14.- Barney

1940

El viaje de Francia a Alemania podía haber sido mucho peor. Los oficiales permanecieron juntos, se les daba razonablemente bien de comer y no estaban demasiado apretados en los trenes que los transportaron a través de la soleada campiña francesa. Lo único que echaban en falta eran los cigarrillos, cosa que algunos sufrían más que otros y otros nada en absoluto.

Por lo que habían podido entender, los llevaban a Baviera, a un monasterio en el que no había vivido nadie desde hacía unos años y que estaba siendo reconvertido en una prisión para oficiales capturados durante la guerra. Por eso habían viajado tan cómodamente, durmiendo toda la noche en tres ocasiones en hoteles bien vigilados: su prisión aún no estaba lista.

En Ruán, el coronel Toller había entregado a Barney a las autoridades alemanas. Barney se había encontrado con un regimiento escocés, los Highland Rangers, que habían sido apresados en Saint-Valery-en-Caux. El grueso de los Lancashire Riffles, el regimiento de Barney, había conseguido escapar, aunque un puñado de hombres y tres oficiales habían sido capturados. Habían subido a los hombres a camiones y se los habían llevado, nadie sabía adónde, y los oficiales eran Barney, el capitán William King —un hombre alto de cara pálida con el pelo negro como ala de cuervo y cejas majestuosas que a Barney le recordaba a un villano de pantomima— y el teniente Edward Fairfax, al que Barney conocía de Oxford y con quien había vuelto a coincidir en el campamento de Surrey.

El «pobre Eddie», como lo llamaban sus compañeros en Oxford, era un año mayor que Barney y un rango superior. Era bajo y relleno, con los ojos azul claro y calvicie incipiente. También era, como habría dicho Amy, «más barato que un arado». Era un misterio cómo había conseguido entrar en Oxford. Sólo podía deberse a la influencia de su distinguido padre. Mucha responsabilidad había caído sobre los rollizos hombros de Eddie Fairfax. Para mantener el honor de la familia Fairfax, era fundamental que él lo hiciera mejor, o al menos igual de bien, que su estimado padre. Por suerte para Eddie, tenía carácter de ganador y era sumamente popular. Su padre esperaba demasiado de él, de modo que los demás chicos lo ayudaban descaradamente a hacer trampas. Aun así, sólo consiguió un aprobado raspado.

Quizá como castigo por haber fallado a la familia, Eddie fue enviado de inmediato a Sandhurst para ser entrenado como oficial del Ejército. Cuando Barney y él se encontraron en el viaje hacia Baviera, Eddie se le pegó rápidamente. A Barney siempre le había caído bien, pero si había un miembro de los Lancashire Riffles con el que hubiera preferido no estar cuando se convirtió en prisionero de guerra, ese era Eddie. Ya no era el individuo optimista que había conocido en Oxford, sino alguien medroso, casi penoso a veces. Se quejaba de que sus hombres no lo respetaban y lo consideraban alguien patético, y los oficiales tenían más o menos la misma opinión.

Eddie se pegó a su antiguo compañero de universidad y se sentó junto a él en todos los trenes. A Barney le hubiera gustado decirle que se fuera al infierno, pero su inherente bondad se lo impedía. El tipo le daba pena y tenía sensibilidad suficiente para imaginar cómo debía sentirse Eddie Fairfax.

Cruzaron la frontera de Alemania unos diez días después del encuentro de Barney con el coronel Toller en el bar.

Alguien dijo que estaban en Baviera. Eran cincuenta oficiales en total. Un general había sido hecho prisionero, pero su paradero era desconocido. Los oficiales se habían organizado y el de mayor rango, el coronel Campbell, había asumido el mando.

A Barney aquello le molestaba. No entendía por qué alguien tenía que asumir el mando si eran prisioneros. Cuando se detuvieron a pasar la noche en Reims, el coronel Campbell decidió hacer una inspección.

—¿Dónde está su guerrera, Patterson? —preguntó después de que Barney recitara su nombre y su número.

—No la llevaba cuando fui capturado, señor.

—¿Y la gorra?

—Tampoco la llevaba, señor. —Tanto la gorra como la guerrera estaban en el camión aparcado detrás del bar.

—Bueno, tendremos que ocuparnos de encontrarle sustitutos.

—Gracias, señor. —Barney no se sentía nada agradecido. No estaba de buen humor, cosa rara en él. ¿Cuánto faltaría para que terminase esa maldita guerra? No sabría si podría soportar ser prisionero, aunque parecía imposible detener a Hitler, que ya había ocupado la mitad de Europa. En aquel preciso momento, la victoria de los Aliados parecía algo inalcanzable.

Llegaron a su prisión después de un largo recorrido en camiones por una carretera sin terminar, empinada, que atravesaba un bosque. Era obviamente un viejo castillo, con altísimos muros construidos con enormes bloques de piedra y puertas de madera maciza. En algún momento las troneras habían sido cubiertas con cristales. Casi todas las habitaciones eran pequeñas, apenas suficientes para albergar a dos hombres, y se enteraron de que hasta hacía poco había sido un monasterio. Acertadamente, la habitación de un monje se llamaba celda.

En la planta baja había una gran sala de techos altos. Sin duda se habían celebrado misas allí cuando el edificio era un monasterio, y banquetes durante su etapa como castillo. Ahora que era una prisión, la sala debía de usarse de nuevo para comer, pues había numerosas mesas de madera con bancos a los lados. Cuando llegaron, dos oficinistas con uniforme del Ejército alemán habían ocupado una de las mesas y estaban inscribiendo a los recién llegados y adjudicándoles un alojamiento.

Después de hacer cola durante casi media hora, le dieron a Barney un papel con los horarios de las comidas y otras informaciones. Descubrió que iba a dormir en la tercera planta, en la habitación número diez. A diferencia de los demás hombres, no llevaba nada consigo al subir los dos tramos de curvadas escaleras de piedra. Le sorprendió lo frío que estaba el edificio un día relativamente caluroso de junio, y no vio ningún aparato de calefacción. Pensó que si era así en verano, ¿cómo sería en invierno?

En la habitación número diez había una litera, una mesa, dos sillas rígidas y un armario. Un joven pelirrojo y pecoso estaba sentado en una de las sillas. Se puso de pie de un salto cuando entró Barney, y ambos se estrecharon la mano.

—Hola, ¿qué tal? Soy James Griffiths, segundo teniente, Highland Rangers. Todos me llaman Jay. He puesto mis cosas en la litera de abajo, pero dormiré en la de arriba si lo prefiere.

Para sorpresa de Barney, Jay tenía un fuerte acento de Lancashire, a pesar de su regimiento. Barney se presentó, le dijo que prefería la litera de arriba y describió cómo lo habían capturado y la razón por la que no tenía sus cosas.

—Qué mala suerte —se compadeció Jay cuando terminó de hablar. Echó un vistazo a la habitación de paredes desnudas y una única ventana estrecha—. Menudo agujero, ¿eh? Me pregunto cuánto tiempo estaremos aquí metidos.

—Mientras no sea para siempre... —dijo Barney. Los dos hombres se rieron.

—Al menos tenemos suerte de estar vivos —comentó Jay—. Perdí a mi primo en las últimas escaramuzas. Tenía la misma edad que yo.

—¡Dios mío!, lo siento. Yo me crucé con mi hermano de camino a Dunkerque. Espero con toda mi alma que llegara a casa a salvo.

—Yo también lo espero.

Barney se acercó a la ventana y miró afuera.

—¡Menuda vista! —exclamó. Se sentía como si estuviera encaramado en lo alto del mundo. El castillo se alzaba sobre una meseta que acababa a unos diez metros de la sólida muralla que rodeaba todo el edificio. Desde allí caía en picado sobre una amplia zona cubierta de abetos, un bosque tan tupido que de lejos parecía una mullida alfombra verde oscuro. Los árboles se extendían más allá de donde alcanzaba la vista. Él advirtió que la muralla tenía un añadido de alambre de espino hasta el que habían volado unos cuantos pájaros que no habían sido capaces de desenredarse.

Sus esqueletos colgaban del alambre como pequeños espantapájaros, con las plumas colgando.

—Me pregunto si habrá alguna posibilidad de escapar de aquí —le dijo a su compañero de cuarto.

—No se me ocurre cómo de momento. Aunque se pudiera escalar la muralla, uno podría perderse fácilmente en ese bosque.

Unos hombres paseaban por la meseta.

—¿Le apetece dar una vuelta? —preguntó Barney. No parecería tanto una cárcel estando fuera.

—No le digo que no. Me vendrá bien un poco de aire fresco.

Los jóvenes bajaron por las sinuosas escaleras y salieron al aire libre, que exhalaba un delicioso aroma a fresco. James dijo que olía a pino. Le contó a Barney que se había alistado en un regimiento escocés para complacer a su madre, que era escocesa.

Cuanto más hablaban, más descubrían lo mucho que tenían en común. Jay era licenciado en Entomología.

—Es el estudio de los insectos —explicó al ver que Barney ponía cara de asombro. Ambos preferían el fútbol al rugby, llevaban casados poco más de un año, tenían aversión a las tormentas y no podían soportar las verduras verdes de ninguna clase.

—Sobre todo el repollo —recalcó Barney.

Jay hizo como que vomitaba.

—No me sorprendería que nos dieran mucho repollo en este lugar. ¿Qué es el sauerkraut al fin y al cabo?

—No sé, pero suena horrible y definitivamente repolludo.

Llegaron hasta un pequeño grupo de hombres que estaban sentados en un banco de piedra jugando a las cartas, y observaron durante un rato. Por lo visto, la prisión ya había recibido un mote: la Colmena. Barney pensó que no le importaría estar en la Colmena si no era por mucho tiempo. Se sintió enormemente aliviado porque al parecer se había deshecho de Eddie Fairfax y lo había sustituido por Jay Griffiths, que le gustaba de verdad. Algún otro pobre se vería obligado a compartir la habitación —la celda— con Eddie.

Pronto sería la hora de la cena.

—¿Nos lavamos? —preguntó Jay, y volvieron adentro—. ¿O se obvian esas delicadezas cuando eres prisionero de guerra?

Barney arqueó una ceja.

—¿Nos ponemos chaquetas de vestir?

—Espero que la doncella haya pulido bien la plata.

—Si hay algo que no soporto es la plata mal pulida.

Echaron una carrera escaleras arriba —empataron— y entraron en su celda. El capitán King estaba frente a la ventana mirando hacia el bosque. Se volvió cuando los dos hombres entraron.

—Ah, Patterson —dijo jovialmente—. Me temo que tenemos un problema entre manos que sólo usted puede resolver.

Barney tuvo una premonición de cuál podía ser el problema y sintió que se le encogía el estómago.

—Es ese canijo idiota, Fairfax —continuó el capitán—. Al parecer no puede compartir habitación con nadie más que con usted. Casi le da un ataque abajo; montó una buena escena cuando descubrió que tenía que compartir cuarto con un extraño. En mi humilde opinión, lo que ese tipo necesita es un psiquiatra. O eso, o una buena patada en el trasero. Normalmente le ordenaría que se callase y siguiera adelante —está en el Ejército, no en una escuela de señoritas—, pero estas no son circunstancias normales, ¿verdad? Lo mandaré arriba, ¿de acuerdo? Griffiths puede bajar a la habitación catorce en el piso de abajo.

—¿Tengo elección, señor?

—Bueno, no, Patterson, no la tiene. Se lo estoy pidiendo amablemente en lugar de darle una orden, pero la respuesta debe ser afirmativa.

—En ese caso, señor, mándelo para arriba —dijo Barney desganado.

—Su entusiasmo dice mucho en su favor, Patterson. —El capitán se marchó con una sonrisa.

—Mierda —masculló Barney.

—Es una pena. —Jay empezó a recoger sus cosas—. ¿Quién es ese tal Fairfax, por cierto?

—Fuimos juntos a Oxford. No debería haberse incorporado nunca al Ejército. —Barney frunció el ceño y asestó una patada al armario—. Lo malo es que no puedes evitar que te dé pena.

—Bueno, como dice mi madre, «tendrás tu recompensa en el cielo». —Apretó el hombro de Barney—. Habría sido agradable estar juntos —rio—. Si me fuera a la habitación catorce y montara una escena peor que la de Fairfax, ¿cree que me mandarían otra vez aquí?

—Lo dudo. —Le estrechó la mano—. Adiós, Jay.

—Adiós, Barney.

No es Fairfax quien necesita un psiquiatra, soy yo, pensó Barney aquella noche mientras estaba tumbado boca abajo en la litera de arriba, escuchando la conversación no deseada de su amigo.

—¿Estás seguro de que te encuentras bien, Barney? —preguntó Eddie solícito desde abajo—. Has estado muy callado toda la noche.

—Estoy cansado. Si quieres hablar con alguien, vete abajo. —El comedor hacía también de sala de oficiales—. Habrá un montón de gente allí.

—No se me ocurriría dejarte solo, viejo amigo, si te sientes un poco melancólico.

—No me siento en absoluto melancólico, Fairfax. Me siento cansado. Cansadísimo, por si lo quieres saber.

—Si bajo solo, nadie hablará conmigo.

—¿Por qué no te llevas el cuaderno que nos han dado y escribes una carta a casa? —propuso Barney. Habría bajado a la sala, pero pensar en Fairfax siguiéndolo dos escalones por detrás le dio arcadas. Estaba deseando escribir a Amy, pero lo haría cuando estuviera solo, para poder pensar claramente lo que le salía del alma.

—No estoy de humor para escribir una carta —dijo Fairfax con voz ofendida.

Barney no contestó.

Cinco días más tarde llegó el comandante del campo. Se llamaba Frederick Hofacker y tenía el rango de coronel. Nadie presenció su llegada, pero era imposible no escuchar el ruido que hizo la pequeña caravana de automóviles que lo trajo, el sonoro ruido de botas sobre los suelos de piedra y las órdenes que se gritaron.

Se establecieron reglas, que hasta entonces habían sido inexistentes. Los prisioneros debían estar levantados a las siete y en la cama a las diez, cuando se apagaban las luces, después de lo cual no se podía hablar. Debían hacer ejercicio al aire libre al menos dos horas al día. Tenían que lavarse sus propios platos después de las comidas y hacerse las camas. A los que llegaran tarde a las comidas no se les serviría, y la insubordinación se castigaría encerrando al culpable en el sótano y sometiéndolo a una dieta de pan y agua durante tres días. Cualquiera que intentara escapar sería fusilado. La última frase la repitió dos veces.

Los domingos, se les informó también, habría una misa católica en la sala, seguida de un servicio dirigido por un pastor luterano para aquellos que tuvieran otras creencias, lo que incluía todas las religiones del mundo.

—No suena demasiado mal —comentó Barney cuando leyó la hoja escrita.

—Pero dos horas de ejercicio al aire libre, Barney —se quejó Fairfax—, ¡todos los días!

—Me pregunto qué estarán haciendo nuestros soldados rasos —dijo Barney, pensativo—. Apuesto a que están durmiendo en un dormitorio atestado en lugar de dos por habitación, y me sorprendería que los alimentaran tan bien como a nosotros.

Fairfax ignoró el comentario. En esos días la única persona que le importaba era él mismo.

—¿Tenemos que ir a misa?

—Aquí no lo dice. Yo iré al servicio católico.

—No sabía que eras católico, Barney.

—No lo soy, pero mi mujer sí. Lo haré por ella. —Era el lugar perfecto para rezar por Amy, pensar en ella en paz, sentirse más cerca de ella. Trató de imaginar la expresión de la cara de su madre si descubría que había ido a una misa católica, pero le resultó imposible.

El coronel Hofacker llevaba una semana en el campo desde que apareció una mañana ante los prisioneros cuando estos estaban fuera. Los hombres llegaron corriendo, cojeando o sencillamente andando, después de haber dado diez vueltas alrededor de la Colmena.

Barney fue el primero en llegar a la línea de meta —dos cubos volcados— y el primero en ver al alto e impecable oficial alemán que caminaba arriba y abajo —unos pasos en una dirección, unos pasos en la otra— con una mano detrás de la espalda y la otra alrededor de una vara corta que llevaba debajo del brazo. Dos soldados armados con rifles parecían proporcionarle algo parecido a una guardia; pero relajada. Era un día caluroso y Barney pensó que se debían estar asando con aquel ajustado uniforme gris de cuello alto, los pantalones de montar y las botas relucientes.

—Siempre ganas —comentó Jay, que llegó trotando.

—Soy el que está más en forma, es por eso. —Barney corrió en el sitio, levantando las rodillas y agitando los brazos en el aire como si se estuviera ahogando. Si las circunstancias hubieran sido diferentes, se habría sentido eufórico corriendo al aire libre, con aquel aroma a pino. Llevaba una camiseta color caqui, pantalones cortos y zapatillas de deporte, que le había conseguido el coronel Campbell. También le había proporcionado otra guerrera, una gorra y un capote, todo lo cual le quedaba grande, aunque era mejor que si le quedara pequeño. No preguntó, pero sospechaba que llevaba la ropa de un hombre muerto.

El capitán MacDermott, de los Highland Rangers, se acercó paseando, tras haber caminado alrededor de la meseta un par de veces. Era el prisionero más bajo de la Colmena, más incluso que Eddie. No medía más de un metro sesenta y cinco, y tenía un sentido del humor contagioso.

—Tenemos que fabricarte una copa, Patterson, con tu nombre grabado en ella —dijo—. Oye, creo que ese de allí es el coronel Hofacker. Menudo lechuguino, francamente. Beau Brummell nunca morirá mientras él viva.

Hizo una señal a Clive Cousins, un teniente segundo, para que avisara a los oficiales de menor rango. Cousins había estudiado para ser subastador antes de la guerra y tenía una voz muy potente. Bramó una orden y los hombres formaron en dos líneas y se pusieron firmes, mientras Eddie Fairfax llegaba jadeando, con la cara empapada de sudor.

—Creo que he corrido once veces en vez de diez —masculló mientras se ponía al final de la primera fila. Nadie lo creyó.

—Descansen —voceó Cousins.

En ese momento, el comandante avanzó y se colocó delante del capitán MacDermott, mirándolo desde arriba. Los dos hombres se saludaron, el alemán golpeando los talones y levantando el brazo con un movimiento rígido y mecánico que lo hizo temblar de tensión.

—¡Heil Hitler! —ladró. Se escucharon unas cuantas risitas.

Al principio, el capitán MacDermott pareció desconcertado.

—¡Dios salve al rey! —murmuró.

Un joven oficial alemán se adelantó y se inclinó ligeramente. Era afeminado, con los labios pequeños y redondos.

—Traduciré para el coronel Hofacker —dijo con voz suave y sólo un atisbo de acento alemán—. Le ruega que vuelva a poner firmes a sus hombres para que pueda pasarles revista.

—¡Atennnción! —gritó Cousins. Se escucharon más risitas. El capitán MacDermott frunció el ceño y movió imperceptiblemente la cabeza. Quería indicar con ese gesto que no sería muy práctico agraviar innecesariamente al enemigo. A partir de ese momento no hubo más risas.

El coronel Hofacker caminó despacio ante la primera fila de hombres, deteniéndose un instante delante de cada uno y mirándolo fijamente, como si estuviera tratando de memorizar cada cara. De cerca resultó ser un individuo poco atractivo, de al menos cincuenta años, con la cara picada de viruela y una nariz extrañamente plana y un poco torcida. Barney se imaginó un puño aterrizando en ella con una fuerza considerable tiempo atrás, desfigurándola. A pesar de su aspecto poco agraciado, el coronel estaba claramente orgulloso de sí mismo. «La octava maravilla», habría dicho Amy. Se deducía por la arrogante expresión de los ojillos y por el modo en que se pavoneaba con sus anchos hombros echados hacia atrás. Al mismo tiempo parecía enfermizo. Tenía el blanco de los ojos visiblemente amarillento.

Barney, en la segunda fila, sintió una incomodidad que pronto se convirtió en náuseas cuando el hombre se detuvo ante él algo más que unos segundos, clavándole los ojillos en los suyos. El fijó la mirada en la nuca del hombre de delante y trató de hacer como que el coronel era invisible.

Hofacker terminó su inspección.

Danke schön —le dijo al capitán MacDermott, inclinándose rígidamente. Tras decir esto se marchó, seguido por el traductor y los guardias armados.

Unos días más tarde, Eddie Fairfax se puso enfermo. Empezó con fiebre y un dolor de cabeza que lo mantuvo despierto gimiendo durante toda la noche, y a Barney con él. A la mañana siguiente, el capitán King consiguió localizar unas aspirinas, pero no le hicieron efecto. A medida que avanzaba el día, Eddie empeoró. Perdió el conocimiento y su respiración se volvió estertórea y trabajosa.

Como no había nadie con conocimientos médicos entre los prisioneros y la enfermería del piso de abajo aún no estaba preparada, el coronel Campbell fue a ver al comandante para pedir un médico para el enfermo. Volvió quince minutos más tarde furioso. Le habían dicho que el coronel Hofacker estaba demasiado ocupado para atenderlo.

—Hablé con el intérprete, que me aseguró que le haría llegar el mensaje. Le advertí de que si no se hacía nada, su maldito comandante sería denunciado por no respetar la Convención de Ginebra sobre el tratamiento de los prisioneros de guerra. —El coronel rezongó—. El tipo se limitó a observarme con la mirada vacía. Sabía tan bien como yo que ahora mismo, las posibilidades que tengo de denunciar algo que ocurra en este maldito lugar a una persona de autoridad son nulas.

—No me gustó el coronel Hofacker desde el principio —opinó el capitán King.

Esta conversación se produjo delante de la habitación de Barney y Eddie. Barney escuchaba apesadumbrado. De un modo que nunca comprendería, apreciaba a Eddie. No, no lo apreciaba, más bien se sentía responsable de él. En ese momento, Barney era la única persona que tenía Eddie para salir adelante.

—Patterson —dijo el coronel—, será mejor que busque otro sitio para dormir esta noche. Puede que lo que tenga Fairfax sea contagioso.

—Si es así, señor, probablemente lo habré cogido ya. Si no le importa, me quedaré por si Fairfax necesita algo.

—Buen chico, Patterson. Pero insisto en que baje a cenar. Me ocuparé de que alguien le eche un vistazo al paciente mientras usted está ausente.

No fueron los gemidos y la respiración pesada de Eddie los que mantuvieron despierto a Barney toda la noche, sino su silencio. Yacía como un cadáver en la cama, sin moverse, haciendo apenas algún sonido. Barney miraba hacia abajo una y otra vez desde su litera para asegurarse de que seguía vivo, y se sentía aliviado al ver que le temblaban los párpados o que se movía la manta una mínima fracción de un centímetro como prueba de que seguía respirando.

La última vez que esto ocurrió, tras quedarse tranquilo porque Eddie estaba aún en el mundo de los vivos, Barney no se molestó en tumbarse. Las agujas fosforescentes del reloj marcaban las tres menos cuarto. El silencio casi podía palparse. Se sentó en la cama, apoyó la cabeza contra la pared y se quedó pensativo. Echaba tanto de menos a Amy que le dolía. La imaginó durmiendo en la cama del pequeño piso donde habían pasado sólo cuatro meses juntos, aunque había sido la parte más importante y sorprendente de su vida. Cerró los ojos y le tocó el pelo, las mejillas, la curva de la barbilla, sus hombros. Después retiró las mantas y vio que tenía el camisón enredado en las piernas...

—Perdone.

Barney se sobresaltó tanto que soltó un grito.

—¿Sí? —preguntó cuando vio entrar en la habitación al traductor alemán.

—Siento haberlo asustado, pero me preocupaba que al llamar su amigo pudiera despertarse —dijo el hombre disculpándose con su suave voz.

—¿Qué quiere? —Su irritación se vio contenida al tener que hablar en susurros.

—Al comandante le gustaría verlo.

—¿Ahora? —Volvió a mirar su reloj—. Son las tres de la mañana.

—Ahora. ¿Quiere venir, por favor? —El hombre le indicó que se levantara.

Barney no se movió.

—¿Para qué me quiere el comandante?

—Él se lo dirá. Creo que tiene que ver con su amigo. —El hombre deslizó la mirada sobre Barney.

—De acuerdo. —Era una extraña petición a una hora extraña, pero Barney no dudó. Saltó de la litera, se vistió y siguió al traductor fuera de la habitación, cerrando suavemente la puerta tras de sí.

Bajaron al silencioso comedor, normalmente saturado de ruido y de voces pero ahora desierto, y recorrieron un pasillo que él no había visto nunca. Su guía abrió una puerta y entraron en una pequeña habitación con dos escritorios, ambos equipados con una máquina de escribir y un teléfono. El traductor llamó a una puerta que había en la esquina y, sin esperar respuesta, hizo un gesto a Barney para que entrara, cerrando la puerta tras él.

Era como un mundo diferente. Barney parpadeó incrédulo al ver los ricos tapices y los coloristas cuadros al óleo que cubrían las paredes de piedra; el escritorio, el aparador, la mesa circular y las sillas negras y doradas; la media docena de alfombras de vistosos dibujos. Había un jarrón con flores en la mesa, cuyo aroma perfumaba la sobrecalentada habitación. Un fuego de leña ardía en la chimenea.

En un sofá tapizado de color carmín situado en medio de la habitación, el coronel Hofacker, comandante de la Colmena, estaba medio sentado, medio tumbado, fumando un cigarrillo con una boquilla de marfil. Llevaba una bata de seda negra sobre un pijama a juego. Uno de sus pies, cubiertos por unas zapatillas negras, yacía sobre una alfombrilla; el otro estaba apoyado en el sofá. Su pelo era abundante, negro y más largo de lo habitual en el Ejército. Miró a Barney y sonrió. Este no le devolvió la sonrisa. Había algo en aquel hombre... no le salía la palabra... ¡decadente!, eso era. Y parecía sorprendentemente malsano, como si se estuviera quedando sin piel.

—¿Qué desea? —preguntó cortésmente, recordando que lo habían llevado a ver a aquel hombre por algo que tenía relación con Eddie, y no serviría de nada ser desagradable.

—Siéntese, teniente.

—Prefiero quedarme de pie, gracias.

—Como quiera. —El comandante se encogió de hombros.

—Creí que usted no hablaba inglés.

—Se oyen conversaciones muy interesantes si los demás piensan que no sabes lo que están diciendo. —Hubo una pausa y luego dijo—: Es usted un joven muy hermoso, teniente Patterson.

—¿Eli? —Era lo último que Barney esperaba oír. Para su desgracia, notó que se había ruborizado.

—Tengo debilidad por los jóvenes hermosos —continuó diciendo el coronel con voz sedosa—. ¿Está dispuesto a complacer mi debilidad, teniente?

—¡Por el amor de Dios, no! —gritó Barney. Retrocedió unos pasos para aumentar la distancia entre ellos.

—¿Ni siquiera para ayudar a su amigo? —El hombre volvía a sonreír. Se llevó el cigarrillo a los labios y exhaló una nube de humo.

—No —masculló Barney—. Por ninguna razón en el mundo.

—Si cambia de opinión, un médico atenderá al teniente Fairfax dentro de media hora. —Alcanzó el cenicero que había en el asiento junto a él y apagó el cigarrillo—. Hay un buen médico en el pueblo más cercano y yo podría enviar un coche a recogerlo y traerlo aquí.

—Le aseguro que no cambiaré de opinión.

Cuando Barney volvió, la respiración de Eddie había cambiado. Las inspiraciones eran muy cortas e iban acompañadas de un sonido rasposo, ahogado. ¿Era un estertor?, se preguntó Barney, horrorizado. ¿Y si Eddie moría y él podía haberlo salvado? La conducta homosexual no le resultaba del todo extraña. No la había practicado, pero la había conocido en Oxford. Para algunos chicos, era algo natural; para otros, era una especie de diversión.

Eddie pareció dejar de respirar y exhaló un sobrecogedor sonido ahogado. Barney se arrodilló junto a la cama y le buscó el pulso, pero no lo encontró. Un minuto más tarde, Eddie exhaló otro sonido ahogado.

—¡Oh, Dios! —¿La vida de un hombre valía menos que la humillación temporal de otro?

No.

Barney corrió escaleras abajo hasta los cuarteles del comandante. Cuando abrió la puerta del pequeño despacho, el traductor estaba sentado tras uno de los escritorios, escribiendo en un cuaderno.

—Dígale al coronel Hofacker que haré lo que quiere, pero después de que el médico haya visto a mi amigo y sólo si el médico puede hacer que se ponga mejor. Le doy mi palabra.

—Se lo diré ahora mismo. —El hombre se levantó. Su boquita rosada se torció en una sonrisa seca—. Pensó que usted volvería. Por eso me pidió que esperara.

Barney se quedó abajo. No había nada que pudiera hacer para salvar la vida de Eddie si decidía morirse en su ausencia. Se sentó junto a una de las largas mesas del comedor y deseó tener un cigarrillo. Después de lo que se le antojó una eternidad, oyó salir un coche y el sonido del motor se fue apagando hasta desaparecer en la quietud de la noche. Después de otra eternidad, el coche volvió. El traductor salió y abrió la puerta antes de que el conductor tuviera tiempo de tocar la campana y despertar a todo el mundo. Fue él quien llevó al médico —un hombre robusto, con la cara enrojecida, el pelo canoso y una barba tupida— arriba para que examinara a Eddie. Regresó al cabo de unos minutos.

—Uno de sus oficiales, el capitán King, oyó el motor del coche —le dijo a Barney— y fue a ver qué pasaba. —Se sentó al otro lado de la mesa—. Parece que él y el médico hablan francés, de modo que pueden conversar entre ellos.

—¿Qué le ha dicho al capitán? —preguntó Barney rápidamente.

—Que el estado del teniente Fairfax había empeorado y que usted había insistido en que fuéramos a buscar a un médico, y que el comandante había accedido.

—Gracias.

—¿Quiere un cigarrillo? —Sacó del bolsillo una brillante pitillera negra con las iniciales F. J. grabadas en plata—. Me llamo Franz Jaeger. Antes trabajaba en la sede de Londres de Mercedes-Benz. Las oficinas estaban en Mayfair, a la vuelta de la esquina de la embajada americana.

Barney cogió un cigarrillo agradecido y el otro se lo encendió.

—Gracias —murmuró.

—Lo siento por todo —dijo Franz Jaeger.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Barney. Deseaba que el traductor se fuera, preferiría estar solo.

El hombre extendió sus pequeñas manos blancas en un gesto casi de desconsuelo.

—La guerra, las muertes en ambos bandos, el comandante.

—Entonces, ¿por qué se alistó?

—Me alistó mi padre —respondió él tristemente—. Volví a Alemania porque mi madre estaba enferma, con intención de quedarme sólo unas semanas. Ella murió, el Führer invadió Polonia, Gran Bretaña declaró la guerra y yo me quedé tirado. Si hubiera tenido elección, habría permanecido en Londres, aunque eso significara ser internado como un extranjero en la isla de Man con mis amigos extranjeros. Tengo entendido que es un lugar de vacaciones muy bonito, preferible a un campo de prisioneros de guerra en Baviera. Yo aquí me siento tan prisionero como usted.

Barney no conocía la isla de Man, pero estaba seguro de que era preferible a Baviera.

—Cuando esta guerra absurda acabe —continuó Franz Jaeger—, volveré a Londres. —Tiró la colilla al suelo, sacó otro cigarrillo de la pitillera y se lo ofreció a Barney.

Barney arrojó su colilla al otro extremo de la habitación y cogió un segundo cigarrillo. Franz Jaeger iba a meterse la pitillera en el bolsillo, pero en lugar de eso vació el contenido sobre la mesa.

—Cójalos. Yo puedo conseguir muchos más.

—Gracias. —Barney se guardó los cigarrillos en el bolsillo de la pechera de su enorme guerrera.

—El comandante se está muriendo —le informó el otro con voz distante—. Está invadido por el cáncer. No le molestará durante mucho tiempo.

—Bien —dijo Barney. No parecía que el coronel Hofacker se fuera a morir antes del día siguiente por la noche, pero cabía la posibilidad de que lo hiciera Eddie, y así no tendría que cumplir la promesa que había hecho.

Eddie no murió. Resultó que tenía neumonía y debería haber estado sentado derecho en lugar de tumbado de espaldas.

—Así pueden drenar los fluidos —dijo el capitán King vagamente—. El médico le dio una medicina. No sé el nombre, es alemán.

—Ya parece que se encuentra un poco mejor —comentó Barney. Eddie estaba incorporado, apoyado en media docena de almohadas. Estaba profundamente dormido, pero había un atisbo de color en sus mejillas y respiraba con normalidad.

Pasaron los días. El médico iba a verlo a diario y Eddie seguía mejorando. Una semana más tarde ya hablaba y había vuelto a tener apetito, aunque aún se sentía muy débil y sólo podía caminar unos pasos.

El coronel Hofacker asombró a todos, excepto a Barney al enviar pequeños caprichos para el paciente: pechuga de pollo, chuletas de cerdo, pasteles de mazapán... la clase de comida que los prisioneros no cataban nunca.

—Está claro que lo hemos juzgado mal —comentó el coronel Campbell.

Pasó otra semana y no había nada que recordara que Eddie Fairfax hubiera estado enfermo alguna vez.

Barney, que no podía dormir, no se sorprendió al recibir la visita de Franz Jaeger. Era una hora intempestiva y la Colmena estaba tan silenciosa como una tumba.

—El comandante lo está esperando —susurró.

Barney agarró su capote, se calzó y siguió al hombre escaleras abajo. Cuando llegó a la sala donde comían los prisioneros, Barney cogió una silla y dijo:

—Sentémonos un minuto.

Hacía mucho frío en la sala. La poca calefacción que había estaba apagada y sus manos eran como bloques de hielo.

El traductor pareció sorprendido, pero se sentó al otro lado de la mesa.

—No tengo ninguna intención de ir a ver al comandante —anunció Barney—. Le agradecería que usted se lo dijera.

—Pero usted lo prometió, teniente. —El hombre frunció ligeramente el ceño—. Dio su palabra.

—Cualquiera habría hecho lo mismo —replicó Barney—. Mi amigo estaba muriéndose y pedir eso era algo muy poco razonable. El teniente Fairfax tenía derecho a que lo viera un médico sin que el coronel esperara nada a cambio.

—Cierto —admitió el traductor—, pero me temo que el coronel no es un hombre razonable. Se imaginó que usted incumpliría su promesa y dijo que le dijera que si lo hacía, en un futuro muy próximo uno de sus camaradas morirá al tratar de escapar. Será muy fácil disparar a un hombre que esté fuera solo y luego afirmar que estaba intentando cortar el alambre de espino.

—¡No puede hacer eso! —masculló Barney. Un sentimiento de terror se apoderó de su pecho.

—Me temo que sí puede. Y lo hará. —Había simpatía en el tono del hombre—. No le importa nada lo que haga o piense nadie. Como ya le dije, se está muriendo, y su último deseo en este mundo es tenerlo a usted.

¿Cuál era la última frase de Historia de dos ciudades?, se preguntaba Barney mientras, unos minutos más tarde, se dirigía a la habitación del comandante. «Es mucho, mucho mejor lo que hago que lo que he hecho nunca...» Algo así.

Eddie Fairfax nunca sabría lo que su amigo había hecho por él.

El coronel Hofacker desapareció unos días antes de Navidad. Se rumoreaba que había ingresado en un hospital. El día de Año Nuevo se anunció que había muerto.

«¡No tenéis ni idea de cómo era!», quería gritar Barney cuando oyó a sus camaradas decir que no era mal tipo. Bajo su mando, el ambiente de la Colmena había sido relajado. Las reglas que imponía eran justas y los guardias apenas molestaban a los prisioneros. ¡Y fijaos en lo que hizo con Eddie Fairfax cuando estuvo enfermo!

El nuevo comandante, el mayor Von Waldau, era discreto. Una vez a la semana se reunía con el coronel Campbell, el oficial de mayor graduación, y hablaban de asuntos referentes a los prisioneros y a las condiciones en las que los mantenían. Las condiciones empeoraron a principios del nuevo año, cuando llegaron cien prisioneros más y tuvieron que meterse cuatro en cada habitación.

Poco a poco los cautivos se fueron dando cuenta de que pasaría mucho tiempo antes de que volvieran a sus casas con sus familias.

Al final, pasarían más de cuatro años hasta que fueron liberados. Los años transcurrieron aburridos y monótonos, pero soportables gracias a la fuerza del espíritu humano para triunfar sobre la adversidad. Se fundó una compañía de teatro, una biblioteca, clubes para esto y aquello. Se impartieron conferencias, se leyó poesía, se celebraron jornadas deportivas, se escribieron libros, se remendaron zapatos, se zurcieron calcetines y se idearon miles de actividades más para pasar el tiempo.

Pero Barney Patterson nunca pudo olvidar lo que tuvo que hacer para salvar la vida de Eddie Fairfax. Aquello lo había descentrado hasta el punto que su personalidad sufrió un marcado cambio, y el recuerdo de aquella noche lo perseguiría el resto de sus días.