17.- Pearl
Junio, 1971
Había olvidado lo mucho que odiaba el zoo. Si Rob sugería que volviéramos, le diría que llevara él solo a Gary. Había algo muy cruel en el hecho de mantener en jaulas a los animales salvajes. Uno de los pocos recuerdos que tenía de mi padre era que él se sentía igual. Supongo que tenía que ver con haber estado tanto tiempo en el campo de prisioneros de guerra.
Fue un alivio cuando Gary lo hubo visto todo. Rob le preguntó si le gustaría dar otra vuelta, pero él dijo que no.
—Tengo hambre —anunció—. Tengo hambre de salchichas y patatas fritas.
Fuimos en coche hasta Chester —habíamos ido en el de Rob— y buscamos un restaurante adecuado, donde pedí bacalao y patatas fritas. Era casi un festín, porque Marion consideraba poco saludables las frituras; nunca hacía patatas fritas, y «rebozar» era una palabra malsonante en casa.
Ese día, me sentí corno si estuviera dividida en dos. Una mitad de mí quería estar con Rob y la otra mitad ansiaba estar con mi madre. Mis sentimientos habían cambiado radicalmente desde el día anterior. Nunca hubiera imaginado que nos llevaríamos tan bien. Ya me estaba sintiendo protectora hacia ella, y me hacía verdadero daño pensar que había pasado todos aquellos años en la cárcel. Ese día era su cumpleaños —cumplía cincuenta—, pero había insistido en que no quería celebraciones.
—Podemos hacer una fiesta cuando cumpla cincuenta y uno. entonces puede que esté de humor.
Algún día, cuando estuviéramos solas, yo quería hablar con ella sobre mi padre. Había estado recordando las furiosas peleas que solían tener; la furia siempre por parte de mi padre. La voz de ella siempre era baja, paciente y razonable mientras trataba de calmarlo. Pero eso lo ponía aún más furioso.
—¡Puta! —chillaba—. Una vez soltó: ¡De verdad que me gustaría matarte! —Eso me había aterrorizado. Yo quería detenerlo, pero no sabía cómo. En cualquier caso, mi madre lo había matado a él primero.
—Un penique por ellos —dijo Rob.
Lo miré sin verlo.
—¿Perdona?
—He dicho «un penique por tus pensamientos». Te he preguntado dos veces si querías pudin.
—No, gracias, pero me encantaría tomar un té. Lo siento —añadí para disculparme—. Estaba a kilómetros de distancia. —Pensé en un modo sencillo para estar con Rob y con mi madre al mismo tiempo—. ¿Te gustaría venir a casa conmigo para que Gary conozca a Amy? —Al menos podía llamarla Amy cuando no estaba delante, aunque dudaba que pudiera hacerlo alguna vez cara a cara—. Si te parece bien —agregué apresuradamente, no todo el mundo estaría dispuesto a que su hijo conociera a una asesina, por muy guapa y encantadora que fuera.
—Sería estupendo —exclamó Rob.
—¿Adónde vamos? —preguntó Gary.
—A ver a la madre de Pearl.
El niño me miró sorprendido.
—¿Tiene una mamá, señorita?
—Sí, Gary. —No le dije que no me llamara «señorita». No quería que me llamara «Pearl» en clase.
—¿Todas las profesoras tienen madres?
—Desde luego que sí —contesté.
Él se quedó pensando en ello un momento, frunciendo el ceño, y después se encogió de hombros como si lo encontrara todo muy misterioso.
—¿Y papás también?
—Y papás también.
Al cabo de unos minutos, Amy lo había embrujado totalmente. Ella y Charles estaban en el jardín; Marion tenía su cita habitual de los sábados en la peluquería.
—¡Vaya, qué guapo eres! —dijo admirativamente. Palmeó la silla vacía que había junto a ella—. Me llamo Amy, ¿te gustaría sentarte y hablarme de ti?
Gary estaba encantado de hacerlo. Describió el dibujo que había hecho y que había quedado segundo en el concurso.
—Es un árbol de limones y naranjas, y en las raíces viven conejos. Dibujé su casa. Papá, ¿cómo se llama la casa de los conejos?
—Madriguera, hijo.
—Dibujé una madriguera con cortinas en las ventanas. El hombre del periódico dijo que eso demostraba que yo tenía una gran... ¿qué dijo el hombre, papá?
—Que tenías una gran imaginación.
—El hombre dijo que yo tenía una gran imaginación. Y me van a dar un premio. Es un juego de pinturas en una caja de madera, y las pinturas están en cubos, no en lápices.
—Tubos, cariño, no cubos.
—Me gusta mucho apretar los tubos —afirmó Gary muy serio—. No se pueden apretar los lápices. ¿Te gustaría que te hiciera un dibujo cuando me den los tubos?
—Sí, por favor, rae encantaría. ¿Y le harás uno a mi hermano? Se llama Charlie, y es este de aquí.
Charles sonrió amablemente.
—Sí, lo haré, Amy, pero haré un árbol diferente.
—Eres —dijo Amy— un jovencito francamente encantador. ¿Quieres entrar y que te dé un helado de cucurucho?
—Sí, por favor. —Trotó junto a ella hacia el interior de la casa y yo me pregunté por qué mi madre no habría tenido más hijos, cuando era evidente que los adoraba.
Media hora más tarde, volvió Marion, con el pelo corto, liso y negro. Me preocupaba que le molestase que tuviéramos más visitas y estaba dispuesta a enfadarme si lo hacía; yo no llevaba casi nunca gente a casa. Pero fue todo lo agradable que podía ser. Recordé que la vieja cafetera que conducía Rob estaba fuera y sólo hacía unos días se había quejado de ello a Charles. Sin embargo, no dio ninguna muestra de haberse dado cuenta, y si lo hizo, fingió que no le importaba.
Armó mucho jaleo con Gary, pero él estaba demasiado fascinado con mi madre como para que Marion le causara impresión. No sé si Amy lo había cogido en brazos, o si él había conseguido subirse por su cuenta a sus rodillas, pero estaban sentados juntos muy a gusto en una de las sillas del jardín mientras él se comía su helado de cucurucho.
Supongo que era inevitable que Cathy Burns apareciera, irritando a Marion y asombrando a Gary, cuyas ideas sobre las profesoras estaban siendo puestas patas arriba.
Rob y Gary se quedaron a cenar. Entré y ayudé a Marion a preparar la cena. Ella me dijo que mi madre se iba a trasladar a casa de Cathy Burns al día siguiente, domingo. Deseé que Marion fuera diferente para que Amy pudiera quedarse. La echaría de menos cuando se fuera, cosa que era ridícula si se pensaba. Había pasado la mayor parte de mi vida sin ella y eso no me había preocupado, pero no llevaba en casa más que un par de días y no quería que se fuera.
Después de la cena, Rob y Gary se fueron a casa, Cathy Burns y mi madre volvieron al jardín con una botella de vino, y Marion y Charles fueron a la sala delantera a ver la televisión. Supuse que Charles hubiera preferido quedarse fuera. Yo también; podía ver la televisión cualquier día.
Aquella noche sus recuerdos de la guerra se convirtieron en una canción. Los vecinos y sus invitados, que estaban en el invernadero de al lado, salieron y se unieron a ellas cantando When They Begin the Beguine, Good Night, Sweetheart y canciones que yo no había oído nunca. Se entablaron conversaciones por encima del seto acerca de qué cantar a continuación. Me sentí muy avergonzada, quizá porque había sido educada por Marion. Imaginé que las canciones pasarían de jardín en jardín hasta que toda la manzana estuviera cantando.
Marion sacó la cabeza por la puerta trasera y gritó que me llamaban por teléfono.
—¿Qué está pasando ahí fuera? —preguntó.
Cuando entré, le dije que volviera a ver su programa de televisión, añadiendo:
—Es mejor que no lo sepas.
Debía de ser un programa muy interesante, porque me hizo caso.
Para mi sorpresa, la que llamaba era Hilda Dooley. Y, más sorprendente aún, estaba llorando.
—Tengo que hablar contigo —sollozó.
—¿Dónde estás, Hilda?
—En el centro. Estoy en una cabina en la estación de Lime Street.
—¿Puedes venir aquí? —Yo no podía ir porque había bebido mucho vino—. Sabes dónde vivo, ¿verdad?
—Sí, fui una vez a recoger unos trastos viejos. No podías meterlos en el maletero de tu coche.
—Así es. —Lo más irritante de un Volkswagen era que el motor estaba en la parte de atrás y el maletero delante, de modo que apenas cabía nada.
—Te veo dentro de veinte o treinta minutos.
Me pregunté qué iría mal, y entonces pensé que sólo podía tener que ver con Clifford.
Preparé el calentador de agua para cuando llegara Hilda y volví al jardín, donde todos cantaban Roll Out the Barrel, una canción espantosa en mi opinión. Lo dejé claro no uniéndome a sus voces.
Cuando llegó Hilda, hice té y la llevé a lo que Marion llamaba «la habitación de desayunar», más bien un rincón con una mesa y bancos fijos de madera. Se encontraba entre la cocina y el pasillo.
—¿Qué pasa? —le pregunté una vez nos sentamos. Hilda tenía los ojos inyectados en sangre y su cara empolvada estaba surcada de lágrimas.
—Es Clifford —murmuró.
—¿Qué ha hecho?
—Me ha pedido que me case con él —contestó Hilda dolida.
Me sentí confusa.
—¿Eso es malo?
Hilda sorbió y se limpió la nariz con el dorso de la mano. Yo fui corriendo a la cocina y traje media docena de pañuelos de papel.
—Lo es, porque resulta que el piso en el que vive no es suyo y quiere mudarse conmigo. —Volvió a sorber, pero esta vez estaba más indignada que apenada—. No puedo evitar pensar que sólo quiere casarse conmigo para tener un sitio donde vivir y ahorrarse pagar un alquiler.
—Creí que era propietario del piso de Norris Green —dije.
—Y yo, pero resulta que es el inquilino. No le gusta. ¿Recuerdas que lo comentó cuando nos enseñó el que estaba en venta? Y sin duda nos dio la impresión de que era suyo. ¡Oh, Pearl! —Empezó a llorar de nuevo. Gruesas lágrimas que seguían los surcos brillantes de las lágrimas que había vertido antes—. Pensé que era demasiado bonito para ser verdad, que se sentía atraído por mí a pesar de ser tan guapo.
—No seas tonta —la consolé, aunque me había sorprendido un poco a mí también—. ¿Aceptaste casarte con él?
—Sí —gimió—. Me siento como una idiota. Me lo propuso durante la cena y, después de decir que sí, nos pusimos a hablar sobre el futuro. Sugerí que usáramos parte del dinero de la venta de su piso para reformar la cocina del mío. Fue entonces cuando admitió que no tenía ningún piso que vender.
Amy entró en la cocina cantando Yours Till the Stars Lose their Glory, y Hilda pareció que se iba a echar a llorar de nuevo.
—Lo siento. ¿Estabais celebrando una fiesta? Os he molestado, ¿verdad? Lo siento. —Se puso en pie tambaleándose para marcharse.
—Aquí estás, Pearl —exclamó mi madre—. Me preguntaba dónde te habrías metido. —Nos dedicó una sonrisa cegadora—. ¿Cómo estás? —se dirigió a Hilda—. Yo soy Amy. —Estaba muy elegante ese día con su vestido rojo brillante con falda recta, manga corta y un volante alrededor del cuello. Llevaba sandalias blancas de tiras no más anchas que los cordones de un zapato.
—Esta es Hilda —dije—. Da clases en St Kentigern.
Me preguntaba si Hilda reconocería a la mujer a la que había visto en misa hacía tantos años, a pesar de que el pelo largo y rubio era ahora corto y castaño. No me importaba que la reconociera o no. Nunca le volvería a decir a nadie que mi madre había muerto. A partir de ese momento le diría a la gente la verdad y nada más que la verdad.
Amy se sentó a mi lado y me empujó un poco con la cadera. Cogió las grandes manos rojas de Hilda entre las suyas, pequeñas y blancas. Mi madre había pasado los últimos veinte años en la cárcel, pero las manos de Hilda parecían las de alguien que hubiera estado en un grupo de trabajos forzados partiendo piedras.
—¿Qué pasa, querida? —preguntó Amy—. Evidentemente estás preocupada por algo.
Hilda no parecía dispuesta a contarlo todo otra vez, así que me tocó a mí explicar por qué estaba tan alterada.
—Sospecha que le han tomado el pelo —concluí.
—Puede que sí y puede que no —dijo Amy enigmáticamente—. Si yo estuviera en tu lugar, le diría a Clifford que he cambiado de opinión, que no quiero casarme con él, al menos de momento. Si de verdad te quiere, seguirá contigo. Si no, te dejará.
—El caso es, Amy —susurró Hilda—, que no quiero que se marche. Es el primer hombre que ha querido casarse conmigo, y me gustaría conservarlo.
—¿Qué prefieres, Hilda? ¿Ser la señora Clifford Comoseapellide, sin estar segura de que tu marido te quiere de verdad, o una mujer soltera independiente con un buen trabajo y su propio piso?
Durante unos segundos, Hilda pareció confusa. Después asintió unas cuantas veces y dijo, ligeramente avergonzada:
—Te sorprenderá, pero preferiría casarme algún día a quedarme soltera, tanto si Clifford me quiere como si no. Y siempre he deseado tener niños. Tengo treinta y siete años; aún tengo tiempo.
Amy no pareció sorprendida.
—En ese caso, la próxima vez que veas a Clifford, dile que quieres tener niños. No puedes criar a tus hijos en un piso de un dormitorio. Tendréis que comprar una casa y él tendrá que pedir una hipoteca. A ver qué piensa de eso. —Le apretó las manos—. Yo venía a por otra botella de vino —recordó—. Cathy pensará que he ido a España a buscarla.
—Qué maja es —comentó Hilda cuando mi madre se fue—. ¿Es pariente tuya?
—Es mi madre —dije—. Se llama Amy Patterson y acaba de salir de la cárcel.
Era domingo y Charles había llevado las cosas de mi madre a casa de Cathy. Consistían en una maleta grande y cara llena de ropas preciosas, la mayoría compradas en París. Mi madre había ido a comer con el tío Harry. Me sentía bastante contenta por ello.
—¿Hay alguna posibilidad de que acaben juntos? —le pregunté a Charles—, después de todo, es su cuñado. Lo conoció al mismo tiempo que a mi padre.
—Ninguna posibilidad —contestó Charles, tajante—. Si Harry fuera a acabar con alguien, ese alguien sería Cathy.
—¡Cathy! —exclamé.
—Hubo algo entre ellos durante la guerra... bueno, casi. No estoy muy seguro de lo que ocurrió, pero fue antes de que conociera a Jack.
—¿Quién es Jack?
—El novio de Cathy. Murió en El Alamein.
—¿Por qué no me has contado todo esto antes? —dije enfadada—. Es fascinante. ¿Cómo era Jack?
Charles se encogió de hombros.
—No lo sé, no lo conocí. Pero pregúntale a tu tío Harry la próxima vez que lo veas. Jack era su mejor amigo.
—¡Maldita sea! —murmuré. Odiaba no saber cosas.
Aquella tarde, Marion dijo:
—Pearl, tu madre se ha dejado su chaqueta azul. Dijiste que ibas a ir esta tarde a Southport con Rob, ¿no?
—Sí. Los recojo a él y a Gary a las dos y media. ¿Quieres que deje la chaqueta en casa de Cathy de camino? —Probablemente quería deshacerse de ella para que mi madre no tuviera una excusa para volver.
—Si no te importa.
La verdad era que Cathy vivía en Crosby y no me quedaba de camino, pero a Gary le encantaría ver a Amy si ella había vuelto para entonces.
Cathy Burns vivía en un callejón sin salida de pequeñas casas individuales construidas unos veinte años antes. El coche de Charles, un Cortina verde oscuro, estaba aparcado fuera, bajo una parra roja que tenía un aspecto encantador en verano pero no tanto en invierno, cuando se quedaba sin hojas y las ramas trepaban desnudas por toda la fachada.
—No creo que mi madre haya llegado —le dije a Rob—; de ser así, el coche del tío Harry estaría aparcado fuera también. No iba a dejarla y marcharse enseguida.
Salí del coche y prometí que no tardaría ni un minuto.
Lo primero que advertí mientras caminaba por el sendero fue que las cortinas del piso de abajo estaban corridas, lo que me pareció bastante raro en un precioso día soleado como aquel. Una sospecha perversa, espantosa, me pasó por la cabeza, y cuando llegué a la puerta principal, llamé de mala gana.
Me quedé allí de pie, abrazada a la chaqueta y preguntándome qué hacer. Fui a la parte de atrás; seguro que estarían allí, en el jardín. ¿Por qué no se me había ocurrido antes? Pero si se encontraban allí, estaban muy callados. Charles y Cathy no estaban en el jardín, y cuando miré a través de las ventanas de la cocina y del comedor, tampoco los vi dentro.
—Quizá se hayan ido a dar un paseo —apuntó Rob más tarde cuando se lo dije—. O a tomar una copa —se rio—. Tienes una mente sucia, Pearl.
—Puede ser.
—¿Qué hiciste con la chaqueta?
—La dejé en el escalón trasero. —Pero cuando lo hice, estaba segura de haber oído una risa de mujer dentro de la casa.
El lunes apenas llevaba cinco minutos en casa cuando sonó el teléfono. De alguna manera adiviné que sería mi madre.
—¿Qué vas a hacer esta noche? —preguntó. Llamaba desde una cabina.
—Nada de particular. —Sólo tenía que preparar las clases del día siguiente.
—¿Te apetecería ir a The Cavern? —Había un poso de excitación en su voz.
—¡The Cavern! ¿Por qué? ¿Quieres ver cómo es? —Era la clase de persona a la que le hubiera encantado The Cavern. Era una lástima que se la hubiese perdido cuando Liverpool era la ciudad más importante de la tierra.
—Voy a ver a una amiga. Se llama Susan Conway y su hijo toca allí esta noche. Es guitarrista.
—Me encantaría ir. —Mi interés aumentó—. ¿Cómo se llama el grupo?
—Los Umbrella Men. ¿Te suenan?
Lo único que sabía era que habían tocado antes en The Cavern.
—Sí —respondí.
Me dijo que me estaba llamando desde George Henry Lee, y que haría algunas compras más antes de quedar con Susan Conway a las seis para tomar algo. Le prometí que estaría en The Cavern a las ocho y la llevaría de vuelta a casa. Ella murmuró algo acerca de comprar un coche y colgó.
No recordaba que supiera conducir, y me pregunté de dónde iba a salir el dinero para comprar un coche. Teníamos dinero cuando yo era pequeña. Supuse que el dinero habría crecido en el banco durante todo ese tiempo. Y aunque no fuera así, estaba segura de que el abuelo no iba a dejar que pasara penurias.
Marion suspiró con desaprobación cuando bajé aquella noche con mis vaqueros nuevos y una camiseta negra descolorida. Me había recogido el pelo atrás para variar y me dije a mí misma que parecía una beatnik. Era un poco tarde para eso, pero mi amiga Trish opinaba que me vestía de una manera demasiado convencional. Recordé que no sabía nada de ella desde hacía tiempo y me hice el propósito mental de llamarla pronto. Me preguntaba qué tal la estaría tratando Londres.
Amy y su amiga Susan parecían lo bastante mayores como para ser las madres de todos los que estaban en The Cavern. Susan llevaba unos pantalones acrílicos anchos y un jersey beis de nailon sobre su amplio esqueleto, y mi madre había escogido un sencillo vestido de algodón de flores estilo naif. Al parecer, había conocido a Susan durante la guerra y habían permanecido en contacto desde entonces. Por aquel tiempo el guitarrista de los Umbrella Men era un bebé. Ahora tenía treinta y un años.
—Mis otros dos hijos llevan años casados y tienen hijos, pero Steven ha tenido más novias que dedos en la mano y nada indica que vaya a sentar la cabeza —se burló su madre, aunque me di cuenta por el brillo de sus ojos de que estaba sumamente orgullosa de su hijo menor. Me contó que después de casarse se había trasladado a un pueblecito llamado Pond Wood, no muy lejos de Kirkby, y que había vuelto a Bootle a vivir con su madre cuando su marido murió hacía unos años.
—En Pond Wood conocí a tu madre —dijo—. Ella trabajaba en la estación. En cuanto leí en el periódico lo que había pasado con tu padre, supe que debía de haber habido una buena razón para ello. Tu madre es una persona adorable. No le haría daño ni a una mosca.
Mi madre pareció avergonzada. Una voz del pasado le gritó: «¡Puta!». Me pregunté si alguna vez me explicaría exactamente qué había ocurrido la noche en que murió mi padre.
Esa noche había anunciados tres grupos: los Umbrella Men eran los segundos. Los primeros me parecieron muy correctos, pero Susan y mi madre no dejaban de mirarse y poner los ojos en blanco de lo malos que eran, a su parecer.
Los Umbrella Men tenían dos guitarristas, un batería y un teclista. El guitarrista principal se colocó detrás del micrófono y buscó con la mirada entre el público hasta que sus ojos se posaron en Susan, a la que sonrió ampliamente. Susan me dio un codazo en las costillas, diciendo:
—Ese, ese es mi Steven.
La mirada de Steven se posó en mí y sonrió de nuevo. Me inundó una sensación cálida, como si de algún modo hubiera sido bendecida, lo miré fijamente, esperando otra sonrisa, pero él estaba ocupado afinando su guitarra y anunciando al público lo que iban a tocar. «Un par de canciones escritas por Pete, a la batería, y Alf al piano, unos números de Jerry Lee Lewis, seguidos por dos más de nuestro Jerry al bajo y, sinceramente, suyos.» Se escuchó un grito de ánimo de Susan. «Gracias, mamá.» El público se rio y él continuó: «No habrá pausas entre los números, así que no hace falta que aplaudáis hasta que terminemos».
Se sentía sumamente a gusto sobre el escenario y con el micrófono. Tenía un acento más de Lancashire que de Liverpool. Retrocedió un poco, empezó a tocar y yo lo observé. No era muy alto, mediría un metro setenta y siete, supuse, y llevaba una cazadora de cuero negro desgastada, vaqueros también negros y camiseta. Un aro dorado brillaba en su oreja izquierda, y el pelo castaño dorado le caía hasta los hombros en descuidadas ondas y rizos. Era guapo de un modo juvenil y aparentaba veintipocos años más que treinta y uno. A decir verdad, no era el tipo de hombre por el que yo solía sentirme atraída. ¿Me sentía atraída por él? En el pasado, permanecía bien lejos de chicos como él; era demasiado tímida, y ellos demasiado extravertidos.
No sabía qué pensar. Me habían contado que cuando mi madre conoció a mi padre, fue amor a primera vista, que ocurrió «así». Quien me lo dijo había chasqueado los dedos: «así».
Había sido el tío Harry. Él estuvo presente. Yo entonces tenía unos dieciséis años y él estaba un poco bebido. Recuerdo lo triste que se había puesto. De todas maneras, ebrio o sobrio, el tío Harry nunca me había parecido una persona feliz.
Steven Conway estaba cantando acerca de perderse. Estaba solo y no podía encontrar el camino para salir de la oscuridad, estaba buscando una luz. Su voz era suave y melancólica. De repente, el público se puso a aplaudir y se escucharon gritos de ánimo. Apenas oía nada. Susan aplaudía tan fuerte que debían de dolerle las manos.
Los Umbrella Men abandonaron el escenario y hubo un intermedio. Salimos y fuimos por Mathew Street hasta Le Beats, el café donde Steven pronto se reuniría con nosotras. Me había olvidado completamente de Rob mientras estábamos en The Cavern, aunque no solía alejarse mucho de mis pensamientos.
Mi madre preguntó si los Umbrella Men podían vivir de su música o tenían otros trabajos.
—Salen y entran de los trabajos como yoyós —contestó Susan. Parecía sentirse bastante complacida con ello, como si le gustara la idea de tener un hijo poco convencional—. Lo dejan todo si les surge una actuación en la otra punta del país, o una audición, que suelen ser casi siempre en Londres. Algunas empresas son permisivas, pero otras no. Si sólo están trabajando uno o dos, estos mantienen a los demás hasta que consiguen un trabajo.
La puerta se abrió y entró Steven Conway con su guitarra a la espalda. Sonrió de un modo que incluyó a todas las personas que había allí, y luego se sentó en una silla que estaba ligeramente detrás de mí, inclinó la cabeza hasta que pude sentir su aliento en mi oreja y dijo:
—Qué hay.
—Hola —balbucí—. Quiero decir, qué hay.
—¿Y tú quién eres? —preguntó.
Su madre lo oyó. Contestó:
—Es Pearl, la hija de Amy. Es profesora de escuela.
—Apuesto a que podrías enseñarme unas cuantas cosas —soltó Steven.
Yo tragué nerviosa.
—Lo dudo. —No se me ocurría una sola cosa que pudiera enseñarle nadie; bueno, yo al menos. Había una chica en la mesa de al lado con el pelo rubio y cremoso, cuyo vestido trapecio enseñaba más de la mitad de los muslos. Era mucho más su tipo. Pensé que ella sí podría enseñarle un par de cosas.
Como en The Cavern, el tiempo se me pasó sin que me diera cuenta. Lo único de lo que era consciente era del rostro de Steven junto al mío. Me hizo preguntas sobre mi trabajo y mi música favorita, me habló de los países donde había estado con los Umbrella Men —Australia, Canadá, Alemania—, y me contó que una vez casi consiguen un contrato para grabar un disco, pero que al tipo que les había escuchado lo despidieron al día siguiente.
Mi madre y Susan charlaban entre ellas, y de vez en cuando pillaba a mi madre mirándome preocupada; al menos, eso me parecía.
La sensación cálida que había tenido antes seguía allí. Yo respiraba un poco más rápido de lo habitual y era consciente de los latidos de mi corazón. Creo que habría podido estar allí sentada para siempre, sin moverme, escuchando a Steven, sólo que eso no era posible. La vida tenía que seguir.
Los demás se pusieron de pie y yo los seguí. Mi madre y Susan iban delante. Steven me pidió una cita y yo acepté. Iba a volver a tocar en The Cavern el sábado a mediodía y de nuevo por la noche. Podíamos ir a algún sitio entremedias. No pregunté adonde.
No me acompañó al coche, sino que se fue con su madre mientras yo insistía en llevar a la mía a casa.
—¿Te ha pedido salir Steven? —quiso saber ella cuando yo salía del aparcamiento.
—Sí. —Medio esperaba que me diera una charla o me advirtiera de que fuese prudente, pero no añadió nada más.
Estábamos atravesando Bootle cuando le pregunté si iba a vivir siempre con la tía Cathy.
—¡Por Dios, no! Quiero muchísimo a Cathy, pero me vuelve loca. No para de hablar. —Miró por la ventanilla hacia el sol, que se estaba poniendo en el veraniego cielo azul—. No, Pearl. No sé dónde voy a vivir ni qué voy a hacer una vez me acostumbre a vivir fuera de la cárcel.
—¿Eso significa que puedes irte de Liverpool? —La idea me intranquilizó.
—La verdad es que no lo sé, Pearl. Oye —dijo, volviéndose hacia mí—, ahora que estamos solas, ¿te gustaría hacerme preguntas sobre tu padre?
—Ahora mismo no. —Prefería hacerlo cuando no estuviera conduciendo y estuviéramos en algún lugar tranquilo. Además, no estaba preparada. Por mucho que lo intentara, era incapaz de pensar en otra pregunta que no fuera: «¿Por qué mi padre te llamó puta?». Charles me había dicho que no había ninguna razón para ello, pero, aun así, me habría gustado preguntárselo.