2.- Amy
Pascua, 1939
Me encanta la Pascua. También me gustan las Navidades, pero en Navidades aún queda por llegar lo peor del invierno. En Pascua tienes el verano por delante, meses y meses, seguido del otoño. Realmente me gusta el otoño, pero de algún modo es el principio del invierno, así que si alguien me pregunta cuál es mi época favorita del año, diría que Pascua.
—¿De qué demonios estás hablando? ¿Quién quiere saber cuál es tu época favorita del año? Yo no. A decir verdad, no puede importarme menos. —Cathy puso los ojos en blanco y sonrió.
Amy sonrió a su vez.
—Pensé que te podía interesar, eso es todo. Es el tiempo. Me ha hechizado. Es el día más bonito que puedo recordar.
—El sol ha salido hace cinco minutos y resulta que es el día más bonito que puedes recordar.
—Me encanta el sol —dijo Amy con una vibración en la voz—. Si no fuera católica, sería adoradora del sol.
—¿Adónde irías a misa? —preguntó Cathy.
—No lo sé —tuvo que admitir Amy—. ¿Y dónde nos confesaríamos?
Cathy no respondió.
Las chicas iban en tren a Southport. Era un tren eléctrico. Amy prefería los trenes que soltaban humo, eran más bonitos y sonaban mejor, pero los eléctricos eran mucho más limpios. Llevaba su mejor vestido de verano —amarillo con botones como caritas—, una chaqueta blanca y una boina blanca de ganchillo hecha por su madre. La boina de Cathy era similar, pero roja.
Vestía la chaqueta roja que pertenecía a una de sus hermanas y que sospechaba que se había caído de la caja de un camión. La hermana, Lily, había ido a Blackpool a pasar el día y Cathy esperaba llegar a casa antes que ella; o eso, o después de que Lily se hubiera ido a la cama.
Era domingo —domingo de Pascua— y Amy se sentía eufórica. Habían cogido el tren a Southport justo al acabar la misa y pretendían pasear por Lord Street, dar una vuelta por la feria, comprar pescado con patatas fritas para comer y luego ir al cine. Sabía que iba a ser un día perfecto.
El invierno había terminado. Por la ventana, veía cómo el campo despertaba a la vida; los árboles, jardines y prados mostraban señales de lo que estaba por venir: unas cuantas hojas y capullos, e hileras e hileras de diminutas y ordenadas plantas. Los vecinos estaban cortando el césped, cavando, arrancando malas hierbas. Un hombre regaba su jardín con una manguera, algo que le gustaba muchísimo a Amy.
—Preferiría tener un jardín —dijo emocionada— en lugar de un patio. Plantaría rosas. Tendría rosas alrededor de la puerta, de las dos puertas, y trepando por las paredes, y también me gustaría tener un conejo en una jaula y una tortuga.
—No pides nada —suspiró Cathy.
—Rosas, un conejo y una tortuga no son mucho. La semana pasada tú querías casarte con Clark Gable. Mis deseos son mucho más alcanzables... ¿Existe esa palabra?
—Me gustaría que no hubieras hablado de Clark Gable. —Los ojos de Cathy se llenaron de lágrimas—. Ahora quiero llorar.
—No seas blanda —dijo Amy, burlona—. Es demasiado viejo para ti. Además, no soporto a los hombres con bigote.
Se daba cuenta de que Cathy se debatía entre soltar una broma o una lágrima. Al final, se decidió por la broma.
—¿Y las mujeres con bigote? —preguntó.
—Tampoco las soporto.
Las dos se echaron a reír.
Un hombre mayor que estaba al otro lado del vagón había estado escuchando la conversación. Era difícil no oírlas; las voces jóvenes eran sonoras y llenas de excitación.
—Debe de ser agradable ser joven —comentó.
—Oh, sí —confirmó Amy—. Pero también debe de ser agradable ser viejo —añadió con la seguridad de una chica de diecisiete años que pensaba que lo sabía todo—. Toda edad tiene sus cosas buenas.
—Trato de recordar cuáles son —dijo el hombre, consciente de los dolores en sus articulaciones, lo que le costaba respirar y el hecho de que apenas podía ver con el ojo izquierdo.
El tren entró en la estación de Southport y todos los pasajeros se bajaron. El hombre mayor caminaba detrás de las chicas y pensó en el efecto que causaban con sus ropas de colores vivos y su forma segura de andar. Uno pensaría que eran dueñas del maldito mundo. La rubia era la más bonita de lejos, la típica resultona. Era bastante alta, con tipo de reloj de arena, pero, si tuviera cuarenta años menos y pudiera escoger, se decidiría por la morena. Le parecía una elección más segura. La rubia era peligrosa. Los hombres no la dejarían en paz, casada o no, y él se preocuparía cada minuto que la tuviera lejos de su vista. En ese momento estaba viendo a algunos hombres mirándola con deseo, desvistiéndola con los ojos, tratando de imaginar cómo sería sin nada encima; él mismo lo estaba haciendo. No podía recordar cuándo fue la última vez que había tenido esa sensación, pero había sido hacía mucho, mucho tiempo, y le hacía sentir más desalentado que nunca.
Amy y Cathy se dirigieron a Lord Street. La elegante calle estaba muy concurrida, sobre todo de gente que había ido a pasar el día. Los hombres llevaban chaquetas de sport y camisas de cuello abierto, y las mujeres habían cambiado los abrigos por chaquetas de punto, aunque estaban a principios de abril y el aire era fresco. El sol había conquistado a los habitantes. Los niños llevaban cubos y palas. Algunas familias habían ido a la costa y tenían arena en el pelo y en las piernas desnudas. Todos parecían especialmente felices, como si, al igual que Amy, sintieran que era el final de los meses oscuros y el comienzo del verano. Por supuesto, estaba la amenaza de la guerra en Europa, donde un tipo llamado Hitler estaba creando rumores inquietantes; pero sólo era una amenaza y quizá no ocurriera nada.
Amy y Cathy se admiraron efusivamente de la ropa que veían en los escaparates de las tiendas caras —ropa que les costaría meses, o años, pagar con sus sueldos—, fastidiando o divirtiendo a las personas que se encontraban a su alcance. Amy ganaba siete chelines y seis peniques a la semana trabajando en una cantina de Dock Road, y Cathy un chelín más como aprendiza de empleada en las oficinas de Woolworth en la ciudad; se le daban bien los números. En la escuela había sido la primera de la clase en aritmética. Amy no había sido la primera en nada.
—¡Mira ese vestido! —masculló Amy. Era de crepé blanco con lentejuelas alrededor del cuello y los puños de las mangas. La falda era larga y ceñida y parecía la cola de una sirena—. Daría mi brazo derecho por un vestido así —suspiró.
—Te quedaría raro si sólo tuvieras un brazo. ¡Y cuesta quince libras, nueve chelines y seis peniques! —chilló Cathy—. ¿Quién en su sano juicio pagaría tanto por un vestido?
—Yo.
—¿Y en qué ocasión te lo pondrías, querida? Oye, que tiene cola, por amor de Dios. Se pondría hecho un asco en un momento.
—Es una cola corta.
—Corta o larga, Amy, necesitarías a alguien que te la llevara. —Cathy negó con la cabeza como para subrayar la falta de sentido común de su amiga—. Es de lo menos práctico.
—Vale, entonces no lo compraré —rio Amy—. Pero necesito comprar algo. ¿Con cuál me quedaré?
—¿Merendamos? —sugirió Cathy—. Podemos permitirnos una tetera entre las dos.
—Vale. Entraremos en el primer café que encontremos, mientras no sea demasiado cursi.
—¿Qué película vamos a ir a ver luego? —preguntó Cathy cuando estaban en el primer piso de un café ante una tetera blanca—. ¿El rey del hampa, con Humphrey Bogart, o Argel, con Charles Boyer?
—Me da igual. ¿Lo echamos a suertes?
Cathy sacó medio penique del bolso.
—Cara para la primera, cruz para la segunda. —Lanzó la moneda y salió cruz—. Argel —anunció.
Amy hizo una mueca.
—Preferiría ver la de Humphrey Bogart.
—Siempre haces lo mismo —dijo Cathy enfadada—. Cada vez que lo echamos a suertes quieres lo que no ha salido. Siempre ganas, pase lo que pase. ¿Por qué has dicho que lo echáramos a cara o cruz?
—Porque me ayuda a decidirme.
—No, es porque te gusta ser rara.
—De acuerdo, es porque me gusta ser rara. ¿Vamos a la feria cuando nos acabemos el té?
—Estupendo. A menos que antes quieras echarlo a cara o cruz.
El rasgo más destacado de Amy era su pelo. Era de un amarillo cremoso: una masa de ricitos, ondas y bucles. Bajo el sol brillante de aquel día en Southport, resplandecía y relucía como si estuviera hecho de oro puro. Todo su cuerpo estaba bien proporcionado, los ojos azules con pestañas oscuras y la nariz del largo perfecto. El labio inferior era ligeramente más grueso que el superior, de modo que, en reposo, parecía estar haciendo un puchero. No mucha gente lo advertía, porque el rostro de Amy solía lucir una sonrisa muy amplia de lo más cautivadora. Aunque no todo el mundo se sentía cautivado. Algunos decían que no se podía fiar uno de una chica tan bonita, que no tenía cerebro.
Por el contrario, su amiga Cathy era de lo más vulgar. Su largo pelo castaño tendía a rizarse, su hermana Frances se lo había planchado aquella mañana y le colgaba por la espalda como un retal de satén marrón. También tenía una ligera quemazón en el cuello que destacaba horriblemente. Planchar el pelo de una persona mientras sigue pegado a la cabeza era una tarea arriesgada, y era fácil que la plancha se escurriera. Cathy tenía los ojos grises, una nariz demasiado larga y una boca demasiado ancha. Era una chica seria y sensata que sólo se sentía inclinada a ser frívola cuando estaba con Amy.
Cuando llegaron a la feria, apenas había sitio para moverse entre los puestos. Se miraron la una a la otra, hicieron inspiraciones profundas, se cogieron del brazo y se sumergieron entre la multitud. Dejaron a un lado los puestos de puntería, que no eran más que una pérdida de dinero, ya que nunca ganaban —y nunca habían visto ganar a nadie—, y no se detuvieron hasta llegar al tren de la bruja. Se sentaron en el asiento delantero y gritaron con todas sus fuerzas cuando aparecieron los fantasmas y los esqueletos, por no hablar del ataúd con la tapa abierta en el que un cadáver se sentó quitándose el sombrero de copa e invitándolas a unirse a él, aunque ninguna de las dos estaba asustada en absoluto. A continuación fue el turno del Gusano Loco, el favorito de Cathy. El joven que les cobró se metió en su coche y lo hizo girar mucho más rápido que los demás. Después se compraron helados y se los llevaron a la noria.
Cathy se mareó la primera. Sugirió que se sentaran tranquilamente en el muelle durante un rato con otra taza de té. Era la una de la tarde. El día se había caldeado y soplaba una brisa agradable. Las chicas se quitaron los sombreros y sacudieron las cabezas, disfrutando de la sensación de la suave brisa que les levantaba las faldas y les revolvía el cabello.
En años futuros, Cathy se preguntaría a menudo cómo habría sido la vida de Amy si no hubieran ido al muelle en aquel momento determinado. Si hubieran perdido el tren —casi ocurrió— y hubieran llegado mucho más tarde. O si no se hubieran detenido a tomar algo en Lord Street y hubieran llegado antes. Si hubieran evitado conocer a los hermanos Patterson, su amiga no habría tenido que pasar los mejores años de su vida en la cárcel.
Ni Cathy ni Amy habían visto a los jóvenes que estaban apoyados en la barandilla del muelle, mirando a lo lejos hacia el mar. Iban muy bien vestidos con pantalones de franela, chaquetas cruzadas y sombreros de paja. Una de las chaquetas era verde oscuro, la otra azul marino, y ambas estaban adornadas con botones dorados. Sus pantalones estaban muy bien planchados y los zapatos brillantes.
Eran jóvenes guapos y saludables, hermanos, con abundante pelo castaño y ojos del mismo color. El de la chaqueta verde era el más alto y delgado. También tenía el pelo más largo y los ojos más francos. Aparentaba más seguridad que su hermano y sus movimientos eran más rápidos, más firmes. También era el más joven.
—Tengo sed —comentó, dándose la vuelta—. Me pregunto si habrá algún bar por aquí. —Miró hacia el muelle. De pronto le dio un codazo a su hermano y añadió—: ¡Mira eso!
El otro vio a las dos chicas que se reían como locas en un banco. Gruñó:
—Oh, por Dios, Barney, no nos vamos a poner a ligar ahora con un par de chicas. Preferiría que pasáramos el día solos. Sabes que nunca se me ocurre nada que decir. Me siento incómodo si tomamos algo y más incómodo aún si vamos al cine. Puede que hasta tengamos que llevarlas a casa. —Habían ido en el coche de Barney, y él sabía que acabaría atrapado en el asiento trasero con una chica a la que apenas conocería y que con toda seguridad no le gustaría.
—No seas aguafiestas, Harry. Esas chicas son especiales. Por lo menos la rubia. Puedes quedarte con la morena. No tiene muy mala pinta. Vamos, ojalá hoy sea nuestro día de suerte.
—Tu suerte, Barney, no la mía —murmuró Harry, siguiendo a su hermano hasta el banco. Esperaba que las chicas les dijeran que se largasen. No eran fulanas y parecían bastante respetables.
Barney se quitó el sombrero y se inclinó educadamente.
—Mi hermano y yo nos preguntábamos si a las señoritas les apetecería un helado —dijo, dirigiéndose a la rubia.
—No, gracias. —La morena se apartó. La rubia no contestó. Se quedó mirando a Barney con una expresión admirada en sus ojos azules.
Para sorpresa de Harry, su hermano se sentó en el banco junto a ella.
—Hola —dijo con voz quebrada. Tenía una mirada en el rostro que Harry no le había visto nunca, una especie de sonrisa atontada, como si todos sus sentidos lo hubieran abandonado en unos segundos.
—Hola —la rubia habló apenas con un susurro—, me llamo Amy Curran.
—Y yo soy Barney Patterson. Encantado de conocerte, Amy.
Y, como suele decirse, eso fue todo. Fue amor a primera vista.
Durante el resto del día, Harry y la otra chica se limitaron a seguir a Amy y a Barney. En determinado momento, desaparecieron en el puesto de una echadora de cartas sin decir una palabra.
—Creo que se han olvidado de que existimos —dijo Cathy secamente mientras ella y Harry esperaban a que salieran.
—Supongo que sí. —Harry se metió las manos en los bolsillos y revolvió las monedas que tenía dentro mientras intentaba pensar en algo que decir.
—Me iría a casa, pero no me parece bien dejar a Amy. Después de todo, apenas conoce a tu hermano. —Frunció el ceño preocupada—. No sé qué le ha pasado. Nunca se comporta así. Nunca ha tenido un novio antes... ninguna de las dos lo ha tenido.
—Barney también se está comportando de una manera muy rara —ciertamente rara—. ¡Oh!, ha salido antes con chicas, pero nunca se había puesto tan tonto. —Se relajó un poco. Cathy y él parecían estar en el mismo barco—. ¿Qué te parece si tomamos un refresco? Allí hay un café con mesas fuera, así que podremos ver a los tortolitos cuando salgan.
—Preferiría un té, si no te importa. A decir verdad, tengo un poco de frío. —Arrugó la nariz—. ¡Tortolitos! Suena rarísimo.
Harry entró en el café y pagó el té. En un impulso, pidió también dos bollos con mantequilla. La camarera le dijo que se lo llevaría todo enseguida.
Cathy sonrió cuando él volvió a la mesa. Harry decidió que le gustaba bastante. No era nada tonta ni caprichosa. Le hubiera gustado que no tuviera ese acento de Liverpool tan feo, pero eso era todo.
—¿Eres de Southport? —preguntó ella.
—No, de Liverpool. De Calderstones, para ser exactos.
—Oh, de la zona pija. Amy y yo somos de Bootle. ¿Tienes más hermanos?
—No, sólo Barney. ¿Y tú?
—¿Yo? —rio ella—. Tengo cinco hermanos y cuatro hermanas. Soy la penúltima. Dugald es el mayor; tiene treinta y cinco años.
—Dugald es un nombre poco corriente.
—Es irlandés antiguo. Significa «extranjero moreno».
Cada vez se sentían más cómodos conversando. Él le preguntó cómo se ganaba la vida y ella le contestó que trabajaba en el departamento de contabilidad de Woolworth. Ella quiso saber lo mismo de él.
—Trabajo en la fábrica de mi padre en Skelmersdale —dijo Harry—. Soy ayudante de dirección. Producimos instrumental y equipo médico.
Al oír esto, ella pareció sumamente impresionada.
—¿También Barney trabaja en eso?
Él le explicó que Barney había acabado la universidad el año anterior. Había hecho Lenguas clásicas.
—Ha estado trabajando a temporadas en la fábrica —le confió—, pero piensa alistarse en el Ejército si... bueno, si estalla la guerra. —Él empezaba a pensar que la guerra era inevitable.
La camarera llegó con su pedido. Cathy dio profusamente las gracias a Harry cuando vio los bollos. Al parecer, estaba muerta de hambre.
—Fuimos a comulgar esta mañana, lo que significa que tuvimos que ayunar, así que todo lo que hemos comido es una tableta de chocolate entre las dos en el tren. Estábamos reservándonos para tomar pescado con patatas fritas más tarde, pero dudo que Amy quiera tomar nada ahora. Tiene otras cosas en la cabeza.
—¿Sois católicas? —Pequeñas partículas de hielo se persiguieron unas a otras por la columna vertebral de Harry. Si las cosas resultaban ir en serio entre Barney y aquella chica, si la llevaba a casa a conocer a sus padres...
—Sí. —Cathy lo miró, divertida—. ¿Tienes algún inconveniente?
—No —balbució Harry—. Por supuesto que no. —Pero su madre sí lo tendría. Elizabeth Patterson era una protestante irlandesa que odiaba a los católicos con toda su alma.
—Algunas personas lo tienen.
Él tragó saliva, nervioso.
—Bueno, no soy uno de ellos.
—No me pareció que lo fueras. —Atacó el bollo con tanta alegría que él le sugirió que se comiera el otro. Se le había quitado el apetito.
Barney y Amy salieron de la echadora de cartas. Iban de la mano. Harry se sobresaltó. No sabía que se pudiera estar tan radiante y ser tan feliz como lo eran Amy y su hermano. Como si una misteriosa luz interior se hubiera encendido, relucían literalmente. No eran sólo los ojos, sino también la piel y el pelo. Aquello hizo sentir a Harry —trató de encontrar la palabra adecuada— incompleto, una pálida imitación de su hermano. Él nunca brillaría así. No poseía una luz interior. Con veintidós años, Barney era dos años más joven que él, pero ese día Harry se sentía como si tuviera la mitad de años que su hermano.
Cathy comentó lo evidente:
—Harry y yo estamos tomando té con bollos. —Eso le hizo sentir mejor a Harry, como si Cathy y él hubieran formado un pequeño equipo, y su hermano y su amiga no fueran los únicos que importaban.
—Tengo hambre —dijo Amy.
De modo que Barney fue a pedir más té y bollos. Amy se sentó rodeándose las rodillas con los brazos y se miró soñadora los pies hasta que Barney reapareció y, a partir de ese momento, sólo tuvieron ojos el uno para el otro. Incluso en el cine —fueron a ver El rey del hampa, con Humphrey Bogart— se sentaron pasándose los brazos por los hombros, sin mirar ni una vez a la pantalla.
Ya estaba oscuro cuando volvieron a Bootle. A Cathy no le sorprendió que los Patterson tuvieran un coche. No podía imaginarlos usando el tren o el tranvía como la gente corriente. Resultó que tenían uno cada uno, pero habían ido a Southport en el de Barney.
—¿De qué marca es? —preguntó cuando entró en la parte de atrás con Harry—. Es que si digo que he ido en coche, nuestro Kev querrá saber la marca. —Kevin estaba loco por los coches.
—Es un Morris Eight Tourer con cabezal deslizante. Yo tengo un Austin Seven y papá un Bentley. Pero me temo que nos tendremos que deshacer de ellos si hay guerra —contestó Harry preocupado—. Dicen que la gasolina se racionará.
En la parte delantera, Amy y Barney no dijeron una sola palabra hasta que llegaron a Bootle y Amy le explicó cómo encontrar Agate Street.
—¿Estás bien? —inquinó Cathy cuando ella y Amy salieron frente a la casa de los Curran y el coche de Barney se alejaba. Era una pregunta estúpida, pero Amy había estado rarísima durante toda la tarde.
—Estoy estupendamente, guapa —respondió Amy. Se apoyó contra el alféizar de la ventana y repitió—, estupendamente —y añadió, con voz preocupada—: ¿Y tú?
—Lo pasé muy bien con Harry. —Por su propio interés, Cathy sentía que era importante subrayar que no sólo Amy se había divertido, aunque su diversión había sido totalmente diferente. Le había gustado Harry de verdad, aunque no había nada romántico en ello. Cuando salió del coche, él le estrechó la mano y dijo:
—Estoy seguro de que nos volveremos a ver algún día —y ella asintió.
—¿Puedo entrar? —preguntó a Amy, que no mostraba deseo alguno de hacerlo. Era como si hubiera olvidado dónde estaba la puerta o no tuviera ni idea de qué hacer a continuación ahora que Barney se había ido. Cathy solía tomarse una taza de cacao en casa de los Curran después de que hubieran salido juntas. Su piso era muy ruidoso, con gente peleándose o discutiendo en cada habitación, y mamá tirando cosas. Nadie se tomaba una taza de algo antes de acostarse, porque nunca quedaba leche. Después de que cerraran los pubs, su padre llegaba a casa borracho como una cuba.
—Creo que me iré derecha a la cama —dijo Amy, frotándose los ojos como si estuviera cansada.
—De acuerdo. Vendré mañana hacia mediodía.
—¿Para qué?
—Es lunes de Pascua; vamos a ir al día de los deportes del English Electric con tu hermano Charlie y Marion. —Habría puestos, juegos y concursos. Cathy estaba deseándolo.
—Oh, no voy a ir. —Amy negó con la cabeza como si la idea fuera un disparate y ella nunca hubiera tenido intención de ir—, Barney me va a llevar a New Brighton. Pero tú puedes ir al English Electric con Charlie y Marion —agregó rápidamente, como si acabara de darse cuenta de que estaba dejando tirada a Cathy.
—Mejor no. A Marion no le gusto.
—Yo tampoco le gusto. No creo que le guste nadie, ni siquiera nuestra madre, aunque mamá cree que sólo es tímida.
—Me siento incómoda sola con ella y Charlie. —¿Qué se suponía que iba a hacer cuando llegaran? ¿Andar detrás de Marion y Charlie como había hecho con Amy y Barney? Ni siquiera tendría la compañía de Harry—. Está bien —dijo—. Ya encontraré otro sitio adonde ir. —Estaba profundamente herida. Amy había sido su mejor amiga desde que tenían cinco años y ahora la dejaba tirada como un trapo sólo porque había conocido a un tipo. Pero no era la auténtica Amy la que estaba siendo tan descuidada con su amistad. Esta era una Amy que no conocía. Algo le había pasado cuando estaban en Southport. Había sido hipnotizada, estaba bajo los efectos de un hechizo. ¿Quién sabía cuándo volvería la antigua Amy?
Su amiga entró y cerró la puerta. Cathy se quedó sola en la calle desierta de pequeñas casas adosadas, todas idénticas. Parecían muy desnudas e impersonales en la semioscuridad, con las puertas cerradas y sin que se viera una luz en ninguna ventana. No había flores ni un trozo de césped; los vecinos salían directamente de las casas a la acera.
Cathy suspiró. No recordaba haberse sentido nunca tan desgraciada.
—Es la vida —murmuró Moira Curran. Nunca había pensado que llegaría el día en que no tuviera nada que hacer más que sentarse en un sillón con una novela romántica en una mano y un cigarrillo en la otra, sintiéndose agradablemente piripi; había pasado la tarde jugando a las cartas con su mejor amiga, Nellie Tyler, y habían tomado demasiado oporto con limón.
El verano anterior, su hija menor, Biddy, había empezado a trabajar. Ahora que su hijo y sus tres hijas le daban a su madre una parte de su sueldo, Moira podía finalmente tomarse las cosas con calma. Desde que su marido, Joe, había muerto hacía diez años de un ataque al corazón, dejándola con cuatro niños pequeños, la existencia de Moira se había convertido en una vida de trabajo constante. Pero sólo le importaban sus hijos, y estaba preparada para luchar por ellos hasta el final.
Eran casi las diez según el reloj del aparador —un regalo de bodas de los padres de Joe, muertos hacía mucho tiempo. En ese mismo momento, el año pasado, había sido casi la hora de cerrar en el Green Man, en Marsh Lane y ella estaba muerta de agotamiento por pasarse tanto tiempo de pie. Trabajar en pubs era cansado, pero el horario estaba bien si tenías hijos en el colegio. Por entonces, Charlie ya era lo bastante mayor como para echarles un ojo a sus hermanas mientras su madre estaba fuera. Por las mañanas se sacaba un poco de dinero extra haciendo la limpieza del pub antes de que abrieran.
Pero ahora Moira tenía un trabajo relativamente relajado como camarera por las tardes en el Flowers Café de Stanley Road. Había días en que no se levantaba hasta las ocho, nada menos. Ir de compras era un tranquilo placer para ella, que estaba acostumbrada a hacerlo a toda prisa. Algunos días iba al Flowers con Nellie a tomar un té por la mañana y la servían para variar. La vida era sin duda agradable.
Había estado comprando algunas cosas para la casa. El tapete de chenilla marrón con flecos era de las rebajas de Año Nuevo. Dio un empujoncito a los flecos con el dedo, los vio moverse y experimentó un ligero estremecimiento. Qué patético, pensó con una sonrisa. Era sólo que no había podido permitirse lujos como tapetes nuevos durante un tiempo larguísimo. Si hubiera tenido suficiente energía, habría ido al salón y habría echado un vistazo a los cojines de satén color bronce que había hecho ella misma, y a la hierba seca amarilla que había sobre la repisa de la chimenea. No estaba segura de que la hierba fuera auténtica, pero, junto con el tapete, las fundas de los cojines y las otras cosillas que había comprado, le daba una grata sensación de satisfacción.
Estaba pensando en ese momento que su hija mayor ya debería haber llegado a casa, cuando se abrió la puerta y entró Amy. Tenía una mirada que Moira no le había visto nunca. Era difícil de describir. Una mirada vacía, casi soñolienta, como si estuviera en medio de un sueño encantador.
—¿Qué te pasa, cielo? —preguntó suspicaz—. No habrás bebido, ¿no?
—No, mamá. No tengo edad para entrar en pubs, ¿verdad?
—Eso no suele ser un impedimento. —De todos modos, descartó la idea. Amy era una buena chica y nunca le había dado ningún motivo de preocupación. Eso sí, era muy consciente del efecto que Amy causaba en el sexo opuesto. No le habían pasado inadvertidas las miradas maliciosas y los silbidos cuando Amy y ella salían juntas. Habían empezado cuando Amy tenía trece o catorce años. Moira había sido un bombón de joven —ahora no estaba mal, a pesar de los años de duro trabajo—, pero no le hacía sombra a Amy. No iba a tolerar que un canalla cualquiera le pusiera droga en la bebida a su hija para aprovecharse de ella. Moira quizá había leído demasiadas novelas —cuanto más subidas de tono, mejor— desde que tenía tanto tiempo libre.
—¿Está Charlie? —preguntó Amy.
—Está en el salón con Marion —suspiró Moira. No estaba segura de que le gustase la novia de su hijo.
—Cuando salga, dile que no voy a ir mañana al English Electric.
—¿Por qué no?
—Porque voy a ir a otro sitio. —Amy se dirigió a las escaleras—. Me voy ya a la cama, mamá.
—Pero ¿a qué otro sitio vas a ir? —susurró Moira desde el pie de las escaleras para no despertar a Jacky y a Biddy, que se habían ido a la cama hacía horas y estarían ya profundamente dormidas.
—A New Brighton. Alguien va a venir a buscarme en coche hacia las diez.
—¡En coche! ¿Y quién va a...? —pero antes de poder acabar la pregunta, la puerta del dormitorio se cerró de un portazo.
¿Por qué no habría entrado Cathy a tomar una taza de cacao?, se preguntó Moira. Quizá las chicas hubieran discutido, y por eso Amy tenía aquel aspecto tan raro. Pero no parecía triste. Iría a casa de Cathy y le preguntaría directamente, si no fuera porque la madre de Cathy, Elsie Burns, le daba un miedo visceral. Aparte de Cathy, los Burns eran una familia violenta —dos de los hijos habían estado en la cárcel—, y la más violenta de todos era la madre.
Hurgó en el paquete de cigarrillos; le quedaba uno. ¡Bien! Al cabo de un minuto se prepararía una taza de cacao, se fumaría el cigarrillo y se iría a la cama, aunque suponía que debería preguntarles a Charlie y a Marion si querían tomar algo. Los oyó hablar cuando llamó a la puerta del salón y sólo abrió una rendija para no interrumpirlos.
—¿Os apetece una taza de cacao? —No sabía por qué estaba susurrando.
—No, gracias, mamá —dijo Charlie con tono normal—. Marion se va a casa dentro de un momento.
—Buenas noches, Marion.
—Buenas noches, señora Curran.
Moira se estremeció. El tono de Marion era muy antipático. ¿O era sólo timidez? En cualquier caso, era una chica extraña que vivía en un hostal católico en Everton Valley. Sonsacarle información sobre su familia era más difícil que extraer un diente. Según Charlie, había nacido en Dundalk, en la costa este de Irlanda, y se había trasladado a Liverpool con catorce años. Ahora tenía veinte y, mientras tanto, había conseguido perder casi todo el acento irlandés, además de aprender mecanografía y taquigrafía.
—Han muerto —soltó cuando Moira le preguntó por sus padres. A Moira no le apeteció preguntar si tenía hermanos o hermanas y llevarse otro sofocón.
Es más —Moira estaba empezando a hartarse—, le hubiera gustado hacer entender a Marion el chollo que era Charlie Curran. No había chica en todo Bootle que no lo hubiera aceptado al instante si él se le hubiera declarado. Era aprendiz de delineante en English Electric —lo cierto era que tenía su propio tablero de dibujo— y era el único hombre de la calle que iba a trabajar con traje.
Y más impresionante aún, ¡Charlie se estaba comprando su propia casa! Estaba en Aintree, junto al hipódromo, y acababan de construirla junto a otras cien. Marion y él iban todos los domingos a ver cómo avanzaba. Moira había conocido a pocas personas en su vida que tuvieran una casa.
¡Oh, qué demonios! Moira hizo cacao, se hundió en su sillón, encendió el cigarrillo y cogió su libro. Pensaría en ello al día siguiente o al otro. En ese momento, no le importaba mucho. Había olvidado decirle a Charlie que Amy no iba a ir a la jornada deportiva del día siguiente, pero tampoco eso le importaba.
Cathy llegó a casa y se encontró a Lily sentada en las escaleras, al parecer esperándola.
—¡Zorra! —gritó Lily, lanzándose contra su hermana—. Me preguntaba dónde se habría metido mi chaqueta roja.
Cathy había olvidado que llevaba la chaqueta de su hermana.
—Lo siento, hermanita —empezó a decir, pero Lily no estaba dispuesta a escuchar ninguna explicación que Cathy fuera capaz de urdir sobre la marcha. Le agarró un mechón de pelo y tiró de él con fuerza. Cathy chilló, la señora Burns salió al vestíbulo y golpeó las cabezas de las chicas una contra otra. Las dos gritaron. La señora Burns también.
—¡Portaos bien, par de memas! —abofeteó a Cathy—. Esto por quitarle la chaqueta a tu hermana. —Lily sonrió, pero no por mucho tiempo—. Y esto por tirarle del pelo a tu hermana —se burló la señora Burns mientras abofeteaba a su otra hija.
La puerta principal se abrió y entró el señor Burns, presenció las idas y venidas del vestíbulo e inmediatamente volvió a salir antes de que su mujer pudiera ir a por él. Se fue a la parte trasera a sentarse en el retrete del patio hasta que se le pasara la borrachera y las cosas se calmaran un poco.
—Jesús! —Lily subió las escaleras corriendo—. Odio vivir en esta maldita casa.
Cathy la siguió más lentamente, sujetándose la cabeza con una mano y la mejilla izquierda con la otra. Ojalá Amy la hubiera invitado a tomar una taza de cacao. Lily habría estado en la cama cuando ella llegara y habría podido colgar la chaqueta al fondo del armario. «Que yo sepa, ha estado ahí todo el tiempo», le habría dicho a Lily al día siguiente si ella hubiera preguntado algo.
Cathy no vio mucho a Amy las siguientes semanas. Se sentía rara sin ella. Durante años lo habían hecho todo juntas. Cathy siempre había sido consciente de que llegaría un día en que ambas conocerían a alguien con quien quisieran casarse, pero había imaginado que les ocurriría a la vez, que saldrían los cuatro, se casarían, tendrían hijos y su amistad seguiría inalterable a lo largo de los años.
Se alegró cuando un domingo Amy llamó y le dijo que fueran a misa y luego pasaran el día juntas. Antes, siempre pasaban juntas los domingos.
—Podemos pasear por el Docky hasta el centro y tomar algo en Lyons —dijo Amy—. Era mayo; el tiempo era más caluroso y los días más largos.
La relación con Barney se debía de estar enfriando, pensó Cathy, pero resultó que era el cumpleaños del padre de Barney y tenían invitados que habían ido a pasar el día.
—¿Por qué no te han invitado? —preguntó Cathy.
—Barney no quiere que conozca todavía a su madre. Le daría un ataque si se enterara de que va a casarse con una católica.
—¿Os vais a casar? —Cathy no podía creerse lo que estaba oyendo. Hacía tres semanas que Amy y ella habían ido a pasar el día a Southport, y lo último que tenían en la cabeza era salir en serio con un chico. Ahora Amy estaba siendo muy distante y hablaba de casarse.
—Bueno, lo estamos pensando, pero no le digas nada a mi madre. —Amy no quiso mirarla a los ojos—. ¿Vas a venir a la iglesia sí o no? —preguntó.
—Voy ahora mismo. Deja que coja el sombrero.
Caminaron hasta St James en silencio casi todo el tiempo. A Cathy le rondaba una idea por la cabeza que la hacía sentir rara: estaba casi segura de que Amy y Barney habían dormido juntos. Había algo extraño en su amiga, no sólo que pareciera mayor, sino que se comportaba como si lo fuera. Aquel día en Southport había dejado de ser una niña y se había convertido en una mujer.
Después de misa fueron por el Docky hasta el centro, se tomaron una limonada en Lyons y luego consiguieron reunir suficiente dinero entre las dos para comprar entradas en el Scala y ver Capitán Blood, con Errol Flynn y Olivia de Havilland. Era muy antigua y ya la habían visto, pero era mejor que tener que hablar la una con la otra. Amy parecía estar perdida en sus pensamientos la mayor parte del tiempo, y no dejaba de esbozar sonrisitas misteriosas. Respondía cuando Cathy le hablaba; pero era como si la estuviera despertando de un sueño encantador. Cathy tenía la sensación de que la estaba interrumpiendo, así que lo dejó.
Se alegró de que el tranvía de vuelta estuviera tan lleno que no pudieran sentarse juntas. Aquella noche hubiera querido dormirse llorando, pero como dormía en la misma cama que Lily, lo de llorar no era muy buena idea, porque si la despertaba, Lily le asestaría un golpe. Pero nunca tendría otra amiga como Amy y le parecía que la había perdido para siempre.
Cuando llegó a casa del trabajo unos días más tarde, Cathy se encontró a una nerviosa señora Curran esperándola en la esquina de Amethyst Street. A Cathy le gustaba mucho la madre de Amy. Era delgada y bonita, y siempre iba bien vestida, aunque todas sus prendas fueran de segunda mano. Ese día llevaba un elegante vestido malva de manga corta y cuerpo plisado. Le preguntó a Cathy si no le importaba ir con ella a Agate Street después de merendar.
—Me gustaría hablar contigo, cielo. Es sobre Amy.
—¿Estará ella allí?
—No, cielo. Va a ir a ver un espectáculo en el teatro Princes en Birkenhead. No vendrá a casa hasta las tantas.
Cathy se alegraba de tener algo que hacer. Dos de sus hermanas estaban casadas y las otras dos, Lily y Frances, tenían novio. No tenían tiempo para ella. No sabía adónde ir ni con quién desde que Amy había conocido a Barney Patterson.
Después de comer se fue a casa de los Curran. La señora Curran hizo té, preparó una bandeja muy bien puesta e incluyó un plato de galletas entre las que había galletas de crema de Bourbon, las favoritas de Cathy.
—Sírvete, cielo —dijo cuando se sentaron en el salón y hubo encendido un cigarrillo.
La merienda de Cathy había consistido en un trozo de pan duro como un ladrillo, mojado en picadillo aguado. Todavía tenía hambre y se sirvió galletas agradecida. Su madre no creía en los postres.
—Es sobre el cumpleaños de Amy —empezó a decir la señora Curran—. Como sabes, cumplirá dieciocho el 1 de junio. Me preguntaba si hacer una fiesta.
—¿Ha hablado con Amy?
—No, todavía no. Es dificilísimo pillarla estos días.
—Puede que no quiera una fiesta. —Cathy no se imaginaba al alto y guapo Barney Patterson en la casita de los Curran, acostumbrado como estaba a una mucho más grande en Calderstones.
La señora Curran dejó la taza sobre el platillo con un golpe.
—¡Oh, Cathy, cielo! —alzó la voz—. Te he pedido que vengas para hablar de algo más que de fiestas. Es ese chico con el que está saliendo nuestra Amy. ¿Cómo es? Se niega a traerlo a casa. Él la recogía y la dejaba delante de casa, pero cuando amenacé con salir y presentarme, él dejó de venir. Amy ha debido de decirle que la espere en otra parte. Ni siquiera sé cómo se llama ni cómo se gana la vida. ¿Es católico? ¿De qué clase de familia procede? ¿Dónde vive? —Empezó a llorar, en el momento en que Jacky y Biddy bajaron como locas las escaleras y gritaron que iban a salir—. ¿Salir adónde? —gritó a su vez la señora Curran.
Las chicas entraron en la habitación. Tenían el pelo de Amy, los ojos azules de Amy incluso los rasgos de Amy, pero había algo indefinible que les impedía ser tan radiantemente bonitas como su hermana mayor.
—¡Hola, Cathy! —saludaron alegremente—. Vamos a Stanley Park con Phyllis McNamara, mamá.
—¿Y qué vais a hacer allí? —preguntó su madre.
Las chicas se miraron la una a la otra confusas.
—Sólo hablar, mamá —respondió Jacky después de un rato.
—Eso es, mamá, sólo vamos a hablar —confirmó Biddy.
—Vale, pero no vengáis tarde a casa.
—¿Por qué tienen que ir hasta Stanley Park sólo para hablar? —inquirió la señora Curran cuando la puerta principal se cerró de golpe. Cathy dijo que no lo sabía, pero que eso era lo que Amy y ella habían hecho siempre, ante lo cual la señora Curran suspiró llorosa.
—Me gustaría que Amy y yo habláramos un poco más. Se ha vuelto sumamente callada. Jacky y Biddy se han dado cuenta y están preocupadísimas. Charlie está enfadado porque el otro día fue grosera con Marion. Todo empezó el domingo que os fuisteis a Southport. Supongo que conoció a ese chico allí. Estaba de un humor rarísimo cuando llegó a casa. —Miró entristecida a Cathy, con los ojos anegados en lágrimas.
—Se llama Barney Patterson —contestó lentamente Cathy. Trató de recordar todas las preguntas que le había hecho la señora Curran—. Vive en Calderstones y tiene un hermano llamado Harry Su padre tiene una fábrica en Skelmersdale que produce instrumental médico. No son católicos —añadió. A su madre le daría un ataque si descubriera que Barney se iba a casar con una católica, había comentado Amy. Y le había parecido que Harry se desilusionó un poco en Southport cuando ella dijo que venían de misa. —Barney no está trabajando de momento. Acabó la universidad el año pasado y va a alistarse en el Ejército.
—¡La universidad! —murmuró débilmente la señora Curran. Se había puesto pálida—. ¿Nuestra Amy sale con un chico que tiene coche y ha ido a la universidad? ¿Dónde se conocieron?
—En el muelle de Southport. —Le hubiera gustado decirle a la señora Curran lo que obviamente habían sentido el uno por el otro, pero la verdad es que eso no era asunto suyo. En cualquier caso, no estaba segura de poder describirlo. Y si le contaba que Amy había hablado de matrimonio, estaría siendo chismosa.
—No le pasará nada, ¿no crees? Bueno, ¿qué clase de chico es?
—La verdad es que no lo sé —admitió Cathy—. Parecía normal. Su hermano Harry es muy agradable. Apenas hablé con Barney. —Él había estado demasiado pendiente de Amy.
—¿Qué saldrá de todo esto, Cathy? —preguntó la señora Curran con voz temblorosa—. Esperemos que no dure, ¿eh?
Miró a Cathy buscando confirmación a sus palabras, pero Cathy se limitó a sonreír vagamente y a decir:
—Bueno, ya veremos.
Cathy fue a casa de los Curran cada pocos días, más por la señora Curran que por ella. Era demasiado sensible y orgullosa como para permitirse sentirse desgraciada durante mucho tiempo porque su amiga la hubiera abandonado. Había montones de chicas en Woolworth con las que podía ir al cine o a bailar al Rialto o al Floral Hall en Southport. Hacía nuevas amigas rápidamente, pero le prometió a la señora Curran que se acercaría el día que Amy cumpliera dieciocho años, y compró un regalo —una caja de pañuelos bordados— para ella.
—Va a traer a Barney. Al fin —dijo la señora Curran sin aliento durante su última visita—. No será exactamente una fiesta. Estarán Charlie y Marion, Jacky y Biddy y, por supuesto, tú, cielo. Haré unos sándwiches y un bizcocho, y traeré una botella de jerez.
Cathy prometió pasarse a las seis y media. Resultó ser un día que nunca olvidaría.
El 1 de junio fue horrible. El cielo era una espesa manta de oscuras nubes grises y, aunque no llovió, el aire estaba cargado de humedad y se pegaba a la cara como telarañas mojadas.
Unos minutos antes de las seis y media, cuando Cathy iba de camino hacia Agate Street, salió el sol justo a tiempo para la fiesta de Amy. Qué suerte tiene Amy pensó ella. Todo parece salirle bien, hasta el tiempo.
Cuando dio la vuelta a la esquina, vio que el coche de Barney ya estaba delante de la casa de los Curran. Cathy llamó y Biddy abrió la puerta. Puso los ojos en blanco y exclamó con una voz que temblaba de emoción:
—¡Ahora sí que Amy la ha armado!
—¿Qué ha pasado? —preguntó Cathy alarmada.
—Ella y ese novio suyo se han casado hoy, nada menos —dijo Biddy con una enorme sonrisa—. Mamá la está volviendo loca y Charlie está enfadadísimo. Yo estoy muerta de envidia. Desearía que un chico que tuviera coche me pidiera que me casara con él.
—Tienes mucho tiempo por delante, Biddy —le aseguró Cathy. Sólo tenía catorce años.
Entró y se encontró a toda la familia, aparte de Marion, en el salón. Barney estaba de pie delante de la chimenea con aspecto de sentirse en su casa, mientras que Amy y Charlie trataban de consolar a la señora Curran, que estaba teniendo un ligero ataque de histeria.
—¿Cómo has podido hacerme esto? —sollozaba—. ¿Cómo has podido? Mi propia hija casándose sin invitar a su madre...
—Era una boda privada —dijo Amy, medio a Cathy, medio a su madre—. No había nadie más. Pedimos a dos invitados de la boda de al lado que fueran nuestros testigos. Después fuimos a un fotógrafo y nos hicimos las fotos.
—Deberías haber sabido lo mucho que iba a dolerle a tu madre —terció Cathy fríamente.
—No conoces las circunstancias, Cathy —le espetó Amy, con la misma frialdad.
Por primera vez, Cathy se dio cuenta de que su amiga tenía puesto un precioso vestido blanco de seda que le recordó vagamente al que tanto le había gustado en el escaparate de la tienda de Southport. No tenía cola, pero parecía igual de caro. Llevaba el pelo recogido en un moño en lo alto de la cabeza, del que escapaban pequeños rizos que le caían sobre la frente, alrededor de las orejas y sobre el cuello, blanco y esbelto. El sombrero estaba adornado con dos rosas de seda y un retal de redecilla blanca. Cathy nunca la había visto tan guapa.
Y Barney no se había quedado al final de la cola cuando el Señor repartió belleza. Estaba tan guapo como una estrella de cine con su traje negro y su resplandeciente camisa blanca, con un mechón de pelo castaño y rizado cayéndole seductor sobre un ojo. Sonreía con una sonrisa realmente encantadora y no podía quitarle los ojos de encima a su flamante esposa. ¿Me mirará alguien así alguna vez?, se preguntó Cathy con un estremecimiento.
Charlie palmeó a su madre en la espalda y Amy le dio un pequeño apretón.
—No te lo tomes así, mamá. Barney y yo no nos imaginamos que te iba a afectar tanto.
—Sólo quería estar en la boda de mi hija —dijo lastimeramente la señora Curran—, pero no en una de esas horribles oficinas del registro. Debería haber sido en una iglesia católica, para que os casarais ante los ojos de Dios.
—Oh, mamá, esas cosas no importan.
—A mí sí me importan, cielo —lloriqueó su madre—. ¿Sabe la madre de Barney que os habéis casado?
—Todavía no, señora Curran —contestó Barney.
Cathy no estaba segura de lo que había sucedido a continuación. Al mirar hacia atrás, recordaba vagamente que, como un mago, Barney había sacado una botella de champán, una caja de elegantes copas de flauta y un dije con cadena de oro para la señora Curran. Después empezó a besar a todos los presentes, incluida Cathy. Dio a Jacky y a Biddy un billete de una libra a cada una, convirtiéndose así en su eterno amigo, y estrechó la mano de Charlie; un apretón caluroso y largo a la vez que apretaba el hombro de Charlie con la otra mano. La madre de Amy seguía llorando mientras examinaba el dije, en el que Amy prometió que un día estarían las fotos de ella y de Barney, pero las lágrimas eran más de alegría que de tristeza. Él había conquistado a todo el mundo.
O al menos eso pensó Cathy. Se había olvidado de Marion. Cuando entró en la sala de estar, estaba sentada ante la mesa mirando al vacío.
—¿Quieres un poco de champán? —preguntó Cathy—. Aún queda un poco.
—No, gracias.
Marion era una joven de piel amarillenta con el pelo muy negro, una nariz extrañamente fina y cejas pobladas que la hacían parecer un poco hombruna. Tenía apenas veinte años, pero aparentaba sus buenos veinticinco. También era un tanto esnob e insistía en llamar «Charles» a Charlie. Se iban a casar en septiembre, pero nadie entendía qué veía él en ella.
—No sé cómo Amy ha podido hacerle algo así a su madre —dijo amargamente—. Charles me ha contado lo duro que ha trabajado ella durante años y años para que a sus hijos no les faltara de nada, ¡y mira cómo se lo devuelve su hija! Yo me puse a trabajar en el negocio familiar a los cinco años. Pero el diamante corta diamante, eso solía decir mi madre.
Cathy nunca había oído aquella expresión. Resultó que quería decir «ojo por ojo».