5.- Pearl

Abril-mayo, 1971

—Después de que acabemos el té, me gustaría que hablásemos de decorar el vestíbulo, las escaleras y el descansillo —anunció Marion el lunes—. Así que no os levantéis ninguno de los dos de la mesa.

—No, señorita —Charles me guiñó un ojo—. ¿Levanto yo acta? —preguntó con fingida seriedad—. ¿Puedo sugerir que Pearl presida la reunión?

—No es una broma, Charles —protestó Marion—. Los tres vivimos juntos en esta casa, y lo lógico es que tomemos juntos las decisiones referentes a lo que hay que hacer para que nos vaya bien a todos. Se llama democracia —terminó diciendo rígidamente.

Charles apenas podía contener la risa. Al menos una vez al año Marion convocaba lo que él llamaba una «reunión de dirección» para hablar de la decoración que había planeado. Ya había tomado las decisiones, pero se nos permitía a Charles y a mí hacer sugerencias, que serían rechazadas tan educadamente y con tanto tacto que no éramos conscientes de lo que estaba pasando y podíamos acabar pensando que nos habíamos salido con la nuestra. Al menos eso era lo que solía pasar antes, pero para entonces ya éramos conscientes del estilo manipulador de Marion y considerábamos todo el proceso como una divertida charada.

La conversación siempre transcurría mientras estábamos sentados a la mesa, no en sillones; quizá Marion pensaba que eso añadía seriedad a la ocasión. Aquella noche, en cuanto acabó la cena, sacó un cuaderno y un lápiz y anunció que estaba dispuesta a escuchar sugerencias.

—Marrón y crema —dijo Charles inmediatamente—. Marrón abajo y crema arriba, con una franja estrecha en medio.

—¿Y de qué color sería la franja? —inquirió Marion.

—Hombre, una mezcla entre marrón y crema, querida.

Marion le lanzó una aguda mirada, pero su rostro estaba impasible.

—¿Tú qué dices, Pearl?

—También me gustaría el marrón y el crema.

—Mmmm —Marion tomaba notas—. Me gusta bastante esa combinación de color. ¿A alguno de los dos le importaría que fuera un crema rosado y un marrón rojizo?

—No —respondimos Charles y yo a la vez. Parecía que el asunto iba a llevar menos tiempo del habitual.

—Me pregunto —dijo Marion pensativa— qué os parecería que tuviéramos dos franjas: una ancha entre los colores y otra estrecha pegada al techo. En crema y marrón, como ha sugerido Charles.

—O en crema rosado y marrón rojizo. Así quedaría aún mejor, querida.

Marion frunció el ceño.

—¿Te estás riendo de mí, Charles Curran?

—Cómo iba a hacer eso, querida.

Sonó el teléfono y Marion fue a contestar.

Charles dijo:

—Sabe que me estoy riendo, y sabe que yo sé que sabe que me estoy riendo, pero a ninguno nos importa.

—¿Estoy molestando? —pregunté, sorprendiéndome a mí misma, pero se me ocurrió de pronto que quizá mis tíos podrían estar más a gusto si tuvieran la casa para ellos solos.

Charles abrió la boca.

—¡Qué pregunta más tonta, Pearl! Por supuesto que no. Eres una bendición en nuestras vidas. No sé qué hubiéramos hecho Marion y yo sin ti.

—¿Hubierais querido tener hijos?

—Claro, pero eso no ocurrió. —Charles se encogió de hombros—. Pero aunque hubiéramos tenido hijos, habríamos deseado tenerle con nosotros. —Me sonrió tiernamente—. Eras una pequeña conquistadora, y sigues siéndolo, aunque ahora ya no eres una niña. Los dos te queríamos antes del accidente. —Siempre se refería a la muerte de mi padre como el «accidente». Me apretó la mano—. ¿Por qué has preguntado eso, eh?

—A veces pienso si no estaré de más —dije en voz baja—. Tengo veinticinco años. A esa edad casi todas las mujeres están casadas. Marion y tú podríais estar más a gusto sin mí.

—Eso es ridículo —replicó Charles cálidamente—. La mayoría de la gente no quiere que sus hijos se vayan, y eso es lo que pensamos de ti, que eres nuestra. Lo que nos gustaría más que nada en el mundo es que te quedaras y nos cuidaras a Marion y a mí en la vejez; que nos dieras las medicinas y nos limpiaras la barbilla.

Me reí, aliviada.

—Al paso que voy, probablemente eso será lo que haré.

—Si llegamos al punto en que no podemos limpiarnos el trasero, entonces debes llevarnos a una residencia.

Marion entró.

—Era Harry Patterson al teléfono. Nos ha invitado a cenar el miércoles. Quería saber si nos gusta la comida china y le he dicho que sí. Han abierto un restaurante nuevo en Bold Street. ¿Os parece bien a todos? Puedo llamarlo si tenéis otros planes.

—Por mí, perfecto —dijo Charles.

—Por mí, también. —Trish iba a casarse la semana siguiente. Cuando se hubiera ido, era poco probable que yo tuviera «otros planes», aparte de tardes con padres y diversos actos escolares. Ya era hora de que empezara a tomarme en serio pensar en qué iba a hacer el resto de mi vida. De otro modo, acabaría cuidando de Charles y Marion en su vejez, aunque vacilaba ante la idea de tener que limpiarles el trasero.

Harry Patterson no se había casado. Me imaginaba que habría conocido a una chica durante la guerra que habría muerto o se habría casado con otro. Como su hermano, Barney, Harry se había alistado en el Ejército y lo habían destinado a Francia. Los hermanos estaban en regimientos diferentes y Harry no había alcanzado el rango de oficial, pero se habían encontrado en la carretera a Dunkerque, Harry de camino hacia los barcos que se llevaban a las tropas que huían de vuelta a Inglaterra, y mi padre volviendo para mantener a raya al enemigo mientras sus camaradas, entre ellos su hermano, se marchaban en una de las flotillas de barcos que habían ido a rescatarlos.

—Entonces pensé que no volvería a ver a tu padre —me había dicho Harry cuando yo tenía unos catorce años y un montón de preguntas sin respuesta.

—Pero volviste a verlo, ¿verdad? —pregunté nerviosa, como si Harry pudiera cambiar los hechos solamente con negarlos. Traté de imaginar a mi joven padre abriéndose camino valientemente a través de las tropas que se retiraban. ¿Se habría sentido solo? Años después comprendí que no había luchado él solo, que había otros soldados con él.

—Por supuesto. Tu padre volvió sano y salvo, pero mucho después que yo, cuando la guerra ya había acabado.

—¿Y estabas con él cuando conoció a mi madre?

—Sí, Pearl, conocimos a tu madre en el muelle de Southport. Y a la tía Cathy ¿La llamas tía Cathy?

—Tita Cathy. —Cathy, señorita Burns (en la actualidad ya no sabía cómo llamarla) siempre venía a mis fiestas de cumpleaños junto con la abuela Curran. Era buenísima, y una de las pocas personas en el mundo que le gustaban a Marion. Mi otra abuela sólo mandaba una tarjeta y un giro postal. Marion decía que era una «vieja bruja». Creo que era lo único en lo que Marion y mi madre estaban de acuerdo.

Ambas abuelas murieron en 1960 con pocos meses de diferencia, dejándome con un abuelo al que veía poco, dos tíos y una tía. No contaba a las dos tías que apenas podía recordar, Jacky y Biddy que se habían ido a Canadá después del proceso de mi madre, ni a los cinco primos canadienses, a los que no había visto nunca. Me habría encantado tener más parientes de mi edad, pero los que tenía eran los que me había dado Dios, así que tendría que conformarme con ellos.

El tío Harry ya estaba en el restaurante cuando llegamos. Tenía cincuenta y cuatro años y era un hombre distinguido, de ojos castaños y pelo oscuro salpicado de canas. Trabajaba en la empresa de instrumental médico que fundó su padre, Leo Patterson.

—Hola, ¿qué tal? —Parecía encantado de vernos. Nos besó a Marion y a mí y estrechó la mano de Charles. Llevaba un traje gris oscuro, una camisa azul pálido y una corbata azul marino con una corona dorada estampada. Marion decía que sus corbatas eran de pura seda y sus trajes hechos a medida, aunque yo no lo podía distinguir.

—Tenéis muy buen aspecto —observó.

—Lo mismo digo de ti, Harry —repuso Charles jovialmente. Los dos hombres se caían bien—. ¿Acabas de volver de vacaciones?

—Quince días en Marruecos —contestó Harry. Tenía la cara bronceada—. Papá está haciendo planes para ir a París pronto; dice que le apetece tomarse un descanso. No dejará la empresa en otras manos que no sean las mías. —Esto último lo dijo con orgullo infantil.

—A Leo no le pega tomarse vacaciones. ¿Qué edad tiene ahora?

—Unos muy saludables setenta y cinco años. Mi madre y él acababan de salir de la adolescencia cuando se casaron. No puedo evitar preguntarme qué pretende hacer en París —comentó con un guiño divertido—. Por cierto, ¿alguien ha oído hablar de Amy?

—Ni una palabra —respondió Charles—. No tenemos ni idea de dónde está.

Siguió una discusión acerca de dónde podría estar mi madre y quién la habría ido a recoger a la cárcel, en la que Marion y yo no intervenimos.

—Un periodista me llamó el otro día —dejó caer Harry, ufano. Sospecho que tenía un enorme complejo de inferioridad, debido a que su padre era una persona de gran éxito y su hermano había sido superior a él en casi todo, o eso me habían dado a entender. Le dije que ignoraba el paradero de Amy, lo cual es cierto, y que, que yo supiera, todos sus parientes vivían en el extranjero y no sabía dónde.

Llegó el camarero con los menús y hubo un silencio durante unos minutos, mientras escogíamos la comida. Yo no era muy imaginativa. Pedí gambas con curry y arroz, mientras que los demás se decidieron por un surtido de platos exóticos para compartir.

Quince minutos más tarde la comida desbordaba la mesa. Además de mi plato, me animaron a probar los de los demás, hasta que empecé a notarme empachada. Probablemente no se daban cuenta, pero me trataban como a una niña pequeña y me prestaban demasiada atención. Estaba impaciente por llegar a casa y volver a sentirme una persona mayor. Me pregunté si estaría destinada a comer con gente mayor durante el resto de mi vida.

El martes, Trish y yo fuimos a ver La hija de Ryan, con Robert Mitchum. Era demasiado larga y ninguna de las dos la disfrutó mucho. Por segundo fin de semana consecutivo, Trish se fue a Londres al día siguiente. Estaba desanimada por lo caros que eran los alquileres en la capital.

—Un dormitorio con cocina compartida y baño puede llegar a costar quince libras a la semana —me dijo—. Esta vez buscaré más lejos.

Estábamos en un pub en Whitechapel bebiendo Shandy Trish era bajita, regordeta y cariñosa, con el pelo rubio y muy fino y una naricilla respingona. Me miró con afecto.

—Ay, Pearl, te voy a echar de menos cuando me vaya.

—Y yo a ti —le aseguré. ¿Qué iba a hacer el sábado, por ejemplo? Sería mejor que pensase algo antes de que Charles y Marion organizaran otra comida.

Trish añadió tristemente:

—Hay un lugar al que me hubiera encantado ir antes de marcharme de Liverpool para siempre, The Cavern. Hubo una época en la que prácticamente vivíamos allí, pero no he ido desde hace años. Ahora no hay tiempo antes de la boda.

—No te vas de Liverpool para siempre —dije para consolarla—. En cualquier caso, ahora se escucha una música diferente en The Cavern. Hoy día tocan más heavy metal que rock'n'roll.

Trish hizo una mueca.

—Me asusta lo mucho que voy a dejar atrás. Londres es muy grande e impersonal comparado con Liverpool.

—Pronto te acostumbrarás.

Allí podía ir el sábado, a The Cavern. Era el tipo de sitio en el que nadie se daría cuenta de que estaba sola.

El sábado por la noche, a las ocho y media, estaba delante del club The Cavern, en Mathew Street, con mis pantalones de campana negros y un polo blanco. Nunca había oído hablar de los grupos que tocaban: Mushroom y Confucius. Ahora que estaba allí, no estaba segura de querer entrar. Unos cuantos hombres habían entrado solos, pero ni una sola mujer. Todos parecían mucho más jóvenes que yo, aún adolescentes. A mí no se me daba muy bien comunicarme con extraños. Si alguien se dirigía a mí, me quedaría sin palabras. Y si nadie me hablaba, lo más probable era que estuviera allí sentada toda la noche sin abrir la boca, lo cual no me apetecía mucho.

La primera vez que entré en The Cavern fui con un grupo de niñas del colegio. Sólo teníamos catorce años. Eso fue cuatro años antes de conocer a Trish.

No, no entraría. Volvería a casa. Pero no podía hacerlo: no hacía tanto que me había ido. Charles y Marion estarían viendo la televisión y yo les había dicho que iba a salir con una profesora de la escuela. «Hilda Dooley», mentí cuando Marion me preguntó el nombre de la profesora.

El cine. Iría al cine. No importaba lo que iba a ver o si me perdía parte de la película. No era más que un sitio donde sentarme hasta que fuera la hora de volver a casa y fingir que había ido a The Cavern. Si fuese necesario, diría que iba allí todos los sábados durante el resto de mi vida, con tal de que mis tíos no me llevasen a cenar para que su sobrina de veinticinco años saliera de casa.

Giré sobre mis talones y choqué con un hombre que llevaba una chaqueta de ante, camisa de cuadros y vaqueros.

—Qué curioso encontrarte aquí —dijo.

—Hola —balbucí. Era Rob Finnegan, el padre de Gary—. ¿Qué estás haciendo aquí? —Era una pregunta tonta. ¿Qué iba a estar haciendo sino ir a ver a Mushroom y a Confucius?

—Mi hermana, Bess, y su novio decidieron quedarse en casa por la noche. Están cuidando de Gary, así que pensé que podía salir para variar. El sábado es la única noche que tengo libre en Correos. —Miró afectuosamente hacia el viejo y ruinoso edificio—. Hacía años que no venía.

—Ni yo.

—¿Vas a entrar?

—No —negué con la cabeza, como si entrar hubiera sido lo último que se me pudiera ocurrir—. Acabo de salir del cine con una amiga y pensé que podría ir andando por Mathew Street hasta el aparcamiento, para ver qué aspecto tenía este sitio ahora. —Esperaba que no me preguntase qué película había visto.

—A mí me parece que está igual.

—Y a mí.

Un grupo de chicos se acercó por la calle pateando una lata. Entraron en el club.

Rob dijo:

—Parecen niños. De pronto, me siento horriblemente viejo.

Hubo un breve silencio. Me preguntaba si era el momento de decir que me iba a casa, aunque, curiosamente, no me apetecía nada. Rob se metió las manos en los bolsillos y se balanceó hacia delante y hacia atrás.

—Sólo son las ocho y media. ¿Te apetece un café?

Iba a rehusar, pero eso sería otra mentira, ya que sí me apetecía tomar un café con él, no porque fuera él, Rob Finnegan, sino porque era otro ser humano y yo no quería estar sola.

—Sí, por favor —respondí con sequedad—. Me encantaría.

—Nunca me acostumbré al calor de Uganda —dijo—. Habría vuelto antes, pero a Gary le encantaba estar allí. Vivíamos en un bungaló exento; había unos veinte en total, todos ocupados por británicos. Teníamos una piscina comunitaria y una guardería, así que no tenía que preocuparme de que viniera alguien a cuidarlo mientras yo estaba trabajando.

—¿Qué hizo decidirte a marchar allí? —pregunté.

—Después de que muriera Jenny, sentí que necesitaba alejarme de un entorno familiar, y pensé que a Gary le podría ayudar a superarlo. Sólo tenía dos años, pero echaba mucho de menos a su madre. El problema es —dijo encogiéndose de hombros— que teníamos muy pocos parientes. Los padres de Jenny habían muerto, y mi padre también. Mi madre se volvió a casar, pero yo nunca me llevé bien con mi padrastro.

—¿Y Uganda ayudó a Gary a superarlo?

—Sí, así fue. Y a mí también me ayudó, a pesar del calor.

Me recliné hacia atrás para permitir a la camarera llevarse mi taza vacía, que era lo bastante grande para contener un cuarto litro de café. Rob pidió otros dos. Aquel café en un bajo estaba sólo a unos metros de The Cavern. Tenía las mismas paredes rústicas de ladrillo y el mismo olor mohoso y se llamaba Le Beats, un anagrama de los Beatles. Llevábamos casi dos horas allí. Rob era alguien con quien se hablaba fácilmente. Charlamos sobre música y películas, y compartimos nuestros recuerdos de The Cavern, después de lo cual me contó sobre la vida en Uganda.

—¿Qué tal se adapta Gary a la escuela? —quiso saber luego.

—Es un poco tímido —admití—. No ayuda mucho que llegara ya comenzado el segundo trimestre, cuando todos los niños se conocían y habían hecho amigos.

—Cuando le pregunto si le gusta el colegio, se vuelve muy callado. —Se le nublaron los ojos de preocupación—. ¿Lo están maltratando?

—En clase, no. Me temo que no sé lo que pasa en el patio. —Lo investigaría el lunes—. Espero que no te importe que mencione esto —dije dubitativa—, pero ¿podrías pedirle a tu hermana, por favor, que lo deje en la verja de la escuela? Lo lleva hasta la clase, y eso hace que los demás niños piensen que es un cobardica.

—Hablaré de ello con Bess —prometió.

—¿Quién lo recoge después de la escuela? —pregunté.

—Yo, excepto cuando tengo una entrevista de trabajo, entonces la vecina de al lado lo hace por mí.

—Debe de ser difícil encajarlo todo —comenté.

—Sumamente difícil. —Puso los ojos en blanco—. Supongo que a Gary no se le dan muy bien los deportes.

—No mucho.

—Cuando era muy pequeño, Jenny solía decir que tenía dos pies izquierdos. Siempre estaba tropezando. —Sonrió secamente—. No me gusta presumir, pero yo era una estrella de los deportes en el colegio. En Uganda, era capitán del equipo de fútbol. Los británicos tenían una liga, y nuestro equipo siempre estaba de los primeros. Gracias —dijo cuando la camarera nos trajo los cafés.

—No voy a dormir esta noche —murmuré— con tanto café.

Rob echó azúcar en el suyo y lo revolvió.

—¿Te gusta ser profesora? —preguntó.

—Me encanta —respondí fervientemente—. Me gustan mucho los niños, pero... —hice una pausa.

—Pero ¿qué?

—No sé en realidad. Creo que debería estar haciendo más, como enseñar en un país del Tercer Mundo. —Estaba expresando con palabras sentimientos vagos que había tenido últimamente. En algunos lugares, la educación escaseaba y se consideraba un bien precioso. ¿Me sentiría más feliz enseñando a niños desfavorecidos en clases improvisadas o incluso al aire libre?

—Hay un tipo que conozco en Uganda que está tratando de conseguirme un trabajo en Canadá —comentó Rob—. Aunque no me importaría volver a Uganda, a pesar del calor. El sueldo es mucho mejor y no hay que preocuparse por el alojamiento. Probablemente estos sean argumentos de peso para considerarlo, pero mi principal preocupación en la vida es asegurarme de que Gary es feliz.

—Yo me lo pensaría —dije.

Aquella noche soñé con mi padre. Solía ocurrir, pero nunca podía acordarme del aspecto que tenía cuando me despertaba. Recordaba partes del sueño, pero no su rostro: siempre parecía estar vuelto hacia un lado, de pie detrás de mí o en otra habitación. Su voz era sofocada y lenta.

El sueño transcurría en el bungaló que ocupábamos en Sefton Park, cuando mi padre tuvo el «accidente». Era a última hora de la tarde y debía de ser invierno, porque fuera estaba oscuro y aún no era hora de irse a la cama.

Yo estaba tumbada boca abajo en el suelo de la sala de estar delante del fuego de carbón, dibujando una cara con un lápiz de cera negro en un cuaderno grande. Mis padres estaban discutiendo en la cocina, gritándose el uno al otro. No se entendía nada. Tenía algo que ver con el tejado. Alguien estaba robando las tejas. Mamá quería que papá las atara.

—No se atan las tejas, Amy.

—Compraré cinta mañana. ¿La compro rosa o azul?

Yo escuchaba unos segundos y luego volvía a dibujar. Para mi sorpresa, había una mancha de sangre en el cuaderno. Había caído en la boca que estaba dibujando. Alcé la cabeza para ver de dónde había salido. Al parecer, de ninguna parte, pero cuando volví a mirar, había otra mancha roja más grande que la primera, que emborronaba los ojos.

—¿Preferirías cinta amarilla? —preguntaba mi madre.

—Te lo he dicho: no se pueden atar las tejas. Tienen que clavarse.

Había más sangre en mi cuaderno. Me senté sobre los talones y vi cómo caían las manchas rojas hasta que toda la página estuvo cubierta de sangre. Empecé a chillar.

—¿Eres tú, Pearl? —gritó mi padre.

—¡Estoy asustada, papá!

—Voy, Cosita.

Pero no vino. Podía oírlo corriendo por la casa, abriendo puertas, gritando mi nombre, pero no llegó a entrar en mi habitación. Cada vez estaba más asustada. Me di cuenta de que no podía encontrarme, puesto que estábamos en casas diferentes, pero eso sólo me aterrorizaba, porque lo oía muy cerca. Había un chisporroteo apenas audible que me ponía los pelos de la nuca de punta. Me estremecí.

Seguía estremecida cuando me desperté, y me sentí extrañamente fría. Tenía el sueño nítido y reciente en la cabeza. Había olvidado que mi padre me llamaba Cosita. Me pregunté por qué.

Oí el sonido del agua corriendo abajo. Marion o Charles estarían calentando agua para el primer té del día. Salí de la cama, descorrí las cortinas y exhalé un suspiro de alivio. El sol débil de la mañana brillaba sobre los tejados de las casas y el cielo era de un gris acuoso. Ya había vecinos levantados; el anciano que vivía unas casas más allá estaba trajinando en su invernadero. Marion conocía a su mujer y decía que no podía dormir. Me puse la bata y bajé.