CAPITULO IX
Waldron esperaba que Nueva York no cayera totalmente bajo el influjo paralizante. Rogó a Nick que parara el coche y escuchó atentamente. La quietud era aterradora. Jamás había habido tal silencio en la Isla de Manhattan, ni aun cuando se retiraron los hielos glaciales para ceder paso a la vegetación subártica.
—Hemos llegado tarde —dijo con su calma peculiar—. Demasiado tarde. Esto debió suceder cuando estábamos en el túnel. Tardaríamos demasiado en construir los generadores que harían falta para equipar una buena partida de hombres. Además, tendríamos que convencerlos de la realidad y armarlos. No tenemos tiempo. Los invasores están al llegar y darían con nosotros.
—¿Qué vamos a hacer, pues? —inquirió Nick, inseguro—. Son más hábiles de lo que creíamos. No tardarán en cogernos. Lo mejor será hacerles cara con las armas que tenemos y…
—Quisiera hacer más que esto —interrumpió Steve pensativo—. Si ocupan Nueva York, tomarán Brooklyn, Queens y el Bronx… ¿Cómo diablos lograrán esparcir esta parálisis?… Deben de hacerlo por medio de electricidad… Una especie de magnetización. Una dosis de corriente directa hace desaparecer un cuerpo petrificado, y una alta frecuencia lo vuelve a su estado normal. Acaso…
Teniendo en cuenta que se hallaban parados en una ciudad recién afectada por el desastre, las cábalas de Waldron no eran como para tranquilizar a Nick. Especialmente cuando estaban a punto de llegar las fuerzas causantes del hecho.
—Tengo una idea —prosiguió Steve—. Creo que propalan su… me figuro que será un campo magnético, de alguna índole especial, que deben extender por medio de conductos alámbricos. Si esta fuerza fuera introducida en el circuito eléctrico de la ciudad, el tendido que suministra la luz la llevaría a todos los sectores de la población. Así es como deben contaminar las localidades que han de caer en su avidez.
—¡No especules, ni abandones la lucha, Steve! —Interpuso Lucy—. Piensa en toda esa pobre gente que se han llevado de este Mundo.
—No abandono nada —repuso Waldron con calma—. Me encuentro en un punto de mis fuerzas en que ya no puedo encolerizarme. He sobrepasado esa fase de mis emociones. Pienso que posiblemente usen las instalaciones eléctricas de la ciudad para establecer las condiciones apropiadas que paralicen a todos sus habitantes. Y estoy pensando también, que podríamos emplear los mismos medios para anular dichas condiciones y sus efectos. Hay una gran central eléctrica —continuó, dirigiéndose ahora a Nick—, al otro lado de East River. No hace mucho que han paralizado la ciudad. Si logramos llegar antes de que apaguen las calderas, creo que con una potencia de unos cien caballos vapor podríamos…
Nick no quiso oír más. Puso el coche en marcha y se dirigió al este. El pavoroso aspecto de la urbe les sobrecogió a su paso por ella. Las escenas que vieron demostraban lo abrupto y total que había sido el desastre. Pasaron ante grupos de personas, pobre y miserablemente vestidas, tumbadas por las calles y las aceras. Eran los que carecían de los recursos más esenciales, ¡cuánto más para agenciarse medios de transporte que les alejaran de la ciudad! Durante tres días, los neoyorquinos con medios —por ínfimos que éstos fuesen— habían estado abandonando la ciudad a un ritmo acelerado con todos los artefactos rodados posibles. En la población sólo quedaba una fracción insignificante de los vehículos que reflejaba su censo normal. Había también menos gente. Un ejército de refugiados emprendió la huída en todas direcciones, y el número de coches y personas que quedaban, cuando sobrevino el extraño fenómeno, era sólo una millonésima parte de lo que podía haber sido.
Nick condujo el automóvil por la calle del Canal y pronto atravesó el puente que cruzaba el East River. Bajo ellos, sobre las aguas, vieron pequeños remolcadores que se movían a la deriva, con sus tripulaciones agarrotadas por la parálisis. Seguirían yendo de acá para allá hasta que se apagaron sus calderas, embarrancaran en algún bajío o chocaran contra algún obstáculo que se interpusiera en su camino.
Hacia el este se discernían las chimeneas, que sobresalían de la gigantesca estructura de la central eléctrica.
—Todavía funcionan las calderas —dijo Waldron al ver el humo que salía del lugar—, pero no tardarán en cortar el suministro, lo cual, bajo su punto de vista, es lógico. Un accidente cualquiera podría dar lugar a un arco de alta frecuencia que despertase a la gente afectada y estropease sus planes. Al entrar en la central, Nick, no separes el dedo del gatillo.
Llegaron al final del puente donde una aglomeración de coches siniestrados bloqueaba parcialmente el camino. Sin embargo, se veía claramente por las señales dejadas en el suelo, que los vehículos accidentados habían sido apartados para dejar paso. Indicio evidente de que alguien con vida, y dueño de sus actos, rondaba por las cercanías. Los únicos seres que se podían mover, aparte de los tres fugitivos, eran los invasores.
Waldron miró a Nick y vio que el fotógrafo también había reparado en las señales. Siguieron adelante, torcieron a su izquierda y se internaron por calles en su mayoría desérticas. La población de Brooklyn, como la de Nueva York, había huido a regiones más seguras.
Steve cogió un fusil ametrallador y colgó alrededor de su cuello todas las cananas que pudo. Parecía un guadarnés ambulante.
Llegaron ante la central, de proporciones enormes, la cual estaba rodeada por una cerca metálica. Aquí no había silencio. Se oía un zumbido indefinible y continuo. Nick detuvo el coche y cogió, a su vez, un fusil ametrallador y las municiones que Lucy le entregaba desde el asiento posterior.
—No se ve a nadie —dijo—. Debe haber alguien al cuidado de las calderas. ¿O acaso son automáticas?
Lucy descendió del coche. Vestida con la armadura de los invasores parecía una moderna Amazona. A la altura del cinto y apoyada en la cadera, a la usanza de las fuerzas de choque, llevaba una metralleta.
Entraron los tres en el edificio. Atravesaron pasillos alumbrados, que despedían olores extravagantes, para desembocar en una sala llena de hileras de grandes tambores de hierro. También había gente en esta sala. Hombres. Pero estaban en el suelo, paralizados. Llegaron hasta la sala de generadores de donde provenía el zumbido que se extendía por todo el recinto. Las proporciones de esta pieza eran gigantescas al igual que la maquinaria que contenía. Los encargados de la vigilancia de las máquinas eran unas pocas figuras atiesadas que vieron diseminadas entre los descomunales generadores. Aun activos hubieran parecido demasiado insignificantes para controlar unos mecanismos tan colosales.
Waldron buscó las derivaciones de las barras conductoras de energía. Vio que estaban tendidas a través de la sala, para unirse en un cuadro de distribución de donde partía, hacia el exterior, una laberíntica colección de gruesos hilos de cobre. Steve parecía un enano al lado del inmenso cuadro.
—¡Nick! —llamó—. Alguien ha desconectado la red principal.
Nick Bannerman corrió hasta la ventana y miró al exterior.
—Casi toda la ciudad está a oscuras —dijo—. No lo estaba hace un momento. Han debido desconectar cuando nos hallábamos en el cuarto de calderas.
—No podemos crear un arco estable si no estamos bien protegidos. La cantidad de energía desarrollada será tremenda. Necesitamos una sustancia aislante para formar un tabique de protección —manifestó Waldron.
Nick abrió un armario metálico. Estaba lleno de materiales para reparaciones de urgencia, entre los que había un montón de pernos y tuercas de cobre.
Lucy dijo algo indescifrable y subió a una elevada pasarela desde donde podía vigilar las entradas y salidas de la sala. No sabía lo que se proponían hacer sus compañeros. Les había oído hablar de vapor, calderas y cientos de miles de unidades de fuerza motriz. Ahora discutían de condensadores y cobre derretido. Se referían a algún plan preconcebido que no llegaba a entender, pero su confianza en los manejos de Waldron y Nick era total.
Nick, arrodillado en el suelo, machacaba aisladores de porcelana. Los reducía a trozos pequeños que reunía en un montón. Waldron apareció arrastrando unas porciones de barras colectoras, de diez o quince pies de longitud. Nick levantó la cabeza y sonrió. Doblaron las barras en la forma que requerían, introduciendo unos extremos en una máquina parada y apoyándose en los otros. Waldron volvió a por más barras. Lucy, en lo alto, creyó vislumbrar el revuelo de una sombra a través de la puerta, pero la sensación fue tan instantánea que la atribuyó a un producto de su nerviosismo.
—No te preocupes —dijo Nick cuando la muchacha le contó lo ocurrido—. Tú ya llevas armadura. Eso les confundirá.
Se oyó un disparo y luego otros dos. Nick, fusil ametrallador en mano, corrió hacia la puerta. Lucy, pálida, se precipitó por los peldaños que llevaban al suelo.
Waldron apareció trayendo unas grandes planchas de metal.
—Un compatriota de Fran —dijo—. Tuve que matarlo. Estas planchas son para hacer los condensadores. ¡Date prisa, Nick!
Nick le ayudó a transportarlas.
—Vidrio —dijo—. El de los ventanales servirá.
Waldron se acercó a las ventanas y abrió una de ellas para quitar el cristal entero. Los condensadores no estarían muy bien construidos ni ofrecerían gran confianza. Pero tenían que funcionar. Era preciso crear un arco voltaico.
Sin previo aviso, se precipitó en la sala un hombre recubierto de armadura de escamas. Llevaba en la mano un látigo, como los que viera Waldron en Newark. El recién llegado avistó únicamente a Lucy y la confundió con uno de sus subordinados. Ladró una orden salvaje e incomprensible. Y Waldron, deliberadamente, tiró a matar. El oficial cayó como un muñeco desarticulado.
—Date prisa, Nick —dijo tranquilo, volviéndose hacia su compañero.
Nick laboraba desesperadamente. Aparecieron otros dos invasores. Una ráfaga de fusil ametrallador tumbó a uno de ellos. El otro tropezó y cayó. Desde el suelo descubrió a Nick —sin armadura— y chilló advertencias, una serie de sílabas, en su críptico lenguaje. Se escurrió y logró parapetarse detrás de la base de una rejilla, desde donde continuó gritando sus avisos.
Por la puerta asomó una cabeza, y un brazo apuntó una extraña arma contra Nick. Steve reconoció el artefacto. El poseedor de ella se amparaba estúpidamente detrás de una de las hojas de la puerta, a medio cerrar. Waldron apretó el gatillo y disparó contra la madera. El plomo de sus balas se alojó en el cuerpo del invasor y el arma que sostenía cayó al suelo donde empezó su proceso de autodestrucción.
Se oían, ahora, pasos precipitados y gritos de mando.
—Vigila las puertas de aquel lado, Lucy —recomendó Waldron.
—Creo que esto ya está —dijo Nick poniéndose en pie. Corrió hacia la palanca del cuadro y conectó la corriente.
Se produjo un fogonazo de llama blanco azulada. Y luego otro. El segundo estallido dio paso a un penetrante resplandor que cegaba la vista.
Nick había aplanado los montones de porcelana triturada, dejando en su superficie unas cavidades que rellenó con tuercas y tornillos de cobre. Una faja de metal conectaba con los trozos de cobre y las barras colectoras torcidas salían de entre los hoyos.
Al bajar la palanca Nick dio paso a seis mil seiscientos voltios de electricidad. Nadie podía precisar cuántos amperios trataron de pasar a través de la conexión en paralelo formada por la plancha de metal. Esta se calentó y estalló. Se extendió un gigantesco arco a través del vapor que, en arrebatado vuelo, se elevaba sobre el dique de porcelana. Al principio el arco era de un color blanco-azulado. Luego se coloreó, por efecto del lúrico matiz de la vaporización del cobre, y lanzó contra el techo un resplandor intolerable. Los montones de cobre humeaban incandescentes. Pocos segundos después había dos rebalsas de metal derretido, separadas únicamente por una pequeña masa de porcelana, entre las que fluctuaba el imponente arco voltaico.
Parecía que en la sala de generadores hubiera entrado una porción de estrella. Hombres cubiertos de armaduras de escamas intentaban entrar y retrocedían despavoridos, con las manos ante los ojos, por lo que no llegaban a entender. Voces duras, desde lugar seguro, les instigaban al ataque. Pero Nick y Waldron, con su objetivo cumplido, estaban prestos a recibirles. Ambos empuñaban ahora sus ametralladoras.
Y, desde la ciudad, empezaron a llegar los primeros síntomas de su movimiento reanimado.
Los seis mil seiscientos voltios formaban un formidable generador de alta frecuencia. Los condensadores improvisados por Nick estabilizaban la continuidad de la corriente que ahora alimentaba las líneas de suministro público. Oleadas de corriente de alta frecuencia ondulaban por los hilos de la urbe. Todas las líneas de corriente alterna de la población transportaban la de alta frecuencia y los seres petrificados recibían los benéficos efluvios del arco voltaico. Cada persona percibió suficiente descarga para neutralizar los efectos de la paralización.
La gente que despertaba encontrándose en el suelo, miraba alrededor suyo, asombrada, para ver a sus conciudadanos en las mismas o parecidas posiciones que ellos. Al reparar en los numerosos accidentes ocurridos se daban cuenta de dos hechos: que habían sido víctimas de la epidemia y que se habían recobrado de ella. Esto dio lugar a un tumulto indecible que se extendió por doquier.
El alboroto llegó hasta la central eléctrica y tanto Nick como Waldron se dieron cuenta del desbarajuste en el intervalo de sus disparos. Los invasores atacaban con insólito desconocimiento de lo que hacían, obligados a ello por los látigos y las voces de mando con que les azuzaban sus superiores. Los defensores del arco tuvieron que mantener su terreno con salvaje tenacidad.
En la ciudad, los policías se ponían en pie asombrados de encontrarse en tierra. Al ver el inmenso desorden que les rodeaba corrían a sus cajetines telefónicos, para dar cuenta de la tragedia a sus respectivos cuartelillos o llamar desesperadamente a los hospitales en demanda de ambulancias.
Cosas similares ocurrían en Brooklyn, Queens y el Bronx. En todas partes reinaba histerismo y gritería, excepción hecha del sector que emplazaban las calles quincuagésimas. Allí el suministro era de corriente continua, en vez de alterna, y las líneas no iban alimentadas por alta frecuencia.
Entre tanto, Steve Waldron y Nick Bannerman luchaban desesperadamente tratando de mantener a raya a los invasores que atacaban en oleadas. Intentaban penetrar en la sala como fuese. Los atacantes pertenecían a esa casta apocada y servil que Fran había denominado Supeditados. No eran guerreros, su espíritu de lucha se veía coartado por su temor. Sus Dirigentes, a cubierto y barbotando amenazas, no ayudaban a infundir en sus huestes la temeridad y el valor precisos para efectuar un ataque ordenado.
Nick y Waldron continuaban en su puesto, defendiendo encarnizadamente el arco que habían establecido para devolver la vida a los ciudadanos de Nueva York. La luz les cegaba cada vez que desviaban la vista para inspeccionar su funcionamiento. Lucy había vuelto a encaramarse a la pasarela y, desde su atalaya, avisaba de dónde provenía el peligro. Las dínamos canturreaban su mensaje motriz y los dos amigos seguían luchando codo a codo. Waldron se preguntaba cuándo vendría la policía, atraída por la algarabía de los disparos, para ayudarles. No sabía que los numerarios de esa fuerza no daban abasto con los problemas que tenían su alcance.
Cesó de lucir la luz piloto de uno de los generadores. Unas tras otra se apagaron todas, y los generadores dejaron de funcionar. Las revoluciones de las dínamos perdieron velocidad y el zumbido de sus rotores se convirtió en un lamento agónico. Las ametralladoras que defendían el arco voltaico continuaron sembrando la muerte entre los invasores. Pero la corriente que saltaba entre las dos rebalsas de metal fundido perdió intensidad y empezó a oscilar inestablemente para, finalmente, apagarse.
El arco desapareció e inmediatamente cesaron los ruidos que provenían de la urbe.
—Han cortado el vapor de las calderas —dijo Waldron sin perturbarse—. La ciudad vuelve a quedar paralizada.
Otra oleada de invasores se lanzó a la sala. Esta vez les seguían algunos de sus Dirigentes, que azotaban la retaguardia. Los atacantes, presos del valor de la desesperación, trataban de avanzar aullando. Venían equipados inclusive con armas terrestres.