CAPITULO III
Aquella noche Nueva York sufrió el mayor atasco de tránsito que recuerda su historia. Cuando se descubrió que, en pleno corazón de la ciudad de los rascacielos, una pequeña área —del diámetro de dos manzanas— estaba bajo los mismos efectos que Newark, se desató un pánico general e inevitable. La gente, en el sector afectado, había quedado rígida, en las posiciones y gestos que tenían al sobrevenirles el desconocido fenómeno causante de la tiesura. La mayoría había caído al suelo y yacía en extrañas posturas. Otros estaban apoyados en paredes o postes que evitaban su caída. Los vehículos de motor habían seguido su marcha, chocando a diestro y siniestro. Algunos, los menos, salieron del área atacada llevando en su interior aparentes maniquíes.
Al extenderse la noticia de lo ocurrido, miles de personas decidieron abandonar la ciudad y evacuar a sus familias hacia climas más seguros, o, por lo menos, más alejados de lugar tan peligroso. Al poco tiempo las calles se vieron abarrotadas de vehículos de todas clases, camino de las afueras. Parecía que la ciudad entera se hubiese motorizado. Esta medida, dictada por el pánico cerval de millares de personas pudo haber tenido consecuencias desastrosas. Se podían cruzar los puentes de Holland y de Lincoln, así como el puente de Jorge Washington, en las inmediaciones del hotel Mayfair, pero nadie quería acercarse a lo que consideraban zona atacada por la epidemia. El éxodo se desvió hacia los puentes de Brooklyn y Long Island, por estar éstos alejados del punto afectado, con el consecuente estancamiento y aglomeración de la riada de coches que pretendían llevar la misma dirección. El mayor contingente de población, no obstante, quería salir de la ciudad por la carretera que empieza al norte de Manhattan. El embotellamiento creado por esta causa fue inenarrable. El taxi en que viajaban Lucy y Waldron se vio empujado por la marea creciente de automóviles que avanzaban, sin parar mientes en las ordenanzas municipales, hacia las salidas de la ciudad. Al cabo de un rato la inmensa masa de coches empezó a aminorar su marcha paulatinamente. Era tan imposible salirse de hilera, como una ola apartarse de otra en pleno océano. La marejada metálica y heterogénea vio finalmente arrestado su avance, debido al desbarajuste de los coches que iban en cabeza de la interminable emigración. A las cuatro de la madrugada el taxi seguía en el mismo sitio, sin poder avanzar ni retroceder. Waldron pagó al conductor y se apeó del vehículo con Lucy. Para dirigirse a la acera tuvieron que trepar por los automóviles que les rodeaban. Las filas eran ya tan apretadas que los parachoques delanteros de unos tocaban las defensas traseras de los otros. Las aceras habían desaparecido, pues conductores atrevidos o desesperados, habían montado éstas, con vistas a adelantar cuanto pudieran sin tener en cuenta que de nada había de servirles su acción.
Waldron se encaminó al norte seguido por Lucy. Para poder avanzar, tuvieron que pegarse a las paredes de los edificios.
—Si pudiéramos salir de este atasco —jadeó Waldron mientras ayudaba a Lucy a salvar un paso particularmente estrecho— y tomar un tren, evitaríamos que los compinches de Fran nos dieran alcance. Necesito tiempo para examinar unos ratones que cogí del laboratorio del Profesor Jamison.
Steve estaba lamentablemente seguro de que la policía no habría podido recoger los restantes roedores para someterlos a examen, ni detener al individuo que se parecía a Fran Dutt. Ponderando sobre lo sucedido, llegó a la conclusión de que los compatriotas de éste habían reproducido, en Nueva York y en pequeña escala, las mismas condiciones que habían silenciado a Newark.
Al salir el sol aún no habían llegado al final de la hilera de coches que ocupaba calles y aceras. Las vías de comunicación que llevaban al norte seguían atestadas de vehículos, algunos de los cuales estaban ahora vacíos, desde que sus dueños los abandonaran en arrebatado afán de usar otros medios de locomoción más rápidos. Trenes y ferrocarriles subterráneos abandonaban la ciudad con pasajeros, literalmente en los topes.
Lucy y Waldron entraron en una pequeña casa de comidas que, a pesar del pánico general, seguía abierta aunque sin clientes. La radio del establecimiento emitía noticias y, a través de ella, se enteraron del giro de los últimos acontecimientos.
… las autoridades anuncian que un brote de la epidemia que ataca a Newark parece haber principiado en Manhattan. El peligro de contagio, por ahora, existe únicamente en un punto localizado, repetimos, en un punto localizado.
No hay indicios de que dicho brote epidémico se extienda. Se ha establecido un cordón sanitario alrededor del área afectada.
El punto de referencia ha sido infectado por los microbios que ha traído consigo un tal Steve Waldron, quien dice haber salido de Newark al empezar la epidemia en esa ciudad. Se sabe que ha estado en un hotel que se halla en el centro de la sección aislada. Cuantas personas hablaron con él, en la redacción de un periódico, han sido internadas en un lazareto. Se están tomando toda clase de precauciones para evitar posibles contagios…
Si Nick Bannerman estaba incomunicado era inútil intentar telefonearle, como quería hacer Waldron. Tamborileó los dedos sobre la mesa impaciente siguió escuchando el boletín de noticias.
… Continúan los rumores de que Newark ha sido invadida por platillos volantes. Los médicos que han examinado a los pasajeros que llegaron aquí en el Metro no saben a qué atenerse. Se resisten a efectuar autopsias, puesto que los cuerpos de las víctimas no presentan los síntomas usuales de los cadáveres. Si bien no se desestima todavía que estos efectos sean causados por armas extraterrestres, se teme que las personas perjudicadas sufran las consecuencias de una epidemia cuya virulencia es desconocida. Se han adoptado las más rigurosas medidas sanitarias para evitar…
—Llamaré a la Dirección del Departamento de Sanidad —gruñó sardónico Steve—. Les diré dónde pueden encontrar unas ratas que están bajo los efectos de la «epidemia». No temerán anatomizarlas y quizá aprendan algo que pueda servirles de guía. Se dirigió a la cabina telefónica y cerró la puerta tras de sí. Lucy vio a Waldron gesticular por el teléfono como si quisiera imbuir a sus palabras el convencimiento que, al otro lado del hilo, no lograba ser captado. De pronto la expresión grave de Steve se trocó en incrédula. Furioso, gritó algo inaudible y colgó el receptor con movimiento brusco…
—Hemos de marcharnos de aquí inmediatamente— dijo al volver al lado, de Lucy. La muchacha le siguió sumisamente a la calle. Ya en ella Waldron prosiguió:
—Les dije que hallarían unas ratas catalépticas en el piso del Profesor Jamison, juntamente con un tipo maniatado por mí que, si sabían sonsacarle, podría aclararles muchas cosas con referencia a Newark. Tomaron nota de la dirección y, entonces, el estúpido con quien hablaba me ordenó que permaneciese donde estaba hasta que llegaran los sanitarios. Estos tienen órdenes de internarme en una estación de cuarentena. Dijo que en seguida localizarían el lugar desde donde llamaba.
Steve echó una ojeada a la multitud de coches que llenaba la calle y las aceras, hasta rozar los muros de los edificios.
—Les será imposible llegar muy pronto —añadió—. ¡Vamos!
Dos horas más tarde se hallaban en la parte alta de la ciudad. Se había logrado establecer el orden en los puntos neurálgicos del tránsito y éste empezó a moverse lentamente, cual inmensa riada que saliera de su letargo invernal. Desde el lugar ventajoso donde estaban, Lucy y Waldron contemplaron el avance de la interminable caravana, rumbo al norte. Cerca de ellos, el altavoz de una tienda de aparatos de radio y televisión dejaba oír la voz del primer comisario de policía de la ciudad que anunciaba la existencia de otros dos puntos, en Nueva York, afectados por la epidemia. Uno de ellos se centraba en la casa de comidas desde donde Steve había llamado a la Dirección de Sanidad. El otro estaba en un lugar cercano a la Universidad de Columbia, donde Waldron había dicho encontrarían unas ratas catalépticas para disecar.
… Por donde pasa este Waldron se declara seguidamente la epidemia. Suponemos que es portador de los microbios que siembran la muerte a su paso. El portador debe ser inmune a los gérmenes que disemina. Sabemos que escucha los boletines de información, por lo que se me ha rogado que le dirija la palabra pidiéndole se entregue a las autoridades sanitarias, dando lugar así a que se estudien los microbios que le infectan. De esta manera se lograrían salvar incontables vidas que…
Alguien tocó el brazo de Waldron y éste se volvió presto a defender caramente su libertad que tan absurdamente veía amenazada. Un hombre, en mangas de camisa y con la cabeza cubierta con una gorra, le saludó.
—Buenas —dijo—. ¿Está usted buscando manera de salir de la ciudad?
—Sí. ¿Por qué lo pregunta? —quiso saber Waldron.
—Parece usted tener buen músculo —prosiguió el desconocido. E indicando a Lucy con la cabeza, inquirió—: ¿Va ella con usted, amigo?
—Sí. Viene conmigo. ¿A qué tanta pregunta?
—Verá usted —dijo con calma el de la gorra—. Tengo una camioneta de reparto descubierta. Iba a salir de la ciudad con mi familia y unos amigos, pero no encuentro a mis amigos, han debido irse antes de que llegáramos. Para salir de la población, hemos de cruzar un puente que está tomado por gente desesperada: paran todo lo que vaya sobre ruedas, atacan a los ocupantes y se apoderan de los vehículos para escapar del peligro. La policía es impotente para tenerlos a raya. El coche que quiera pasar tiene que librar su propia batalla. Mi mujer sabe conducir; si usted me quiere ayudar a repartir porrazos, cuando llegue el momento, les llevo. Tres hombres, desde la camioneta, podemos evitar que suba nadie. Tengo preparados unos buenos garrotes y espero que, a la vista de ellos, esa chusma nos deje paso franco.
—Voy con usted —dijo Waldron, después de escucharle.
La camioneta estaba aparcada en el interior de un cercado. Cuatro criaturas, tres mujeres y tres hombres, se acomodaron en ella. Las criaturas se tendieron en el suelo de tablas, las segundas ocuparon el asiento delantero y los hombres, de pie, tomaron distintas posiciones que les permitiesen defender su reducto adecuadamente en caso de necesidad. Waldron rebuscó en uno de sus bolsillos y entregó a Lucy el arma que había pertenecido a su padre. El hombre de la gorra repartió las cachiporras que, en su día, habían sido las patas de alguna mesa.
—Son de arce —dijo— y tenemos una de repuesto; por lo tanto no se preocupe por pegar fuerte. —Golpeó la capota y exclamó—: ¡En marcha!
Salieron a una calle lateral y no tardaron en unirse a las hileras interminables que, ahora, habían aumentado su velocidad de marcha. La conductora maniobró hábilmente hacia el centro de la corriente automovilística, aprovechando toda oportunidad que se le presentaba. Finalmente se hallaron fuera de la ciudad. Sólo tuvieron un mal momento y éste fue al cruzar el puente, donde el avance era más lento. Un grupo de personas desesperadas trataron de subir a los coches que pasaban cerca de las pasarelas.
Los exasperados peatones querían apoderarse de cualquier cosa que avanzara sobre ruedas. Afortunadamente la camioneta se había colocado en el centro del camino, con otros vehículos franqueando sus costados. Waldron vio cómo la multitud asaltaba un descapotable de la misma manera que una manada de lobos hambrientos se echaría sobre un trozo de carne. Otros se lanzaban como locos sobre las capotas, estribos y guardabarros a su alcance en ineluctable afán de abandonar Nueva York como fuese. Steve y sus compañeros, garrotes en ristre, intimidaban a los más atrevidos que danzaban por entre la incontenible riada de motores en marcha. En las afueras de Manhattan la camioneta abandonó la ruta principal. La conductora, con muy buen juicio, buscaba carreteras de segundo orden por las que el éxodo era menos denso.
Al dar la vuelta a uno de los recodos del camino, vieron que éste conducía a una población de regular tamaño. La mujer del hombre de la gorra frenó y dio marcha atrás, para buscar algún camino lateral que les apartara de las zonas habitadas.
—Nos apeamos aquí —dijo Waldron—. Precisamos de una ciudad que posea un hospital modernamente equipado y creo que ésta debe tenerlo.
—Nosotros —explicó el dueño de la camioneta— vamos a Vermont. Mi mujer tiene familia allí y nos quedaremos algún tiempo. Si quieren quedarse aquí, les acercaremos más a la población. Quiero mostrarle mi agradecimiento por su disposición en ayudarnos.
La camioneta les llevó hasta las inmediaciones del sector habitado, donde Lucy y Waldron se apearon.
—Ahora —dijo Waldron cuando se hubieron despedido del hombre de la gorra y de su familia— lo que necesito es un buen laboratorio. El de un hospital, por ejemplo. El mejor modo de lograr el uso de esa dependencia es a través de un médico.
Entraron en una cafetería y pidieron algo de comer. Mientras el camarero les servía unos emparedados y leche malteada, Waldron preguntó el nombre del mejor médico de la localidad. Se dirigieron a la dirección indicada por el camarero y encontraron al galeno que volvía de su primera ronda de visitas. Entraron en la casa los tres juntos y Steve le explicó que era uno de los que huían de Nueva York. Dijo que había trabajado con el Profesor Hamlin —descubridor de la dephnonomicitina— y que poseía datos interesantes del desastre de Newark.
El doctor hizo algunas preguntas y vio que Waldron era, realmente, un hombre de ciencia. Esto le inspiró confianza. Tras narrar someramente lo sucedido, Steve dijo sin rodeos:
—Me llamo Waldron, Steve Waldron. Me achacan ser portador de microbios de la epidemia, lo cual no es cierto. No existe tal epidemia.
Introdujo una mano en su bolsillo y entonces recordó molesto que Lucy no le había devuelto el arma que le entregara en la camioneta.
—Efectivamente —dijo amablemente el médico—. Yo tampoco creo que lo sea. Jamás se ha visto que una epidemia ataque a todas sus víctimas a la vez. Toda plaga tiene focos de virulencia determinada y es contagiosa, pero no actúa con tanta precisión, sino gradual y paulatinamente. El porcentaje de afectados no es nunca total… ¿Qué es lo que usted desea?
—Tengo aquí unas ratas que sufren del mal que se me acusa de propagar. Quisiera disecarlas —dijo Steve.
—No le aconsejo que vaya a un hospital —advirtió el doctor al enterarse de sus intenciones—. Pueden hacerle demasiadas preguntas. Tengo aquí buen instrumental que está a su completa disposición…
Waldron mostró las cinco ratas blancas, cuyo aspecto asombró al médico. Si estaban muertas no tenían por qué presentar la dureza del marfil y, si no lo estaban, no se comprendía la razón de su estado.
—Trabaje aquí —dijo—. Mi equipo e instrumental no es de los peores. Quisiera ayudarle, pero tengo que atender a mis pacientes.
Waldron puso manos a la obra. El consultorio del médico estaba bien dotado de toda clase de cosas inherentes a su profesión. Con mucho trabajo logró abrir uno de los animalitos. La carne del mamífero tenía la dureza de la caoba. Sus órganos internos presentaban la misma consistencia. Tejidos, órganos y tendones ofrecían igual resistencia al bisturí que pudiera ofrecer un trozo de madera dura. Ningún proceso químico conocido podía dar razón de dicha característica. La sangre también estaba solidificada. No se había engrumecido ni separado y el número y aspecto de sus corpúsculos era normal.
El médico entró y volvió a salir de la habitación varias veces mientras Waldron llevaba a cabo su trabajo. En una de sus idas y venidas estudió, bajo el microscopio, las partes que Steve había dejado al descubierto. Todo estaba en perfecto estado, excepción hecha de la tiesura de los tejidos. Waldron no lograba descubrir nada que le diera una clave al misterio. A las cuatro de la tarde ya no sabía qué hacer. Sentía una gran frustración. Fue entonces cuando, en un intento de hallar otra anomalía aparte de la rigidez, quiso aquilatar la resistencia eléctrica de los músculos. Quería saber si el tejido muscular cedía ante el choque de una corriente eléctrica, según el experimento análogo de Galvani con las ranas. ¡Pero los músculos no sólo no se movieron, sino que ni siquiera admitieron la corriente eléctrica!
Waldron no quiso dar crédito a lo que veía. Comprobó la batería y repitió la prueba una y otra vez.
—¡Inútil! —exclamó.
Aumentó entonces el voltaje. A veinte voltios, la aguja milimétrica fluctuó, casi imperceptiblemente, marcando un miliamperio, o quizá uno y medio. A los veintidós voltios la corriente subió hasta sesenta amperios. A los treinta, Waldron quedó atónito, estupefacto.
¡El trozo de tejido al que aplicaba la corriente desapareció de entre los electrodos que lo sostenían! ¡Se desvaneció instantáneamente!
Steve paseó su asombro por la estancia, tratando de componer sus ideas. Pensaba. Pensaba intensamente. Lucy le miraba ansiosa sin atreverse a hablar. No había visto el resultado del experimento, pero intuía la preocupación de Steve. Este recogió otra rata y humedeció su piel en dos puntos opuestos sobre los cuales aplicó los electrodos. Indicó a Lucy que se acercara y conmutó la corriente.
El cuerpo inmóvil del animal dejó de ser. Desapareció cual llama apagada de un candil.
—¡Steve! —gritó la muchacha—. ¿Qué ha sucedido? ¿Adónde ha ido a parar?
—¡Al lugar intuido por Straussman! —repuso éste con satisfacción casi salvaje—. Podrías tildarlo el Otro Mundo de Este Ámbito. Algunas personas lo llaman cuarta dimensión, pero se equivocan. Otros le han dado los nombres de Avalón y Tir-nam-beo, y aún otros consideran que es el mismísimo Infierno. Estos, creo yo, no andan desencaminados. ¡He de trabajar más que el propio Lucifer para evitar que vayas a parar allí, pequeña!
Laboró con renovadas energías. Separó otro trozo de musculatura del animal anatomizado.
«Un grado medio», dijo para sí. «Un campo intermedio… ¿Para lograrlo?… ¡Claro…! Orientación adecuada… Como si el animal estuviera magnetizado… Polarización de fuerzas… La idea es absurda, pero… Para desimantar algo es preciso…»
Manipuló alambres y reóstatos. El consultorio contenía aparatos de rayos X electrocardiógrafos y diatérmicos. Usó uno de los aparatos de diatermia. Colocó dos reóforos sobre los puntos humedecidos del tejido seccionado. La máquina de diatermia enviaría una corriente de alta frecuencia a través del pedazo de carne.
Conectó la corriente y el músculo se movió, se distendió.
Waldron volvió a concentrarse mentalmente. Lucy, mientras, le observaba atentamente. Parecía absorto por alguna dificultad que, en su cerebro, no hallaba solución. Con los ojos cerrados, apretando y aflojando los puños, Steve forzó su mente a deshilvanar el entresijo de ideas que se agolpaban en su cabeza. Lucy dio muestras de preocupación, pero Waldron experimentaba la más grata sensación que puede sentir un investigador científico. Las piezas del rompecabezas empezaban a encajar unas en otras. Y soluciones a enigmas, todavía sin resolver, iban cogiendo forma.
Waldron estaba fijando los electrodos al cuerpo del tercer mamífero cuando volvió a entrar el médico.
—¡Vea, doctor —dijo febril—, he puesto este ratón en un circuito diatérmico!… Revise este animal, por favor. Creo que la diatermia devolverá a su carne su condición natural. Es posible, incluso, que… Pero, vea, vea…
El médico preguntó varios datos y escuchó las explicaciones que, a borbotones, salían de los labios de Steve. Así se enteró del efecto ejercido por el galvanismo diatérmico sobre los tejidos musculares disecados y, sin comentario alguno, examinó cuidadosamente el animal indicado. En su estado cataléptico, presentaba la dureza de un trozo de piedra. Volvió a colocarlo en el sitio que ocupara y, apartando a Waldron, conmutó la corriente.
Se oyó un ligero zumbido y se extendió por el consultorio un olor de ozono. Del mamífero partió un chillido y el animalito empezó a retorcerse desesperadamente para librarse de los alambres que lo sujetaban. El médico levantó el ratón y lo dejó caer en una palangana de porcelana por donde correteó, un poco asustado, hasta calmarse. Entonces se paró y torció la cabecita para ver mejor a los seres humanos que, atónitos y gozosos, le contemplaban.
—¡No están muertas! —exclamó Waldron—. ¡Todas esas personas petrificadas pueden ser devueltas a la vida con tratamiento diatérmico!… ¡Es posible que cualquier corriente de alta frecuencia y suficiente voltaje haga lo mismo! —Steve se esforzó en serenarse y añadió—: No diga nada de esto, doctor, porque si se entera alguno de los espías de la gente que causa esta paralización, no tardarán en aniquilarle. Están tratando de localizarme para acabar conmigo, por el mero hecho de haber salido con vida de un área que consideraban, para ellos, segura. No quieren testigos de su vil hazaña.
—No voy a perder tiempo ahora dándole la enhorabuena que se merece —dijo el médico—. Debe usted tener razón y, por lo tanto llamaré a todos mis compañeros para hacerles una demostración y describirles el alcance de los resultados que ha obtenido. Luego, separadamente, nos introduciremos en Nueva York y aplicaremos el tratamiento a todos esos pacientes que nadie ha osado tocar. Iremos provistos de todos los datos necesarios que justifiquen el uso de la diatermia. Devolveremos la vida a esas personas y les diremos a quién deben su vuelta a este mundo. No mencionaremos su nombre hasta entonces. Si admitiéramos haber estado en contacto con usted, nuestros intentos resultarían vanos, puesto que nos pondrían en cuarentena… ¡Siempre y cuando no nos linchasen antes de eso! ¿Ha oído las últimas noticias?
Waldron negó con la cabeza.
—No son nada alentadoras —prosiguió el doctor con calma—. Me permito sugerirle que tome cuanto precise de este consultorio para fabricar algo que haga las veces de generador de alta frecuencia y que sirva de, digamos, inmunizador contra la causa que produce esta paralización cataléptica.
Sólo quedaban dos ratas en aparente muerte rígida que el doctor guardó cuidadosamente para las demostraciones que quería llevar a cabo en la reunión que pensaba convocar. Hecho esto, se dirigió al teléfono y empezó a citar a sus colegas.
Waldron comprendió ahora para qué había servido el objeto que Fran colocara bajo su coche. Había generado, en el metal del vehículo, corriente de alta frecuencia que había transmitido sus ciclos a los cuerpos de los ocupantes del mismo.
Steve se puso a trabajar en la construcción de un generador de alta frecuencia que se alimentara por medio de baterías. El doctor, entre tanto, hablaba por teléfono con los médicos de la población o trataba de localizarlos por medio de sus enfermeras. Dado que sólo poseía dos roedores quería citar a los de su profesión a una hora que conviniera a todos. Establecido el horario y puesto en comunicación de todos, el doctor contempló a Waldron en su trabajo. Tras el primer generador, Steve construyó tres más mientras especulaba mentalmente sobre la total desaparición del cuerpo del roedor, al aplicarle una corriente directa. Dicho fenómeno coincidía con la extraña teoría de Straussman. Este había expuesto su especulación con poca convicción. Entre otras cosas, implicaba la posibilidad de una total desaparición. Él mismo había desaparecido, pero nadie relacionó el hecho con sus manifestaciones. Eran demasiado absurdas y la gente no quiso creer en lo que sonaba a fantasmagoría.
Había oscurecido ya, pero el interior del consultorio estaba brillantemente iluminado. El doctor seguía contemplando a Waldron en su trabajo. Lucy le observaba también con una especie de orgullo maternal. Desde la calle llegaba hasta ellos el ruido amortiguado del tránsito rodado que, a media milla de la población, escapaba en busca de la seguridad que no podía ofrecerle Nueva York. Percibían también, con mayor distinción, los sonidos de los coches y de las personas que se movían por las inmediaciones.
—Tuve suerte —dijo Waldron, refiriéndose a la reviviscencia del ratón—. No sé por qué, pensé en el magnetismo. Según la teoría de Straussman, las ratas estarían en un estado similar al magnético. Para desimantar un imán se usa corriente alterna. Tenía esa corriente en el aparato de diatermia. Se me ocurrió que una alta frecuencia daría mejor resultado que una baja. Intuí la idea y la llevé a la práctica. El primer sorprendido al ver el resultado fui yo.
Colocó las pilas secas en el pequeño generador que acababa de construir y lo puso en funcionamiento. Era prácticamente silencioso y emitía una pequeña corriente de alta frecuencia.
Súbitamente, se oyó en la calle un tremendo impacto. A una manzana de distancia se produjo otro ruido similar. Y desde cosa de media milla llegó hasta el consultorio un fragor inconfundible para Waldron. Este era probablemente el único hombre en el mundo incapaz de no reconocer instantáneamente dicho sonido. El estrépito era causado por innumerables coches que chocaban entre sí.
Al reconocerlo, Steve levantó la cabeza y palideció. Los otros dos ocupantes del consultorio estaban inmóviles. Lucy no movió los ojos siquiera para mirarle; el doctor no hizo el menor gesto. Ambos estaban rígidos, tensos, catalépticos.
Waldron blasfemó por lo bajo. El alboroto de los encontronazos decrecía. En la calle y los alrededores se hizo el silencio más rotundo. Imperaba la misma quietud que en Newark y en aquellos puntos afectados por la «epidemia» en Manhattan. Era un silencio de muerte; peor todavía: era un mutismo de vida congelada, estática, confinada a un cuerpo petrificado.
De pronto, Steve oyó voces que se expresaban en un lenguaje ininteligible. A las voces siguieron pasos que avanzaban, con rítmica cadencia, camino de la casa del doctor. Waldron escuchó con las manos crispadas sobre el generador que acababa de construir. Los pasos se detuvieron. Lucy y el médico permanecían totalmente inmóviles. Ni siquiera respiraban.
La pequeña ciudad había sido atacada por la gente de Fran con su extraño poder paralizante. Uno de los médicos avisados por teléfono para que asistiera a las demostraciones para curar la «epidemia», había denunciado que especies animales atacados del mal habían sido introducidos en la población. Dio el nombre del facultativo que se proponía llevar a cabo dichas demostraciones y… los compatriotas de Fran Dutt se enteraron del lugar. Habían reducido la ciudad al silencio, paralizándola, para apoderarse del hombre que osara descubrir su secreto. Waldron comprendió que no sólo se llevarían al médico, sino también a Lucy y a él mismo, evitando así que se propagara la noticia de cómo contrarrestar la fulminación de su ataque.