente a la mesa del laboratorio y ahora abrió uno de los cajones… Su acción no podía haber sido más normal pero fue ejecutada a destiempo. Introdujo la mano en el cajón con demasiada precipitación. Tuvo que estirar el brazo hasta alcanzar el fondo y, al hacerlo, miró sutilmente a Waldron por encima del hombro. La sorpresa de Steve se trocó en sobresalto. Este individuo le recordaba a Fran y la reminiscencia resultaba poco tranquilizadora. Waldron había tenido que soportar una dura prueba al tener que conducir, desde Newark, por un camino sembrado de accidentes y desastres, en agonizante carrera con la muerte que le rodeaba por doquier. Ya en Nueva York, no lograba que le escuchase nadie y cuando al fin se puso en contacto con los periodistas, éstos le tomaban por un lunático sensacionalista más. Había ido a visitar al Profesor Jamison con el secreto temor de que éste hiciera otro tanto. Todos estos factores pesaban sobre el ánimo de Steve y su sistema nervioso, hasta el extremo de crear en él una casi paranoica reacción de suspicacia.
El de la bata halló lo que, evidentemente, buscaba en las entrañas del cajón. Retiró el brazo y giró bruscamente. En su mano apareció un objeto que se asemejaba a un arma.
—Me pregunto… —inició.
Pero no pudo continuar porque el puño crispado de Waldron se incrustaba en su barbilla. El puñetazo fue una reacción inconsciente provocada por la actitud felina del atacado. No obstante, Steve estaba aterrado por lo que acababa de hacer. No comprendía cómo se había atrevido a pegar a aquel hombre. El individuo se tambaleó y cayó sin sentido. La cosa que sostuviera se escapó de entre sus dedos y también fue a parar al suelo.
Del objeto caído se desprendió un humo azul pálido y empezó a calentarse hasta cobrar una incandescencia opaca. De pronto, se refundió y perdió su forma para quedar reducido a una masa inerte de alambres cobrizos, que habían estado unidos a lo que parecía metal por algún elemento soldador. La soldadura se derritió por efecto del calor desprendido durante la incandescencia. Ya no era posible discernir la forma original del objeto y del suelo encerado se desprendía un olor a madera socarrada.
En la habitación reinaba el más absoluto silencio. Waldron contempló los restos fundidos de lo que creyó fuera un arma y recordó que el objeto que substrajeran de la parte inferior de su coche, había tenido el mismo fin que éste. En ambos casos, las mismas cosas se habían destruido a sí mismas. Todo parecía seguir relacionándose con Fran.
El silencio de la estancia permanecía ininterrumpido. No funcionaba la radio, por tanto el de la bata no había estado escuchando noticiario alguno. Había algo más en el ambiente general de la habitación que no encajaba con la realidad del momento. La quietud era demasiado contundente. Y de no haber sido porque Steve era, por preparación, un biólogo no hubiera notado la razón de ello. Por el aposento se extendía un tenue olor almizclado, característico de los ratoncillos de laboratorio, pero éstos estaban anormalmente quietos, no se dejaba oír el ruido de sus correrías por las jaulas. Waldron se acercó a ellas. Los animalitos estaban rígidos, catalépticos. Inspeccionó las jaulas una por una. Todas contenían mamíferos patológicamente inmóviles. Abrió uno de los encierros y sacó uno de los roedores. Su carne estaba dura como la roca. Ningún estado cataléptico conocido podía producir semejante rigor. Revisó cada animal. Todos estaban en el mismo estado.
Si bien su tacto no indicaba vestigios de vida, no parecían estar muertos. Representaban estar sumidos en insólito sueño hipnótico del cual sólo había que despertarlos para que volviesen a su estado normal.
Waldron rasgó unas toallas y ató concienzudamente de brazos y piernas al hombre que había dejado sin sentido. Tras esto, llamó por teléfono a la oficina del Mensajero y pregunto por Nick.
—Se ha suspendido la expedición —dijo éste en cuanto reconoció la voz de Steve—. Un hospital envió una plantilla sanitaria y ninguno de sus componentes ha vuelto, así como tampoco una brigada antigás que, pertrechada, tomó el mismo camino. ¡No ha vuelto siquiera uno!
—Envía a alguien aquí en seguida —urgió Waldron—. Podrás obtener unas buenas fotografías y algunos datos que pueden ser de la mayor importancia. ¡Apunta la dirección y date prisa!
Nick anotó el lugar que Steve le comunicaba por teléfono.
—¡Oye! —exclamó cuando lo hubo hecho—, alguien ha llamado aquí preguntando por ti. Una señorita que dijo llamarse Lucy Blair. Al enterarse de que no estabas, inquirió por mí y me dijo: «Fran ha venido». ¿Qué significa eso? ¿Cómo sabe que te conozco? Se hospeda en el hotel Mayfair. ¿Paras tú ahí, también?
—Sí —espetó Waldron—. Recoge a unos cuantos policías y tráelos para detener a un imbécil que he dejado sin sentido. Sabe todo cuanto se refiere a Newark. Encontrarás también unos cuantos ratoncillos que se hallan en el mismo estado que la gente de esa ciudad. El artefacto usado para reducirles a dicho estado está en el suelo, derretido, imposible de reconocer. ¡Apresúrate, Nick! ¡Haz que encierren a este tipo en una buena celda y no le dejen salir! ¡Yo tengo mucho que hacer y me marcho de aquí!
Recogió cinco roedores y salió de la vivienda del Profesor. Le pareció que el ascensor tardaba un siglo en llegar a la planta baja. Ya en la calle, tardó en encontrar un taxi. Cuando, finalmente, logró parar uno, comunicó al conductor su prisa por llegar al hotel Mayfair.
Si hubiese estado menos preocupado por la suerte de Lucy, hubiera podido pensar en sí mismo. Su desconfianza hacia Fran estaba más acentuada que antes. Un individuo de las mismas características raciales de éste había intentado atacarle con un arma que producía rigidez cataléptica. Hasta ahora, empero, las únicas víctimas en Nueva York habían sido los inocentes ratoncillos. Steve tenía la triste convicción de que el Profesor Jamison había corrido la misma suerte que el padre de Lucy. Su ansiedad aumentó al recordar el mensaje dejado en la redacción del periódico. Si Fran rondaba alrededor de Lucy, algo era de temer.
Atravesó precipitadamente la puerta giratoria del hotel y vio a la muchacha sentada en un sofá del extremo del vestíbulo, departiendo con Fran Dutt, sin que sus ojos se apartaran de la puerta de entrada. Una expresión de alivio cruzó su cara cuando reconoció al recién llegado. El aspecto de Fran era preocupado y lastimero. Steve se acercó a la pareja. Saludó y se sentó ante ellos.
—¿Cómo van los acontecimientos, Fran? —preguntó fríamente—. Tenías razón —continuó—. Había que sacar a Lucy de Newark porque lo que sucedió fue realmente espantoso. ¿Qué va a suceder ahora?
—Fran me insta a que vaya a algún lugar del Oeste —terció Lucy—. Me… me ha ofrecido dinero para el viaje de los dos, tuyo y mío.
—¡Qué generoso! —exclamó Waldron y dirigiéndose a Fran Dutt, añadió—: ¿Es que tú y los tuyos pensáis paralizar también la ciudad de Nueva York?
—¿Los míos? —inquirió Fran con voz esforzada—. ¿Por qué dices eso Steve? Creo haber demostrado que no deseo le pase nada malo a Lucy… Ni a ti. No me compares con…
—¡Claro que te comparo! —estalló Waldron—. ¿Acaso no eres uno de los causantes del desastre de Newark?
—¡Me estás ofendiendo! —exclamó Fran sin convicción.
—¡No seas estúpido! —retomó Steve—. Apuesto lo que quieras a que vas armado de una, llamémosla, pistola, puesto que lo parece, pero no dispara balas. Si la dejas caer al suelo se recalienta y queda convertida en una masa de alambres inservibles. Es muy parecida al objeto que colocaste bajo mi coche.
La palidez de Fran se acentuó.
—¿De dónde has sacado tú la noción de semejantes pistolas?
—Tuve una discusión con un tipo que poseía una y salió perdiendo. En vez de hacer blanco en mi persona, dio a unos ratoncillos cuyos cuerpos rígidos son duros como el acero. Igual que lo sucedido con la gente en Newark. Personas de tu calaña han usado armas que causan ese mismo efecto en aquella ciudad y la han reducido a la condición en que se halla. —Bajando la voz, Waldron añadió—: Ves que una de mis manos está en un bolsillo. ¡No se te ocurra hacer ninguna tontería!
La actitud de Fran Dutt fue de vacilante indecisión. Finalmente, miró a Lucy y dijo:
—¡Bien! Admitiré, ante vosotros, que voy armado de una tal arma. —Había una nota de desespero en su voz—. ¡Y si me veo precisado a usarla, lo haré! Pero os saqué de Newark, ¿no es cierto? Quiero seguir velando por tu seguridad, Lucy. Mas si tú, Steve, te levantas contra mí, no podré hacerlo. Mi vida está en vuestras manos pero, aun así, soy la única persona que puede ayudar a Lucy y a su padre.
—¿Estás poniendo precio a tu traición a los tuyos? —preguntó fríamente Waldron.
—¡Nada de eso! —exclamó Fran, pasando del rubor a la palidez—. Por Lucy haré cuanto esté a mi alcance hacer. La quiero y ella lo sabe. Me estoy jugando la vida —¡más que la vida!— por vosotros. No puedes llegar a comprender siquiera cuánto me arriesgo. ¡Pero sería un traidor a mis lares patrios si no hiciera otra cosa que ayudar a Lucy! Lo que he hecho por ti ha sido accidental. Precisaba de alguien que la acompañase. Te escogí a ti porque eras mi amigo, pero…
—Tus lares patrios, dices. ¿Están acaso en Rusia? —ladró, más que preguntó Waldron.
—¿Esa gentuza? ¡No! —exclamó—. Pero por más que te explicase, no lo entenderías. No querrías creer que…
—Las suposiciones radiadas en los boletines de noticias mencionan una epidemia —interrumpióle Steve, con el ceño fruncido—, una bomba, estallada por elementos subversivos. Una invasión espacial por medio de platillos volantes. ¡Todas estas sugerencias están equivocadas! —Waldron escrutaba la cara de Fran mientras hablaba—. Uno de tus, llamémosles, compatriotas trabajó para el Profesor Jamison y éste ha desaparecido.
—¿Cómo lo sabes?… Es inútil. Estás perdiendo el tiempo, Steve.
—Williams, Holt —continuó Waldron inalterable—. El padre de Lucy. Y, ahora, Jamison. Los tres primeros estaban trabajando sobre la teoría de Straussman, que comprende la coetánea existencia de dos objetos en un mismo ámbito. Es posible que los experimentos de Jamison, sobre la anestesia eléctrica, estén íntimamente ligados a ese proceso… Tu compatriota, a quien va a detener la policía, y tú, Fran, sois espías de vuestros compatriotas-saboteadores guerrilleros avanzados que sabéis que lo que ha sucedido en Newark es una especie de Pearl Harbour. Mi país se halla en guerra declarada hipócritamente por una nación de la cual nadie ha oído hablar.
Fran introdujo su mano derecha en uno de sus bolsillos. Waldron tensó su brazo, preparándose para lo peor. Al oír las palabras de Steve, la cara de Fran Dutt había ido palideciendo hasta cobrar un aspecto de cera.
—Tratas de lograr que Lucy me odie, ¿verdad? —dijo con infinita amargura en su voz—. ¡Pues bien! ¡Es cierto! ¡Soy un espía, y mi país ya ha invadido el tuyo! Pero comunica esto a tus compatriotas y te tendrán por loco.
—Ya me ha sucedido y, por lo tanto, no me vendrá de nuevo —repuso Waldron sarcástico.
El desespero de Fran iba en aumento.
—¡Estoy harto y asqueado de todo este asunto! —exclamó—. ¡Somos muchos los que estamos en desacuerdo con nuestros dirigentes y condenamos esta invasión ordenada por ellos! Los que los detestamos somos legión. Quisiéramos derrocarlos y acabar con su maquiavélico gobierno, pero nada podemos hacer puesto que monopolizan todos los recursos del poder. No se puede llegar fácilmente a mi país. Es invulnerable ya que, a este lado de él, se desconoce su existencia. Me obligaron a venir aquí como espía y no me cupo otro remedio que obedecer. Si fracaso en mi cometido, mis padres, hermanos y hermanas, sufrirán las consecuencias.
—Mucho estás hablando, Fran —interpuso Waldron—. Y cuanto dices es verdad. No pudiste evitar un sobresalto, cuando mencioné a Straussman, que también ha desaparecido. Si tú y los tuyos, esa legión de que hablas, odiáis a aquellos de vosotros que deciden vuestros destinos, les has llamado dirigentes, ¿por qué no planeáis una revuelta que los eche del poder que ahora disfrutan?… A este lado del mundo… —Waldron compuso la frase deliberadamente de este modo y vio que Fran daba un respingo—. Se ha ido a la guerra más de una vez, para evitar una revolución interna de tal o cual país. ¿Acaso sucede lo mismo en el tuvo?
—Probablemente —repuso, consternado, Fran—. Pero…
En aquel momento, desde la calle y a través de la puerta giratoria, llegó hasta ellos la voz de un rapazuelo, vendedor de periódicos, que gritaba a pleno pulmón:
—¡Número extraordinario! ¡Testigo presencial de la catástrofe de Newark cuenta los horrores que vio en la ciudad! ¡Número extraordinarioooo!
Fran Dutt saltó en su asiento, con la cara desencajada.
—Ese soy yo —dijo Waldron tranquilamente—. No mencioné tu nombre en mis declaraciones. Excluyéndote, les dije la verdad y no quisieron creerme.
Llamó a un botones y lo envió a por un periódico.
—Quiero ver qué es lo que han publicado, si han transcrito mis declaraciones al pie de la letra…
El botones volvió entonces resoplando, por efecto de la carrera. Había comprado otro diario para sí. El número extraordinario había sido lanzado en un tiempo inverosímilmente corto. Waldron echó una ojeada al artículo que venía en primera página, y exclamó, furioso:
—¡Idiotas!… ¡Han convertido mis declaraciones en un relato folletinesco! ¡Escuchad!
«Steve Waldron, al terminar su relato dijo: ‘Esto es cuanto puedo adelantar por el momento. Les he demostrado que los autores del desmán cometido en Newark son hombres como nosotros. Ahora voy a descansar y luego me propongo presentarles batalla y desenmascararlos…’ El señor Waldron piensa instalar su cuartel general, desde donde emanarán las medidas especiales que piensa adoptar, en sus habitaciones del Hotel Mayfair».
Waldron interrumpió su lectura al oír el ruido inarticulado que provenía de la garganta de Fran Dutt. Levantó la vista del periódico y vio la cara de éste blanca como el papel.
—Llévate a Lucy de aquí cuanto antes —balbució Fran—. El periódico menciona este hotel y yo no soy el único agente que tienen en Nueva York. ¡Pronto estarán aquí!
Waldron abrió la boca para hablar pero cambió de parecer. Se levantó apresuradamente, cogió una mano de Lucy, y arrastró a la muchacha hacia la puerta de salida. Fran Dutt les siguió y desapareció calle abajo. Lucy y Steve subieron a un taxi que acababa de dejar su pasaje ante el hotel.
—¡En marcha, chofer! —ordenó Waldron—. Siga hacia adelante y no pare. ¡Tenemos prisa!
El taxi arrancó dando una sacudida. A media manzana de distancia había un cruce de calles, el semáforo, con disco rojo, retenía la circulación.
—¡No pare! ¡Siga! —gritó Waldron al taxista que aminoraba la marcha. Afortunadamente, en aquel momento, el indicador dio paso libre con su luz verde. El coche de alquiler atravesó el cruce como una flecha y siguió camino adelante como alma que llevara el diablo.
Tras ellos se dejó oír un tumulto de encontronazos y choques. El aire se llenó de gritos, pitidos de la policía de tránsito, ruido de cristales rotos, bocinazos y más topetazos. Waldron miró por la ventanilla trasera del taxi y dijo al conductor:
—Pise el acelerador, chofer, porque lo que ha atacado Newark ha llegado hasta nosotros.