3.Chaletitis
Chaletitis. El temor, estando atrapada con toda tu familia en un chalet de las afueras de Cannes, a quedarte sin pan.
La cosa ya empezó antes de que nos marcháramos. La semana previa a nuestra partida mi madre me llamó toda nerviosa.
—¿No crees que cuando estemos en esa casa del sur de Francia deberíamos hacer un fondo común?
Me dejó atónita, porque si algo se puede decir de mi familia es que siempre estamos dispuestos a pagar. De hecho, la situación hasta puede ponerse fea. En la casa iban a convivir diez adultos y dos niños durante una semana y todos harían lo posible no solo por pagar su ronda de supermercado, sino por ser los primeros en hacerlo. Se lo recordé a mamá Keyes, pero no se dejó convencer.
—¿Y si bajo a desayunar y alguien se ha comido todo el pan y no puedo hacerme mis tostadas?
Entonces comprendí a qué se refería. No estaba hablando de un fondo común, sino de la delimitación de la comida. Fácil de entender: en mi familia todos somos seres adultos, acostumbrados a vivir solos o bien con un número reducido de personas a las que podemos vigilar para asegurarnos de que no se acercan a nuestro pan. De repente íbamos a meternos en una casa con un montón de individuos hambrientos e iba a resultar muy difícil vigilarlos a todos.
Pero ¿qué proponía mamá? ¿Que cada uno ocupara un estante de la nevera francesa, como en un piso compartido? ¿Que pusiéramos notitas en las cosas? «Mantequilla de Tadhg. ¡La he pesado!» O (como en Roma) «Les Müller Comes de Marian. Ne touchez pas!»
Traté de animarla diciéndole que la cosa se resolvería sola. Pero, por lo visto, no logré convencerla, pues me llegó el rumor de que, además de los vestidos de tirantes, las sandalias y la crema solar, tenía planeado meter un pan de molde en la maleta. Al parecer (según mi informador), su intención era guardar el mencionado pan bajo llave y abrir la cámara una vez al día para sacar dos rebanadas y bajarlas para su desayuno. Cuando la interrogué al respecto, no lo afirmó ni lo negó. Sin embargo, cuando le mencioné la afición de mi sobrino Luka por la TDO (la Tostada Del Otro, una exquisitez para él, una delicia indescriptible por el simple hecho de pertenecer a otra persona) y que no podría resistir la tentación de dársela, porque nadie es capaz de negarle nunca nada, pude ver cómo calculaba mentalmente si tendría suficientes rebanadas para bajar cada día a desayunar con una rebanada de más para Luka. Los cálculos, sin duda, fueron positivos, porque su frente se relajó y la serena expresión de «No me quedaré sin pan» se apoderó nuevamente de su cara.
Total, que un sábado de principios de septiembre doce de nosotros tomamos posesión de una preciosa casa situada en las afueras de Cannes. Llegamos de todos los rincones del planeta: Praga, donde vive mi hermano con su esposa Ljiljana y sus dos hijos; Nueva York, donde vive mi hermana Caitríona; y Dublín, donde vivimos los demás.
La primera cena transcurrió sin que nadie mencionara el asunto del pan, pues la cuidadora nos había preparado una comida tan deliciosa que nos tenía totalmente distraídos. Al día siguiente Él Mismo y yo misma pusimos rumbo a le supermarché a fin de comprar provisiones para los doce. Todo el mundo tenía una petición especial —queso de cabra, cacao en polvo, barras de Special K, Winders de grosella (esa era yo)—, pero hasta en estos tiempos dominados por la fobia a los carbohidratos, el pan fue el denominador común. Todo el mundo quería pan. Lógico: no teníamos quien nos cocinara y como (salvo Ljiljana) no somos la clase de familia que «improvisa» —escaldando pimientos y haciendo nuestro propio aliño de vinagre balsámico y preparando una «comida deliciosa y ligera» en quince minutos— el pan era fundamental. Podíamos hacer bocadillos de queso. Podíamos hacer bocadillos de jamón. Podíamos hacer bocadillos de queso y jamón. Ni siquiera necesitaríamos platos. Antes de marcharnos a le supermarché, todo el mundo quiso darme dinero para la compra. («Pago yo.» «No, pago yo.» «Je... moi... le... a la mierda, pagamos todos.») Me marché engalanada de billetes, como una novia afgana. (¿Quise decir afgana o uzbeka? ¿O armenia?) Justo antes de que el coche se zambullera en la carretera, una ventana del piso de arriba se abrió y una voz incorpórea gritó:
—¡Compra pan!
Compramos cuatro barras, lo cual nos pareció suficiente para un día, pues teníamos previsto ir a le supermarché o a la boulangerie chaque jour. Llegamos a casa y pasamos un día delicioso. Tomamos el sol, nos bañamos, nos tiramos unos a otros de las colchonetas y entramos y salimos de la cocina para hacernos un bocadillo cada vez que nos vino en gana. (¿A mí? A mí me gusta almorzar a eso de las 10.45.)
Pero, hacia el mediodía, papá salió corriendo de la cocina, se detuvo en lo alto de las escaleras que conducían al jardín y, como un general que regresa con la noticia de una derrota terrible e inesperada, aulló a los cuerpos tendidos junto a la piscina:
—¡Se ha acabado el pan!
Quise que la tierra me tragara. Había sido mi responsabilidad comprar pan suficiente, y había fracasado. Papá organizó un lastimoso ágape con barras de Special K, queso de cabra y Winders de grosella, y aunque hizo un gran trabajo, era evidente que estaba disgustado.
Más tarde, sin embargo, en la enorme cocina, tropecé con una barra casi entera oculta bajo una funda de tetera. Seguí investigando y hallé otra barra en —mira tú por dónde— la panera. Y medio brioche en el escurreplatos.
Pero el daño ya estaba hecho. Nos encontrábamos todos al borde de la histeria, del terrible temor a quedarnos sin pan.
Al día siguiente les tocó a otros el viaje oficial a le supermarché, donde compraron cinco barras. Luego Niall y Tadhg regresaron de jugar a golf con varias barras de dos metros. Cinco minutos más tarde apareció papá tras haber estado ausente toda la mañana. Había hecho a pie los tres kilómetros hasta el centro de Cannes para cargarse de pan.
Nos salía el pan por las orejas, pero seguía sin ser suficiente. Parecía como si no pudiéramos ver lo que teníamos delante y lo único que importara fuera conseguir más. (Una metáfora sobre la vida, si pudiera molestarme en analizarla.)
Al día siguiente la situación alcanzó su punto crítico. Yo no estaba (balneario del hotel Martínez, otra historia), pero por lo visto papá repitió la actuación del general que regresa con la noticia de la derrota. ¡Se había acabado el pan!
Ljiljana, demostrando que era más que merecedora de su título, «La mujer más fabulosa del planeta», se ofreció a hacer pan. Casualmente, había traído un paquete de harina destinado a ese fin. De modo que cuando regresé a casa, apestando a aceite de lavanda, tropecé con la extraña visión de Ljiljana en una cocina rebosante de pan, haciendo pan.
Desde entonces he descubierto que este miedo a quedarnos sin pan no se debe exclusivamente al hecho de que mi familia esté chiflada, que por supuesto lo está, sino que es un problema causado por la «chaletitis», síndrome relacionado con el desplazamiento y la falta temporal de autonomía doméstica. Mi amiga Shoshana fue a un chalet en España con su familia y vivió una situación casi idéntica. La gente, me contó, acaparaba más y más pan a pesar de que ya no les quedaba sitio en los armarios donde guardarlo y tenían que apilarlo en el suelo. Y un día ella y su madre visitaron Gibraltar y descubrieron una sucursal de Marks and Spencer. Pese a estar rodeadas de Marks and Spencers en casa, se pusieron como locas. (Eso también constituye una característica vacacional en mi caso: tiendas que puedo visitar cuando me apetece en casa, me parecen de repente Cuevas de Aladino llenas de cosas maravillosas.) ¿No sería genial, pensaron, comprar emparedados de Marks and Spencer para todos? Regresaron corriendo al chalet y exclamaron: «¡Emparedados de M amp;S para todos!». Los demás asomaron las cabezas por encima de las pilas de pan y dieron las gracias al cielo por tener algo que comer.
Una versión de este artículo se publicó originalmente en Cara,
agosto de 2004