8. Abajo
Qué paz hay aquí abajo. Todo está en calma, y vacío, vacío, vacío. No hay nadie más, solo yo. A incontables brazas de aire hueco sobre mi cabeza hay otro mundo, el mundo del que vengo. Y al que no pienso volver.
Eso, sin embargo, no los detiene. Mi marido, mis padres, mi hermana y mis amigos están decididos a hacerme volver. Alguien les dijo que la gente en estado de coma responde a los estímulos, que el oído es el último sentido que pierden, que la música y las conversaciones y las voces de mis seres queridos pueden arrancarme de las profundidades.
Me tienen harta.
Casi se diría que se trata de una competición. Se presentan en mi habitación del hospital a todas horas, de día y de noche, para contarme los aburridos detalles de su día, desde lo que soñaron por la noche hasta los semáforos en rojo que se saltaron al ir al trabajo por la mañana, empeñados en ser los primeros en conectar conmigo. O, peor aún, para ponerme música que aseguran que es mi favorita pero no lo es. Es la música que a ellos les gusta. No pueden evitarlo, es la norma, por eso la gente siempre regala lo que a ellos les gustaría recibir.
Como Chris, mi marido, que insiste en que me gusta Coldplay, y no me gusta. A quien le gusta es a él, pero se empeña en comprar sus discos para mí. Pero no veo la necesidad de desilusionarlo, no es más que un detalle. La música que de verdad me gusta (música disco de los setenta, por cierto) está en mi coche, porque solo cuando estoy a solas conduciendo puedo ser yo misma.
Mi padre, mi madre y mi hermana Orla acaban de llegar. Orla se embarca en un enredoso relato sobre un drama ocurrido con el secador de la peluquería que dirige, donde una mujer les dijo que iba a denunciarlos porque el flequillo le azotaba el ojo. Luego papá y mamá me cuentan con todo lujo de detalles una película que acaban de ver. Tengo la triste impresión de que fueron únicamente para tener algo que contarme, lo que queda más o menos confirmado cuando papá, de repente, dice con un suspiro:
—¿Sirve de algo todo esto? ¿Crees que nos oye?
Sí, papá, puedo oírte mejor de lo que imaginas. Suenas distante, como si estuvieras en una galaxia lejana, pero puedo oírte.
—Le pondremos un poco de James Last —propone—. Le encanta.
Querrás decir que te encanta, papá.
—Siempre lo bailábamos en Navidad —continúa—. Ella y yo. Le encantaba.
Papá, tenía seis años. Han pasado casi treinta.
Una versión hilo musical de «Waterloo» inunda la habitación. Creo que es el popurrí de Abba.
Señor, si quieren que vuelva a la realidad, se están equivocando de método.
Me escabullo bajo la superficie y me sumerjo cada vez más, hacia el fondo insondable. Hay tanta tranquilidad aquí... Es como pasarse una semana en una playa de una isla tropical perfecta, sin preocupaciones, sin miedos. Sin sentir nada, nada, nada.
Chris, mi marido, viene mucho por aquí. Se sienta muy cerca de mí y llora mientras, como ruido de fondo, gime Coldplay. Siempre huele bien y mientras está aquí se impone sobre el olor a descomposición y muerte del hospital. Habla sin parar, con voz desesperada. Hoy está diciendo:
—Laura, ¿recuerdas cuando nos conocimos, en el vuelo a Frankfurt? Yo quería sentarme junto a la ventana para ver los Alpes y tú te negaste a cederme tu asiento. Pensé que eras la mujer más belicosa que había conocido en mi vida. Y dijiste que, por muy belicosa que yo pensara que eras, no ibas a moverte de tu asiento de la ventana.
Sí, Chris, lo recuerdo.
—¿Y recuerdas cuando me llevaste a comprar un traje para la entrevista y me hiciste probar un montón de cosas que no me había puesto antes? Cómo nos reímos.
Sí, Chris, lo recuerdo.
—Por favor, Laura, vuelve, vuelve. —Deduzco que está solo, porque a renglón seguido susurra en mi oído—: Lo siento mucho, Laura, te quiero tanto, lo siento, lo siento mucho. Te compensaré, pero vuelve, por favor. Haré lo que me pidas.
Podrías dejar descansar a Coldplay un ratito, por ejemplo.
Pero en realidad no importa. No pienso ir a ninguna parte. Aquí abajo estoy bien.
Recibo muchas visitas. De unas me doy más cuenta que de otras. Las chicas del trabajo vinieron e intentaron recrear el ambiente de la oficina trayendo chocolatinas por un tubo y discutiendo acaloradamente sobre si el chocolate con leche era mejor que el chocolate negro. Y todas al unísono exclamaron: «¡Qué asco, el chocolate negro! Yo paso de él... ¡bueno, casi!». Muchas risas, aunque venían de muy lejos. No siempre puedo controlar mi grado de conciencia, voy y vengo como una radio mal sintonizada. O puede que esta vez no estuviera interesada. Quizá temía que empezaran a hablar del trabajo. Porque no quería saber nada del trabajo. En cierto modo, me siento como si estuviera de vacaciones. Mejor que unas vacaciones, de hecho, porque aquí abajo estoy completamente sola.
Sobresaltada, noto que me arrancan de mi vacuidad. Mi habitación parece haberse llenado de personas airadas. Oigo voces histéricas: alguien se ha acostado con alguien y este alguien pensaba que la otra persona lo quería pero ahora quiere matarla. Gritos y mucha agresividad. ¿Qué está pasando aquí? ¡Los esfuerzos por estimularme han ido demasiado lejos! Quiero que salgan de mi habitación.
Mi cama está temblando. ¿Qué ocurre? ¿Un terremoto?
—¿Qué demonios está pasando aquí? —Una voz autoritaria. Una enfermera, creo—. Señora Coy y Orla Coy, bájense ahora mismo de la cama de Laura.
Más sacudidas y la voz abochornada de mamá:
—Lo siento, hermana, solo queríamos recrear nuestras sesiones de EastEnders. Cuando Laura viene a casa, lo vemos acurrucadas en el sofá.
—Pero ¡su estado es crítico! ¡No se le puede mover la cabeza! Además, podrían haber arrancado algún tubo, y esos tubos son los que la mantienen viva, señora Coy.
No tengo ganas de presenciar la escena. Desciendo lentamente, como una pluma, esperando ser absorbida por una vacuidad oscura y reconfortante.
Pero algo ha debido de ocurrir cuando me invadieron la cama, porque no estoy suspendida en el bálsamo de la vacuidad. Estoy de pie junto a un río. Esto es nuevo.
—¡Laura, Laura, aquí!
En la otra orilla hay un grupo de personas, jóvenes y viejas, que sonríen y me hacen señas. ¿Quién demonios es esa gente? La observo y algunos rostros empiezan a resultarme familiares, se parecen a mi padre, que tiene la cara redonda y sonrosada. Probablemente son primos. Y hay otros. Está la tía Irene, la hermana de mamá, que murió cuando yo era un bebé; la reconozco por las fotos. Y hay otras personas que se parecen a mamá. Esta gente son parientes míos.
La escena es curiosamente familiar. Parece... parece una boda de familia. Están contentos y colorados, como si hubieran estado girando en un cutre salón de baile, con sus mejores galas, al ritmo de «Let's Twist Again» y «Sweet Caroline». En cualquier momento llegará el pollo gomoso. Me estremezco.
Entonces reparo en la abuela, seria y erguida en una butaca de duro respaldo. En la mano tiene su bastón negro, el que utilizaba para pegarnos a Orla y a mí en los tobillos cuando éramos niñas. Y un cuerno. No pienso ir a un lugar donde otra persona me pueda pegar.
—Sube a la balsa, Laura —gritan—. Está ahí, detrás de los juncos.
Echo un vistazo. La balsa es una cosa endeble y llena de agujeros, como un palé. Ni siquiera tiene bordes. Ni loca me subo. Podría hundirme. Aunque, por lo que veo, se diría que ya estoy muerta.
—¡No! —grito, y el grito parece estallar en el cielo—. No voy a cruzar.
Un clamor de «¡Tienes que cruzar, es tu hora, se te acabó el tiempo!» me llega desde la otra orilla.
—Me importa un carajo —digo—. No voy a cruzar.
Familia arriba, familia abajo. Estoy atrapada.
—... ritmo cardíaco está estabilizándose...
—Casi la perdemos.
—Es una luchadora.
—¿En serio? Eso podría explicar todas esas cicatrices.
Fiona ha estado aquí antes, pero yo apenas había percibido su presencia. Esta vez puedo oírla con claridad.
—Laura, no te mueras —me implora—, no te mueras. Ya verás como todo se arregla. Yo te ayudaré a arreglarlo.
Puedo sentir su desesperación. Hace mucho que sospecha. Nunca ha comentado nada, pero han sido muchas sus insinuaciones y miradas elocuentes. Hubiera debido decírselo, pero no lo hice. No fui capaz, pese a ser mi mejor amiga. Porque me daba demasiada vergüenza.
Chris ha vuelto. Siento a mi lado el agradable olor y la voz queda, intensa.
—Laura, ¿recuerdas el día que estaba contemplando el jardín y dije: «Laura, mira qué amapola tan bonita»? En realidad no era una amapola, sino una bolsa de patatas fritas roja, pero como no llevaba las gafas, pensé que era una amapola. ¿Recuerdas cómo nos reímos?
Sí, Chris, lo recuerdo. Y recuerdo lo que ocurrió después.
Siguiente aparición, mi jefe, Brian el sudoroso. Chris le agradece la visita. Al parecer, en el trabajo soy muy eficiente; si algo podría hacerme reaccionar, es saber la cantidad de gente a la que estoy fallando por cometer la temeridad de permanecer tumbada en una cama con una grave lesión en la cabeza.
—¿Seguro que es bueno que le hable del trabajo? —pregunta Brian, y un coro de voces le asegura que es lo mejor para mí.
Una presencia voluminosa, sudorienta, llega hasta mi cabecera. Brian no se siente nada cómodo hablándole al rostro impasible de una mujer en coma. Nunca destacaría como presentador de un programa infantil, donde hay que tener animadas conversaciones creíbles con zanahorias y aletas de fieltro y toda clase de cosas inanimadas.
«Tómale la mano», le dice alguien. Y eso hace, con cautela. Me está gustando mucho esto del coma, pero tener a un jefe sudoroso, que se atribuye todo el mérito de mi trabajo, sosteniéndome la mano, es demasiado.
—Hola, Laura. No sé si... mmm... si puedes oírme. Si puedes, quiero decirte que toda la pandilla te echa de menos y te desea una pronta recuperación. —Extraído directamente de una tarjeta de felicitación barata—. Y... veamos... sí, Janet ha alcanzado su peso ideal con Weight Watchers y... y... ¡ah, esto te va a encantar! ¿Te acuerdas de ese tío nuevo, ese que es un poco idiota?... Pues por lo visto el otro día entró caminando en el parking, justo después de que pasara un coche, y se olvidó de la barrera, que acababa de elevarse para dejar pasar al coche, claro, ¡y se le vino encima! Le rompió la nariz y le fracturó el cráneo. Todos opinamos que será para mejor.
Gracias, Brian, por contarle a una mujer en estado crítico, con una herida en la cabeza, el porrazo que se ha dado otra persona. No me extraña que ya no te dejen acercarte a los clientes.
—En fin, Laura, ¿recuerdas la fecha de lanzamiento de Acideeze? Cómo no vas a recordarla, tú la organizaste. Bueno, pues el tiempo corre y todos dependemos de ti. Eres la mejor, Laura, nadie cautiva a esos médicos como tú. Los demás están haciendo lo que pueden, armando los escaparates y demás, pero te necesitamos. ¡Vuelve, Laura!
Advierto que los presentes en la habitación están gratamente impresionados con su brillante declaración. Seguro que eso me hará saltar de la cama y ponerme el traje de trabajo, están pensando.
Pero detrás de mi rostro inexpresivo me he puesto a pensar. Mmmm, déjame ver, Brian. ¿Qué me estás ofreciendo? ¿Qué vuelva al trabajo con la cabeza rota y me parta el culo trabajando en el lanzamiento de un nuevo antiácido para el estómago, donde, si es un éxito, tú te llevarás las felicitaciones y, si es un fracaso, la bronca será para mí? ¿O quedarme aquí, donde la mayor parte del tiempo estoy tranquila y relajada, salvo cuando vienes a darme la lata? Deja que lo piense un momento...
Colega, estás solo en esto.
De nuevo tengo a Chris al lado.
—Laura, ¿recuerdas el fin de semana en Galway, cuando vimos los delfines? Había muchos, montones, puede que veinte, jugando, saltando y buceando, como si estuvieran actuando para nosotros. Fue un día increíble, y toda la playa para nosotros. ¿Lo recuerdas, Laura? Sentimos que habíamos sido elegidos para un pequeño milagro.
Lo recuerdo, Chris, claro que lo recuerdo. Aunque recuerdo mejor lo que ocurrió después. Recuerdo que íbamos en el coche, de regreso al hotel, y nos equivocamos de camino, por culpa mía, y tú, casi con indiferencia, me cruzaste la cara con el brazo, propinándome tal golpe en la nariz y la boca que la sangre llegó hasta el salpicadero. ¿Lo recuerdas, Chris? Porque yo sí. Tuve que decirle a la gente del hotel que había resbalado trepando por las rocas. ¿Recuerdas eso? Y se compadecieron de mi mala suerte, porque tan solo un día antes había tenido ese accidente en el velero que me cerró el ojo.
Me ves y es imposible creerlo, ni siquiera cuando estoy llena de cortes y moretones. Llevo tacones altos, soy mandona en el trabajo y siempre luzco un pelo impecable (salvo cuando me han arrancado algunos mechones). Consigo justificar mis heridas por mi estilo de vida deportivo, y la gente lo cree porque la verdad sería demasiado espeluznante. Y, naturalmente, todo el mundo adora a Chris. (Bueno, casi todo el mundo; creo que Fiona tiene sus dudas.) Dicen que es un cielo. Tan pendiente de mí. Tan pendiente que si llego a casa diez minutos tarde, me aplasta la cara contra la pared o me da puñetazos en los ríñones o me disloca un hombro.
Viéndolo desde fuera, debí dejarlo hace mucho. Pero la primera vez que me pegó fue un arrebato aislado, un caso excepcional. Chris estaba horrorizado, llorando, implorando mi perdón. La segunda vez también fue un caso aislado. Como la tercera. Y la cuarta. En un momento dado la sucesión de incidentes aislados dejó de ser una sucesión de incidentes aislados y se convirtió en lo normal. Pero yo no quería verlo.
Estaba demasiado avergonzada. No solo por la humillación que representaba ser golpeada y apaleada por el hombre al que quería, sino por haber cometido un error tan grande. Soy una mujer inteligente, tendría que haberme dado cuenta. Y, una vez que me hubiese dado cuenta, haberme largado.
Complicaba las cosas el hecho de que lo quisiera. O de que lo hubiera querido. Y, por frívolo que esto pueda sonar, yo había invertido mucho tiempo y esfuerzo en convertirlo en el hombre de mi vida; ver lo mucho que me había equivocado no era fácil de aceptar. Sobre todo porque a veces teníamos nuestros momentos buenos. Incluso ahora. Había días en que se mostraba como el hombre al que había conocido. Pero yo ya no era la misma. Siempre tenía un nudo en el estómago, siempre estaba tensa por la angustia, preguntándome qué siguiente incidente le cambiaría el humor. ¿Un vendedor telefoneando cuando estaba cenando? ¿Un botón caído de la camisa? ¿Una llamada de Fiona para mí?
Cuanto más me pegaba, menos confianza tenía en mí misma. A veces casi conseguía convencerme de que me lo tenía merecido.
Por las noches permanecía despierta en la cama, dando vueltas a la cabeza, preguntándome si existía alguna forma de salir de esta trampa. Quizá a Chris se le pasaba y finalmente dejaba de comportarse así. Pero hasta yo me daba cuenta de que iba a peor, pues cada vez encontraba más pretextos. ¿Ir a la policía? La policía no me ayudaría si no presentaba cargos contra él. Y no podía hacer eso. Convertiría mi error, mi vergüenza, en algo público y escabroso.
Podía dejarlo, naturalmente. Lo cierto es que lo había intentado. Y mira lo que había conseguido. Que él se pusiera como una furia y me arrojara por las escaleras, fracturándome el cráneo.
Aquí abajo, rodeada de silencio, todo parece sereno y lógico. A veces uno necesita alejarse un tiempo para ver las cosas con claridad. Como un retiro espiritual. (Nunca he hecho ninguno, pero siempre me ha gustado la idea. Aunque no lo suficiente para aceptar un fin de semana sin tele ni papel higiénico de doble capa.)
Si muero, significará que él me ha matado. Habrá hecho lo que amenazó con hacer tantas veces. Aunque yo nunca le creí. De hecho, me parece que él tampoco. Puede que esta vez incluso se haya asustado con lo que me ha hecho. El caso es que, si muero, él será culpable de asesinato. No obstante, yo soy la única testigo. De modo que, si muero, él quedará impune.
Pero si no me muero... Entonces, obviamente, lo dejaré. Y puede que presente cargos. ¿Por qué no? No se puede ir por la vida pegando a la gente y arrojándola por las escaleras. No es justo.
Sin embargo, puede que sea demasiado tarde, porque aquí abajo algo está cambiando... La oscuridad se está llenando de una luz blanca. No una luz blanca corriente, sino una luz muy intensa, como si la proyectaran bombillas halógenas astutamente escondidas, como las que tienen en los hoteles. Y la luz está tomando forma, la forma de un túnel redondo con un círculo palpitante de luz blanca fluorescente al final. Invadida por una sensación de bienestar y serenidad, me veo impulsada a caminar hacia el círculo. Es exactamente como las historias del National Enquirer sobre experiencias cercanas a la muerte.
¡Me estoy muriendo! Salvo lamentar ligeramente que no voy a poder dar a Chris su merecido, estoy encantada.
Sigo caminando hacia la luz blanca, que late hipnóticamente. Y de repente... no puede ser, debo de estar imaginándolo... la luz se está diluyendo... las paredes del túnel se están alejando. Sí, es cierto. Se alejan con rapidez. Ya solo quedan unas briznas, como de nieve carbónica, y ahora han desaparecido por completo, y la luz blanca ha sido sustituida por una oscuridad familiar.
—Eh, ¿qué está pasando? —pregunta mi cabeza.
—Todavía no es tu hora —retumba una voz.
—Pero estoy lista. Me gustaba la sensación. Devuélvemela.
—No es tu hora.
—Maldita sea, pues decídete de una vez.
Una pausa. ¿Me he pasado? La voz retumbante, sonando algo avergonzada, murmura:
—Lo siento. Error administrativo.
Espero un rato para ver si la luz blanca vuelve. Nada. Nothing. Rien. Me paso horas rondando en la silenciosa vacuidad y, por primera vez desde que estoy aquí abajo, me noto un poco... bueno... aburrida. Vigilo atentamente, buscando cualquier indicio de que la luz pudiera volver, alguna rendija en la oscuridad, por pequeña que sea. Pero no hay nada. La luz no volverá.
En fin, me digo, si no vais a dejarme morir, será mejor que siga viviendo.
Tomo aire y buceo hacia la superficie. Estoy emergiendo de las profundidades.
Inédito.