Epílogo.- La señora da Silva

Enero, 1972

Era una vista espectacular, increíblemente bella, pero a Amy le daba vueltas la cabeza. Era demasiado. Podía ver kilómetros y kilómetros, no tenía ni idea de cuántos; cientos, quizá. Pero no había ni un ser vivo a la vista, sólo el Pacífico infinito, que iba cambiando gradualmente de color, de reluciente plata a un rojo sangre, a medida que reflejaba el sol poniente.

Amy se removió en su asiento. El zumbido del motor del avión conseguía ser a la vez turbador e hipnótico. Era la segunda vez que volaba, y estaba al borde del pánico. Se concentró en la vista, pero la enormidad de aquello le aceleraba el corazón y le encogía el estómago.

El cielo era una paleta de pintor, mezclando colores hasta crear otros más pálidos, más brillantes, más mates, más oscuros. El sol se estaba derritiendo como una jalea dorada, cambiando de forma a cada segundo. Deseó cerrar los ojos ante la aterradora magnificencia de la visión, pero quizá no volviera a presenciar algo parecido en su vida. Le hacía sentir muy pequeña e insignificante, no más que una mota minúscula sobre la superficie de la tierra.

Entonces, de pronto, el sol desapareció, como si un dios impaciente hubiera decidido que era hora de que dejara de perder el tiempo y lo hubiera obligado a ocultarse por detrás del horizonte. Amy suspiró cuando cayó la noche en un instante sobre su parte del mundo, dejando un simple resplandor plateado donde había estado el sol. Pero después el resplandor desapareció y no quedó más que oscuro cielo y agua oscura, sin rastro de que hubiera habido nada más.

El hombre que estaba a su lado le dio un suave codazo.

—Quiere saber si desea tomar algo —dijo. Tenía acento canadiense.

Una bonita azafata esperaba el pedido de Amy.

—Sólo un té, gracias —contestó ella, y permitió que sus ojos se cerraran al fin.

Era enero y volvía a casa desde Canadá. La espléndida puesta de sol era un final adecuado para las cuatro últimas semanas. Había visto a sus hermanas, a sus maridos y sus familias por primera vez en veinte años. Jacky había tenido dos hijos más desde que había llegado a Canadá, y Biddy uno. Se había quedado una semana con Jacky y una semana con Biddy, y después se había trasladado a un hotel para estar cerca de Pearl —que estaba esperando un niño—, de Rob, de Gary y de Leo. Para asombro de todos, Charlie había conseguido convencer a Marion para que se uniera a ellos. Cathy y Harry habían interrumpido su crucero y habían cogido un vuelo desde Nueva Zelanda.

Amy casi llegó a creer que los años pasados en la cárcel habían merecido la pena a cambio de los emocionantes meses que había pasado tras ser liberada, y que culminaron con el tiempo que pasó en Vancouver. Tantos acontecimientos después de años de vacío... tanto amor...

Pensaba que, seguramente, antes de morir o antes de que las chicas se fueran a Canadá, su madre les había contado a sus hermanas la verdad sobre la muerte de Barney. Su afecto por ella seguía intacto; parecían comprender que se hubiera visto impulsada a matar a su marido, lo que era horrible, porque Barney no merecía morir. Pero había algo más, una mirada en sus ojos, o comprensión, admiración y más amor del que se merecía si realmente hubiese sido culpable de tan brutal crimen.

Su vecino le dio otro ligero codazo.

—Aquí está su té. —Bajó la mesita que había en la parte trasera del asiento de delante para que la azafata pudiera dejar la bandeja.

—Gracias. —Amy sonrió a ambos, sin verlos. Giró la cabeza y miró por la ventanilla, aunque estaba demasiado oscuro para ver nada, pero no quería que la distrajesen ni que los recuerdos de las vacaciones se desvanecieran.

¡Oh, Dios! Ahora estaba pensando en Barney. Si lo hacía durante demasiado rato, acabaría deshecha en lágrimas y todos los pasajeros la mirarían. Era hora de olvidar, de dejar de pensar en él y de desear que estuviera allí, preguntándose qué aspecto tendría, recordando su sonrisa, imaginando lo que diría. Era tan real en su cabeza que hasta pensaba lo que le respondería.

La Nochevieja, una semana antes, había sido muy triste. Amy imaginaba que todos se sentían como ella, que eso de reunirse había sido una experiencia única, que era muy poco probable que se volvieran a reunir todos los Curran y todos los Patterson. Había sido difícil organizar la reunión. Marion había tenido que pedir permiso en el trabajo, a Pearl no le resultaba fácil moverse, Leo era un hombre mayor, Harry tenía una empresa de la que ocuparse y Cathy una escuela.

Amy estaba volviendo definitivamente. Acababa de pasar una semana con Pearl en su confortable casita de Vancouver. Su hija esperaba el niño para la primavera y ella había prometido estar allí. Y Jacky y Biddy iban a ir sin duda a Liverpool a ver a su hermana una vez encontrara una casa. Hasta entonces viviría en casa de Cathy.

Habían sido unas vacaciones maravillosas. Pero ya habían acabado y ella no estaba segura de poder soportarlo.

Estiró la mano para coger el té, pero le temblaba tanto que derramó parte en el platillo. Volvió a dejar rápidamente la taza sobre el plato.

—¿Se encuentra bien? —Su vecino de asiento le puso la mano sobre el brazo. Ella lo miró. Era un hombre de aspecto rudo con un corte de pelo militar, la cara arrugada y los ojos grises, muy oscuros, que de algún modo daban la impresión de encontrar la vida muy divertida.

—Sí. Oh, pero ¿por qué es todo tan triste? ¿Por qué las cosas maravillosas se terminan? —Tenía los ojos anegados en lágrimas.

—Para que puedan pasar más cosas maravillosas —dijo él suavemente.

Ella casi rio.

—¡Esa respuesta es muy inteligente!

—Tengo respuestas inteligentes para todo. —La miró a los ojos, como obligándola a reparar en él—. Me llamo Frank da Silva. ¿Y usted?

Fin