3.- Pearl
Abril, 1971
La señorita Burns encendió otro cigarrillo. Su despacho olía como un pub. El cenicero que estaba sobre su escritorio ya estaba lleno de colillas y no era más que mediodía.
—El diamante corta diamante. ¿Has oído ese dicho, Pearl?
—Marion lo dice todo el tiempo. Significa recibir lo que has dado. Retribución. Algo así.
—Ojo por ojo. Es lo que dijo el día que tus padres se casaron. Era la única persona a la que tu padre no conquistó. Muy pronto tuvo a todo el mundo comiendo de su mano, incluso a mí. Creí que no me gustaba, lo que era injusto; apenas lo conocía hasta entonces. ¿Recuerdas algo de él... de tu padre?
—No mucho —reconocí. Había sido una figura distante y me imponía respeto, miedo incluso. Me asustaba el modo en que gritaba a mi madre, insultándola. A veces me contaba un cuento, inventándolo sobre la marcha, sin que ninguno de los dos supiéramos cómo iba a acabar.
Como mi madre había salido de la cárcel hacía una semana y, según los periódicos, se había escondido, la señorita Burns me había llamado a su despacho cada día para hablar de dónde podría estar y con quién. Se pasaba la hora de la comida mirando al vacío y recordando a su vieja amiga.
—Llamé a Harry el otro día por si sabía dónde está, pero no tenía ni idea —decía—. Es sorprendente, después de lo que ocurrió, que no le guarde rencor a Amy, ni tampoco su padre. En cambio, la señora Patterson detestaba a Amy. Después del proceso, armó mucho jaleo, declarando que debían haberla ahorcado; la verdad es que envió una petición al secretario de Estado.
—Apagó el cigarrillo y encendió otro. Me pregunté si habría algún momento a lo largo del día en que no tuviera un cigarrillo en la boca o estuviera a punto de encender otro. Exhaló el humo y lo miró con disgusto—. No me creerás, Pearl, pero cuando era joven juré que nunca fumaría. El problema era que todo el mundo en el Ejército fumaba durante la guerra.
Busqué un modo de cambiar de tema del pasado al presente.
—Quizá la persona que fue a recoger a mi madre es alguien que ha conocido en la cárcel —sugerí.
—Supongo que podría haber sido esa modelo de la que se hizo amiga. Nelly Nosequé.
No contesté. Nunca había oído hablar de Nelly Nosequé. Quizá mi silencio llegó hasta la señorita Burns, que se dio cuenta de lo harta que estaba del tema. O quizá pensara que simplemente tenía hambre. Dijo:
—Estoy ocupándote toda la hora de la comida, ¿no, querida? Quizá pudiéramos ir a tomar algo una noche, invito, yo, claro, y hablar tranquilamente.
—Eso sería estupendo. —Al menos sería mejor que esa costumbre de llamarme a la sala de profesores para pedirme que fuera a su despacho. Hilda Dooley estaba empezando a sospechar. Quizá le preocupara que yo, la profesora más joven de la escuela y la última en llegar, estuviera a punto de ser ascendida.
Aquella noche, Charles se preguntó en voz alta dónde podría estar mi madre. Marion estaba enfadada.
—Es propio de Amy convertirlo todo en un drama —se quejó—. Entiendo que pueda querer esconderse, pero no de nosotros. Bueno, de ti —admitió cuando Charles le lanzó una mirada de advertencia.
Había habido periodistas a las puertas de Holloway el día de la liberación de Amy Patterson, y seguían interesados en su desaparición. Había habido fotos en el periódico de su salida de la cárcel en un Rolls-Royce blanco que había resultado ser de alquiler. Charles pegaba un brinco cada vez que sonaba el teléfono o alguien llamaba a la puerta, por si los periódicos la hubieran localizado. Aintree estaba a muchos kilómetros de Bootle, pero no dejaba de ser una parte de Liverpool.
—Quieren hablar sobre todo contigo, Pearl —dijo—. La hija de Amy. Serías un auténtico hallazgo.
La incertidumbre estaba acabando conmigo. El sábado hice lo que siempre hacía cuando me sentía deprimida: fui al centro y me compré ropa. Me convencí a mí misma de que necesitaba sin falta alguna prenda de verano y que me sirviera para ir a la escuela. Mientras vagaba por el departamento de ropa de señoras en Lewis y Owen Owen, deseando no haber comprado ya un vestido para la boda de Trish, para poder comprarme otro en ese momento, traté de relegar cualquier cosa que no estuviera relacionada con la ropa a lo más profundo de mi mente. Me resultó bastante fácil después de un rato.
Tras probarme una serie de vestidos, blusas y faldas, al final escogí un vestido gris de gasa con cuello blanco que llegaba hasta la pantorrilla en Owen Owen. Apenas llevaba en mi posesión un minuto cuando decidí que era demasiado elegante para ir a la escuela, así que compré también una falda de lino azul oscuro y una blusa de bordado calado.
Me lo llevé todo al restaurante del piso superior y pedí un café. Esa noche iba a ir a cenar con Charles y Marion y quería ponerme el vestido. Repasé mentalmente mis zapatos; el vestido quedaría perfecto con las sandalias blancas de cuña.
La camarera llegó con el café. Al mirar en sus oscuras profundidades, mi humor cambió. Charles y Marion sólo iban a salir a cenar por mí. Era sábado. Trish había ido a Londres a ver un piso para ella e Ian, dejándome sin nada que hacer ni adonde ir un sábado por la noche. Charles y Marion se habían compadecido de mí.
Eché nata en el café y la estaba revolviendo, cuando una vocecita dijo: «Hola, señorita». Era Gary Finnegan, el niño cuya madre lo besaba en la puerta de la clase delante de todo el mundo, haciendo que los demás niños se burlaran de él. Era un niño amable de carácter encantador. Se suponía que los profesores no debían tener favoritos, pero yo no podía evitar que Gary me gustara más que la mayoría de los demás niños.
—Hola, Gary. —Se me quedó mirando, con sus verdes ojos como platos, como si no pudiera creerse que su profesora existiera hiera de las cuatro paredes de la escuela—. ¿Dónde están tus padres? —pregunté.
—Papá está allí; ahora viene.
Un hombre de aspecto agobiado se acercó, peleando con varias bolsas. Tenía treinta y pocos años, era alto y de buen tipo, con pelo rubio liso y una cara fuerte y agradable. Llevaba un traje gris ligero y su piel se veía bronceada. Me pregunté por qué sus ojos castaños parecían tan tristes.
—Ven, Gary no molestes a la gente —sonrió cansado—. Lo siento. A veces puede ser demasiado sociable.
—Pero, papá —gorjeó Gary—, es la señorita de la escuela.
—Nos conocemos —expliqué.
—Oh, bueno, en ese caso... —Una de las bolsas se le cayó al suelo y se agachó para recogerla—. He comprado ropa para Gary, para la escuela: pantalones cortos y otras cosas.
Arrugué la nariz.
—¿Pantalones cortos?
—¿Qué tienen de malo los pantalones cortos? —Pareció preocupado.
—Nada si sólo son para hacer deporte —señalé una silla vacía con la cabeza—. Siéntese un momento, señor Finnegan. Soy Pearl Curran, por cierto. Doy clase a los alumnos de primero, y Gary está en mi clase.
—Rob Finnegan. ¿Cómo está usted? —Mientras nos estrechábamos la mano, dejó caer el resto de las bolsas. Lo ayudé a amontonarlas debajo de la mesa y acerqué una silla para Gary, mientras Rob Finnegan se sentaba. Una camarera se acercó inmediatamente. Él me miró—. ¿Le importaría que pidiera algo? ¿Está esperando a alguien?
—Pida lo que quiera. No espero a nadie.
—Café, por favor, con leche, y un batido de fresa. ¿Qué quieres comer, hijo?
—Salchichas con patatas fritas, por favor, papá.
—Qué niño más rico y agradable —comentó la camarera—. No tardaré mucho, cielo.
—Bueno, ¿qué tienen de malo los pantalones cortos? ¿La llamo Pearl o señorita Curran? —Se pasó un dedo por el cuello de la camisa y se soltó el nudo de la corbata. Parecía ligeramente menos agobiado.
—Llámeme Pearl. Los pantalones cortos están un poco pasados de moda; ahora sólo se usan para hacer deporte.
—¿Pasados de moda? Pero yo los llevé hasta que tenía once años y cambié de escuela.
—Eso era antes. Ahora es ahora. La mayoría de los niños pequeños lleva pantalones largos, sobre todo vaqueros. Gary destacará como un semáforo con pantalones cortos. —No me apetecía decirle que pidiera a su mujer que en el futuro dejara a Gary en la verja exterior de la escuela.
—¿Qué tal una camisa de manga corta y corbata en verano?
Negué con la cabeza.
—La escuela no tiene una política de uniforme. La señorita Burns, la directora, prefiere que los alumnos lleven ropa de calle: los niños con vaqueros, las niñas con faldas lisas, con camisetas rojas o sudaderas encima. —La señorita Burns no quería que el precio de la ropa no estuviera al alcance de algunas de las familias que podrían tener que recurrir a las tiendas de segunda mano para vestir a sus hijos—. Debería haber recibido una carta en la que lo explicaba antes de que Gary empezara la escuela.
—Probablemente la perdí. Todo fue un poco frenético en febrero, ¿no es cierto, Gary?
—Muy frenético —asintió Gary—. Volvimos de Uganda, ¿verdad, papá?
—¿Uganda? —me sorprendí.
—Yo era policía allí —me dijo—, pero hubo un golpe de Estado y un tipo llamado Idi Amin se hizo con el poder. Nos aconsejaron que nos marcháramos enseguida. Ese tío es peligroso.
—¿Dónde viven ahora?
—En Seaforth con mi hermana hasta que encontremos una casa propia. Tiene un piso en Sandy Road. —Hizo una mueca—. Estamos un poco apretados, pero en los pocos años que hemos estado fuera, los precios de las casas se han disparado y me está costando mucho encontrar algo que me pueda permitir. Y no tengo mucho tiempo para buscar, porque trabajo por las noches en Correos. Cuando nos establezcamos, me incorporaré a la policía británica, aunque me pregunto si no será más sensato volver al extranjero; a Australia, quizá, o a Canadá. Allí hay más oportunidades.
—Papá, si vamos a Australia, ¿podré tener un koala?
—Son una especie protegida, Gary —señalé—. No se pueden tener como mascotas.
El niño pareció desilusionado.
—En Uganda teníamos a Jimmy, pero habría tenido que quedarse en una perrera en Inglaterra durante seis meses, así que lo dejamos allí.
—¿Es un perro, Jimmy?
—No, es un gato. —Gary frunció el ceño muy serio—. Tiene rayas, y yo decía que era un tigre.
—Jimmy es muy viejo —comentó Rob—. Lo heredamos hace un año de una familia que iba a volver a Inglaterra. Dudo que hubiera aguantado seis meses en una perrera. Los guardan en jaulas, ¿sabe?
—¿Se fue a vivir con gente tan agradable como vosotros? —pregunté a Gary.
Él asintió muy serio.
—Mejor todavía, una niña llamada Petron... ¿Cómo se llamaba, papá?
—Petronella.
—Tenía el pelo de un rubio dorado y le llegaba hasta los pies.
—Creo que exageras un poco, hijo. El pelo de Petronella le llegaba por la cintura. —La sonrisa de Rob le transformó completamente la cara. Estaba empezando a relajarse.
Me pregunté dónde estaría su mujer. No era corriente que un padre fuera a comprar ropa con su hijo. Dije:
—Puede devolver esta ropa y cambiarla por otra más adecuada, ¿sabe?
—¿No les importará?
—No si tiene los recibos.
—Los tengo en alguna parte. —Rebuscó en los bolsillos y sacó un montón de papeles arrugados.
La camarera llegó con el pedido. Rob me preguntó si quería otra taza de café y yo dije que sí. Eché un vistazo a mi alrededor en el restaurante repleto. Si la gente nos estaba mirando, supondría que éramos una familia como tantas otras, que había ido al centro de compras. No sabía por qué esa idea me proporcionó cierto placer. Nadie sabría que yo no era la mujer de aquel hombre y la madre del niño.
Me di cuenta de que bajo la mesa había una bolsa de WH Smith.
—¿Qué discos se ha comprado?
—Jimi Hendrix, los Tremeloes, Piper at the Gates of Dawn, de Pink Floyd. —Cogió la bolsa y me enseñó las fundas.
—Me encantan todos —dije feliz—. Tengo el último disco de Simon y Garfunkel, Puente sobre aguas turbulentas. Lo pongo todo el tiempo.
—Me quedé un poco atrasado en mi colección de discos en Uganda —puso la bolsa en un sitio más seguro—. Pero le diré una cosa: estaba en el auditorio de Litherland una noche en 1961 y vi a cuatro tipos mugrientos tocar una música que no había oído nunca antes, resultaron ser los Beatles.
—¡Yo también estaba allí! —grité—. ¡Sólo tenía quince años!
—¡Y yo dieciocho!
—¿Dónde estaba sentado?
—Delante. Yo era amigo de uno que era amigo de Ringo Starr.
—Mi amiga y yo estábamos al fondo —reí—. No éramos amigas de nadie.
—Vaya, pues menuda coincidencia —se maravilló—. Los dos en el mismo sitio hace diez años nada menos. —De pronto pareció mucho más joven. Sólo tenía veintiocho años, no treinta y pocos, como había pensado.
—Papá pone música todo el tiempo —comentó Gary con solemnidad—. Bess se queja porque siempre está usando su tocadiscos. Le gusta... —frunció el ceño—. ¿Qué clase de música le gusta a la tía Bess, papá?
—Country y folk, hijo —le informó su padre. Se volvió hacia mí y exclamó horrorizado—: ¡Su cantante favorita es Connie Francis!
—¡Santo cielo! —dije comprensiva—. ¿Cómo puede preferir alguien el country al rock'n'roll?
—No se puede creer —murmuró Rob, asintiendo.
—¿Qué música le gusta a tu mamá, Gary? —pregunté.
—Mi mamá está muerta —contestó él sencillamente—. Se ahogó en España.
Me llevé las manos a las mejillas ardientes. Habría deseado con todas mis fuerzas que la tierra se abriera y me tragara.
—Lo siento. Nunca pensé... es decir, creí que la señora que lleva a Gary a la escuela era su madre.
—No, es Bess, mi hermana. ¡Oh!, mire, aquí está su café. —Cogió la taza de la bandeja de la camarera y me la puso delante. Bebí un sorbo y me abrasé la lengua—. No se avergüence —agregó—. ¿Cómo iba a saberlo? Ocurrió hace tres años. Gary y yo hablamos de su madre abiertamente.
—Tenía los ojos verdes —comentó Gary—. Como yo.
—¿De verdad? —dije con voz trémula.
—Y el pelo castaño. Era rizado como el mío, sólo que el mío no es castaño. El mío es del mismo color que el de papá.
—Suena como si fuera muy guapa.
—Era guapísima. Tenemos fotos de ella en casa, ¿verdad, papá?
—Sí, Gary. —Alborotó los rizos rubios de su hijo. Se miraron mutuamente con una mirada que parecía decir: «Estamos juntos en esto». Compartían un lazo que no siempre existía entre padre e hijo.
—Tengo que irme. —Apuré el resto del café. Seguía estando demasiado caliente y me quemó la lengua de nuevo. Había estado a punto de ofrecerme a acompañarlos a las tiendas para cambiar la ropa por otra más adecuada. Realmente me gustaba Rob Finnegan; me había permitido a mí misma que me gustara. Me había hecho ilusión descubrir que compartíamos los mismos gustos musicales y que ambos habíamos estado en el primer concierto de los Beatles. Pero era porque había pensado que estaba casado y, por tanto, no estaba disponible. Me mantenía estrictamente fuera del alcance de hombres solteros, disponibles y atractivos porque me asustaba enamorarme de alguno y acabar casándome, cosa que era muy peligrosa.
¿No?
No lo sabía. Yo no sabía nada.
—Ha llamado Cathy Burns —dijo Charles cuando llegué a casa—. La he invitado a cenar a casa esta noche. Espero que no te importe. ¿Te resultará raro cenar con la directora de la escuela donde trabajas?
—En absoluto —le aseguré.
—A Marion no le hace mucha gracia. Cree que querrá hablar todo el tiempo de tu madre... y que me llamará Charlie —sonrió—. Últimamente queda poca gente que me llame Charlie.
Estuve de acuerdo en que la señorita Burns seguramente querría hablar de mi madre.
—Está desesperada por saber dónde está.
—¿Y quién no? —dijo Charles secamente—. Yo sigo esperando que aparezca cuando quiera. Voy a bañarme. Acabo de cortar el césped por primera vez este año y estoy hecho polvo. Marion está en la peluquería; volverá dentro de media hora más o menos. —Marion iba a la peluquería cada sábado por la tarde sin falta.
Charles subió y yo salí al jardín a ver el césped. Parecía intensamente verde y tenía el encantador olor tan característico de la hierba recién cortada. Olisqueé apreciativamente. Me alegró pensar que pronto todo estaría en flor y que habría un montón de aromas maravillosos. El jardín era obra de Charles. El tupido seto de aligustre y los abultados arbustos habían brotado de esquejes y las flores de semillas. Era su orgullo y su alegría.
Había comprado la casa en 1939, cuando era raro que una persona de clase trabajadora tuviera casa en propiedad. Era un adosado de ladrillo rojo con tres buenos dormitorios, dos salas, un office y un garaje que se había añadido al cabo de los años.
Charles decía que había sido sorprendentemente barata —«costó menos de cuatro cifras», solía presumir—, y ahora valía entre cinco y seis mil libras. Marion y él a menudo miraban las casas a la venta en el Liverpool Echo para comparar los precios, aunque no tenían ninguna intención de mudarse. Incluso iban a ver casas. Parecía ser una especie de afición. Los muebles eran caros: madera sólida comprada para durar toda la vida. Nunca comprarían otra cosa, por mucho que los estilos cambiaran.
Marion volvió a casa con el pelo de un negro intenso y bien peinado. Pidió ver la ropa que me había comprado. Siempre montaba un gran número admirando el estilo, tocando las telas, comentando que el vestido, o lo que fuera, parecía de muy buena calidad. No sé si se interesaba de verdad, o simplemente hacía lo que se supone que hacen las madres. A mi tía no le interesaban las joyas ni la ropa y sólo poseía la alianza y unos minúsculos pendientes de perlas que Charles le había dado como regalo de bodas: los llevaba siempre. Tenía dos trajes elegantes y un puñado de vestidos lisos, faldas y camisas, todo en colores oscuros. Nunca en su vida había llevado pantalones y se negaba a que Charles tuviera vaqueros. «No me he casado con un vaquero», decía.
Íbamos a cenar en el Lonely Bell, un pub en Formby no muy lejos de la playa. Aunque aún era pronto, Catherine Burns ya estaba en el piso de arriba cuando llegamos. Llevaba un traje pantalón de terciopelo azul noche con una blusa blanca de encaje debajo y un toque de maquillaje para variar. Parecía muy glamourosa y considerablemente más joven.
Marion protestó.
—¡Ay, Señor! —susurró—. ¡Está fumando! Sabes que no soporto el humo de los cigarrillos, Charles.
—No es culpa mía que esté fumando —susurró Charles a su vez.
—No deberías haberla invitado.
—Olvidé completamente que fumaba.
Por fortuna, la señorita Burns apagó el cigarrillo cuando nos vio llegar. Se puso de pie y besó a Marion y después a Charles.
—¡Oh, ven aquí, Pearl! —Me besó en la mejilla—. Eres la hija de mi mejor amiga en el mundo —dijo emocionada. Le olía el aliento a alcohol.
—No sirve de mucho tener una buena amiga que se pasa veinte años en la cárcel —soltó Marion mientras se sentaba. Su costumbre de decir lo que pensaba podía ser embarazosa a veces—. Es peor aún cuando a la amiga la ponen en libertad y desaparece de la faz de la tierra. ¡Menuda amiga!
—La amistad, como la generosidad, cubre un gran número de pecados —contestó la señorita Burns. Parecía más divertida que molesta.
Marion abrió la boca para decir algo más, pero cambió de idea y cerró la boca de golpe. Supuse que Charles le habría propinado una patada por debajo de la mesa.
—¿Cuándo nos vimos por última vez? —se preguntó la señorita Burns en voz alta.
—Cuando mandaron a Amy a Holloway —respondió Charles—, rú y yo fuimos a verla al mismo tiempo. Creo que fue hace unos tres años.
—Tienes razón. Y la última vez que te vi, Marion, fue en el veinticinco cumpleaños de Pearl. Deberíamos vernos más a menudo.
—Vamos, vamos —dijo Charles. Apretó los dientes; estaba segura de que Marion le había devuelto la patada. Esperaba que la velada no transcurriera con la señorita Burns y Marion lanzándose dardos envenenados la una a la otra, y Marion y Charles propinándose patadas como locos. Charles pidió una botella de vino tinto y otra de blanco y fue rellenando las copas sin preguntar. Cuando terminamos de cenar, todo era dulzura y luminosidad.