6.- Amy

Octubre, 1939

Barney llevaba un mes en Surrey cuando le concedieron cinco días de permiso. Amy y él apenas abandonaron el piso la mayor parte del tiempo, se limitaban a estar sentados y a hacer planes para cuando acabara la guerra. El quería hacer algo más emocionante que trabajar para su padre. Parecía un poco deprimido y reconoció que sentía haberse dado tanta prisa en presentarse voluntario.

—Te echo tanto de menos, Amy —dijo tristemente. Ni siquiera el hecho de que lo fueran a enviar a un curso de entrenamiento para oficiales lo animaba—. Los uniformes son más cómodos que los de otros rangos, pero eso es todo —suspiró.

Preguntó si podía visitar a su suegra. Fueron una noche y encontraron a mamá eufórica porque se había enterado de que podía conseguir un trabajo en una fábrica con un sueldo increíble de cuatro libras y diez chelines a la semana.

—Es para trabajar en una gran máquina llamada torno — explicó vagamente—. Voy a ir a una entrevista la semana que viene. No está muy lejos del Philharmonic Hall.

Jacky y Biddy dejaron de mirar con adoración a su cuñado durante un minuto para anunciar que tenían la intención de alistarse en las Fuerzas Aéreas femeninas, pero Amy les dijo que no fueran tontas.

—Sois demasiado jóvenes —añadió.

Amy ya había ido a ver la nueva casa de Charles y Marion en Aintree, con su moderna cocina y sus preciosas y grandes habitaciones. Se la describió a Barney y ambos empezaron a diseñar su nueva casa, en la que vivirían cuando sus vidas volvieran a la normalidad, dibujándola en un papel y haciendo una lista de colores para cada habitación. Hablaron de qué clase de muebles comprarían y las flores que plantarían en el jardín. Ya estaban dando los toques finales, escogiendo los adornos, la vajilla, la cubertería, la puerta de entrada.

—Me gustaría una puerta de entrada con una ventana de cristal emplomado —dijo Amy pensativa.

—Entonces tendrás una ventana de cristal emplomado —concedió Barney generosamente—. Dos, si prefieres.

—Con una servirá, y la quiero barnizada, no pintada, la puerta, no la ventana.

—Tus deseos son órdenes para mí, señora. ¿Y dónde estará esa casa nuestra? —preguntó.

—En cualquier parte —respondió Amy sencillamente—. En cualquier parte del mundo. Mientras esté contigo, no me importa.

Como la vez anterior, Barney se marchó en mitad de la noche sin despedirse. Esta vez, Amy se hizo la dormida. Después de que la puerta se hubiera cerrado, se levantó, se arrodilló en el suelo junto a la ventana del salón desde la que veían ponerse el sol y apoyó los brazos en el alféizar; apenas le había oído bajar las escaleras. Luego, a la luz de la luna, vio su figura alta y solitaria pasar como un fantasma por la calle hasta que se la tragaron las negras sombras de la casa de al lado.

No mucho después, oyó arrancar un coche. ¿Habría llamado a un taxi?, se preguntó. ¿O le habría pedido a Harry que lo recogiera?

¿Qué importaba? ¿Qué importaba nada ahora que se había ido?

Amy había estado comprando el Liverpool Echo durante semanas para ver qué trabajos había disponibles cuando sospechó que podía estar embarazada. Había tenido una falta, cosa que le sucedía a veces, pero ahora eran dos. Se sentó, con un calendario sobre las rodillas, y contó los días: habían pasado nueve semanas y un día desde que había tenido el último período.

¿Qué sensación le producía tener un bebé? Agradable. Muy agradable. Se miró en el espejo de cuerpo entero del armario ropero. Tenía la barriga tan plana como una tortita, pero no era probable que se le notara si estaba de dos meses.

—Escribiré a Barney y se lo contaré —dijo en voz alta.

Cogió el bloc de notas, pero cambió de idea antes de empezar la carta. No se lo diría hasta estar segura. Las mujeres en la zona de Bootle donde vivía mamá le consultaban sus problemas «personales» a la señora O'Dwyer, que vivía en Coral Street, pero Amy suponía que Barney preferiría que viera a un médico como era debido. Lo cierto era que había hablado de un médico una vez; era un amigo de la familia, pero no podía recordar su nombre.

Dejó el cuaderno a un lado y fue a arrodillarse junto a la ventana, algo que había hecho a menudo desde que Barney se había ido por segunda vez. No quería dejar de verlo si hacía una visita sorpresa a la casa.

¿Tendría el coraje suficiente para ir a ver a la señora Patterson para preguntarle el nombre del médico de la familia? Aquella mujer era su suegra, al fin y al cabo. Su hijo era el padre del niño que Amy estaba casi convencida de llevar dentro. Sería su primer nieto. Seguramente no la humillaría. Era probable que Barney hubiera exagerado acerca de su madre. Entendía que no le gustaran los católicos —muchos conocidos de Amy no soportaban a los protestantes—, pero ese tipo de prejuicio no tendría sentido contra alguien de tu propia carne y sangre, contra tus propios nietos, ¿no?

—No iré hoy —dijo Amy en voz alta—. Esperaré seis días más, cuando tenga un retraso de diez semanas, entonces iré. —También esperaría a decírselo a su madre hasta que supiera con seguridad que estaba embarazada. Mamá se pondría contentísima, y Amy no quería que se desilusionara si al final resultara no ser cierto.

Seis días más tarde, estaba tumbada en la bañera y trazaba círculos sobre su tripa con el dedo. Ya no le parecía tan plana. Había un ligero bulto en el centro e imaginó un bebé minúsculo y perfecto enroscado dentro. Puede que incluso tuviera sus manitas juntas y las estuviera usando como almohada o se estuviera chupando el dedo.

—Hola, bebé —susurró. Lo imaginó sonriendo y diciendo: «Hola, mamá».

En cuanto acabara de bañarse, iría a ver a la señora Patterson. Salió de la bañera, se secó y buscó en el armario algo bonito que ponerse. Escogió el vestido azul que más le gustaba a Barney y una chaqueta corta color crudo.

Él la había llevado una vez hasta Calderstones y le había enseñado la elegantísima calle en la que vivía su familia, pero no tenía ni idea de cómo llegar sola hasta allí. Que ella supiera, no era una zona a la que se pudiera llegar en tranvía. No había más remedio: tendría que coger un taxi, algo que, como llevar medias de seda, nunca habría imaginado. Telefoneó y pidió que un taxi la recogiera al cabo de diez minutos. Mientras esperaba, se hizo una taza de té fuerte para tranquilizar los nervios.

Menos de media hora más tarde, Amy salía del taxi frente a la casa de los Patterson. Parecía tener cientos de años, pero Barney le había dicho que la habían construido justo antes de la Gran Guerra, usando ladrillos antiguos y vigas de una auténtica mansión Tudor de Chester que había sido derruida. El hombre al que los Patterson le habían comprado la casa era un industrial que había sido nombrado lord y se había ido a vivir a Londres.

Amy se acercó a la puerta principal; había dos, ambas con forma de arco. Tiró de la campanilla que colgaba a un lado. Cuando vio alejarse el taxi, se preguntó si debería haberle pedido al conductor que esperara hasta asegurarse de que había alguien.

Una mujer abrió una mitad de la puerta. Era regordeta y de aspecto alegre, y llevaba un delantal verde oscuro.

—¿Señora Patterson? —preguntó Amy, esperanzada.

—No, querida, está arriba. Le daré un grito, ¿de acuerdo? ¿Quién le digo que es?

—Amy. Amy Patterson. Soy su nuera.

La sonrisa de la mujer se desvaneció. Después de dudar un momento, como si no estuviera muy segura de qué hacer, invitó a pasar a Amy y le pidió que esperara en el vestíbulo. Subió, tras decidir por alguna razón no darle un grito a su señora.

Reapareció casi al instante y dijo:

—La señora Patterson estará aquí dentro de un minuto. —Le lanzó a Amy una mirada que esta no pudo definir, podía ser de lástima, o quizá no, y se fue a la parte trasera de la casa. En alguna parte se cerró una puerta y a ese sonido le siguió un silencio que duró demasiado tiempo, roto sólo por el sonoro tictac del reloj antiguo del vestíbulo.

De pronto, Amy sintió una sensación dolorosa, tirante, en el estómago, como si estuviera a punto de tener un período fuerte. Cambió incómoda el peso de un pie al otro. Aparte del reloj, en el vestíbulo había una mesita con un teléfono y una vitrina llena de adornos, pero ningún lugar para sentarse. Deseaba sentarse con toda su alma.

Hubo otro sonido, como si alguien hubiera pisado un escalón que crujiera. Cuando alzó la vista, Amy vio a una mujer en lo alto de las escaleras, mirándola. ¿Cuánto tiempo llevaría allí?

La mujer, consciente de que la habían descubierto, empezó a bajar lentamente los escalones, agarrando la barandilla con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Amy tenía la impresión de que no necesitaba apoyarse en la barandilla, pero que así liberaba la creciente tensión e ira de su cuerpo. Supo que no debía haber venido. Había cometido un gran error.

Ni siquiera había tratado de imaginarse cómo sería la madre de Barney, pero no esperaba que tuviera un aspecto tan joven ni que fuera tan guapa. Llevaba una bata de terciopelo negro abotonada por delante y zapatillas también de terciopelo negro con tacones altos y una hebilla de diamantes. Su pelo era de un rojo espectacular, muy largo, y le caía sobre los estrechos hombros en marcadas ondas naturales. Con una estructura ósea perfecta y una piel impecable, la señora Patterson podía haber sido una estrella de cine si no hubiera sido por la expresión de sus ojos de color verde oscuro; al acercarse, Amy se dio cuenta de que no estaba en sus cabales.

—¿Sí? —pronunció al llegar al pie de las escaleras. Consiguió imprimir mucho sentimiento a aquella palabra de una sola sílaba. A Amy no le quedó la menor duda de que no era bienvenida en casa de su suegra.

Pero estaba decidida a que no la intimidasen.

—Soy la esposa de Barney —dijo, echando la cabeza hacia atrás—. He venido a decirle que estoy esperando un niño; pero no me quedaré. Me doy cuenta de que no soy bienvenida. Eso es todo.

Abrió la puerta y estaba a punto de marcharse, cuando sintió una mano de perfecta manicura posarse en su brazo.

—Tienes razón, no eres bienvenida. No quiero volver a verte nunca más en esta casa. Mi hijo ha cometido una locura al casarse contigo. ¿Y cómo puedes estar segura de que el niño es suyo? Podría ser de cualquiera. —Sentía la dura voz con su fuerte acento irlandés muy cerca de su oído—. Puta católica —masculló la señora Patterson.

Amy salió corriendo. Aquella mujer estaba completamente loca. Tropezó en el sendero y se maldijo por haber dejado marchar el taxi.

Había una larga caminata hasta el final de la calle, donde rezó para que hubiera un tranvía o un autobús que la llevara a casa. La sensación tirante que notaba en la tripa se había vuelto más fuerte y dolorosa. Ojalá estuviera en Bootle, un lugar que conocía como la palma de su mano, en vez de en el sur de Liverpool.

Llegó a una calle llamada Menlove Avenue, por cuyo centro pasaban tranvías, y preguntó a una mujer cómo llegar a Newsham Park.

—Hay un tranvía que viene ahora, querida. Bájese en Lodge Lane y pregunte por el de Sheil Road —le dijo—. No recuerdo el número. ¿Se encuentra bien, señorita? —añadió la mujer, preocupada—. No tiene buen aspecto.

—Sólo necesito sentarme. —Además, se estaba helando; el día otoñal había enfriado. En cuanto llegara a casa, se haría un té y se iría a la cama. El tranvía se detuvo y ella se subió como pudo.

Quería estar con su madre con todas sus fuerzas, pero aquella semana tenía el turno de tarde en la fábrica y no llegaría a casa hasta casi las once. Pero la persona a la que más echaba de menos era Cathy. Podía contarle cosas que no le podía contar a mamá.

Mamá no debía enterarse nunca de lo de la señora Patterson; pero Cathy podría bromear sobre ello y acabarían riéndose. Se dio cuenta de que no había visto a su amiga desde antes de que comenzara la guerra. En alguna parte de su piso estaba la blusa de encaje de color marfil que había comprado en Londres y no le había llegado a dar.

El conductor gritó: «Lodge Lane», y Amy se bajó y subió a otro tranvía que llevaba a Sheil Road pasando por Newsham Park. Cuando llegara a casa, se tomara el té y se acostara, se echaría una buena llorera con la cabeza escondida bajo las sábanas para que nadie la pudiera oír. Esperaba que Barney no descubriera nunca que había ido a ver a su madre y lo grosera que esta había sido con ella. No diría: «Te está bien empleado, cariño», ni nada por el estilo, pero lo pensaría.

Al fin estaba abriendo la puerta de su casa, rogando para que el capitán Kirby-Greene no saliera de su piso y quisiera entablar conversación. Afortunadamente debía de estar fuera, de modo que Amy consiguió llegar a su piso sin interrupciones, aunque sus pasos se volvieron cada vez más lentos y, cuando llegó al último tramo de escaleras, arrastraba los pies. Tenía la horrible sospecha de lo que podía estar ocurriendo, pero trataba de no pensar en ello.

Después de obligar a sus piernas temblorosas a cruzar el descansillo y llegar al piso, se derrumbó sobre el sofá de cuero, apoyó la cabeza en el brazo y se durmió al instante. Soñó con un gato anaranjado con ojos verdes que la arañaba. Maullaba con fuerza y alzaba la cola enfadado mientras la rodeaba. Una garra peluda le arañó la pierna, rompiéndole las medias, y empezó a brotar sangre de la herida. Luego se le subió a la rodilla y le arañó los brazos, largos arañazos dolorosos que escocían y dejaban pequeñas burbujas de sangre.

Estaba tratando de alcanzar la cara, los ojos, cuando Amy se despertó. Pero no era el gato lo que la había despertado, sino el dolor de tripa, un dolor terrible y agónico que le retorcía la barriga. Gritó y trató de ponerse de pie, pero en lugar de ello se deslizó del sofá hasta el suelo, donde se desmayó.

—¡Amy, Amy!

Amy movió la cabeza. Le estaban abofeteando las mejillas, suavemente, y no dolía, pero le pareció irritante.

—Amy, abre los ojos, eso es, buena chica. —Más tortas, un poco más fuertes.

Amy abrió, pues, los ojos y vio a un extraño inclinado sobre ella a punto de volver a abofetearla. Estaba tumbada en su cama y el hombre sentado en el borde.

—Ah, ya estás aquí —exclamó él jovialmente—. Bienvenida de vuelta a la raza humana.

—¿Quién es usted? —gimió ella. Era un individuo robusto con la cara muy roja, unos ojos amables y una mata de pelo blanco. Se sintió más sorprendida que asustada.

—Soy el doctor Sheard. ¿Cómo te sientes, querida?

—Bien, creo. —El dolor había desaparecido y se sentía vacía y deslavazada, como si le hubieran pasado el cuerpo por un escurridor de rodillos.

—Me temo que has perdido al bebé —dijo él suavemente—. Has tenido un aborto.

Las lágrimas le resbalaban por las mejillas tan deprisa que se acumulaban en los ojos.

—¿Era un niño o una niña? —En el fondo de su corazón sospechaba que había perdido al bebé.

—Era demasiado pronto para saberlo, querida. —Le apretó ligeramente el hombro.

Ella trató de incorporarse, pero no tenía suficiente energía.

—¿Cómo ha entrado aquí? ¿Y cómo sabía que necesitaba un médico? —Recordó haber gritado. Quizá alguien de la casa la había oído y lo había llamado. ¿Qué habían hecho con el bebé? Decidió que no quería saberlo.

—Leo te encontró —dijo el doctor Sheard—. Me llamó y vine enseguida.

—¿Leo? —No conocía a nadie que se llamara Leo.

—Leo Patterson, el padre de Barney.

¿Habría venido a repetir la exigencia de su esposa de que no volviera a llamar nunca más a su puerta?

—¿Dónde está?

—En la otra habitación, preparando algo para beber —alzó la cabeza y gritó—: ¿está ya listo ese té, amigo?

—No tardo ni un minuto. —Al menos el señor Patterson tenía una voz agradable y gentil, no como su mujer, y su acento irlandés no era tan fuerte como el de ella.

—No me voy a quedar a tomar el té —dijo el médico—. Ya es hora de que me vaya a casa, cene y me prepare para la ronda de noche. Pero antes de que me vaya, me gustaría que tomaras esto. —La ayudó a sentarse y cogió dos comprimidos de la mesilla—. Abre. —Amy abrió obediente la boca, él le metió los dos comprimidos y le ofreció un vaso de agua—. ¿Cómo sientes la barriga?

—Adormecida —contestó ella.

—Puede empezar a dolerte luego. He dejado dos pastillas más para que te las tomes antes de dormir.

—Gracias.

Él se puso de pie, agarró su gastado maletín de cuero negro y se dirigió a la puerta, donde se detuvo.

—Posiblemente te sientas mucho mejor mañana, pero llámame si pasa algo. Aquí tienes mi tarjeta. —Volvió y dejó una tarjeta blanca sobre la mesilla, junto a los comprimidos—. Siento lo del bebé, querida, pero eres una mujer joven y saludable y tienes todo el tiempo del mundo para formar una familia cuando Barney vuelva a casa. Adiós.

—Adiós, doctor —murmuró ella.

—¿Te vas ya, Bob? —preguntó la voz agradable. Ella pensó que se parecía a la de Barney.

—Así es. La paciente se encontrará perfectamente después de un buen sueño reparador. Trata de que se quede en la cama. Adiós, viejo amigo. Nos veremos pronto.

La puerta principal se cerró al mismo tiempo que se abrió la del dormitorio y entró Leo Patterson. Así como no esperaba que la madre de Barney pareciera tan joven, tampoco esperaba que el padre se pareciera tanto a él. Leo era una versión mayor de su hijo pequeño: la misma altura, el mismo pelo castaño oscuro, aunque un poco más corto, los mismos encantadores ojos castaños. Tenía el rostro más duro y arrugas alrededor de los ojos, pero aun así le hizo sentir rara a Amy, como si hubiera pasado un cuarto de siglo y estuviera viendo a su marido tal como sería en el futuro.

—Hola —dijo él, sonriendo cálidamente—. Siento lo que ha ocurrido. ¿Qué crees que lo provocó?

La sonrisa llegó como un alivio: al menos iba a ser amable con ella.

—No sé —contestó.

Él frunció el ceño, enfadado.

—¿Fue culpa de Elizabeth? ¿Ella te molestó?

Así que la madre de Barney se llamaba Elizabeth. Era uno de los nombres favoritos de Amy.

—Me molestó. Lo que me dijo le hubiera molestado a cualquiera. Pero ya tenía dolores antes de conocerla.

De todos modos le hubiera venido bien que la invitaran a sentarse. Y si hubieran llamado a un médico inmediatamente, era posible que el bebé se hubiera salvado.

—Eso está bien. Bueno, no está muy bien —se ruborizó ligeramente por su falta de tacto—. Pero ya sabes lo que quiero decir. Elizabeth nunca se perdonaría haber sido responsable de la pérdida de tu bebé; nuestro primer nieto.

Amy no creía que a Elizabeth le hubiera importado lo más mínimo.

—¿Has comido bien últimamente? Estás delgadísima.

No había estado comiendo bien. Había hecho lo mismo que cuando Barney se fue por primera vez: no tomar nada más que galletas de mantequilla con mermelada y litros de té, mientras yacía en la cama escuchando música.

—He estado comiendo muy bien —mintió. Dudaba que las galletas pudieran provocar un aborto. Una vez más se le llenaron los ojos de lágrimas ante la tragedia que había ocurrido aquella tarde: había perdido al pequeño ser humano que dormía en su vientre.

—No le hable a Barney del bebé —suspiró—. Iba a decírselo cuando lo confirmara. —Tragó con fuerza; no quería que el padre de Barney la viera llorar.

—No lo haré, Amy. Mira, he hecho un poco de té. ¿Tomas azúcar?

—Dos cucharaditas, por favor. —Apostaría a que él no hacía té muy a menudo; parecía alguien demasiado importante.

—Si yo fuera tú, trataría de acostumbrarme a tomarlo sin azúcar. Dicen que pronto lo van a racionar.

Desapareció. Sólo entonces Amy se dio cuenta de que iba en camisón. ¿Quién le habría quitado la ropa? Rezó por que hubiera sido el doctor Sheard, no Leo. Y alguien la había llevado a su dormitorio. ¿Habría un desastre en la sala de estar, donde había tenido el aborto? Era mejor no pensar en ello. Era demasiado embarazoso para expresarlo con palabras.

—¿Cómo entró usted? —preguntó cuando el causante de su vergüenza entró con dos tazas de té en una bandeja. ¿Cómo debía llamarlo? ¿Leo o señor Patterson?

—Dejaste la puerta abierta. —Puso la bandeja en el suelo, le ofreció una taza y se sentó en el taburete bordado que estaba junto a la coqueta, donde Barney a menudo se sentaba y la miraba vestirse.

—La señora Aspell, nuestra ama de llaves, me llamó al trabajo, me informó de que habías venido y lo que te había dicho Elizabeth. Pensó que yo debía saber lo que había pasado. Vine inmediatamente. Me preocupaba que creyeses que yo pensaba lo mismo que Elizabeth. —Se encogió de hombros y la miró de hito en hito—. Probablemente creas que está loca, pero tiene una buena razón para odiar a los católicos. Contaba quince años cuando una bomba puesta por los fenianos hizo saltar por los aires el coche de su madre. Su hermano pequeño, Piers, iba en la parte de atrás. Ambos murieron en el acto. Fue un error. El objetivo era el padre, que formaba parte de la Policía Real Irlandesa.

—Eso es tristísimo —dijo Amy con franqueza—, pero eso no le da derecho a odiarme. No fui yo quien hizo explotar el coche. Es una solemne tontería odiar a los católicos por eso.

Él parpadeó. Su sinceridad le había sorprendido.

—A menos que hayas perdido a tu madre y a tu hermano de ese modo, no puedes saber cómo se siente alguien.

Pero Amy no estaba dispuesta a medir sus palabras. Consideraba a su suegra una auténtica bruja.

—Sé que no le hablaría a nadie del modo en que su esposa me habló a mí —repuso, y añadió para cambiar de tema—: gracias por ayudarme.

—Bueno, ya era hora de que nos conociéramos, ¿no? Me gustaría que hubiera sido en otras circunstancias. He estado pensando en venir a verte, pero... en fin, entenderás que era un poco difícil para mí. He ido posponiéndolo.

Amy supuso que quería decir que su esposa no lo aprobaría.

—¿Le dirá a la señora Patterson que ha venido a verme? —preguntó.

—No —respondió bruscamente.

Ella estuvo a punto de decirle que se largara inmediatamente o lo mandaría a freír espárragos, pero no serviría de nada ser ofensiva. En cualquier caso, no parecía un hombre dispuesto a aguantar muchas tonterías de una mujer, aunque fuera la suya. Probablemente lo encontraría «difícil» porque no quería herirla ni tener una pelea.

Él se levantó.

—Volveré pronto —prometió—. No me gusta que vivas aquí sola. Imagínate si no hubiera venido hoy. ¿Qué habría pasado entonces?

—Supongo que habría vuelto en mí y habría llamado a una ambulancia. —Le fastidiaba pensar que él se viera obligado a cuidarla.

—Me gustaría cuidarte, por Barney. Eres mi nuera. Es una pena que no puedas venir a vivir con nosotros.

Amy se estremeció al pensar en vivir bajo el mismo techo que Elizabeth Patterson.

—Eso hubiera estado bien —dijo.

Él sonrió. Se parecía tanto a Barney que el corazón le dio un vuelco.

—¿Estás siendo sarcástica o educada? —preguntó.

—Educada.

Amy estaba sola. No podía hacerse a la idea de que el bebé estuviera vivo por la mañana y ahora muerto. No había tenido tiempo de pensar en un nombre, ni dónde viviría después de que el niño naciera; el último piso de un edificio de cuatro plantas no era muy práctico.

Amy se deslizó hacia los pies de la cama. De pronto se sintió terriblemente cansada. Se durmió al instante, y cuando despertó era por la mañana, el sol brillaba y en los árboles de Newsham Park gorjeaban los pájaros. No recordaba haber tomado las pastillas que le había dejado el doctor Sheard, ni había pensado en ello. Lo que sí recordaba era el frío que había hecho el día anterior, y se dio cuenta de que no tenía un abrigo realmente caliente. Se había casado con Barney en junio y no había necesitado comprar uno. Más tarde iría al centro de compras, pero primero tenía una necesidad imperiosa de ir a Bootle a ver a su madre, aunque no le contaría lo del niño porque se disgustaría mucho. Oh, y se llevaría la blusa para Cathy y la dejaría en casa de la señora Burns con un mensaje en el que le pediría a su amiga que fuera a verla cuando tuviera tiempo. A los cines se les permitía abrir; quizá podrían ir juntas a ver una película, como solían hacer antes.

Para asombro de Amy cuando llamó a la puerta de la casa de los Burns en Amethyst Street, fue Cathy quien abrió.

—Hola, Amy —dijo alegremente—. Entra, entra. Acabo de terminar de hacer las maletas.

—¡Las maletas! —Amy se sintió aún más asombrada.

Cathy la llevó a la sala de estar, donde ardía un cálido fuego y el guardafuegos estaba cubierto de calcetines secándose así como de un surtido de medias y bragas, que asomaban a través de la tela metálica. La habitación apestaba. Las chicas se sentaron en mecedoras a ambos lados de la chimenea.

Cathy parecía sumamente complacida.

—Me he alistado en el Servicio Territorial Auxiliar, el ATS. ¿No te lo ha contado tu madre? Pensé que habías venido a despedirte. Me voy a Yorkshire a primera hora de la mañana, a un lugar llamado Keighley.

—¡Te has cortado el pelo!

La larga y lisa melena de Cathy le llegaba ahora hasta un poco más abajo de las orejas.

—Te queda bien el flequillo —dijo Amy—. Hace que tus ojos parezcan más grandes.

—¡Bah! —Cathy sacudió la cabeza—. No me apetecía uno de esos peinados en forma de salchicha sobresaliéndome por debajo de la gorra. Están muy de moda. ¿Preparo un poco de té?

—Sí, por favor. ¿Qué vas a hacer en el ATS? —gritó Amy cuando Cathy se fue a la cocina.

—Sólo voy a ser administrativa, pero será mucho más interesante que en Woolies. Puede incluso que me manden al extranjero. Estoy deseándolo.

—Estoy segura —dijo Amy envidiosa.

—¿Qué estás haciendo por la guerra? —Cathy se quedó en el umbral mientras esperaba que hirviera el calentador—. Te aburrirás muchísimo sentada allí sola en el piso, aunque tu madre dice que es muy bonito.

—He estado buscando algo que hacer —repuso Amy vagamente—. Me alistaría en el Ejército como tú, pero entonces apenas vería a Barney.

—Siempre puedes conseguir trabajo en una fábrica, como ha hecho tu madre —sugirió Cathy—. En el trabajo alguien dijo que a las mujeres solteras y a las casadas sin hijos las obligarán a trabajar, quieran o no. Deberías buscar un trabajo mientras tengas dónde escoger. Si no, puede que te manden a un sitio espantoso.

Quizá fueron las palabras «casadas sin hijos» las que provocaron que Amy estallara en lágrimas.

Cathy abrió la boca.

—Pero ¿qué pasa, cielo? —y se arrodilló junto a ella, haciendo llorar aún más a Amy.

—Perdí ayer el bebé que estaba esperando —sollozó—. Estaba embarazada de diez semanas. Fui a ver a la madre de Barney y ella fue tan grosera conmigo que me provocó escalofríos. Me llamó zorra católica.

—¿Qué? —explotó Cathy—. ¡Jesús, María y José!, Amy, ¿con qué clase de familia te has emparentado? Parece que estuviera completamente loca.

—Lo está, lo está. Pero el padre de Barney es amable, y muy guapo. Y Harry está bien. Bueno, tú ya lo conoces.

Cathy dijo severamente:

—No deberías estar levantada y andando por ahí si tuviste un aborto ayer. Me pareció que estabas un poco pálida cuando abrí la puerta. ¿Y no tienes ropa de más abrigo que esta? —Amy llevaba una chaqueta blanca sobre un vestido ligeramente más grueso.

—No tengo abrigo de invierno. Iba a comprar uno esta tarde. Y me siento bien, Cathy, de verdad. —Lo cierto era que no se sentía bien. Aún le temblaban un poco las piernas y tenía ganas de vomitar.

—¿Qué le pasó a tu abrigo verde oscuro? —preguntó Cathy—. Lo compraste en Paddy's Market el día que yo me compré la falda azul marino. Parecía en perfecto estado la última vez que te lo vi puesto.

—Sigue en casa; es decir, en casa de mamá. —Había olvidado por un momento que la casa de Agate Street ya no era su hogar—. Me dejé casi toda la ropa allí cuando me mudé —explicó—. Supongo que ese me servirá hasta que me compre otro. —Al pensarlo se dio cuenta de que no le apetecía ir al centro. Prefería pasarse la tarde en la cama—. Lo recogeré luego, cuando vea a mamá. Esta semana trabaja por las tardes; debe de estar haciendo la compra, porque cuando fui, no estaba.

—¿Esa es la razón por la que has venido a verme, porque tu madre no estaba? —A Cathy se le escapó una sonrisa seca—. Sólo querías que alguien te resguardara del frío mientras ella volvía.

—Mamá nunca cierra la puerta de atrás con llave, ¿verdad? —Amy dudaba entre sentirse indignada o ponerse a llorar—. Podía haber esperado dentro si hubiera querido. Y, además, no sabía si ibas a estar en casa. Pensé que estarías trabajando e iba a dejarle esto a tu madre.

—¿Dejarle qué?

Amy le mostró la bolsa de Selfridges que contenía la blusa.

—La compré en Londres, pero me olvidé de dártela. Supongo que no te servirá de mucho en el Ejército.

—¡Oh, Amy, es preciosa! —Cathy sostuvo en alto la blusa sujetándola por los hombros—. Me la llevaré. No tengo que vestir de uniforme todo el tiempo. —Se le puso la cara rosada y parecía a punto de llorar—. Siento haber dicho que sólo habías venido porque tu madre no estaba.

—Soy yo la que lo siente —repuso Amy en voz baja—. Me porté fatal dándote de lado cuando conocí a Barney. No podía pensar en nadie más que en él, ¿sabes?

—¿Sigues sintiendo lo mismo?

—Sí, pero él ya no está aquí —dijo Amy quejumbrosa—. Puedo pensar en él, pero no puedo estar con él. Tengo que encontrar algo en lo que ocupar mi tiempo, pero lo único que hago es estar tumbada en la cama comiendo galletas de mantequilla y mermelada.

Cathy le dio un abrazo y Amy supo que volvían a ser amigas.

—Apuesto a que el agua se ha consumido. —Se había olvidado del té—. Esta noche vamos a ir a tomar una copa al Green Man de Marsh Lane, donde trabajaba tu madre. Para desearme buena suerte. ¿Por qué no vienes? Si te apetece, claro. Puede que el cambio te siente bien, como suele decirse.

—Lo haré —prometió Amy.

Al cabo de un rato volvió a Agate Street; mamá ya había vuelto de sus compras y se sintió encantada de verla, aunque comentó que parecía un poco pachucha. Echó más carbón al fuego para que Amy pudiera sentarse ante él con un gran tazón de cacao. Era maravilloso que se ocuparan de una. No habló del aborto. Cathy había prometido no decir una sola palabra sobre ello.

A la una, mamá se marchó a trabajar y Amy subió a buscar su abrigo verde. Lo encontró en el armario de la que había sido la habitación de Charlie, lo sacó y lo colgó de una percha detrás de la puerta. Parecía perfectamente respetable y serviría mientras reuniera la energía para comprar uno nuevo.

La cama de Charlie estaba hecha, y no pudo resistirse a tumbarse en ella envuelta en el edredón. Pasó la tarde medio dormida, medio despierta, y les dio a sus hermanas el susto de su vida cuando volvieron juntas de trabajar y la oyeron bajar. Las tres se sintieron muy contentas de volver a verse.

Después de compartir el guiso que mamá había dejado en una olla listo para calentar, Amy fregó los cacharros, se puso el abrigo verde y regresó a casa de Cathy.

El Green Man tenía serrín en el suelo y una escupidera en el rincón. Un hombre tocaba un piano desafinado con la gorra puesta del revés y un cigarrillo pegado al labio inferior. Todo el inundo cantaba a pleno pulmón.

Amy se dio cuenta de que había olvidado sus raíces. Bootle era la ciudad donde había nacido y crecido, el lugar al que realmente pertenecía, no a una gran casa en Newsham Park con un capitán retirado de la Marina Real alojado en el primer piso. Pero seguiría viviendo en ese lugar porque allí había vivido los días más felices de su vida con Barney; días que nunca olvidaría si llegaba a vivir cien años. Allí estaría cuando Barney volviera a casa definitivamente.