20.- Amy
1971-1972
Nellie Shadwick estaba sentada en la parte trasera del Rolls-Royce, que estaba aparcado a un lado de la calle, y daba golpecitos en el suelo con los talones.
—¿Qué es eso? —preguntó el conductor, que además era su hermano—. ¿Un SOS?
—Estoy harta de esperar —se quejó Nellie.
—Eso es porque crees que tu tiempo es tan importante que te fastidia perderlo con otra gente.
—¿Y eso es tan malo, Ducky? —Ducky no era un apelativo cariñoso, sino el nombre por el que se conocía a su hermano David desde que era un bebé. Nadie tenía ni idea de por qué.
Ducky pensó juiciosamente unos minutos antes de decir que no es que fuera malo, sino que era imposible no perder el tiempo.
—Dependes de que otras cosas lleguen a tiempo, como autobuses, trenes y taxis, por ejemplo. Luego, hay gente que se pone enferma en el último momento, cordones de zapatos que se rompen, objetos que no encuentras, toda clase de accidentes, el tiempo, incluido algún meteorito de vez en cuando...
—Vale, vale —dijo Nelly cansada. Estiró sus largas y esbeltas piernas, que estaban enfundadas en finas medias negras de nailon—. ¿Te parecen de cuarenta años, Ducky?
Ducky se dio la vuelta.
—¿Te refieres a las piernas, a los pies o a los zapatos?
—A las piernas, por supuesto.
Ducky negó con su rizosa cabeza.
—A mí me parecen más bien de cincuenta.
Ella se inclinó hacia delante y lo golpeó suavemente en la cabeza.
—No seas tan descarado, Ducky Shadwick. ¿Dónde estarías tú sin tu hermana?
—Muerto, probablemente —dijo Ducky—. O maltratado por la vida, o mendigando por las calles. Probablemente me habrían saltado todos los dientes y tendría cicatrices por todo el cuerpo. —Pensando en que era probable que hubiera ocurrido al menos una, y puede que más, de esas cosas si no hubiera sido por su hermana Nellie, añadió—: La verdad, Nell, tus piernas parecen de veintiuno.
—¿Estás seguro?
—Segurísimo.
Nellie miró su reloj absurdamente caro: eran las nueve y un minuto. Se abrochó el abrigo negro acolchado y se echó la capucha sobre la cabeza.
—¿Piensas robar un banco? —preguntó el hermano, mirándola por el retrovisor.
—No quiero que me reconozcan, ¿vale? Por eso he alquilado un coche, para que nadie pueda localizar la matrícula. —Miró fijamente hacia la puerta del lóbrego edificio que estaba al otro lado de la calle. Pasó apenas un minuto, se abrió la puerta y una mujer bajita de aspecto anodino salió con una maleta. Nellie casi se cayó del coche—. Ahí está. Oh, mira, ahí está, ahí está. —Echó a correr.
Al acercarse, pudo ver que la mujer parecía más alta de lo que aparentaba, y era evidente que había sido muy bonita. Nellie siguió cruzando la calle, haciendo sonar sus tacones y sus joyas y moviendo los brazos.
—¡Amy! —chilló—. ¡Amy! ¡Soy yo, Nellie!
Amy suspiró cuando salió de la cárcel de Holloway y se vio atrapada por lo que parecía un molino humano que llevaba un abrigo negro con capucha. Nellie la besó en las mejillas, en la frente, y el aire que rodeaba su cabeza, como si Amy llevara un halo.
—Me alegro de verte, Nell —dijo, deseando romper a llorar. ¡Estaba libre! Podía ir adonde quisiera por la calle en la que se encontraba. Si tuviera alas, podría volar hacia el cielo, que estaba cubierto de nubarrones negros, aunque a ella le daba igual.
—El coche está allí. —Como si Amy no hubiera visto el brillante Rolls-Royce aparcado enfrente. Mientras Nellie la arrastraba hacia él, un grupo de jóvenes, unos diez, echaron a correr hacia ellas blandiendo cuadernos y cámaras y gritando que querían una foto y una entrevista. El chófer de Nellie saltó fuera y metió a las dos mujeres y la maleta en la parte de atrás, y un minuto después el coche había desaparecido.
Amy miró por la ventanilla trasera y vio a los periodistas que corrían hacia sus coches, pero era demasiado tarde. Enseguida desaparecieron de su vista.
—Este es Ducky —dijo Nellie sin aliento, señalando hacia la espalda del conductor—, es mi hermano menor. Ducky, esta es mi amiga Amy.
—¿Cómo estás, Amy? —Ducky saludó hacia el espejo retrovisor, donde Amy podía verse—. He oído hablar muchísimo de ti.
—Cállate, Ducky. —Nellie cerró la mampara de cristal—. No quiero que escuche nuestra conversación. No olvides ponerte el cinturón de seguridad.
Amy reconoció que no había visto un cinturón de seguridad en su vida y le pidió a Nellie que le dijera cómo se abrochaba.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—Al país de Constable —contestó Nellie, abrochando el cinturón—. A Suffolk —añadió, en respuesta a la mirada de incomprensión de Amy—. Al menos, eso es lo que decía en el folleto. Allí es donde un pintor llamado Constable pintó la mayor parte de su obra. La casa de reposo se llama Butterflies y está en una mansión que perteneció a no sé qué lord. He reservado tres semanas para ti a nombre de Curran en lugar de Patterson, como me pediste. Yo sólo puedo quedarme una semana. Estarás bien sola el resto del tiempo, ¿verdad?
—Lo estaré. Dime lo que va a costar, ¿quieres, Nellie? Haremos cuentas cuando lleguemos.
—No te va a costar un solo penique, Amy No, no —movió la mano para desechar las protestas de Amy—. Si no me hubieras cogido por el puto cuello hace dieciocho años y me hubieras dicho que moviera el culo, todavía estaría tragando mierda en la calle, ¿no?
La tercera vez que Nellie Shadwick volvía a Holloway acusada de prostitución conoció a Amy, que se dio cuenta inmediatamente de que aunque Nellie no era guapa —había heredado su cremosa piel color café y sus exóticos ojos de su padre, que era medio jamaicano, medio chino, y su pelo rojo oscuro de su madre irlandesa—, había algo bastante extraordinario y curioso en ella que nadie había descubierto aún. Su dura vida no había disminuido en absoluto su inagotable sentido del humor.
—¿Has pensado alguna vez en hacerte modelo, Nellie? —le había preguntado.
—¿Modelo? —chilló Nellie—. ¿Una puta modelo? No, Amy, nunca he pensado en hacerme modelo.
—Pues deberías.
Durante las seis semanas que duró su condena, en su tiempo libre y bajo la supervisión de Amy, Nellie caminó arriba y abajo por la biblioteca de la cárcel con un ejemplar del Finnegans Wake, de James Joyce en la cabeza hasta que consiguió hacerlo con bastante elegancia. Amy le aconsejó que no chillara tanto y que dejara de decir tacos.
—Puede echar para atrás a la gente —le advirtió.
Nellie abandonó Holloway con la promesa de que haría todo lo posible por no volver. Amy le pidió a Leo que le mandara cincuenta libras para que se comprara ropa decente y se cortara el pelo, y a Nellie la contrataron en la primera agencia de modelos en la que entró. Le cambiaron el nombre por el de Ellie, y se convirtió en una sensación de un día para otro, una modelo que «había salido del arroyo y había sacado adelante a sus tres hermanos pequeños», según la prensa amarilla. Dejó de chillar y de decir tacos, al menos en público, pero siguió conservando su fuerte acento cockney, y todo aquel que la conocía la apreciaba. Hacía cinco años se había casado con un miembro menor de la aristocracia que era sumamente rico. Había visitado a menudo a Amy a lo largo de los años.
Amy había pedido que su nombre no se mencionara nunca junto al de su amiga.
—Por el bien de mi familia, sería mejor que todo el mundo se olvidara de mí —dijo—. En cualquier caso, no te vendría nada bien que te relacionaran conmigo —ante lo cual Nellie había chillado que le importaba un bledo lo que pensara la gente.
—¿Por qué te han dejado salir ahora? —le preguntó.
—Creo que estaban hartos de verme —contestó Amy.
De hecho, las mujeres condenadas a cadena perpetua por asesinato solían salir antes, pero su crimen, y las circunstancias que lo rodeaban, se consideraron más odiosos de lo normal.
Se sentía demasiado abrumada para hablar. Lo único que deseaba era mirar por la ventanilla y dejar que el hecho de estar fuera de la cárcel la empapara. Había comido por última vez detrás de los barrotes, había dormido allí por última vez, no tendría que volver a llevar ropa de la cárcel. Nellie debió de darse cuenta de cómo se sentía, porque llevaban viajando en silencio casi una hora cuando Amy miró hacia fuera, hacia el paisaje llano, y preguntó:
—¿Dónde estamos?
—En Essex. A punto de llegar a Chelmsford. Por cierto, te he comprado ropa, sólo unas cositas para la casa de reposo, prendas deportivas como chándals, batas de felpa y pantalones cortos. Oh, y unas mallas y un par de monos.
—¿Monos?
—Una especie de pijamas muy elegantes que no llevarías nunca en la cama.
—Eres muy amable, Nellie. Gracias. —Amy se sentía bastante impresionada. Cathy le había mandado la ropa que llevaba puesta en ese momento, una falda negra lisa, una americana negra y una blusa blanca con volantes, todo de Marks & Spencer, junto con ropa interior bonita.
—Dudo que hubiera podido salir adelante sin mis amigos —le dijo a Nellie—. Fuera cual fuese la cárcel en la que estaba, no había fin de semana que no viniera a verme alguien. Leo, Cathy, Charlie, Harry tú... Mamá vino regularmente... hasta que murió. —La repentina muerte de su madre de un ataque al corazón había sido un golpe terrible . Mi abogado también me visitaba a menudo.
—La habían liberado inesperadamente gracias a los incansables esfuerzos de Bruce Hayward.
Volvió a reinar el silencio y Nellie se durmió. Amy se concentró en los campos nivelados y las aldeas de Essex hasta que pasaron junto a un cartel que indicaba que se encontraban en Suffolk. Era el final de la primavera y todo parecía cubierto por un encaje verde. El cielo seguía siendo una masa de nubarrones densos y negros.
¡Era libre! Al menos había dejado atrás los días oscuros. Ya no tendría que recorrer con cuidado el campo de minas que era la vida en la cárcel: evitar las pandillas y ser amable con todo el mundo, incluso con las prisioneras más violentas, mujeres terroríficas que golpeaban a otras reclusas en las duchas sin ninguna razón, que supiera Amy. Una mañana, no mucho después de que ella llegara a Holloway, había presenciado un apuñalamiento; la mujer había estado a punto de morir.
—No vi nada —le dijo al director durante la investigación. Su respuesta fue cobarde, pero quería seguir viva, aunque no esperara nada del futuro.
Era popular entre las demás prisioneras. Muchas habían sufrido a manos de los hombres —sus chulos, novios, maridos o padres— y la consideraban una heroína por haber tenido el valor de matar al hombre que la estaba maltratando. Nadie dudaba de que él se lo había merecido.
A la mañana siguiente, en Butterflies, apenas era de día cuando Amy se despertó. Se duchó, disfrutando de la suavidad de las toallas blancas y del dulce olor del jabón. Como no tenía idea de cuál sería el programa del día, sacó unos pantalones blancos holgados —había leído suficientes revistas de moda en la cárcel como para saber que ya no se llamaban slacks— y una parte de arriba holgada a juego, y contempló el resultado en el espejo. Se veía cansada y pálida, aunque un poco mejor que el día anterior. Sus mejillas tenían un tono rosado debido a la buena noche de sueño. Cuando estuviera lista para abandonar Butterflies, tres semanas después, estaba decidida a tener tan buen aspecto como el que tenía antes de entrar en la cárcel.
Abandono la habitación y subió al piso de arriba. Era una hermosa casa, luminosa y diáfana, con paredes claras y suelos pulidos. Se oía el entrechocar de platos procedente de la cocina, pero no había un alma a la vista.
Abrió las puertas acristaladas que conducían a una zona pavimentada con bancos y mesas y se sentó, sin importarle que el aire fuese húmedo y frío. Un rayo de luz apareció por el este y el cielo gris se fue volviendo más luminoso. De vez en cuando cantaba un pájaro y el rocío brillaba como lágrimas sobre el césped, que descendía hacia un pequeño bosque que le recordaba a Pond Wood.
Había una aldea a su izquierda, cuyo único signo de vida era una espiral de humo que salía de la chimenea de una casa con techo de brezo. Quizá fuera un pub. Nellie había querido ir la noche anterior, pero Amy dijo que no le apetecía.
—Necesito tiempo para adaptarme, Nell —explicó.
Nellie se había disculpado por ser tan bruta y prometió hacer lo que le apeteciera a Amy en el futuro.
Eran demasiadas cosas demasiado pronto, pensó Amy. Había demasiada gente, el paisaje era demasiado vasto y ese lugar demasiado lujoso. La noche anterior había dormido en una cama con colcha de satén color crema, alfombra crema y visillos de encaje. Le estaba costando acostumbrarse al contraste entre aquello y la celda de la cárcel.
Apareció una mujer que llevaba una prenda de felpa floreada. ¿Sería un mono? Se sentó junto a Amy y empezó a hacer un montón de preguntas impertinentes. Amy se vio obligada a inventarse una vida imaginaria. Después vinieron más huéspedes, Nellie entre ellos. Estaba espectacular con unas mallas moradas y medias negras. La reconocieron inmediatamente y toda la atención se volvió hacia ella, para alivio de Amy.
Más tarde Nellie trajo una pila de periódicos.
—Todos estos hablan de ti —dijo—. Dicen que has aterrizado. ¿Quieres leerlos?
—No, gracias. —Amy nunca leía lo que aparecía en la prensa sobre ella. Ya era bastante desagradable tener que oír lo que murmuraba la gente como para leerlo.
Durante las semanas siguientes, su cuerpo fue masajeado, apretado, aporreado y retorcido. Le depilaron las piernas con cera, le hicieron la manicura y le pintaron las uñas de rosa rubor. La metieron en una sauna, pero salió enseguida, aterrorizada por encontrarse en una sala tan pequeña y caliente, con la sensación de no poder respirar. Nadó a diario en la pequeña piscina interior; había aprendido a nadar con Cathy antes de la guerra en los baños de Bootle. Vestida con mallas, se unió a los ejercicios previos al desayuno, probó el yoga, dio largos paseos bajo la persistente lluvia con Nellie, que solían acabar en el pub de la aldea, El Gallo y el Toro, donde se atiborraban de filetes, pastel de riñones y patatas fritas. La comida de Butterflies consistía principalmente en ensalada y pescado hervido.
El primer viernes, el día antes de que la mayoría de las mujeres se marchara y llegara una nueva tanda, se sentó delante del espejo en la peluquería y le impresionó ver lo mucho que había mejorado. Su cuerpo estaba respondiendo a los cuidados. Ya no tenía la piel gris ni los ojos hundidos. Empezaba a sentirse como si perteneciera a la raza humana. En ese momento le estaban cepillando el pelo tras haberle quitado unos rulos gigantes. Lo había conservado largo en la cárcel y se lo cortaba ella misma, sin preocuparse mucho de que estaba comenzando a encanecer.
Pero ahora se lo habían cortado y teñido, así que parecía un pelo totalmente nuevo. Las ondas y rizos habían vuelto, y de nuevo eran de un rubio dorado brillante, aunque no tan natural como antes.
Casi vuelvo a ser yo, se dijo Amy Al menos lo soy por fuera, aunque no en mi cabeza.
Durante las dos semanas siguientes, sin Nellie, Amy descansó mucho; desayunaba en la cama y se levantaba tarde, leía mucho y daba paseos o montaba en bicicleta por el recinto, generalmente sola. El tiempo había mejorado. Se hacía tratamientos faciales, le daban masajes suaves, practicaba yoga. Se tumbaba en el suelo con los brazos estirados mientras una voz dulce la animaba a relajar su cuerpo por partes mientras inhalaba el perfume de numerosas velas parpadeantes.
La mañana del día en que se tenía que marchar, fue a la peluquería de nuevo. Aquella tarde, Leo iba a ir a recogerla. El viernes le darían un pasaporte y el lunes se irían a París.
Leo Patterson siempre había sido un hombre encantador y muy guapo. Amy fue consciente de ello desde el día en que se conocieron, igual que fue consciente del hecho de que él se sentía atraído por ella, la esposa de su hijo. Nunca se le había pasado por la cabeza alentarlo, y si Leo se le hubiera insinuado, ella se habría sentido horrorizada y no lo habría visto más.
Ahora las cosas eran diferentes. Barney había muerto y también Elizabeth, que había fallecido sola en la casa de Calderstones, construida con viejos ladrillos y viejas vigas. Leo la había dejado después de que su testimonio en el proceso de Amy casi tuviera como resultado una sentencia de muerte.
Pero los sentimientos de Amy hacia Leo no habían cambiado. Seguía siendo el padre de Barney, y cualquier clase de relación con él que no fuera de amistad le habría parecido incestuosa. Sin embargo, quería tener el mejor de los aspectos para él, ver admiración en sus ojos, y apostaría que él tenía el mismo efecto sobre la mayoría de las mujeres.
Estaba en la sala leyendo una novela, con la falda negra y la blusa blanca que le había mandado Cathy, cuando Leo apareció. Para ser un hombre de setenta y tantos años, estaba muy guapo con su rostro enjuto y su pelo gris oscuro. No muchos hombres mayores podían haber llevado, ni llevaban, unos vaqueros tan estrechos y ajustados con un elegante jersey gris plateado. Le lanzó a Amy un beso y se detuvo para hablar con la recepcionista.
—Bueno —dijo en voz baja la mujer que estaba sentada junto a ella—. Al final era verdad. —Era más o menos de la edad de Amy, estaba muy bien vestida y maquillada, pero nada podía esconder la tristeza que había en sus ojos. Había llegado a Butterflies el día antes, y se llamaba Audrey.
—¿Perdone?
—Estaba teniendo una aventura con su suegro.
Amy sintió que se le iba el color de las mejillas.
—No estaba haciendo nada semejante —balbució.
—A mí no me importa que lo hiciera o no. —La mujer negó con la cabeza—. Recuerdo haberla admirado mucho entonces. Lo leí todo sobre usted en los periódicos y la vi en los noticiarios del cine.
—¿Me admiró?
—Tuvo la valentía de deshacerse del cabrón de su marido. Yo estaba demasiado asustada. Aún seguimos juntos después de todo este tiempo. —A Amy no se le ocurría nada que decirle. Nunca le habían faltado así las palabras. La mujer continuó—: Parece sorprendida, señora Patterson. Mire, sé su apellido y que se llama Amy. Tenía una niñita llamada Pearl. Si no quiere que la gente la reconozca, le sugiero que se haga algo en el pelo. Fue lo primero que me llamó la atención.
—Gracias —musitó Amy rígidamente.
La mujer añadió algo más, pero Amy no la oyó, porque Leo se acercó y le dijo que tenía un aspecto espléndido. Ella se levantó y le dio un abrazo.
—¿Te importaría esperar un rato? —preguntó—. Quisiera ver si la peluquera está libre. —No quería que la gente la señalara en los restaurantes o por la calle. Aunque no tenía ninguna intención de esconder su identidad, tampoco deseaba exhibirla.
—Me gustaría comprar un vestido esta tarde —le dijo a Leo. Estaban sentados en una terraza en los Champs Élysées tomando café, viendo pasar el tráfico y escuchando cómo los conductores tocaban impacientes sus bocinas. Era un precioso día de mayo, ni frío ni caluroso, y muy soleado. Leo estaba medio leyendo The Times con esas gafas tan graciosas que había puesto de moda John Lennon. Era prácticamente lo único que hacían desde su llegada a París: tomar café y pasear por los frondosos bulevares. ¡Ah, e ir de compras!
—¿Has visto el que querías? —preguntó Leo.
—Lo vi ayer en la place de la République.
—¿El azul o el verde? —Él se interesaba mucho por todo lo que ella compraba, como le ocurría a Barney. Aunque se encontraban en París, estaba pagando poco más por la ropa que lo que habría pagado en casa. Pero todo tenía ese toque chic, especialmente los zapatos.
—El verde... creo. —Le costaba decidirse por las cosas. Hasta hacía poco tomaban por ella casi todas las decisiones; los días y las semanas estaban rígidamente estructurados. Lo único en lo que tenía que pensar era en qué libro iba a leer o lo que iba a poner en las cartas que escribía a la gente. Seguía despertándose por las mañanas esperando encontrarse en la celda de la cárcel. Nunca sentiría una alegría mayor que cuando se daba cuenta de que era libre como el viento.
—Me muero por ver a Pearl —suspiró—. Ver qué aspecto tiene de verdad, no en fotografía. —Había pedido sólo una foto al año, suficiente para recordar que su hija ya no era la niñita de cinco años que había dejado atrás.
Leo dejó que las gafas se le escurrieran hacia la punta de la nariz.
—En la que le hicieron el día que cumplió veintiún años está encantadora.
—Monísima —dijo Amy tiernamente. Tenía una colección de fotos de Pearl: el día de la primera comunión, de la confirmación, del día que terminó su aprendizaje como profesora... Había sido Cathy quien se había ocupado de la carrera de Pearl cuando ella manifestó su deseo de ser profesora.
Entró una pareja joven que se sentó a la mesa delante de la suya. Inmediatamente se abrazaron y empezaron a besarse. Llegó un camarero y se quedó de pie, sonriendo discretamente, hasta que acabaron. Pidieron, le miraron fijamente a los ojos y siguieron besándose.
Al verlos, Amy sintió una punzada de envidia.
—Barney sugirió una vez que viniéramos a París de luna de miel cuando terminara la guerra —comentó. Si hubiera estado en ese momento con Barney, con el viejo Barney, habrían podido sentarse en los Champs Élysées y besarse—; pero no estaba de humor para lunas de miel cuando volvió del campo de prisioneros. —De pronto se acordó del bungaló donde vivían y le preguntó a Leo qué había sido de él.
—Era alquilado —le dijo Leo—. No sé quién se mudó allí después de vosotros.
Pronto Amy tendría que encontrar un lugar donde vivir. Por primera vez en su vida estaría sola y no le bastaría con haber salido de la cárcel: quería algo más. En cuestión de días cumpliría cincuenta años y tendría que decidir qué hacer con el resto de su vida.
Leo había sugerido que Amy se presentara de repente en la cena en la que estarían presentes los Patterson, los Curran y Cathy Burns, y les diera una gran sorpresa.
—¿No es un poco teatral? —No le apetecía mucho la idea—. ¿Es necesario que los sorprenda? ¿Por qué no se les puede decir simplemente que voy a ir?
—No sería lo mismo. ¡Oh, vamos, Amy! —dijo animándola—. Me gusta dar sorpresas a la gente.
Para complacer a Leo, que había sido tan maravilloso con ella a lo largo de los años, accedió. Pagó cinco veces más de lo que había pagado por el resto de la ropa por un vestido negro liso ajustado en las Galleries Lafayette. Era de cuello alto y manga larga, y la fina tela se pegaba a cada curva de su delgado cuerpo.
Al día siguiente se marcharon de París, una vez acabadas las vacaciones.
Estaba en el servicio de señoras del hotel Carlyle en Southport. Todo era de lo más dramático. Dentro de un minuto saldría fuera y el camarero le diría cuándo había pedido el señor Patterson champán, que era el momento en que ella debía acercarse a la mesa. Sabía qué mesa era, pero sólo la había visto de lejos.
Le brillaba la nariz. Se la empolvó, se retocó el lápiz de labios, se ahuecó el pelo castaño corto. ¿Importaría de verdad que cuando viera a su hija por primera vez pareciera una estrella de cine? A mí sí me importa, pensó. Siempre me ha preocupado mi aspecto, quizá demasiado. Pero así soy.
Se acercó a la puerta y alzó la mano para abrirla, y entonces tuvo un deseo que casi le quita el aliento. Lo que deseaba —lo deseaba con cada poro de su piel, tanto que acabó convirtiéndose en un dolor— era que cuando abriera la puerta de punta en blanco, quien la estuviera esperando fuera Barney; un Barney de cincuenta y dos años, tan guapo como siempre con su mejor traje.
—Ah, aquí estás, querida —diría, tomándole la mano—. ¿Te apetece una copa antes de cenar?
Pero era un deseo vano. Estaba temblando y el corazón le latía apresuradamente. Salió del servicio y se le acercó un camarero.
—¿Está lista, señora?
Amy asintió y siguió al hombre a través de la sala hasta donde estaría su hija con un joven llamado Rob, al que Leo no conocía.
Y allí estaba Pearl, tan parecida a Barney con su piel suave y su pelo castaño oscuro. Tenía un rostro tranquilo; ¿podía tener alguien un rostro tranquilo? Entonces Pearl alzó la mirada y la vio.
—Hola, cariño —y su hija rompió a llorar y se arrojó a sus brazos. Amy dijo:
—Vamos, vamos, cariño. Vamos. No llores, ya estoy en casa.
Unos días después, Amy comió en el Adelphi con Harry, mientras Charlie se llevaba sus cosas a casa de Cathy, donde pensaba quedarse. El hermano de Barney siempre había vestido de forma impecable en el pasado. Ese día llevaba un traje gris pálido, camisa blanca y corbata plateada. Tenía el aspecto de un director de banco o de un abogado. Nadie imaginaría que había sido un heroico soldado que había luchado durante la guerra. Era la primera vez que estaban los dos solos.
Él le dijo que estaba fantástica.
—Esperaba que aparecieses con los ojos hundidos como Susan Hayward en aquella película, ¡Quiero vivir! ¿La has visto?
—Si es esa en la que sale en la cárcel, no, Harry, no la vi porque resulta que yo misma estaba en la cárcel. ¿No moría en la cámara de gas?
—Sí —confirmó él tristemente—. ¿He metido la pata?
—Sí, pero no importa. —Le sonrió disculpándolo.
—¿Qué te parece tu hija? —preguntó él.
—Es encantadora. Creo que ha decidido que le gusto bastante, después de todo. Esperaba frialdad, indiferencia, incluso hostilidad, pero ha sido muy agradable, aunque un poco tímida.
—Dadas las circunstancias, sería de lo más irónico que no fuera agradable —soltó Harry.
—Harry, cariño —dijo Amy con paciencia—, Pearl cree que asesiné a su padre.
—Lo sé, lo sé. Pero es consciente de que hubo circunstancias atenuantes.
—Haya o no circunstancias atenuantes, apuñalar a alguien y matarlo es una decisión muy extrema, sobre todo si es tu marido. —Llegó un camarero y retiró los platos; ella confiaba en que no hubiera oído el último comentario.
—¿Crees que Pearl recordará alguna vez que lo hizo ella?
Amy se estremeció.
—Espero que no. Pero si lo hace, espero que para entonces esté felizmente casada con ese simpático novio suyo que tiene ese niño tan mono. —Por alguna extraña razón, Gary, con sus ojos inocentes y su buen carácter, la había conmovido más que ninguna otra cosa desde que había vuelto a casa.
Harry se pasó el resto de la comida hablando de Cathy.
—Me gustaría verla más —dijo, triste de nuevo.
—¿Por qué no quedas con ella la próxima vez que os veáis? —Él llevaba detrás de Cathy desde el día en que se habían conocido los cuatro en Southport hacía tantos años.
Suspiró melancólico.
—No querrá que le dé la lata un vejestorio como yo.
—Por amor de Dios, Harry, sólo tienes cincuenta y cinco años. Eso no es ser precisamente anciano.
—La verdad es que tengo cincuenta y cuatro —precisó él rápidamente.
—Eso es ser menos anciano todavía. —Le apeteció golpearlo con una cuchara. —Cuando volvamos a casa de Cathy, invítala a salir.
—Puede que lo haga.
Amy se despertó en medio de un sueño que no podía recordar, sólo que había sido uno de esos sueños pesados y tristes que hacen que todo parezca inútil. Eran las seis menos cuarto. Se quedó tumbada en la cama, llorando en silencio, sin querer molestar a Cathy, que finalmente se levantó, se duchó y llamó a la puerta de Amy, diciendo su nombre.
Amy no respondió. Oyó a Cathy hacer el té y esperó que no le subiera una taza y dejara dormir a su amiga. Abajo, la radio se encendió y Amy empezó a llorar más fuerte, sollozando incontroladamente sobre la almohada. Pensó que lo había estado llevando muy bien y se había sentido muy orgullosa de sí misma. Le había impresionado la conversación que había tenido con Harry el día anterior. Había sido civilizada, pertinente, incluso divertida. Pero eso fue ayer y hoy era hoy, y se sentía francamente desanimada, como si ya no tuviera sentido seguir viviendo.
Era una tontería, pero le hubiera gustado que Gary estuviera allí, sentado a los pies de la cama y mirándola con sus ojos verdes, hablando de sus «cubos» de pintura y del gato que tenía en Uganda. Tenía la misma edad que Pearl cuando ella ingresó en la cárcel, y le hacía sentir lo mucho que se había perdido.
¿Sería demasiado tarde para convertirse en profesora?
Era una idea tan ridículamente estúpida que dejó de llorar y se puso a reír compulsivamente. Oh, sí, se la rifarían. Alguien que había estado en la cárcel por asesinato sería una excelente profesora.
Al parecer había dejado de llorar... hasta la próxima vez. Se puso la bata color lila que le había comprado Nellie y bajó.
—¡Oh, aquí estás! —Cathy parecía encantada de verla. ¿Se podía ser una amiga mejor?
—¿Por qué no has ido a la escuela? —preguntó Amy.
—Porque es sábado y luego vamos a ir al centro. ¿Lo has olvidado? Querías comprarle a Gary el equipamiento del Everton. ¿Quieres un té?
—Varias tazas, por favor. —Ya se sentía mejor. No era sólo Cathy, sino la idea de ir de compras. Siguió a su amiga a la cocina—. Creo que me compraré otro bolso. Sólo tengo uno.
—A mí tampoco me importaría tener otro. Hace tiempo que no me compro uno.
—Te compraré uno —prometió Amy.
—No hace falta —protestó Cathy.
—Si te comprara uno de oro macizo, no sería suficiente para compensar todo lo que has hecho por mí, Cathy —dijo Amy con un nudo en la garganta.
—No te me pongas sentimental. —Cathy parecía avergonzada.
Amy se rehízo. Si no tenía cuidado, volvería a echarse a llorar.
Llovió durante la mayor parte del tiempo que estuvieron en el centro. Corriendo de tienda en tienda: de Lewis a Owen Owen y de allí a George Henry Lee, donde comieron. Amy no dejaba de pensar en Pearl, que iba a salir ese día con Steven Conway Confiaba en que no hiciese ninguna tontería. Se lo dijo a Cathy, que le aseguró que Pearl tenía la cabeza muy bien amueblada.
—Es una chica sensata. Deja de preocuparte.
—No puedo evitarlo. Espero que Rob no descubra que está con otro hombre. Quizá debería haber hablado con ella antes de que fuera a ver a Steven. Llamaré a Charlie.
—¡Mírate! —se burló Cathy—. No llevas en casa ni una semana y ya eres una madre metomentodo.
—Oh, de acuerdo. No llamaré.
No se sorprendió en absoluto cuando, no mucho después del té, aparecieron Leo y Harry, como solían hacer casi todas las noches. Harry aún no había invitado a Cathy a salir.
—¿Qué hacíais antes de que yo volviera a casa? —preguntó.
Leo dijo que, como era sábado, habría estado haciendo algo en el Rotary Club.
—Siempre hay algo que hacer allí.
Harry dijo que habría estado en el bar de su club de golf después de un duro día de juego.
Amy arqueó las cejas.
—¿Con lluvia?
—Sobre todo si llueve: los verdaderos golfistas prefieren jugar cuando está lloviendo.
Cathy, ocupada en poner un disco de Frank Sinatra, dijo que si Amy no estuviera allí, estaría en el teatro con unos amigos.
—Un montón de amigos que he descuidado desde que reapareciste en escena, Amy Patterson.
—Muy pronto nos hartaremos de ti —bromeó Leo—. Nos rogarás que vengamos a verte.
Amy admitió que seguramente sería así.
Más tarde sugirió que llamaran a Rob y a Gary. Estaba deseando darle al niño el uniforme del Everton.
—¿Sabes su número de teléfono? —preguntó a Cathy.
Cathy no lo sabía, pero sabía que Rob vivía con su hermana en Seaforth. En la guía de teléfonos encontró una E. Finnegan que vivía en Sandy Lane, y un sorprendido Rob prometió que iría enseguida.
—¿Qué ocurrirá si Pearl trae a Steven Conway y Rob sigue aún aquí? —planteó Cathy.
—¡Ay, Dios, no se me había ocurrido! Pero Steven toca esta noche en The Cavern, así que terminará muy tarde y Rob ya se habrá ido.
Gary tenía la cabeza en la película que habían ido a ver, La bruja novata. Amy opinó que le parecía que tenía que ser estupenda. Después del cine, él y su padre habían ido a merendar a un Wimpy.
—Me comí una hamburguesa con salsa por encima —contó—, y patatas fritas muy pequeñas, y un helado rosa.
—Me encantaría merendar eso.
—Mi padre te llevará la semana que viene si quieres —dijo el niño generosamente—. No nos habremos ido todavía a Canadá, ¿no, papá?
—No, hijo. Aún faltan semanas. —Rob se volvió hacia los demás, con la cara resplandeciente por las buenas noticias—. He recibido una carta esta mañana —explicó—. Era del tipo con el que trabajé en Uganda. Su hermano se ha hecho cargo de una empresa de electrónica en la isla de Vancouver y quieren que yo sea el director de seguridad. Empezaría en agosto.
Hubo un coro de felicitaciones. Leo le estrechó la mano de Rob y lo palmeó en el hombro. Amy se preguntó qué pasaría entonces con Pearl. ¿Querría Rob que se fuera con él? ¿Iría ella si él se lo proponía? ¿O habría decidido que Steven era el hombre que le convenía? Quizá no le conviniera ninguno de los dos.
Le dio a Gary su regalo. Él dijo solemnemente:
—Muchas gracias, Amy.
Ella lo ayudó a ponerse la camiseta allí mismo, y él le preguntó si por favor podía jugar en el jardín.
—Está lloviendo, cielo —repuso ella.
—No, acaba de salir el sol.
—¡Es verdad! —Lo cogió de la mano—. Saldremos todos, ¿de acuerdo?
El jardín de Cathy estaba todo pavimentado menos una franja con pequeños arbustos y árboles. Amy sacó una silla de lona del garaje y observó a Gary dando patadas a un balón de fútbol invisible y marcando goles en una portería también invisible.
La tierra olía a fresco y las losetas del pavimento ya estaban adquiriendo unas manchas secas que eran mayores por momentos. El sol era de un rojo brillante y apenas había una nube en el cielo azul oscuro. Era como si el mundo hubiera cambiado, y nadie lo apreció más que ella, ni fue tan consciente de las vistas, los olores y el maravilloso sabor de la libertad.
Rob y Leo salieron al jardín, y ella les dijo dónde estaban las sillas. Cathy subió el volumen de la música —Tony Bennett había sustituido a Frank Sinatra— y salió de la casa acompañada por Harry. A Amy le sorprendió que empezaran a bailar. Cathy no podía dejar de soltar risitas.
Llegó Charlie, un poco molesto porque se lo estuvieran pasando tan bien sin él.
—Sabes que siempre eres bienvenido, Charlie —le aseguró Cathy—. No tienes que esperar a que te invitemos. ¿Dónde está Marion?
—Ocupada. —Charles se encogió de hombros.
Gary dijo que estaba cansado, y Amy lo cogió en brazos y escondió la cara en su camiseta azul del Everton. Aquel niño necesitaba con urgencia una madre.
Entonces, de repente, mucho antes de lo esperado, apareció Pearl, que había entrado por el lateral de la casa y estaba de pie en la entrada al jardín. Amy contuvo la respiración. Tenía la sensación de que iba a ocurrir algo importante. Y así fue.
Rob se levantó y caminó hacia su hija, y una luz brilló en los ojos de Pearl mientras esperaba a que llegase hasta ella. Se abrazaron, Rob le susurró algo, Pearl contestó con otro susurro y Amy supo que todo iba a ir bien.
Tres bodas.
La de Cathy fue la primera. Llevaba un vestido de encaje azul y una pamela; Harry, un traje color hueso. Se casaron en el Registro Civil, porque Cathy no pensaba que casarse en una iglesia católica importase mucho en esos días. Asistieron sus cuatro hermanas y sus cinco hermanos junto con sus cónyuges y una buena representación de los veinticuatro hijos que tenían entre todos. Fue un triunfo del feminismo, pensó Amy, que la novia pidiera la mano del novio. La pareja se marchó inmediatamente a embarcarse en un crucero alrededor del mundo. Una directora suplente se iba a hacer cargo del puesto de Cathy hasta que ella volviera.
No estaba segura de que la boda de Hilda Dooley con Clifford Thompson no fuera un triunfo del feminismo aún mayor. Que ella supiera, Clifford se casaba con Hilda para tener un lugar donde vivir, y ella para tener el título de señora. Ah, y además estaba embarazada, ¡pero Clifford no lo sabía!
Pearl y Rob se casaron la última semana de julio. Amy nunca olvidaría la visión de su encantadora hija caminando por el pasillo de la iglesia del Santo Rosario del brazo de Charlie hasta donde esperaba Rob para tomarla en matrimonio. Aquello compensó todo lo que le había ocurrido antes: la pérdida de la libertad; el dolor que había soportado; la ignominia que había caído sobre ella; la vergüenza que había sentido por un crimen que no había cometido.
No tuvieron luna de miel: no había tiempo antes de que se fueran a Canadá. En lugar de ello, cuando acabó la recepción, la pareja recién casada y Gary fueron a casa de Cathy, donde Amy estaba viviendo sola, para pasar sus últimos días en Inglaterra.
Y ahora un taxi estaba esperando al final del sendero; era hora de que se fueran. Leo, Charlie y Marion estaban allí para despedirlos. Los hombres se estrecharon las manos y se abrazaron brevemente. Gary corría de uno a otro pidiendo besos, sobre todo a Amy, a la que adoraba. Pearl rodeó a Marion con los brazos y luego a Charlie, que se llevó a su mujer adentro cuando empezó a llorar desconsoladamente.
Amy se preguntó: ¿por qué nos estamos haciendo esto unos a otros? ¿Por qué no nos quedamos todos bajo el mismo techo y no nos separamos nunca?
Pearl se despidió de su abuelo.
—Adiós, cariño —dijo lloroso Leo.
—Mamá... —La palabra provocó en Amy unas ganas inmediatas de llorar, pero era Pearl la que estaba llorando a mares—. Oh, mamá, acabo de recuperarte y ahora tengo que irme.
—Pero nos volveremos a ver en Navidades, cielo. Nos veremos todos otra vez. No hay por qué llorar.
—Adiós, mamá.
—Adiós, cielo.
Rob ayudó a su flamante esposa a entrar en el taxi, donde los esperaba un Gary radiante.
—No quería que llorara —suspiró Amy mientras veía alejarse el taxi—. No quería que llorara tanto.
—Amy, querida —dijo Leo—, después de lo que hiciste por Pearl, podría llorar un océano de lágrimas y no sería suficiente.