16.- Amy

1941-1945

«... Todo duerme en derredor.» Amy cantaba a pleno pulmón. «Entre los astros que esparcen su luz...» Su voz retumbaba en sus oídos. Cuanto más alto cantaba, más conseguía ahogar el sonido de las bombas que explotaban sobre Liverpool, haciendo estremecerse el edificio y gemir a los cimientos. Temía que la casa se hundiera en cualquier momento. Había sido igual todas las noches de aquella semana. Ni siquiera en esa noche, Nochebuena, había tregua.

«Sólo velan mirando la faz / de su niño en angélica paz», gritaba. Era un villancico alemán y ella se preguntaba si Barney lo estaría cantando en el campo en ese momento. En el sótano, se estaban entregando al canto en cuerpo y alma: Amy, Clive y Veronica Stafford, el señor y la señora Porter y, por supuesto, el capitán, mientras trataban de evadirse de la realidad de lo que estaba ocurriendo fuera.

Recordaba que cuando ella, Charlie y sus hermanas eran pequeños, cantaban Cuando los pastores se lavan los calcetines, y a mamá y papá les molestaba mucho, sobre todo si estaban en la iglesia. No pensaba a menudo en su padre, y su recuerdo le dibujó una sonrisa cariñosa en los labios.

Era la segunda Navidad desde que ella y Barney se habían casado, y habían pasado las dos separados. ¿Cómo serían las cosas en el campo de prisioneros de guerra? El campo no estaba en un prado con tiendas, como ella siempre había imaginado que serían los campos de prisioneros, sino en un castillo donde hacía mucho frío. Barney decía que tenía que llevar puesto el capote todo el tiempo. No era su capote original, con el que había salido de casa, porque había perdido casi todo su equipamiento en Francia. Era el abrigo de otro, y había encontrado un pañuelo en el bolsillo con una W bordada en una esquina. «Debió de pertenecer a un William», escribió Barney, «o a un Walter, o a un Wilfred».

El capitán Kirby-Greene dirigía el canto del villancico con una regla de madera. Ponía unas caras rarísimas, arrugando la nariz y arqueando las cejas, como si estuviera dirigiendo un coro. A Amy le daban ganas de reírse, pero no quería herir sus sentimientos.

«Y la estrella de Belén», cantaban todos, «y la estreeella de Beeelén».

El silencio que siguió, aunque esperado, los cogió por sorpresa, y se miraron parpadeando, hasta que una bomba cayó cerca, rompiendo el silencio y dándoles un susto. La casa osciló y Amy se persignó. El capitán Kirby-Greene sólo pareció desdeñoso. Se había empeñado en no reaccionar a los bombardeos aéreos, por muy fuertes que fueran. Se consideraba el líder del grupo y como tal debía mantenerse firme.

—¿Hacemos una pausa para comer? —sugirió—. Es casi medianoche.

—No es mala idea. —La señora Porter había traído un plato con sándwiches.

Como era Navidad, iban a tomar tartaletas de frutas.

—No había un solo tarro de frutas en conserva en todo Liverpool —había dicho disculpándose la señora Porter—. No son más que pasas mezcladas con mermelada de moras negras, pero —añadió con una nota de triunfo en la voz— tenemos sándwiches de huevo. Amy consigue los huevos de los parientes de su cuñado, que viven en el campo.

—¡Qué bueno! —Clive Stafford se relamió. Era sumamente avaricioso y comería más de la cuenta si no lo vigilaban. Veronica hizo una mueca a sus espaldas.

El capitán estaba mirando su reloj de pulsera.

—Es medianoche —anunció—. Feliz Navidad a todos.

—¡Feliz Navidad! —Todos se besaron. Clive Stafford besó a Amy con excesivo entusiasmo.

La vida era muy peculiar. Amy no tenía nada en común con los Porter, los Stafford ni con el capitán Kirby-Greene. Le gustaban, pero sus orígenes eran muy diferentes a los suyos. Pero allí estaba, pasando noche tras noche con aquellos cinco extraños, en un lugar donde podían morir en cualquier momento. Podía ser uno de sus rostros el que viera antes de exhalar su último suspiro, no el de Barney ni el de nadie realmente cercano.

¡Qué pensamiento más triste, sólo unos minutos después de empezar el día de Navidad!

En Keighley, al mismo tiempo, Cathy Burns estaba todo lo feliz que se puede estar en tiempo de guerra. Igual que el año anterior, se estaba celebrando una fiesta en la oficina financiera. Se habían hecho sándwiches y alguien había donado un pastel de Navidad que había ganado en una rifa. Había una docena de botellas de Guinness y mucho vino.

Para las mujeres, era muchísimo mejor que ir al baile de la cantina y ser manoseadas por los soldados, que se comportaban como si no hubieran visto o tocado a una mujer en años, y para los hombres significaba no tener que pelearse por una compañera de baile. Es más, todos trabajaban en estrecha proximidad y estaban cómodos unos con otros.

Reggie Short, el dueño del gramófono, había comprado discos para la ocasión. When You Wish Upon a Star, de la película de animación Pinocho, Judy Garland cantando Over the Rainbow, y East of the Sun and West of the Moon, de Frank Sinatra.

Reggie le pidió un baile a Cathy. Era un joven excepcionalmente guapo, con el pelo negro rizado y los rasgos de un dios griego. Cuando empezó la guerra, era un dentista recién licenciado, pero había dejado a un lado enseguida la odontología para alistarse en el Ejército. Para su desilusión, descubrió que seguía siendo dentista: el Ejército no tenía ninguna intención de convertir a un individuo tan experto en un luchador cuando resultaba mucho más valioso siendo lo que era. El consultorio de Reggie estaba junto al del médico, al lado de la oficina de finanzas.

Cathy y Reggie se habían acostado juntos cuando se conocieron hacía un año. Cathy, deseosa de poner fin a las represiones que la habían agobiado en Liverpool, estaba más que dispuesta a irse a la cama con él cuando se lo pidió. Unas semanas después cambió de opinión. Reggie se estaba tomando la relación en serio, y Cathy se dio cuenta de que no debía haberse desprendido de su virtud tan rápidamente. Aunque ya no fuera virgen, estaba decidida a que la siguiente vez que se acostara con un hombre fuera por una razón de peso.

Durante un tiempo, pensó que Harry Patterson podía ser esa razón de peso. Siempre le había gustado y suponía que él sentía lo mismo. Se afianzó en su opinión las Navidades pasadas, cuando él apareció inesperadamente. Lo pasaron muy bien juntos y él le escribió después una carta preciosa que le hizo sospechar que sus sentimientos eran recíprocos. Pero no había vuelto a saber nada de él. Curiosamente estaba menos decepcionada de lo que hubiera creído.

Más tarde, no mucho después de Dunkerque, apareció en escena Jack Wilkinson. Era muy delgado y nada guapo, pero hacía un guiño travieso con sus ojos gris oscuro que Cathy encontró sumamente atractivo. Al cabo de sólo unos minutos, estaba deseando que esos labios finos y curvados la besaran.

—A mi viejo amigo, Harry Patterson, le pareció bien que me pusiera en contacto contigo —le explicó cuando se vieron por primera vez. Era junio. Cathy había terminado de trabajar ese día y estaba sentada al sol sobre la hierba detrás de su oficina. Jack tenía acento cockney y una sonrisa francamente picara que hizo que el corazón le diera un vuelco—. He venido en camión desde Leeds para ir al baile en la cantina. El problema es que no puedo bailar, me he torcido el tobillo, ¿ves? —Cojeó unos metros para que viese lo malherido que estaba; ambos sabían que exageraba—. Y Harry me dijo que eras una buena conversadora. Necesito urgentemente una buena conversación con una joven bonita.

Se pasaron toda la velada hablando sobre la vida y la muerte, religión y política, el tiempo, el matrimonio y otros temas que a Cathy le costó recordar después, hasta que el cielo se oscureció y el camión tenía que volver a Leeds; para entonces ya se habían enamorado. Él era el hombre más inteligente que ella había conocido nunca, y eso que había abandonado la escuela a los catorce años, igual que ella. Nunca hubiera imaginado que estar enamorado sería algo tan intenso, que todo tu ser estaba inmerso en la otra persona cada minuto del día.

A partir de entonces, se vieron siempre que pudieron. Jack estaba pendiente de cualquier transporte que se dirigiera a Keighley y lo pudiera llevar, y en dos ocasiones fue en la trasera de una moto.

A Cathy le resultaba más difícil escaparse; aun así, consiguió ir a Leeds algunas veces, y reservaron habitación en un hotel, sin molestarse siquiera en fingir que estaban casados. Hicieron lo mismo en Keighley, y a la dirección no pareció importarle. Después de todo, estaban en guerra y la moral, junto con muchas otras cosas, no contaba. Seis semanas más tarde el tobillo de Jack se había curado y lo enviaron a reunirse con Harry Patterson en Egipto. Se escribieron a menudo. Las cartas de Jack eran largas y serias, y las de Cathy, pulcramente mecanografiadas y desenfadadas, en las cuales le describía los acontecimientos divertidos que se producían en la base.

Estaba pensando en él mientras bailaba con Reggie, deseando que ocurriera un milagro y este se convirtiera en Jack. Ella no era como su amiga Amy. No creía que su relación con Jack fuera celestial, ni que se moriría si lo perdía, ni que lo echaba de menos cien veces más de lo que las demás mujeres echaban de menos a sus hombres. Lo único que sabía era que lo amaba con todo su corazón y que quería que pasaran el resto de su vida juntos.

El teléfono del escritorio de la otra habitación sonó y alguien respondió.

—¡Es para ti, Cathy! —gritó ese alguien.

Amy era la única persona que se le ocurría que pudiera llamar tan tarde en Nochebuena. Cathy abandonó a Reggie, fue a la otra habitación y cogió el teléfono.

—Hola, cariño —dijo la voz más querida en todo el ancho mundo.

—¡Jack! —chilló ella, y luego, en voz más baja—: ¡Oh, Jack!, ¿dónde estás?

—En Egipto. Estoy en un pub británico y hay un teléfono, de esos de monedas. Llevo toda la noche intentando llamar y tengo unas cien libras en monedas.

—¡Cien libras! —musitó ella. No se había dado cuenta de que la habitación se había vaciado y la puerta se había cerrado con suavidad.

—Bueno, más bien cinco —admitió él—. ¿Cómo estás? Pensé que tendríais una fiesta en la oficina.

—Estoy muy bien. Y más ahora que estoy hablando contigo. —Su voz descendió hasta convertirse en un latiente susurro—. Jack, ¡cómo desearía que estuvieras aquí!

—Y yo, cariño. —Lo oyó introducir más dinero al otro extremo del hilo telefónico, en Egipto. Debía de hacer muchísimo calor allí. Miró por la ventana y vio hielo en el suelo. El cielo era azul marino y las estrellas parecían muy cercanas y artificialmente brillantes.

—Supongo que allí hace frío —comentó él.

—Mucho frío. Parece que va a nevar.

—Te quiero, Cath —dijo él. Se oyó caer más dinero en la ranura.

—Te quiero. ¿Por qué estamos hablando del tiempo? —Sabía que en cuanto colgara el teléfono se le ocurrirían montones de cosas que querría haberle dicho.

—Te quiero y te echo de menos, Cath, de verdad. —Hubo una breve pausa—. Ahora mismo, en este preciso momento, te quiero más que a ninguna otra cosa que haya querido nunca en este mundo.

Antes de que Cathy pudiera responder, el teléfono enmudeció. Se quedó mirando el auricular, deseando que Jack volviera, y lo imaginó a él en Egipto haciendo lo mismo. Dijo:

—Jack, ¿me oyes? —por si estuviera aún ahí, pero no estaba.

Al cabo de un momento, llamaron a la puerta y Reggie asomó la cabeza.

—¿Has terminado?

Cathy asintió, pero no dijo nada.

—Es Navidad y acabamos de cortar el pastel. ¿Quieres un trozo?

—Sí, por favor. Voy ahora mismo. —Había conseguido hablar con Jack; pero debía de haber montones de mujeres cuyos novios y maridos estaban a miles de kilómetros en una parte extraña del mundo y no podían hablar con ellos. Cathy se sentía muy afortunada.

Barney estaba escribiendo una carta a Amy, sentado a la mesa de su habitación con el capote puesto y el edredón sobre los hombros. Le cubría la mayor parte del cuerpo, y aun así tenía frío. No había cortinas en el ventanuco, de modo que era imposible esconder la nieve que caía copiosamente desde hacía días.

Era Nochebuena y a los prisioneros se les había permitido permanecer levantados hasta la una. No hacía mucho que los guardias habían dejado de tirarse bolas de nieve, a pesar del viento que ululaba y de la temperatura, que debía de estar bajo cero. Lo único que podía oír en ese momento era a los prisioneros cantando villancicos abajo en la sala, donde debería estar él, no encerrado solo en su habitación en una noche como aquella.

Ya le había dicho a Amy lo mucho que la quería y le había dado las gracias por el paquete de Navidad que había llegado por medio de la Cruz Roja: chocolate, galletas, novelas, un cuaderno y sobres y un juego de lápices y un sacapuntas en lugar de tinta (que podía haberse abierto y estropearlo todo), las tarjetas de Navidad y regalitos de los Curran, así como de los vecinos de Newsham Park. Amy le había hecho una bufanda y la llevaba puesta mientras escribía. Se le habían escapado muchos puntos y tenía muchos nudos, pero eso sólo hacía que la quisiera aún más al imaginar su cabeza inclinada sobre las agujas, mordiéndose el labio como solía hacer cuando se concentraba en algo.

«No te lo vas a creer, cariño», continuó, «pero Eddie Fairfax ya no es mi compañero de habitación. Cree que no sé que hizo que un oficial polaco se mudara conmigo para así poder marcharse. Desde entonces han llegado un par de franchutes y estamos como sardinas en lata. Al parecer, Eddie se hartó de mí. Yo estaba todo el tiempo de mal humor y no le hacía caso. Las dos cosas son ciertas, pero fue lo que hice por Eddie lo que me ponía de mal humor. No puedo quitármelo de la cabeza. Me siento como si todo el mundo me pudiera leer la mente, supiera lo que hice y me odiara por ello. Me pregunto si Franz Jaeger se ha ido de la lengua y se ha propagado la historia».

Barney alzó la cabeza. «La gente lo sabe: puedo verlo en sus ojos», dijo en voz alta antes de encender uno de los cigarrillos que le daba Franz Jaeger cada vez que podía. Era un tipo decente y era injusto desconfiar de él. Aspiró el humo y sintió cómo le calentaba por dentro.

Se oyeron risas abajo, y él recordó que había una actuación. Uno de los mejores números era el de los dos tipos que imitaban a Greta Garbo y a Marlene Dietrich cantando un popurrí de canciones, la mayoría graciosas, menos la última, Keep the Home Fires Burning, que era bastante conmovedora. Las risas, el hecho de no formar parte de ellas, lo hicieron sentir muy solo. No era algo a lo que Barney estuviera acostumbrado; siempre había sido un tipo muy popular. Pero últimamente se había vuelto introvertido.

Volvió a concentrarse en la carta a Amy. «Me gustan bastante mis nuevos compañeros de cuarto», escribió. «Como no sé hablar polaco ni francés, y ellos no hablan inglés, no tenemos nada que decirnos, lo que me resulta perfectamente conveniente.» También era una suerte que ninguno fumara, de modo que no se sentía obligado a compartir los cigarrillos.

Terminaba diciéndole lo mucho que la echaba de menos, y añadía: «Aquí algunos, más expertos que yo, vaticinan que 1942 verá el final de esta maldita guerra. Esperemos que cuando llegue la próxima Nochebuena, la estemos pasando juntos».

Barney no se molestó en firmar la carta. Arrancó las páginas del cuaderno y las rompió por la mitad. Luego hizo lo mismo con las mitades, rompiendo los trozos hasta que fueron cada vez más pequeños y la carta se convirtió en un montón de confeti sobre la mesa.

Después abrió la ventana y arrojó lo que había sido su carta a Amy hacia el viento helado, observando cómo se alejaban volando los trozos hasta que ya no los vio más.

A continuación se puso a escribir otra carta, que sería mucho más corta que la primera. Como si pudiera contarle todo aquello. Como si pudiera contárselo alguna vez a alguien.

Los bombardeos continuaron, causando muchas pérdidas de vidas y daños irreparables, hasta principios de mayo, cuando hubo un fuerte bombardeo que duró una semana y que hizo que todos los habitantes de Liverpool se preguntaran si Hitler estaría tratando de borrar su ciudad de la faz de la tierra. Hora tras hora, noche tras noche, cayeron bombas. Por la mañana, los vecinos salían de sus casas y se encontraban cráteres donde antes había calles, y a amigos de toda la vida muertos. Iglesias, escuelas, teatros y monumentos fueron destruidos, por no hablar de miles de casas.

Amy se fue con su madre y sus hermanas a dormir a la casa de Charlie en Aintree, donde se podía ver y oír la carnicería, pero donde sólo caían bombas de vez en cuando. Los Porter se mudaron a casa de su hija en Southport, y los Stafford, a la de la hermana de Veronica, que vivía en Formby.

Invitaron al capitán Kirby-Green a irse a cualquiera de esos lugares hasta que cesaran los terribles bombardeos, pero él prefirió quedarse en Newsham Park «para cuidar de la casa», dijo valientemente.

Lo encontraron una mañana en el sótano. Derrumbado en su silla, había sucumbido a un ataque al corazón durante la noche. Tenía una sonrisa en la cara y la regla de madera en la mano, como si hubiera estado dirigiendo un coro invisible.

Llegó otra Nochebuena, pero no había señal alguna de que la guerra fuese a terminar. Los bombardeos habían cesado, pero las cosas seguían estando muy sombrías. Los británicos habían sido expulsados de Grecia y estaban perdiendo en el norte de África, donde antes ganaban. El día de Navidad, Hong Kong cayó en manos de los japoneses, seguido unas semanas más tarde por la pérdida de Singapur. Al menos Gran Bretaña había obtenido otro aliado en la guerra después de que los japoneses hubieran destruido la flota estadounidense en Pearl Harbor y Alemania hubiera declarado la guerra a Estados Unidos. Al cabo de unas semanas los yanquis empezaron a llegar a las costas británicas, haciendo latir los corazones de muchas mujeres.

Meses más tarde, Alemania había invadido Rusia, el mayor error que cometería Hitler, pues su Ejército no estaba preparado para el crudo invierno y eso significó que desvió su atención de Gran Bretaña. Parecía haberse llegado a un punto muerto en el que ninguno de los dos bandos avanzaba.

En casa, durante el año 1942 se vivió un endurecimiento del racionamiento y había escasez de prácticamente todo. A Amy le molestaba más tener que usar cupones para la ropa que para la comida. Concedía más valor a lo que se ponía que a lo que comía.

Se había convertido en un ritual. Harry decía que les traía suerte, convencido de que no sobreviviría si Jack no estaba cerca para estrecharle la mano antes de entrar en combate.

Ahora se agarraban las manos mutuamente, usando las dos para hacer el gesto más cálido. Eran las cuatro de una mañana tranquila y cálida en El Alamein, no lejos de Alejandría. El cielo estaba oscuro, con un extraño resplandor morado, y la arena era como polvo: si no caminabas rápido, casi te tragaba los pies. Nadie hablaba; los hombres avanzaban en líneas desiguales detrás de una fila de tanques medio ocultos por la arena que las orugas despedían a su paso y que parecía humo.

El enemigo estaba enfrente y supuestamente retirándose, aunque cada tanto una bala silbaba junto a ellos o una mina explotaba cerca.

Jack marchaba ligeramente por delante de Harry, agarrando despreocupadamente su rifle, con una sonrisa en el rostro. Había perdido los calcetines y las botas eran demasiado grandes para sus delgados pies. Era incapaz de tomarse nada en serio. Pensaba de verdad que el mundo se había vuelto loco y que las personas que estaban a su cargo eran las más locas de todas, aunque aceptaba esa locura con humor y sin quejarse nunca.

Durante los dos años que hacía que Harry lo conocía, Jack se había convertido más en un hermano de lo que Barney lo había sido nunca. Eso no quería decir nada en contra de Barney; sólo que no habían compartido los misinos peligros, no habían corrido los mismos riesgos. Si hubiera un solo hombre en el mundo con el que deseara que se casase Cathy Burns, ese era Jack Wilkinson. Ya había aceptado ser padrino de su boda, cuando se celebrase.

Había aparecido una línea roja en el horizonte: el sol estaba a punto de salir. Harry esperaba que la guerra acabara antes de que hiciera demasiado calor. Aunque se quedara en Egipto el resto de su vida, nunca se acostumbraría al calor.

Se sentía parte de un ejército fantasma mientras avanzaban, sin apenas hacer ruido sobre la arena. Un proyectil cayó detrás de uno de los tanques y otro delante. Luego hubo otra explosión que lo arrojó al suelo con una fuerza considerable. Se quedó allí un instante, atontado, y cuando alzó la cabeza vio al menos a otra docena de hombres que también habían caído al suelo. Mareado, consiguió ponerse de pie, aliviado al comprobar que no estaba herido, aunque sí considerablemente afectado. Los demás hombres también habían conseguido levantarse y estaban tratando de recuperar el aliento, menos uno que yacía boca arriba con un agujero en el estómago tan grande como un balón de fútbol, por donde la sangre fluía hasta la arena, tiñéndola de escarlata.

—Jack! —Harry se arrodilló junto a su amigo y lo sacudió, aunque no había ninguna posibilidad de que estuviera vivo—. Jack!

Escuchó un grito.

—¡Avance, Patterson!

—Pero, sargento... ¡es Jack! —aulló Harry. Sentía que las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

—Ya sé quién es, Patterson. ¡Muévanse todos, joder! Los médicos se ocuparán de Wilkinson. No están muy lejos.

Debería haber sido yo, pensó furioso Harry mientras miraba a los ojos castaños sin vida de su amigo por última vez antes de colocarle el gastado casco sobre la cara. Debería haber sido yo.

Dieciocho meses más tarde, Harry Patterson fue uno de los primeros soldados en arribar a la playa de Gold Beach en Francia como parte de los desembarcos del Día D. Harry nunca ascendería, no ganaría una medalla de oro y su nombre no sería «mencionado en los despachos». No era más que un soldado del montón que había luchado diligentemente, que nunca se quejaba ni contestaba, y siempre había obedecido las órdenes, por muy estúpidas que le parecieran. Los hombres como él eran la espina dorsal del Ejército británico; sin ellos, la guerra contra Alemania nunca se habría ganado.

Después del Día D, la población exhaló un suspiro de alivio, ya que parecía que el conflicto podría acabar pronto, aunque de hecho faltaban once meses para que terminara la guerra en Europa.

Durante ese tiempo, Amy se trasladó del piso de Newsham Park a un bungaló en Sefton Park, una zona antigua de Liverpool con una bonita torre con un reloj. El bungaló estaba en un callejón cerca del centro, pero a Amy le parecía estar en pleno campo.

Leo Patterson se había encargado de todo.

—Barney tiene que volver a casa a un lugar mejor que ese mísero pisito —anunció.

Amy no estaba segura. No podían haber sido más felices que cuando habían estado en aquel «mísero pisito», pero dejó que, por una vez, Leo se saliera con la suya; quizá esa vez tuviera razón. Fue Leo también quien consiguió amueblar la nueva casa, algo nada fácil en tiempo de guerra, cuando las fábricas tenían cosas más importantes que hacer que sillas, mesas y camas.

Se rio cuando ella se refirió a los muebles como «de segunda mano».

—Son antigüedades —le informó.

—Siguen siendo de segunda mano —repuso Amy.

—Este escritorio ha costado una fortuna —dijo él. Era un escritorio pequeño muy bonito, blanco y con forma de riñón, con las patas delanteras elegantemente curvadas.

—Creí que era un tocador —observó Amy—. ¿Para qué necesitamos un escritorio?

—Para escribir cartas.

—Siempre escribo las cartas sobre las rodillas.

Leo sonrió. Ella no tenía ni idea de por qué algunas de las cosas que decía lo divertían tanto.

—Bueno, ahora puedes hacerlo en el escritorio. Ah, por cierto —añadió despreocupadamente—, Elizabeth te ha invitado a cenar.

—¡Ja! —soltó Amy—. Puedes decirle a Elizabeth que vaya a tirarse de cabeza al lago. La he visto una vez y fue más que suficiente.

—Eso fue hace más de cinco años. —Leo frunció las cejas para hacerle ver que se estaba comportando como una niña malcriada—. Creo que deberían empezar a normalizarse las relaciones en esta familia, especialmente cuando Barney vuelva a casa, ¿no te parece?

—Eso depende de lo que quiera Barney, no tú, yo o Elizabeth. —Era muy rencorosa; su instinto natural la empujaba a no volver a ver nunca más a su suegra. Cambió de tema—. ¿No es estupendo poder decir: «Cuando Barney vuelva a casa» y saber que no será dentro de mucho tiempo? —Era casi Navidad y esta vez la gente sabía con seguridad que sería la última de la guerra. Amy se abrazó a sí misma—. Estoy deseando verlo, pero también me da miedo. —Se mordió el labio—. Ha pasado tanto tiempo...

—Os sentiréis como extraños durante una temporada.

—¿Sí? ¿Será así?

—Sí. —Leo le palmeó el hombro. Era muy fácil hablar con él.

—Gracias —dijo.

Él la miró arqueando las cejas.

—¿Por qué?

—Por haber venido el día que perdí a mi hijo, por conseguirnos esta casa, y por todo lo que ha ocurrido entremedias —él la había ayudado muchísimo. Sin él, se habría sentido desesperadamente sola.

—Ni lo menciones. —Se le ablandó el rostro—. ¿Piensas alguna vez en el bebé?

—No pasa un día sin que lo haga. —Amy frunció los labios—. Desearía haber sabido si era un niño o una niña para haberle dado un nombre, así rae habría parecido más real. ¿Te imaginas que Barney se encontrara un niño o una niña al llegar a casa?

—¿Te imaginas? —repitió Leo—, ¿No habría sido estupendo?

Cathy Burns ya tenía dos galones en la manga tras haber sido ascendida a cabo. La señora Burns se lo contaba a todos los conocidos con los que se encontraba por la calle.

—Siempre supe que nuestra Cathy tenía algo especial —le había dicho al señor Burns más de una vez.

En marzo, con los Aliados acercándose a Berlín y a pocas semanas del fin de la guerra, Cathy se vio con Reggie Short en un hotel en el centro de Londres. Cathy había pasado dos años en Ipswich y el último año en Portsmouth, mientras que Reggie había permanecido en Keighley durante toda la guerra. Se veían para cenar en el hotel Bonnington de Holborn cada varios meses.

—¿Qué vas a hacer cuando todo acabe, Cath? —preguntó Reggie mientras esperaban a que les trajeran el primer plato. Ella sabía que él siempre se lamentaría de haber informado al Ejército de que era dentista. Si hubiera dicho que había abandonado la escuela a los catorce años y había trabajado en una tienda, habría tenido una guerra mucho más interesante.

—Ir a la universidad y estudiar para ser maestra —contestó rápidamente Cathy. El curso estaba abierto para ex soldados siempre que superasen el examen de ingreso—. ¿Y tú?

—¿Tú qué crees? —Reggie hizo una mueca—. Seguir siendo dentista. Creo que pondré una consulta en un bonito pueblo, me casaré y tendré media docena de críos.

—¡Buena suerte! —Cathy alzó su copa de vino.

—Lo mismo te digo. ¿Lo de ser maestra va en serio? —Reggie la miró seductor—. ¿Sería posible convencerte de que te casaras con un dentista que quiere tener media docena de críos? Podría reducir la cantidad a dos si te parecen demasiados.

Cathy visualizó el bonito pueblo, a los niños, una vida cómoda, pero no se sintió tentada lo más mínimo.

—Va muy en serio, Reg. Aunque me conmueve de verdad que quieras casarte conmigo. —Lo quería, pero no lo suficiente—. Sabes por qué no puedo.

—¿Es por Jack? —Cathy asintió, y él continuó diciendo—: No puedes pasarte el resto de tu vida languideciendo por él, Cath.

—No languidezco por él —repuso Cathy monótonamente—. Está muerto y lo he asumido. Es sólo que no quiero casarme con nadie si no puedo casarme con él.

—Pero ¿te lo pensarás?

Cathy le prometió que lo haría, a sabiendas de que su respuesta siempre sería la misma.

—¿Queda limonada? —Moira Curran no preguntaba a nadie en particular cuando entró en la casa de Agate Street, seguida de cerca por su amiga Nellie Tyler.

—No sé, mamá —contestó Jacky, su hija mediana.

—¿Quieres que vayamos a comprar? —se ofreció Biddy.

—No hace falta, cielo. Si la nuestra se ha acabado, alguien tendrá más.

—Se ha acabado, Moira —gritó Nellie desde la cocina.

—¿Os apetecería tomar un jerez a ti y a Nellie, mamá? —preguntó Amy.

—No diré que no, cielo. ¿Y tú, Nellie?

Nellie sonrió, un tanto piripi.

—Tampoco diré que no.

En la calle se estaba celebrando el final de la guerra y aquel día, 8 de mayo, era día de fiesta. Sin un trabajo al que acudir, las hermanas se habían reunido alrededor de la mesa en casa de su madre para charlar. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que las tres estuvieron juntas durante un rato largo. Jacky pasaba casi todos los fines de semana con la familia de Peter en Pond Wood, y el novio de Biddy, Derek O'Rourke, aprendiz de bombero, vivía junto al mar en Birkenhead. Se iban a casar a finales de junio.

—Me gustaría tener un niño lo antes posible —dijo Jacky después de que su madre y Nellie Tyler hubieran salido de la casa un poco más borrachas de como habían entrado—. Vamos a tratar de ir a por uno en cuanto desmovilicen a Peter. —Desde que Peter se había incorporado a la Marina, habían conseguido verse cada pocos meses.

—Yo también querría. —Por mucho que lo intentara, Amy no se imaginaba a Barney de vuelta en casa. Podía decirlo, las palabras le salían fácilmente de la boca, pero que Barney estuviera de verdad allí era otra cosa completamente distinta.

Entre ellas reinaba un aire de silenciosa satisfacción. Mulholland ya no fabricaba vehículos para el Ejército, y a Amy le habían permitido marcharse. Quería estar en casa todo el tiempo cuando Barney volviera al fin. Como había señalado Jacky, la guerra había terminado: los bombardeos habían cesado; no se hundirían más barcos ni se derribarían más aviones; no morirían más mujeres ni hombres.

—Eso no es cierto —le recordó Amy—. Sólo ha acabado la guerra en Europa. Aún hay que ganar a Japón.

—Lo olvidé —murmuró Jacky lúgubremente. Retazos de canciones entraban en la casa por la puerta abierta. Estaban cantando Cuando las luces vuelvan a encenderse por todo el mundo. Era un día magnífico, soleado y caluroso; tan magnífico, observó Amy, como el día en que se había declarado la guerra, hacía seis años.

—¿Te apetece un té? —preguntó Biddy.

—Me encantaría —contestó Amy—, pero ¿tiene mamá té suficiente?, ¿y leche?

—Hay mucho de las dos cosas. Yo he traído té, y Jacky trajo la leche.

—Es leche fresca, directa de la vaca. La cogí de la granja esta mañana.

Amy frunció el ceño.

—Nunca me acuerdo de traer nada.

—Ya nos hemos dado cuenta, ¿verdad, Jacky? —dijo Biddy severamente.

Jacky sonrió.

—No importa, hermanita, tus regalos de Navidad compensan lo de la leche, el té y demás. El broche que me regalaste el año pasado ha causado admiración, y la gente sigue mirando fascinada el bolso que me trajiste de Londres hace unos años.

Biddy asintió.

—Así que puedes tomarte un té sin sentirte culpable.

Amy se puso de pie. De acuerdo. Pero lo haré yo, ya que no he traído nada para Contribuir.

Estaba en la cocina cantando bajito Tuya hasta que las estrellas pierdan su gloria junto con la bulliciosa muchedumbre de fuera, cuando sus hermanas entraron.

—Alguien ha venido a verte —anunció Jacky.

—Lo hemos pasado al salón, que es más discreto —le dijo Biddy.

Amy no había entendido del todo lo que le habían dicho cuando abrió la puerta del salón. Pensó que se referían a Leo —aunque las dos hermanas lo conocían bien y no era probable que lo llevaran al salón—, así que no estaba preparada para ver a la persona que estaba allí.

—¡Barney! —Le salió mitad gruñido, mitad gemido.

Cuando pensaba que aquella cosa imposible sucedería, que Barney volviera a casa, lo imaginaba vestido de uniforme, quizá incluso con el capote que había pertenecido a la persona cuyo nombre empezaba por W; sin embargo, llevaba un elegante traje gris marengo, una camisa color crema y una corbata marrón. Se quedó mirando a aquel extraño. Un Barney pálido y de ojos hundidos le devolvió la mirada. Él alzó los brazos. Era un gesto blando y sus brazos apenas alcanzaron el nivel de su cintura, pero fue suficiente para Amy, que se arrojó sobre él.

—¡Oh, Barney! —Se agarró a él, sollozando contra su cuello, mojando la corbata y el cuello de su camisa. Él la rodeó con sus brazos, tan fuerte que ella apenas podía respirar. Luego él también se echó a llorar.

Amy no sabía cuánto tiempo permanecieron en el salón abrazados, sin hablar apenas. La gente entraba y salía de la casa, la fiesta en la calle cada vez era más ruidosa y los cánticos más fuertes. Dos hombres se pelearon, un balón de fútbol estuvo rebotando contra el muro durante sus buenos diez minutos, los pies golpeaban con fuerza la acera mientras hombres y mujeres bailaban una jiga irlandesa.

Y ellos, Amy y Barney, se quedaron sentados inmóviles, incapaces de creer que la guerra había acabado, que volvían a estar juntos al fin. Tendrían que volver a conocerse desde el principio, y Amy tenía la sensación de que iba a ser más difícil que la primera vez.

Era casi junio y el día 1 sería el cumpleaños de Amy: cumpliría veinticuatro años. Barney sugirió que fueran a algún sitio especial para celebrarlo.

—No se me ocurre ningún lugar especial —dijo Amy—, a menos que tengamos una luna de miel tardía en Londres. —Él le había prometido que volverían cuando su primera y última visita se había visto interrumpida.

—Iremos a Londres un día —le aseguró Barney—, pero todavía no. Papá me está enseñando cómo funciona el negocio. —Había empezado a trabajar con su padre, tras olvidar que quería hacer algo emocionante después de la guerra—. Esta semana estaré en el departamento de soplado de vidrio, es fascinante contemplarlo.

—¿Estás aprendiendo a soplar vidrio? —Amy esperaba que no fuera una pregunta estúpida.

—No, sólo veo cómo lo hacen —contestó él impaciente, como si la pregunta fuese, efectivamente, estúpida—. Soplar vidrio es un oficio. Lleva años aprenderlo. Te diré una cosa. Vayamos a Southport, al muelle donde nos conocimos aquel domingo de Pascua. Me parece que ha pasado una eternidad desde entonces.

—Me encantaría. —Estaba deseando hacer cualquier cosa que pudiera normalizar de nuevo su relación, que evitara que él estuviera tan distante y frío. Sólo en la cama, en la oscuridad y bajo las mantas, era el viejo Barney Pero únicamente mientras hacían el amor. Antes y después no decía una palabra, sólo la agarraba y la soltaba. Fumaba mucho y no hablaba nunca sobre su estancia en el campo de prisioneros de guerra.

Era Amy la que empezaba todas las conversaciones. Al menos, hasta que a Barney se le ocurrió la idea de ir a algún sitio especial el día de su cumpleaños.

—Es una lástima que Harry no esté aquí —dijo ella—. Cathy estará en casa unos días y sería agradable que nos viéramos los cuatro. Podríamos ir en tren. —Pasarían meses, años incluso, antes de que hubiera gasolina y la gente pudiera usar de nuevo el coche.

—Mmm —murmuró Barney sin mucho interés.

Ocurrió que, unos días antes del cumpleaños de Amy, Harry volvió a Inglaterra por primera vez desde el Día D con un permiso de cinco días.

E1 tiempo era inusitadamente frío para ser junio. Un viento helado levantaba la arena de Southport, colándose entre la ropa de las pocas personas que paseaban por el muelle. Esta vez parecía que eran Cathy y Harry los que querían estar solos, mientras que Amy y Barney los seguían sin nada que decirse.

Cathy y Harry no se habían visto desde la fiesta en Keighley las primeras Navidades de la guerra. Habían ocurrido muchas cosas desde entonces, la más importante que Cathy hubiera conocido a Jack, que había muerto al lado de Harry en Egipto. Estaban desesperados por compartir sus recuerdos del hombre que había sido el amor de una y el mejor amigo del otro.

Amy deseó que ella y Barney hubieran ido solos. La presencia de la otra pareja sólo parecía subrayar lo mal que se entendían. Se quedó bastante complacida cuando él la agarró del brazo y dijo:

—Vayamos hasta el extremo del muelle. Vamos.

La vista era desoladora, el mar de Irlanda brillando a lo lejos oscuro como peltre, mientras la arena se extendía ante ellos, húmeda y poco acogedora. No había un alma a la vista. Barney inspiró y exhaló el aire con un suspiro satisfecho. Sus ojos barrieron el horizonte muy lentamente.

—Esto tiene buen aspecto —dijo—. Desearía poder vivir aquí el resto de mi vida. Me hubiera gustado que no dejaras el piso, Amy —añadió de mal humor.

Odiaba el bungaló. Las habitaciones eran demasiado pequeñas, el tupido seto que rodeaba la propiedad apenas dejaba entrar la luz, mientras que desde las ventanas del piso la vista no tenía límites, sólo los tejados de las casas cercanas y un cielo azul infinito. La nueva casa lo hacía sentir como si estuviera aún preso.

—Busquemos otra casa —sugirió Amy.

A ella tampoco le entusiasmaba el bungaló. Habría estado encantada de mudarse a otra parte, pero Barney se comportaba de manera extraña.

—No importa —decía malhumorado—. Supongo que me acostumbraré.

De pie al final del muelle de Southport, de pronto le pasó el brazo por los hombros.

—Lo siento, cariño. Soñaba con volver a casa, pero ahora he vuelto y no consigo acostumbrarme. No puedo acostumbrarme a estar entre cuatro paredes. Siento que necesito vivir al aire libre, en lo alto de una montaña, donde pueda caminar en cualquier dirección sin que nada me detenga.

Amy le besó la barbilla. Esperaba demasiado de él. Había estado confinado durante cinco largos años y pasaría mucho tiempo hasta que se adaptara a la libertad. Hasta entonces ella sólo tenía que ser paciente.

—¿Queréis coger una pulmonía? —Cathy y Harry los habían seguido hasta el extremo del muelle. Ambos vestían de civil. No había nada que indicase que habían pasado los últimos seis años de uniforme. Cathy llevaba su pelo liso sujeto por un pañuelo y las manos metidas en los bolsillos de su cálido abrigo de tweed, con el cuello vuelto hacia arriba.

—Ojalá me hubiera puesto el abrigo de visón —rio—. Por favor, ¿podemos ir a algún sitio a tomar algo caliente?

Para entonces ya había más gente por allí. Media docena de niños hacían carreras de banco a banco; dos hombres pescaban; una pareja mayor, que llevaba chaquetas de punto a juego, arrojaba pan a las gaviotas.

Barney tomó la iniciativa.

—Tomemos un té en el sitio al que fuimos la última vez, y luego vayamos a pasear a Lord Street y a comer. ¿Alguien sabe qué películas ponen esta semana?

Perdición, con Barbara Stanwyck y Fred MacMurray y Días sin huella, con Ray Milland —dijo Cathy rápidamente, añadiendo—: lo miré en el Echo anoche.

Barney paseó la vista de un rostro a otro.

—¿Cuál vamos a ver?

—Votemos —sugirió Harry.

—¿Qué pasa si cada película se lleva dos votos? —preguntó Barney.

—Entonces le pediremos a Amy que lo eche a suertes y ella querrá ver la película que pierda —dijo Cathy—. Tiene esa costumbre —explicó cuando los hombres le miraron sorprendidos—. Al menos la tenía.

Amy recordó que la última vez que lo hizo fue en Southport, en un café en Lord Street donde ella y Cathy se tomaron un té. No recordaba los títulos de las películas, pero Charles Boyer salía en una y Humphrey Bogart en la otra. Lo habían echado a suertes y había ganado Charles Boyer, pero ella quería ver a Humphrey Bogart, así que Cathy cedió. Nunca hubiera imaginado que cuando fueron a ver la película unas horas más tarde, lo haría con Barney. Ese día su vida cambió para siempre. Ese día su vida seguía cambiando. Quizá deberían volver los cuatro al cabo de otros seis años. Se preguntaba qué habría pasado para entonces.