18.- Amy
1945-1951
Barney casi volvió a ser el que era cuando nació Pearl. Se había adaptado a la vida en el bungaló y pasaba mucho tiempo cavando en el largo jardín. Nunca plantaba nada; sólo pasaba horas revolviendo la tierra. Cuando acababa, volvía a revolverla de nuevo.
Pearl fue una niña muy buena desde el principio. Amy la dejaba en su cuna y luego se sentaba en la silla tapizada de blanco del cuarto de los niños a observar cómo su hermoso bebé se iba durmiendo poco a poco, parpadeando hasta que se le cerraban los ojos del todo, las largas pestañas descansando, temblando ligeramente, sobre las cremosas mejillas.
Cuando Barney volvía a casa del trabajo, se sentaba en la silla blanca mientras Amy hacía la cena.
—Está lista, mi amor —susurraba satisfecha de poder echar otro vistazo a Pearl antes de cenar.
Amy se daba cuenta de que Barney estaba secretamente en cantado de que su hija se pareciera tanto a él. Esperaba que el bebé fuera rubio y de ojos azules como su mujer, pero los ojos azules de Pearl se habían vuelto del mismo marrón que los suyos, y tenía el mismo pelo suave y castaño. Una foto suya de niño demostraba que él también había tenido la barbillita puntiaguda y la nariz respingona.
Fue Barney quien escogió el nombre por casualidad. A Amy le había encantado: cualquier cosa con tal de complacerlo y mitigar la amargura y el mal humor con los que contemplaba el mundo desde que llegó de Alemania, y que deseaba que no volvieran nunca.
«Pearl» no estaba en la lista mental de nombres masculinos y femeninos que ella tenía en la cabeza, pero Barney había aparecido en la sala de maternidad del hospital privado de Princes Park y había comentado que la recién nacida, con su piel cremosa y reluciente, le recordaba a una perla.
—Así la llamaremos: Pearl —dijo Amy rápidamente. Le gustaba bastante el nombre. Era poco corriente, pero no tanto como para que a la gente le llamara la atención. Una mujer que había tenido una hija en el hospital al mismo tiempo la llamó Scarlett, por la Scarlett O'Hara de Lo que el viento se llevó.
—Pobre niña —observó la gente—. Todo el mundo sabrá de dónde viene.
«Pearl» era perfecto.
Durante los dieciocho meses siguientes al nacimiento de Pearl, la vida fue absolutamente normal. Amy y su suegra firmaron una tregua. Era una tregua de mala gana por parte de Amy, y puede que también por parte de la señora Patterson; nunca hablaron de ello. Amy evitaba, siempre que podía, quedarse sola con ella, porque no se fiaba de que ambas pudieran sujetarse la lengua. Leo, consciente de la situación, hizo lo posible para asegurarse de que el ambiente permaneciera tranquilo.
A nadie sorprendió que Elizabeth Patterson se negara a ir al bautizo de Pearl. Ver a su única nieta bautizada como católica era pedirle demasiado a una mujer que era una protestante recalcitrante.
En cambio, fue un placer para Moira Curran, la otra abuela de Pearl, como prueba de que la vida volvía a la normalidad después de la guerra. Moira salió del conflicto seis años más vieja y con tres de sus cuatro hijos casados y con casas propias. Biddy también se había casado, pero ella y su marido vivían con Moira hasta que encontraran un piso.
Pronto Moira viviría sola en la casa de Agate Street, una situación para la que estaba totalmente preparada. Durante la guerra había recibido tres propuestas de matrimonio de tres hombres diferentes. Las había rechazado todas. Sólo había querido a un hombre en su vicia y ose hombre había muerto cuando sus hijos eran pequeños. Ahora tenía un trabajo muy agradable en la gasolinera de Stanley Road y el resto de su vida la pasaría con el espíritu del hombre al que había querido y los nietos que pudieran llegar.
Barney estaba trabajando en la empresa de su padre en Skelmersdale, pero le preocupaba que estuvieran dejando de lado a Harry.
—Papá no tiene fe en él. Lo trata como a un idiota —le dijo una noche a Amy.
Para su asombro, Amy parecía ser la única persona a la que Leo Patterson escuchaba.
—Si Barney se ha dado cuenta —le argumentó Amy a Leo—, lo mismo les pasará a otras personas. Eso no le hará ningún bien a la autoestima de Harry.
—Quiero que Harry y Barney dirijan la empresa —gruñó él—, pero Harry no demuestra mucha iniciativa. Le cuesta ponerse al día.
—Harry —dijo Amy con voz enfadada— estuvo en la guerra desde que empezó hasta bien acabada, cuando fue desmovilizado. Estuvo en Dunkerque y participó en los desembarcos del Día D. Luchó en el desierto y por toda Europa hasta que los alemanes se rindieron. Deberías estar orgulloso de él, en lugar de quejarte. Es tenaz. Hace lo que se propone. Si le cuesta ponerse al día, no importa, porque, al final, hará lo que tenga que hacer.
Leo rio.
—Usted, señora Patterson, es el ejemplo típico de persona joven vieja de mente. Lo recordaré y trataré a Harry con más respeto a partir de ahora.
Ella le lanzó una mirada furiosa, no muy segura de si estaba bromeando o no.
—Así lo espero, francamente —dijo con aire de amenaza, y él volvió a reírse.
Todo iba como la seda hasta la noche en que un hombre fue a ver a Barney. Hasta entonces, sus vidas habían adoptado una especie de patrón: comida con la familia de Barney y cena con la de Amy en fines de semana alternos. La gasolina seguía racionada, pero a los propietarios de coches se les suministraba una cantidad básica. Los vehículos se recuperaron de garajes y jardines donde se habían abandonado durante la guerra y se pusieron a punto para que pudieran volver a funcionar. Cada pocas semanas, Barney conducía hasta Pond Wood, donde vivían Jacky y Peter en una casita con su hijo recién nacido, y llevaba a la madre de Amy. De vez en cuando iban a ver a Charlie y a Marion a Aintree, aunque Marion nunca parecía complacida de verlos.
Era septiembre cuando vino el hombre, un día extraño de principios de otoño en que una tóxica niebla amarilla envolvía Liverpool y el aire olía a incendio, pero fuera del alcance de la vista. Era la hora del té cuando Amy abrió la puerta al visitante. Este iba elegantemente vestido con un abrigo color camel y un sombrero trilby marrón nuez. Parecía tener unos treinta años y era bastante guapo, aunque algo afeminado.
—¿Es esta la casa de Barney Patterson? —preguntó educadamente, quitándose el sombrero. Tenía un ligero acento extranjero, apenas apreciable.
Amy contestó que así era. Lo hizo pasar al salón, disculpándose porque no estaba muy caliente, y le explicó que estaba dando de comer al bebé en el cuarto de estar. Pearl manchaba mucho cuando le daban de comer con cuchara, y el visitante podía recibir un chorro de puré de zanahorias o de manzana.
Cuando volvió, Barney estaba dando de comer a Pearl, con un paño de cocina metido bajo la barbilla. Jugaba a que la cuchara era un avión —o podía haber sido una avispa— y la hacía volar por el aire con un zumbido hasta que el contenido entraba en contacto con la boca de Pearl, que podía comérselo... o no.
—Ha venido alguien a verte —dijo Amy—. Está en el salón.
—¿Cómo se llama?
—No se lo he preguntado, lo siento. Bueno, yo sigo con esto y tú puedes salir a verlo. —Cogió la cuchara, le quitó el paño de cocina y se dispuso a darle a Pearl el resto de su merienda, sin sospechar que lo que estaba a punto de pasar en el salón iba a cambiar su vida para siempre.
El hombre estaba sentado en el borde del sofá tapizado de lino, con el sombrero a su lado, apoyado en los cojines de tela de tapicería que la madre de Barney les había regalado las Navidades antepasadas. Se puso en pie de un salto en cuanto Barney entró, y se acercó a él con la mano extendida y una amplia sonrisa en su cara.
—Hola, viejo amigo. Podemos saludarnos de una manera más civilizada ahora que la guerra ha terminado.
Era Franz Jaeger, el traductor del castillo de Baviera. Barney parpadeó, convencido de que veía visiones o estaba soñando. Pero el hombre era real. Cerró la puerta del salón por si Amy los oía.
—¿Qué estás haciendo aquí? —gruñó, ignorando la mano extendida del hombre.
—Pensé en venir a verte. Es una visita social. —Parecía bastante sorprendido de que no le hubiera estrechado la mano—. Creo que te dije que estaba empleado en Mercedes-Benz en Mayfair antes de la guerra. —Miró a Barney, como esperando una afirmación—. Cuando la guerra terminó, volví a Londres, no al mismo trabajo, pero estoy encantado de haber vuelto.
—Te he preguntado qué estás haciendo aquí. —La voz de Barney estaba pastosa de rabia.
—Ya te lo he dicho. Pensé en venir a visitarte. Voy de camino a Irlanda con unos amigos y pasaba por Liverpool. Recordé que vivías aquí y encontré tu dirección en la guía de teléfonos. —Frunció el ceño, visiblemente herido—. Pensé que éramos amigos, le mantuve bien provisto de cigarrillos durante el desgraciado tiempo que pasamos juntos. Odiaba la guerra tanto como tú.
Barney se dejó caer en uno de los sillones de lino azul. Le hubiera venido bien un cigarrillo en ese momento, pero había dejado de fumar drásticamente y no había ninguno en la casa.
—Después de lo que ocurrió, eres la última persona a la que querría ver.
—¿Qué ocurrió? ¿Te refieres al asunto con el comandante? Pero ¿por qué iba a alterarte eso? El me contó más tarde que no parecía haberte importado, que incluso lo disfrutaste.
Barney sintió como si la última gota de sangre hubiera abandonado su cuerpo.
—¡Qué ridículo! —Era una palabra muy tonta para usarla en ese momento, pero no se le ocurrió otra más fuerte. «Ultrajante» habría sido mejor.
—Escucha —dijo el visitante, razonable—, tengo un taxi esperando fuera. Mis amigos están en el bar del hotel Adelphi. ¿Por qué no te vienes y tomamos una copa juntos?
—¿Tus amigos son homosexuales?
Franz Jaeger entrecerró los ojos y pareció pensativo.
—Sí, lo son. Como tú y como yo, sólo que tú te niegas a reconocerlo. Por eso te ha alterado tanto verme, ¿verdad?
—Tengo una mujer y una niña —le espetó Barney bruscamente—. No soy en absoluto como tú y tus amigos.
—Es posible que te gusten a la vez los hombres y las mujeres. El coronel Hofacker tenía esposa. —El hombre se puso de pie. Parecía muy triste—. Lo siento mucho. No se me habría ocurrido venir si hubiera sabido que piensas así. Me disculpo sinceramente y espero que seas feliz con tu mujer y tu niña. —Recogió su sombrero—. Auf Wiedersehen, teniente. Te dejaré una tarjeta por si deseas ponerte en contacto conmigo algún día. —Le indicó a Barney con la mano que no se levantara cuando este inició el movimiento—. No te molestes. Conozco el camino.
Abandonó la habitación y unos segundos más tarde, la puerta principal se cerró. Barney cogió la pequeña tarjeta blanca de la repisa de la chimenea y la rompió en pedazos, arrojando los trozos a la leña que la mujer de la limpieza, la señora MacKay, había dispuesto pulcramente, de modo que sólo hacía falta una cerilla cuando se esperaban visitas.
Luego volvió con Amy y Pearl.
Los silencios eran preferibles, esos silencios malhumorados que podían durar días, incluso semanas. Amy hablaba mucho para llenar los largos períodos de silencio durante los cuales era demasiado consciente del tictac del reloj, de su respiración y de los pequeños sonidos chirriantes que venían del exterior cuando se hacía de noche y los pájaros se disponían a dormir.
Los ataques de ira también podían durar semanas. Amy no decía ni hacía natía que estuviera bien. La comida siempre estaba demasiado caliente o demasiado fría, demasiado hecha o demasiado cruda. Si ella trataba de calmarlo, utilizaba las palabras equivocadas. Se sentía aliviada las noches que él se iba al centro y cenaba solo. Siempre trataba de estar acostada cuando él volvía, y fingía estar dormida cuando él se metía en la cama. Apenas hacían el amor, y cuando lo hacían, era algo torpe, como si fueran extraños.
Había veces en que él se sentía muy arrepentido por haber perdido los nervios, por haber dicho esto o lo otro. No sabía qué le había pasado. Lo sentía, lo sentía muchísimo, y no volvería a comportarse así nunca más. ¿Querría ella perdonarlo?
Amy siempre lo hacía, pero eso no evitaba que Barney volviera a caer en la misma rutina: los silencios, la rabia, las disculpas. Había empezado a fumar mucho también; como mínimo sesenta cigarrillos al día.
Se negaba en redondo a ver a un médico. Leo consultó a su amigo, el doctor Sheard, que a su vez consultó a un psiquiatra, que dijo que no podía dar su opinión sin ver a Barney. Como mucho, podía suponer que los años pasados en cautividad le habían alterado la mente de alguna manera.
—Ha sugerido que Barney puede ser mentalmente más frágil de lo que creíamos —informó el doctor Sheard.
—Nunca lo hubiera imaginado. —Leo negó con la cabeza asombrado.
Amy no había pensado nunca en el estado mental de Mamey; ni en el de nadie, a decir verdad. A ella, él le había parecido siempre muy fuerte en todos los sentidos, aunque recordaba las veces que durante la guerra se había marchado furtivamente de la casa al amanecer sin despedirse. ¿Significaba eso que era mentalmente frágil?
Él rompió uno de sus largos períodos de silencio acusándola de haberse acostado con otros hombres. Era la primera vez que le echaba en cara algo semejante.
—¡Barney! —gritó ella—. ¿Cómo puedes decir algo tan horrible?
—Pero es verdad, ¿no? —La miró con ojos ardientes—. Eres una puta.
—¿Cómo te atreves a decir eso? —Era lo que la había llamado su suegra cuando se vieron por primera vez—. Nunca te he sido infiel. Y nunca lo seré.
Él se quedó pensando en su respuesta al menos medio minuto. Ella sabía que estaba tratando de pensar en una razón para acusarla.
—No creo que no te acostaras con otros hombres mientras yo he estado fuera —masculló malhumorado.
—Puedes creer lo que quieras, Barney. Yo sé que no lo hice. —Solía controlar su mal humor, pero ahora estaba realmente enfadada—. Si vuelves a decir algo así, me voy con Pearl a vivir con mi madre.
Él se disculpó al instante.
—Pero no puedo vivir sin ti —gruñó—. Me moriría si no estuvieras aquí. Te necesito, cariño. Te necesito más que nunca.
—Claro que no me iré —le aseguró ella. Lo estrechó entre sus brazos y notó que temblaba. Estaba enfermo, muy enfermo, y ella había jurado que permanecería junto a él en la salud y en la enfermedad. Nunca abandonaría a su amado Barney.
Cathy Burns terminó su curso de profesora en la Universidad de Kirkby y salió de él como profesora plenamente cualificada. Se compró un coche y alquiló un piso pequeño en Upper Parliament Street. Consiguió su primer trabajo en una escuela en Toxteth y a menudo iba a visitar a Amy cuando salía del trabajo.
Amy nunca había apreciado más a su amiga. La mayoría de los días se las arreglaba para salir de casa durante unas horas, pero había días en que Pearl tenía un resfriado, o ella no se sentía bien, o estaba lloviendo. Era una alegría ver a Cathy después de pasar horas en la casa con un bebé como compañía. Lo cierto era que Pearl se volvía cada vez más interesante a medida que crecía, pero Amy no podía hablar con ella de las acusaciones que su padre le había lanzado la noche anterior, ni decirle que sospechaba que estaba viendo a otra mujer.
—Jesús! —exclamó Cathy cuando Amy se confió a ella—. ¿Qué te hace pensar eso? —Estaba muy elegante con su traje negro y un jersey color crema debajo, y el pelo con un corte moderno.
Amy le contaba cada una de las cosas que Barney había dicho o hecho. Era un alivio tener a alguien con quien hablar y que la pudiera comprender. Leo era la otra persona en la que confiaba; pero había ciertos asuntos que no le podías contar a un hombre. Él llamaba casi todos los días para ver cómo estaba y se ofrecía a acudir inmediatamente si lo necesitaba, aunque no lo veía tanto como durante la guerra.
—Tres veces esta semana no vino a casa hasta las ocho y media o las nueve —le reveló Amy a su amiga—. Pero Leo dice que siempre se va del trabajo hacia las cinco y media. Cuando llegó, olía a perfume barato.
—¿Dónde te dijo que había estado?
—En un pub, bebiendo; el aliento le olía a whisky o a coñac. —Amy se encogió de hombros, cansada—. No los distingo. —No creía en serio que Barney estuviese saliendo con otra. El perfume barato procedería seguramente de alguna mujer que se sentó cerca de él. No sabía qué hacer ni qué decir para recuperar al antiguo Barney.
Un sábado por la mañana, él despertó de un humor de perros. Amy, que estaba en la cocina poniendo la mesa para el desayuno, lo oyó cerrar de golpe las puertas del armario y los cajones de la cómoda.
—Buenos días —dijo alegremente cuando él entró.
Él no contestó, y se limitó a coger el té que ella le había puesto delante. Después dejó la taza en el platillo y pareció marchitarse delante de ella. La cabeza y los hombros cayeron y las manos y los brazos se volvieron fláccidos.
—Oh, Barney, cariño, ¿qué pasa? —Le puso la mano con delicadeza en el cuello. Seguía siendo su Barney, el hombre del que se había enamorado en el muelle de Southport hacía casi diez años. Recordó los tiempos tan felices que habían pasado en el piso de Newsham Park y su «luna de miel» en Londres. ¿Cómo aquellos tiempos podían haberse reducido a esto?
Pearl entró corriendo, deteniéndose en seco al ver a su padre, que normalmente ya se había ido al trabajo cuando ella desayunaba. Rodeó la mesa por el otro lado y se agarró a las faldas de su madre. Amy nunca la había visto hacer eso antes. Barney jamás le había puesto un dedo encima a la niña, pero era evidente que ella le tenía miedo.
El se enderezó de golpe, quitándole la mano.
—No pasa nada. Déjame en paz. —Se levantó abruptamente y salió de la cocina. Unos minutos más tarde oyó un portazo. No podía ir al trabajo ya que la fábrica no abría los sábados.
Amy desayunó y dio de desayunar a su hija, lavó los platos y después llamó a un taxi. La señora MacKay, que hacía el trabajo duro, no iba los fines de semana.
—Ya estoy harta de esto —le dijo a Pearl—. Pasemos el día fuera.
No mucho tiempo antes, en París, Christian Dior había lanzado el new look. Las mujeres que podían permitírselo estaban locas por llevar faldas largas y acampanadas, cinturas estrechas y voluminosas enaguas tras los estilos utilitarios y sosos de la guerra.
El presupuesto de Amy para ropa apenas se tocaba en esos tiempos. Le resultaba difícil ir sola de compras. Su madre siempre estaba dispuesta a cuidar de Pearl, pero trabajaba a jornada completa y sólo estaba libre los sábados por la tarde, cuando Barney tampoco iba a trabajar y Amy se sentía obligada a quedarse en casa. Tenía algunos trajes estilo new look, ¡pero no los suficientes!
Ese día no le importó llevarse a Pearl con ella al centro. Ya iba siendo hora de que su hija tuviera ropa nueva también; sin embargo, Barney, aunque no estaba, arrojaba una sombra sobre el día y no acababa de parecerle bien.
Para ser una niña que aún no tenía cuatro años, Pearl se tomaba la moda muy en serio. Insistía en probarse los vestidos y abrigos antes de que se los compraran y se miraba en el espejo, dándose la vuelta para asegurarse de que la prenda le quedaba bien desde todos los ángulos.
—¿No es una monada? —susurró la vendedora de George Henry Lee mientras ella y Amy observaban cómo la niña se ponía un vestido de invierno marrón chocolate con cuello y puños de encaje. Ella miró su reflejo.
—¿Puedo tener zapatos nuevos, mamá?
—Si quieres, cariño... Podríamos comprar unos color crema que hagan juego con el encaje.
Pearl se miró los piececitos en el espejo.
—Estarían muy bien unos color crema.
—Buscaremos en la zapatería dentro de un momento. ¿Te compro ese vestido?
—Sí, por favor. —Se sacó el vestido cuidadosamente por la cabeza y se quedó allí de pie con su enagua de seda y sus calcetines blancos. Llevaba su pelo castaño oscuro recogido en trenzas rematadas con lazos blancos—. Me gusta que me compres ropa, mamá.
—Y a mí me gusta comprártela, Pearl. —Se sonrieron la una a la otra en perfecta sintonía. Amy nunca se había sentido tan próxima a su hija—. Recuerda siempre esto, cariño: un vestido nuevo es la mejor medicina para animar a una mujer decaída.
—Ya lo creo —dijo la joven vendedora—, aunque yo sólo puedo permitirme los precios de C&A, no los de George Henry Lee.
—Oh, es precioso —suspiró Moira Curran cuando Amy le enseñó el traje de tweed color crema con bordados en el mismo tono en el cuello de la chaqueta y alrededor del dobladillo de la falda acampanada.
—Me compré una blusa azul celeste para ponérmela con él. —Amy sujetó la blusa por los hombros—. ¿Qué te parece? —Era de crepé grueso con cuello y puños de satén.
—Preciosa también —exclamó Moira admirada.
—Esperaba que te gustase, así que te compré una; la tuya es rosa.
Pearl interrumpió.
—¿Puedo dársela yo a la abuela?
—Por supuesto, cariño. —Amy le tendió a Pearl la bolsa de George Henry Lee. La niña se bajó de su silla y se la dio muy seria a Moira, que dijo que era la blusa más bonita que había visto en su vida—. También me compré un vestido, y zapatos, y un bolso.
—Levantó el vestido de cuadros grises y blancos por los hombros. Tenía un cinturón de charol negro que hacía juego con los zapatos de salón y el bolso.
—¿A qué ha venido esto, cielo? —preguntó Moira.
—¿A qué ha venido qué?
—El frenesí de compras. Hacía mucho que no te comprabas ropa.
Amy estaba doblando cuidadosamente el vestido antes de volver a meterlo en la bolsa.
—Esa es probablemente la razón: que hacía mucho tiempo que no me compraba nada.
—¿Por qué no ha ido Barney contigo? Siempre solía ir. Recuerdo que comentó una vez lo mucho que disfrutaba ayudándote a comprar ropa.
—Barney ha salido por ahí —dijo ella con aire despreocupado.
—¿Qué pasa, Amy, cielo?
Amy se dio la vuelta y miró a su madre con los ojos muy abiertos.
—No pasa nada, mamá.
—¿Vienes a la cocina y me ayudas a hacer té? Pearl se entretendrá aquí con su nuevo cuaderno de dibujos, ¿verdad, cariño?
—Sí, abuela. —Pearl estaba muy ocupada coloreando una fresa con una pintura roja.
—Por supuesto que pasa algo —silbó Moira cuando ella y su hija estuvieron en la cocina—. Es evidente que pasa algo hace siglos. He visto cómo te temblaban las manos cuando sacabas la ropa. ¿Has conocido a otro hombre? ¿Es eso?
—No, mamá —dijo Amy exasperada—. No he conocido a otro hombre. Oh, de acuerdo —admitió. No servía de nada seguir negando que algo fallaba en su matrimonio—. Barney y yo no nos llevamos tan bien como antes, eso es todo. Haber estado en ese campo de prisioneros lo ha afectado muchísimo. Al final, todo se solucionará. —Trató de parecer confiada—. Esas cosas siempre se arreglan.
—Eso espero, cielo. Hace mucho que no te veo feliz, y Pearl está cansadísima. ¿No duerme bien?
—Me he dado cuenta de que parece cansada, pero cada vez que miro por la noche, está profundamente dormida. —Fue a la puerta de la cocina y observó a Pearl, que estaba coloreando una manzana con una pintura verde, y escogió ese momento para frotarse los ojos con el dorso de la mano y bostezar al mismo tiempo. Amy siempre se aseguraba de que la puerta del cuarto de los niños estuviera firmemente cerrada para que Pearl no oyera a su padre acusar a su madre de acostarse con otros hombres y de los demás delitos que supuestamente había cometido.
En casa de su madre había mucha paz y se estaba muy bien. Amy apreció realmente no tener que escuchar al malhumorado Barney, ni hacer frente a uno de sus largos períodos de silencio, tratando de pensar qué decir o preguntándose si sería mejor callar.
Eran las diez de la noche. Pearl estaba profundamente dormida arriba en la cama de su abuela y, durante la última hora, Amy había estado tratando de reunir la energía necesaria para caminar hasta Marsh Lane y pedir un taxi por teléfono. Seguramente Barney ya estaría en casa y supondría que ella estaba con su madre. Debería haberle dejado una nota, aunque no tenía intención de ir a Agate Street cuando salió de casa por la mañana. Además, Barney nunca se molestaba en decirle adónde iba cuando volvía tarde del trabajo.
—¿Puedo quedarme a pasar la noche? —le preguntó a su madre. Sabía que tenía que telefonear a Barney y decirle que no dormiría en casa.
—Por supuesto, cielo. ¿Quieres un cacao?
—Me encantaría. Gracias, mamá. —Llamaría a Barney en cuanto se lo tomara.
Su madre acababa de traer el cacao cuando llamaron a la puerta, pero no fue una llamada normal, sino más bien un aporreamiento. Moira dejó las tazas sobre la mesa y fue corriendo a abrir.
—Hola, suegra —dijo Barney alegremente—. He venido a buscar a mi mujer y a mi hija. Supongo que están aquí.
—Sí, pero no te esperaban, cielo. —La voz de su madre se estremeció ligeramente. Quizá ella, como Amy, se había dado cuenta de que la alegría era fingida.
—Entra. Pearl está arriba, profundamente dormida.
—Entonces dejaré a Pearl y la recogeré mañana. Pero me gustaría llevarme a Amy a casa si no te importa.
—No es asunto mío, ¿no, cielo?
—No, Moira, no lo es.
Barney entró en el cuarto de estar con el abrigo ondeando como una capa, trayendo consigo una oleada de aire frío. Lo seguía una preocupada Moira, que le preguntó si quería un cacao.
—No, gracias —dijo él con exquisita educación—. ¿Estás lista, Amy?
—Sí. —Empezó a recoger las bolsas de las compras, pero Barney lo cogió todo de una vez y lo metió en el coche.
Antes de que su madre pudiera salir de la casa a despedirse, ya se habían marchado.
No intercambiaron ni una sola palabra en el camino hasta casa. Amy salió del coche para dejar que Barney lo guardara en el garaje. Tenía el presentimiento de que algo terrible iba a pasar, de que iban a tener una pelea muy fuerte, y se alegraba de que Pearl se hubiera quedado en casa de su madre.
No estaba preparada para lo que ocurrió, para que Barney entrara en tromba en la casa, se plantara delante de ella y dijera:
—¡No te atrevas a volver a hacer esto nunca! —y la abofeteara en la cara con tal fuerza que se cayó de lado y se golpeó la cara con el brazo de madera de la mecedora. Gritó, y Barney se arrodilló junto a ella, rompiendo a llorar.
Se había sentido aterrorizado al llegar a casa y ver que ella no estaba. Pensó que lo había dejado y sabía que no podía vivir sin ella; ya se lo había dicho antes. Sin su mujer y su hija, se volvería loco.
Amy, con la cabeza latiéndole y la sensación de que la oreja izquierda se le había hinchado hasta el doble de su tamaño, se preguntó si no se habría vuelto loco de verdad. Y quizá ella lo estuviera también, pues, por muy mal que se comportara Barney, nada en este mundo evitaría que lo quisiera, al menos mientras sollozaba como un bebé en sus brazos.
—Shhh —dijo tiernamente—, ahora tranquilízate.
En septiembre, cuando Pearl tenía cuatro años y medio, fue a un colegio de monjas en Brownlow Hill. Llevaba uniforme: un pichi azul marino, camisa blanca y corbata, americana y un sombrero de terciopelo con cinta de rayas.
—¡Estás preciosa! —exclamó Amy el primer día de colegio de Pearl, cuando estuvo vestida y lista para marcharse, una perfecta escolar en miniatura, aunque era alta para su edad y sorprendentemente fuerte. Le daban ganas de llorar al pensar que no volvería a ver a su hija hasta las tres y media.
Acababa de sacarse el carné de conducir y llevó a Pearl a Brownlow Hill en su Morris Minor. Era un día despejado y con sol y las hojas de algunos árboles ya estaban doradas. De vuelta en casa, tuvo la sensación de que había superado una etapa. Que Pearl empezara a ir al colegio significaba el comienzo de una nueva fase en sus vidas. Barney se había comportado con relativa normalidad últimamente, y ella tenía la impresión de que estaba sumido en sus pensamientos. Optimista incorregible, Amy confiaba en que, a partir de ese momento, todo iría bien. Cuando todo se normalizara, le gustaría ir a por otro niño. Rara vez hacían el amor, pero quizá eso también volvería a ser como antes.
Esa sensación duró poco tiempo. Un día, Pearl regresó del colegio con fiebre y quejándose de que se encontraba mal. Amy la metió en la cama y se durmió inmediatamente. Llamó al doctor Sheard, que prometió que iría al cabo de media hora. Cuando Barney llegó, se sentó en la cama de su hija y le refrescó la frente con una compresa fría. Amy se sentó al otro lado y esperó a que llegara el médico. Pearl siempre había sido una niña muy sana; esta era la primera vez que se ponía enferma de verdad.
—Varicela —dictaminó el doctor Sheard tras un somero examen de la paciente—. Hay mucha ahora. Sólo hay que aplicar una loción de calamina de vez en cuando en los granos cuando salgan, que beba mucho líquido y que guarde cama. Se sentirá mejor dentro de unos días. Ah, y ponedle guantes. Si se rasca los granos, le quedarán cicatrices que le durarán toda la vida.
Amy le dio las gracias y lo acompañó al baño para que pudiera lavarse las manos.
—Qué sitio tan bonito —dijo mirando a su alrededor cuando salió al vestíbulo—. No había estado aquí antes. La única vez que te vi fuera de las horas de consulta fue en aquel piso donde tuviste el aborto.
—¿Qué aborto? —preguntó Barney cuando el médico se fue. Estaban de nuevo en el dormitorio de Pearl, sentados a ambos lados de la cama. Ella confiaba en que no lo hubiera oído. No le había hablado del aborto ni del modo en que se había comportado su madre por no alterarlo ni preocuparlo mientras estaba fuera. Y le había parecido inútil contárselo tras su regreso.
—Ocurrió en noviembre, después de que tú te fueras —explicó—. Estaba embarazada de diez semanas, pero perdí el niño.
—¿Cómo? ¿Dónde? ¿Por qué no me lo contaste? —La miró fijamente, queriendo saber cada pequeño detalle. ¿Sabía el doctor Sheard que estaba embarazada?
—No. —Le reveló que había ido a ver a su madre—. Aunque me dijiste que no le iba a gustar porque soy católica, creí que se alegraría de saber que yo iba a tener un niño.
—¿Cómo reaccionó? —preguntó él.
—No se alegró mucho de verme —Elizabeth Patterson la había llamado puta católica, pero no le parecía que contárselo fuera a mejorar el humor de Barney.
—¿Cómo supiste que tenías que llamar al doctor Sheard? No lo conocías. —A ella no le gustó la manera inquisitiva en que él le hacía las preguntas, como si estuviera tratando de pillarla. Le hacía sentir que había hecho algo espantoso.
—Yo no lo llamé; lo llamó tu padre. Una mujer que había en tu casa telefoneó a tu padre, le dijo que yo había ido a ver a tu madre y él fue al piso. Menos mal que vino, porque para entonces yo ya había perdido al bebé.
Ninguno de los dos habló durante un rato, hasta que Barney preguntó, señalando a Pearl con la cabeza:
—¿Se pondrá bien?
—Seguro que sí. Yo tuve varicela de pequeña, y también Jacky y Biddy.
Él se puso de pie tan bruscamente que asustó a Pearl, que tosió y giró la cabeza hacia el otro lado.
—Voy a salir un rato. No tardaré mucho. —¿Adónde vas?
Barney no contestó; se limitó a abrir la puerta principal y abandonó la casa.
Pearl se despertó con ganas de ir al baño. Rechazaba el orinal e insistió en caminar temblorosa hasta el cuarto de baño, con Amy vigilándola ansiosa.
—Me siento mareada —se quejó.
Después se metió en la cama bien arropada y volvió a dormirse inmediatamente.
Amy hizo té y recordó que no tenían nada para cenar esa noche. Peló patatas y las puso a hervir. Cuando Barney volviera, haría puré con carne en conserva. Nunca antes de casarse había probado esa carne, y cubierta con salsa Worcester era una de sus comidas favoritas.
Se preguntó adonde habría ido, y sospechó que a ver a su madre. Rezó por que no discutieran. El aborto se había producido hacía diez años —no, once—, y era una tontería revolver el asunto ahora, después de todo aquel tiempo. Su relación con Elizabeth Patterson era frágil y podía romperse fácilmente.
Barney regresó unas tres horas más tarde, cuando ya eran casi las nueve y media y fuera la oscuridad era total. Amy le ofreció la carne en conserva, pero él la rechazó. Hizo té, y él lo rechazó también. Sacó la mantequilla y un tarro de mermelada de fresa de la alacena y cortó dos rebanadas de pan, viendo aquello como una excusa para cenar su cena favorita —pan con mermelada—, y entonces Barney dijo con una voz monótona y bastante distante:
—Tengo algo que decirte, Amy. ¿Te importaría sentarte?
Se le cayó el alma a los pies y lo siguió hasta la sala de estar, donde ardía un pequeño fuego tras un guardafuegos de bronce. Amy apartó el guardafuegos, y estaba a punto de echar carbón del cubo a las llamas, cuando Barney dijo con la misma voz monótona:
—Deja eso ahora.
—Pero el fuego se apagará —protestó ella.
—¡He dicho que lo dejes!
Le dieron ganas de golpearlo con la pala.
—¿Qué diablos te pasa? —preguntó, dejando caer la pala al suelo de baldosas, arrepintiéndose inmediatamente cuando hizo un ruido tremendo que podría haber despertado a Pearl. Seguro que tenía algo que ver con el aborto y con su madre. ¿Qué le habría dicho ella? En ese momento, Pearl estaba enferma y Amy no tenía mucha paciencia. Se sentó en una de las mecedoras, dándose cuenta de que era contra la que había caído cuando él la arrojó al suelo aquella vez.
—He ido a ver a mi madre —dijo él—, y me ha contado que mi padre y tú tuvisteis una aventura durante la guerra; que probablemente la seguís teniendo. —La miró astutamente. Hasta ahora las acusaciones eran inventadas, pero esta vez era real, o al menos eso pensaba, porque procedía de su madre. ¿Por qué se vanagloriaba de ello?
Amy cerró los ojos y no contestó.
—Ella cree que mi padre está enamorado de ti.
Amy siguió callada.
—¿No tienes nada que decir? —preguntó él fríamente.
—No hay nada que decir ante tanta tontería. —Se levantó—. Voy a hacer un té. No tengo la menor intención de permanecer toda la noche aquí escuchándote. Estás loco y tu madre está loca. —¿Cómo podía querer a un hombre que hablaba así? Al día siguiente, cogería a Pearl y se iría a Agate Street a vivir con su madre. Esta vez, Barney había ido demasiado lejos.
Él la empujó en la silla.
—¿Es cierto?
—No, Barney, no es cierto. No he tenido una aventura con tu padre. ¿Por qué ha esperado tu madre tanto tiempo para decir eso? Sólo está tratando de causar problemas. ¡Barney! —Intentó levantarse, pero él tenía la mano apoyada contra su pecho—. Me estás haciendo daño.
—¿Cuántas veces os acostasteis mi padre y tú? ¿Docenas? ¿Cientos? —susurró, con la boca contra su oído—. ¿Era él el padre del niño?
¿Habría sugerido eso su madre?
—No puedo ocuparme de esto, Barney. Es demasiado ridículo para contestar. —Volvió la cara, decidida a no responder a preguntas tan estúpidas.
La mano de él avanzó hacia su garganta y apretó fuerte. Ella se atragantó y consiguió asestarle una patada en la espinilla, asustada. Aparte de aquel otro incidente, él nunca había sido violento. La presión sobre su garganta se relajó.
—Madre dice que él se pasaba el tiempo en el piso y que te sacaba a cenar. ¿Es eso cierto? —Se sentó en su mecedora y la echó hacia delante, de modo que sus rodillas casi se tocaban.
—Solía venir a verme, para asegurarse de que me encontraba bien —confirmó ella—. No conté las veces, y sí, me sacaba a cenar. Pero eso no significa que tuviéramos una aventura. —¿Cuánto tiempo pensaba tenerla allí, atrapada en la mecedora, sin poder moverse? No había corrido las cortinas y podía ver los árboles en el jardín trasero meciéndose como fantasmas contra el cielo oscuro. Debía de estar soplando un viento fuerte. En el dormitorio, la cama de Pearl crujió al darse ella la vuelta y toser. Amy se estremeció, sintiendo frío. El fuego apenas ardía. Muy pronto se apagaría del todo.
Con aire pensativo, Barney estiró la mano hacia el guardafuegos y cogió el atizador con mango de bronce. Se sentó con él sobre las rodillas. Dijo:
—Había un tipo en el periódico el otro día, un ex combatiente, que descubrió que su mujer había tenido una aventura con un vecino mientras él estaba fuera luchando por su país. La golpeó hasta matarla, pero sólo le cayeron cinco años. El juez declaró que lo habían provocado. Me pregunto qué dirían de una mujer que se acostaba con su suegro.
—Nada, porque no es verdad —replicó ella en voz baja. No creía que la fuera a matar con el atizador. Estaba jugando a un juego, un juego perverso, y deseaba que lo dejara de una vez.
La miró con lágrimas en los ojos.
—¿Sabes, cariño? Me gustaría matarte de verdad, así no tendría que dormir contigo nunca más.
—Barney, no tienes por qué dormir conmigo ahora. —Qué extraño lo que estaba diciendo— . Podemos comprar camas nido, o podemos convertir el trastero en un dormitorio y uno de los dos puede dormir allí.
—No sería mala idea. Oh, Amy, cariño, estoy tan cansado... —La cabeza le cayó a un lado y ella creyó que se había desmayado, pero en realidad se había dormido. Se inclinó hacia delante y le acarició tiernamente la cabeza. Sus sentimientos hacia él oscilaban desde algo que se acercaba al odio hasta el amor puro y simple.
Amy se levantó, cogió el atizador y lo guardó en uno de los armarios que había junto a la chimenea. Fue a comprobar que Pearl estaba dormida; lo estaba, pero parecía muy inquieta. Cogió un montón de ropa de cama y una almohada del armario de la ropa blanca y lo arrojó sobre el sofá del salón. Dormiría allí esa noche y dejaría dormir solo a Barney. Quizá al día siguiente, si volvía a ser el mismo, explicaría por qué no quería dormir más con ella.
Al cabo de un minuto se desvistió, se quedó sentada en el sofá, apoyó la cabeza en el brazo y se echó una manta por encima; hacía más frío allí que en el cuarto de estar. Por un lado, había sido un alivio alejarse de Barney: el corazón le latía acelerado. Al día siguiente insistiría en que viera a uno de esos psiquiatras, y amenazaría con dejarlo si no lo hacía. No podían continuar así más tiempo. Tenía que telefonear a Leo y decirle lo que había dicho Elizabeth.
Leo Patterson atravesó rápidamente en su coche las tenuemente iluminadas calles de Liverpool. Apenas podía creer lo que Amy le acababa de contar.
—Estaré allí en cuanto pueda —le prometió.
—¿Adónde vas? —le preguntó Elizabeth cuando él cogió las llaves del coche.
—Tengo que ver a alguien —dijo él escuetamente. No sabía que su hijo había estado allí unas horas antes.
—¡Pero si son más de las diez! —protestó ella—, acabas de llegar.
—Es una emergencia.
—¿Es una de tus mujeres? ¿Eso es a lo que vas? ¿A ver a una mujer? —Podía perder los nervios en un instante. Se acercó y le puso las largas manos blancas sobre los brazos. Las uñas tenían una forma perfecta y estaban pintadas de blanco brillante; le recordaron las manos de un cadáver. Él no le había dicho nada a Amy, pero el estado mental de Barney era exactamente el mismo que el de su madre. Las muertes de su madre y de su hermano como resultado de la explosión de una bomba terrorista la habían desequilibrado, igual que había ocurrido con Barney en el campo de prisioneros de guerra.
—Te lo he dicho, es una emergencia —dijo pacientemente, soltándose de sus manos.
Había tenido otras mujeres, docenas. Necesitaba para su salud mental escapar de Elizabeth de vez en cuando hacia la carne más suave y acogedora de otra mujer. Amy, la mujer de su hijo, era ese tipo de mujer, aunque no habría habido nada en esta tierra que hubiera convencido a Leo para que le pusiera un dedo encima, aunque estaba enamorado de ella desde el día en que la conoció. Ella pertenecía a su hijo, y eso era todo.
Aparcó delante de la casa. Cuando levantó la vista, Amy lo estaba esperando en la puerta. Los árboles de alrededor de la casa se agitaban furiosos en la tormenta. El caminó por el sendero hacia ella, y Amy lo condujo al interior.
—¡Leo! —dijo con voz profunda y agitada—. Entra.
Caminó delante de él hasta el salón, donde su hijo estaba sentado en el sofá con un cuchillo del pan saliéndole del estómago. La mancha roja en la camisa blanca de Barney parecía cada vez más grande mientras Leo la miraba. Tenía los ojos medio abiertos y parecía apacible, las palmas de las manos estaban hacia arriba, como si hubiera estado sujetando algo al morir. No había necesidad de llamar a un médico o a una ambulancia: estaba claro que Barney estaba muerto.
—¡Por Dios santísimo! —gimió Leo. Se sentía dividido entre el deseo de vomitar y el de deshacerse en lágrimas—. ¿Cómo ocurrió?
Amy negó con la cabeza y salió rápidamente de la habitación. Tenía la cara blanca como el papel y parecía tener veinte años más.
Leo la siguió.
—¿Lo mataste tú? —alzó la voz—. ¿Qué hizo para que tuvieras que matarlo?
—Yo no lo hice. —Se tambaleó, y él consiguió sostenerla antes de que cayera—. Fue Pearl.
Me había dormido en el sofá —le contó a Leo cuando estaban en la cocina esperando a que llegara la policía. El coñac que le había dado él le hacía dar vueltas la cabeza. Trató de asumir lo que había pasado; no, eso ya lo había hecho. Ahora tenía que aceptarlo, vivir con ello, consciente de que no volvería a ver a Barney.
—Pearl tiene la varicela —dijo con la voz de otra mujer; no le sonaba como la suya—. Llamé al doctor Sheard. Él mencionó el aborto. Barney no sabía nada de eso. Por alguna razón lo trastornó mucho. Se fue corriendo a ver a su madre y fue entonces cuando ella le dijo que nosotros, tú y yo, habíamos tenido una aventura durante la guerra.
Leo soltó un taco, uno muy fuerte, pero Amy no se dio cuenta.
—Esa mujer está loca —murmuró.
—Volvió en un estado terrible —continuó diciendo Amy—. Amenazó con matarme. Después se durmió. Fui al salón y me senté en el sofá. Allí estaba todo muy tranquilo y yo también me dormí. Cuando me desperté, Barney me estaba sacudiendo. Volvía a estar furioso. Empecé a gritar. No podía soportarlo más. Al instante siguiente, Pearl entró corriendo... se subió al sofá entre los dos. Gritaba: «¡Deja en paz a mamá, papá! ¡No te atrevas a matarla!». Para entonces, Barney había dejado de sacudirme. —Amy empezó a llorar desaforada—. No estoy segura de lo que pasó a continuación, sólo de que Barney pareció impresionado y trató de abrazar a Pearl, atrayéndola hacia sí. Quizá ella le hizo darse cuenta de lo mal que se estaba comportando. Obviamente no había visto el cuchillo del pan que ella tenía en la mano. Después cayó hacia atrás y vi que el cuchillo le salía del vientre. Debió de cogerlo de aquí. —Amy puso una mano en la mesa junto al pan que había cortado, la mantequilla y la mermelada de fresa—. Fue un accidente, un desgraciado accidente. No pretendía matarlo; quería a su papá.
—¿Qué ocurrió entonces, querida? —dijo Leo suavemente.
—Salió corriendo de la habitación, llorando. No llegó a ver el cuchillo en el vientre de Barney. No sabía que lo había matado.
La seguí. Tenía sangre en el camisón, la cambié y la metí en la cama. Está delirando, así que espero que no recuerde lo que ocurrió. —Amy se enderezó y salió de la cocina.
—¿Adónde vas? —gritó Leo.
—A sacar el cuchillo para que mis huellas estén en él. Cuando llegue la policía, les diré que he sido yo. ¿Qué clase de vida tendría Pearl si se supiera que mató a su padre? No quiero que vea a un solo policía, y menos aún que la interroguen. —Echó hacia atrás la cabeza y miró desafiante a Leo—. No quiero que lo sepa nunca.
Leo la miró horrorizado.
—¡Pero, Amy, fue un accidente! No puedes echarte la culpa por algo que no fue culpa de nadie —dijo, tratando de convencerla.
—No, Leo. No quiero que Pearl crezca con esa mancha en el corazón. Accidente o no, sabría que había sido su mano la que había blandido el cuchillo. Ya basta, estoy decidida.
—Me estaba maltratando —le dijo a la policía, un joven que no abrió la boca ni una vez y un sargento de rostro blando, ligeramente gordo, cuyos dedos regordetes temblaban mientras tomaba notas en una libreta negra. Amy se preguntó si estaría borracho—. Mi marido me amenazó con matarme y yo lo maté.
Estaba viviendo una pesadilla que era demasiado horrible para ser real.
—Tengo que echarle un vistazo a mi hija para ver si está bien.
—¿Lo está? —preguntó el sargento cuando ella volvió.
—Tiene la varicela.
Pearl estaba profundamente dormida, completamente relajad;). Su niñita sólo había intentado proteger a su madre, pensó distante. No era algo que se pudiera esperar de una niña de su edad.
Mirándolo con perspectiva, fue una tontería sorprenderse porque la llevaran a la comisaría de policía, dejando a un Leo deshecho sentado con la cabeza entre las manos. El sargento no podía decir cuándo le permitirían volver a casa. Antes de subir al coche patrulla, Amy miró hacia el bungaló y se preguntó si lo volvería a ver alguna vez. No volvió a verlo.
Era sorprendente cómo podía cambiar la vida de alguien tan drásticamente en el espacio de unas horas.
Moira Curran advirtió que el cuarto de estar y el dormitorio de Pearl compartían una chimenea, y que cada palabra que se decía en una habitación podía oírse en la de al lado. Moira había dejado su trabajo y se había ido a vivir al bungaló para cuidar de Pearl mientras Amy estaba retenida en la prisión de Strangeways, en Manchester.
Estaba limpiando el dormitorio de Pearl. La niña se encontraba en el cuarto de estar y empezó a hablar con una de sus muñecas. Le preguntó a la muñeca cuándo iba a volver su mamá, y su voz se oía con toda claridad en el dormitorio. Moira, aterrorizada, se quedó mirando la chimenea, medio esperando que su nieta estuviera allí.
Aquella noche se lo contó a Leo Patterson, que pasaba por allí cada día de camino a casa desde Skelmersdale. Pearl no volvería a ir al colegio hasta que todo el horrible asunto estuviese zanjado. Después empezaría en otro con un nombre diferente.
Leo imaginó a su nieta en la cama escuchando a su padre gritarle a su madre a menudo hasta la noche en que le dijo que la quería matar. ¿Qué clase de pensamientos habría pasado por la cabeza de la niña cuando oyó esas palabras? Afortunadamente, no parecía tener recuerdos del incidente.
Moira y Leo permanecieron sentados en silencio durante un tiempo, pensando en la terrorífica realidad que había destruido sus vidas. Aparte de Amy, eran las únicas personas que sabían la verdad acerca de la muerte de Barney.
Se contrató a un procurador de Londres, Bruce Hayward, el mejor que había, y al mejor abogado, sir William Ireton. Ambos supusieron que a Amy le caerían entre cinco y siete años de cárcel.
—Algunos testigos dirán que su marido la había estado maltratando psicológicamente durante años, pero ella nunca pensó en dejarlo, tuvo la paciencia de una santa —dijo Bruce Hayward. Veía a menudo a Amy y ambos se hicieron amigos.
Era Pascua cuando se celebró el juicio, con gran despliegue de publicidad, en el Tribunal de Liverpool en St George's Hall. La fotografía de la agraciada víctima, a quien llamaban «héroe de guerra», y su bella mujer el día de su boda fue publicada en todos los periódicos del país y en algunos extranjeros.
Era difícil detectar de qué lado estaba la simpatía del tribunal.
—Creo que nuestro lado tiene las de ganar —le dijo Leo a Moira Curran. Amy era una acusada extraordinaria. Habló con evidente sinceridad y sin exagerar cuando describió el modo en que Barney la trataba —las acusaciones y las amenazas de muerte— y, aun así, lo disculpaba.
—Debió de pasarle algo terrible mientras estuvo prisionero —testificó—. Cuando volvió, era un hombre diferente.
Cathy Burns también causó buena impresión, tan honesta y dispuesta a proteger a su amiga.
Así estaban las cosas hasta el día en que subió al estrado la suegra de Amy.
Testigo sorpresa, la había llamado la acusación. Amy se preguntaba qué diablos tendría ella que decir. Vio a Leo fruncir el ceño al otro lado de la sala.
—¿Qué piensa de su nuera, señora Patterson? —preguntó el fiscal.
—La odio —respondió Elizabeth Patterson con voz firme—. La odio porque mi marido y ella tenían una aventura desde que mi Barney se marchó. —Sus ojos verdes estaban anegados en lágrimas. Era difícil dudar de la sinceridad de su sospecha—. Solía sacarla a cenar. Siempre estaba en su piso.
Era un luminoso y soleado día de primavera. Partículas de polvo brillaban en los rayos de sol que cruzaban la concurrida sala del tribunal. El juez, que siempre parecía estar dormido, abrió los ojos y observó por encima de sus gafas de media luna a la atractiva mujer pelirroja con su abrigo de leopardo y sombrero a juego. Abrió la boca para decir algo, pero se lo pensó mejor.
El cambio en el tribunal fue palpable. Desde aquel momento, Amy estaba condenada, a pesar de que Leo juró sobre la Biblia que no habían tenido una aventura.
—Cuando el río suena, agua lleva —dijo la gente.
Se habló de sentencia de muerte, es decir, que si era declarada culpable —cuando lo fuera—, Amy Patterson sería colgada. Su suegra era una de las principales defensoras de esta idea.
—Voy a hacerlo —le dijo Moira a Leo. No asistió al proceso; se quedaba en el bungaló con Pearl, con las cortinas corridas, saliendo sólo cuando caía la noche para llevar a Pearl a dar una vuelta y hacer ella algo de ejercicio—. Diré la verdad. De ninguna manera vamos a permitir que cuelguen a nuestra Amy si no lo hizo. —Se le heló la sangre—. Pero ¿quién nos va a creer ahora? —Era demasiado tarde para decir la verdad—. Todo el mundo creerá que me lo estoy inventando.
Con un sentimiento de temor, Leo estuvo de acuerdo. Amy se había asegurado de que en el cuchillo estuvieran sus huellas. Era tarde, demasiado tarde para decir la verdad.
Amy Patterson fue sentenciada a cadena perpetua por el asesinato brutal de su marido. Al día siguiente, estaba en la portada de todos los periódicos importantes. Leo los llevó al bungaló, y Moira los extendió en el suelo. El adorable rostro de su hija la miraba desde todos los ángulos. También publicaron fotos de sus otras hijas: Jacky y Biddy habían asistido todos los días al juicio. Charlie no, pero había una buena razón para ello.
Dime, Amy, si hay algo que pueda hacer —se ofreció Leo la primera vez que fue a verla a la cárcel de Holloway, en Londres, donde estaba confinada—. Cualquier cosa —subrayó—. Cualquier cosa que se te ocurra. —Ella era la persona más fuerte y valiente que había conocido. Siempre la había querido y ahora la quería más aún. Ella había llorado por Pearl, por su madre y por el resto de la familia, pero nunca por sí misma. Él hizo un esfuerzo por contener las lágrimas; si Amy podía, él también.
—Sí, hay algo que puedes hacer. —Su cara había perdido el brillo, y sus ojos la calidez. Tenía los labios tensos, con una mueca de determinación—. Quiero que les des a Jacky, a Biddy y a sus familias dinero suficiente de mi cuenta para que se vayan a vivir al extranjero; a Canadá, por ejemplo, o a Australia, para que puedan empezar de cero sin que nadie sepa que su hermana es una asesina. ¿Me queda mucho dinero, Leo?
—Montones, querida —contestó Leo. Él había pagado los gastos legales y había mucho dinero en su cuenta. Había sido el dinero de Barney y ahora era suyo.
—Bien. Otra cosa: Charlie y Marion van a quedarse con Pearl. Por eso le pedí a Charlie que no fuera al juicio, para que los periódicos no sepan dónde vive. Marion y él llevan casados casi veinte años y no es probable que tengan un hijo a estas alturas. Pearl será hija única y tendrá todo su amor. Nunca me gustó Marion, pero será una buena madre, y Charlie un gran papá.
—Me ocuparé de ello —prometió Leo—. Creo que deberías ponerlo por escrito. Le diré a Bruce Hayward que lo haga. Ah, Amy —añadió preocupado—, me gustaría desempeñar un papel en la vida de Pearl. No creo que Harry se case, así que parece que va a ser mi única nieta.
—Por supuesto que debes desempeñar un papel —afirmó Amy con orgullo—. Charlie se ocupará de ello. Tú y mamá, Harry y Cathy seréis su familia. Ah, y cuéntale a Harry la verdad, ¿quieres? No quiero que piense que maté a su hermano. Charlie ya lo sabe, mamá se lo dijo, pero ha prometido no revelárselo a Marion. No me fío de que no lo suelte un día delante de Pearl.
—¿Y Cathy?
—Cuantas menos personas lo sepan, mejor. Cathy no me culpa por nada. —En ese momento, su control férreo vaciló—. ¿Sabe Pearl que su padre ha muerto?
—Sí, querida. Cree que murió en un accidente de coche.
—¿Y que yo me he ido muy lejos?
Leo asintió.
—Cree que estás en Australia.
—Bien. —Frunció los labios, satisfecha—. Charlie le dirá dónde estoy en realidad, y por qué, cuando considere que es lo suficientemente mayor para saberlo. Y he insistido en que bajo ninguna circunstancia permita que me visite. No quiero que mi hija vea a su madre en la cárcel.
Unos minutos más tarde, desapareció en el oscuro interior del edificio, donde esperaba pasar el resto de su vida.