1.Lo mejor que me ha pasado en la vida
Parecía un sueño hecho realidad. Mi amiga Aoife había sido nombrada redactora jefa de una revista femenina irlandesa. Después de felicitarla, le dije:
—Podrías darme un trabajillo como columnista de belleza.
—Vale —contestó ella.
La miré fijamente y exclamé:
—¡Ja, ja, ja!
A lo que ella respondió:
—Hablo en serio. —Y durante un breve instante el mundo dejó de girar sobre su eje—. Hablo en serio —repitió—. Iba a proponértelo pero te has adelantado.
Y esa noche me fui a casa pensando: soy la persona más afortunada del planeta.
La idea era que yo tuviera mi propia página en la revista, donde debía probar seis o siete marcas de un producto concreto y puntuarlas del uno al diez. Generalmente, cuando emprendo una tarea nueva me pongo nerviosa y dudo de mi capacidad para hacerla bien, pero esta vez fue diferente. Había nacido para eso. Conocía el tema al dedillo. Podía defenderme en cualquier debate sobre radicales libres o algas marinas. Podía distinguir entre el brillo de labios de Stila y el brillo de labios de Bobbi Brown con solo mirarlos.
Aoife me había contado que iba a ponerse en contacto con un montón de relaciones públicas de belleza para decirles que me enviaran sus productos. De modo que al día siguiente ya estaba esperándolos. Me pasé la semana frente a la ventana de la sala, pegada la nariz al cristal, esperando, esperando...
Los días pasaban sin que me llegaran cosas gratis y, justo cuando empezaba a pensar que todo había sido una broma, el camión de Lancôme se detuvo delante de mi puerta. (Mirándolo ahora, probablemente era el cartero montado en su bici, pero mi entusiasmo hizo que adquiriera cualidades míticas.) Él Mismo abrió la puerta y, a renglón seguido, me colocó un grueso sobre acolchado en los brazos. Con manos temblorosas, lo abrí, vertí el contenido sobre la cama y casi vomité de emoción. Me habían enviado la última crema de noche —cara y fabulosa—, pero lo mejor era la selección de cosméticos para el otoño. Comprendía un colorete, cuatro sombras de ojos combinadas, una barra de labios, un esmalte de uñas y, el colmo de los colmos, un nuevo tono de Juicy Tube. ¡Nunca lo olvidaré!
Obligué a Él Mismo a jugar a la «Señorita Lancôme» conmigo. A veces él hacía de clienta que entraba en la tienda para conocer los tonos de la nueva temporada y yo hacía de Señorita Lancôme que se lo enseñaba todo. Otras veces yo era la clienta y él la señorita al otro lado del mostrador. Jugamos alegremente durante horas. Lo obligué a ello. Incluso cuando me suplicaba que paráramos.
Entonces llegó mi hermana para compartir nuestra dicha, pero cuando vio el Juicy Tube la cosa amenazó con ponerse fea, sobre todo cuando se enteró de que tardaría seis semanas en llegar a las tiendas.
—Te lo compro ya —dijo. Pero ni todo el oro del mundo habría conseguido que me separara de mi Juicy Tube—. No me obligues a tener que robártelo —añadió con dulzura. De modo que mandé un correo electrónico a la chica de Lancôme deshaciéndome en excusas y lamentos, y adivina qué: ¡me envió otro!
Dos días más tarde llegó el camión de Clinique cargado de golosinas: barras de labios, crema facial para todas las estaciones y no una base sino dos. Poco después se detuvo fuera el camión de YSL con (lo que parecía) casi toda su nueva línea de otoño para que yo la probara.
Era como estar enamorada. Me sentía mareada, aturdida, tenía la risa tonta y solo podía pensar en mis cosméticos gratuitos. Los iba colocando en una cestita junto a la cama para que fuera lo primero que viera al despertarme. Cuando ya no pude convencer a Él Mismo de que jugara conmigo a la Señorita Lancôme (o la Señorita Clinique o la Señorita YSL), empecé a jugar sola. Unas veces ordenaba mis productos por marcas y otras por partes del cuerpo (todos los productos labiales en un lado, todos los productos cutáneos en otro, etc.).
Él Mismo y yo misma cenamos todos los jueves en casa de mis padres, de modo que ese jueves en concreto me llevé todos mis productos gratuitos y los volqué sobre la mesa de la cocina para que pudieran admirarlos. Mi madre, en lugar de maravillarse, se inquietó: tenía que haber gato encerrado. Papá entró entonces en la cocina, encontró las listas de precios y procedió a sumar el valor de cuanto me habían enviado. (El que nace contable, muere contable.) Hechos los cálculos —la cifra ascendía a más de trescientos euros— me miró boquiabierto. «Es una vergüenza», declaró.
La revista era quincenal y, con una imaginación desbordante, empecé a planificar mis columnas. Primero con semanas de antelación, luego meses. Elaboré todo un plan que abarcaba desde el inicio del otoño hasta el final del invierno, con las columnas sucediéndose del siguiente modo: nuevos tonos de labios, nuevos tonos de ojos, cuidado facial para el invierno, las manos en la estación invernal y, a medida que se acercara la Navidad, una columna sobre «cómo disimular la cara de resaca», un especial sobre maquillaje para las fiestas, una guía para comprar regalos y, por último, ¡los mejores treinta productos del año! Una vez en enero empezaríamos, cómo no, con un especial de eliminación de toxinas; de ahí pasaríamos a detalles bonitos para el Día de los Enamorados y, poco después, saldrían los nuevos tonos de primavera... En septiembre ya lo había planeado todo.
Me instalé a tiempo completo en un mundo ideal de rímeles ultradensos y contornos de ojos que desafiaban el paso del tiempo mientras se me amontonaban las novelas a medio escribir, descuidaba el trabajo de promoción y desatendía a la familia y los amigos. Como soy una perfeccionista (o sea, una chiflada) no quería que mi columna fuera una columna de belleza más, un revoltillo de comunicados de prensa. Quería que fuera increíblemente divertida e ingeniosa, y en mi cabeza no quedó espacio para nada más. (Entre mis platos fuertes estaba describir la Reparadora de Clinique como «Es crema de noche, Jim, pero no como nosotros la conocemos», y el gel de ducha Fuera Tristeza de Origins como «Prozac por un tubo».) Escribía y reescribía sin parar, cortando, añadiendo, afilando y puliendo. Lo reconozco: estaba obsesionada.
Tenía que puntuar del uno al diez, pero estaba tan enamorada de todos los productos que recibía que no conseguía darles una nota por debajo del ocho. Mis valoraciones oscilaban entre el ocho y el nueve, pasando por los decimales (8,5). Alguna que otra vez daba un diez sobre diez y confieso que en más de una ocasión concedí un once sobre diez. Sí, y un doce. Hasta un quince, pero solo cuando el producto realmente lo merecía.
Mi labor incluía ponerme en contacto con esas omnipotentes mujeres, las relaciones públicas de belleza, guardianas de las golosinas. Temblando como un flan, telefoneaba, comunicaba mi nombre y rango y terminaba diciendo: «De modo que si está interesada en que cubramos sus artículos, hágamelo saber». En otras palabras: «Por favor, envíeme cremas gratis. Porfa, porfa»
Nunca me ha gustado pedir cosas a cambio de nada, a pesar de que, como Aoife no paraba de recordarme, yo ofrecía cobertura y, por tanto, les estaba ahorrando un montón de dinero en publicidad. Y lo curioso era que no existía una correlación entre la categoría de la marca y su generosidad. Había dado por sentado que cuanto más caros y exclusivos fueran los productos, menos probabilidades tendría de conseguirlos, pero la cosa no funcionaba así. Marcas totalmente deseables, marcas por las que yo, en el pasado, había pagado mucho dinero, como Prescriptives y Clinique, eran sumamente generosas, y su personal, formado por chicas encantadoras, no me hizo sentir en ningún momento como una gorrona avariciosa. Y Jo Malone, unas de las marcas más amadas y bellas de este planeta, me envió productos tan exquisitos que tuve que tumbarme en un cuarto en penumbra. Chanel, por el contrario, me mandó al cuerno. Bueno, no con esas palabras, pero cuando expliqué mi misión a una apática francesa del departamento de prensa, me contestó desdeñosamente: «Nosotros no damos a probag». Eso habría bastado para que yo respondiera: «¿Ah, no? ¿Es que tienen miedo de suspender?». Consciente, no obstante, de que la posibilidad de obtener productos Chanel gratuitos se me estaba escurriendo de las manos, me doblegué vergonzosamente y prometí una «cobertura envidiable». Pero poner en juego mi integridad periodística no me sirvió de nada, y nada me llegó de Chanel, ni siquiera una muestra de contorno de ojos.
Pero a cada caída sucedía una remontada. El día que el camión de Decléor llegó cargado hasta arriba de espléndidos cosméticos franceses fue otro gran momento, un recuerdo que extraigo y lustro de tanto en tanto, cuando estoy decaída.
Si el producto no era el adecuado para mi tipo de piel yo lo recibía con igual alegría, y una vez acumulados los suficientes organizaba una fiesta para repartirlos entre amigos y familiares.
Tenía la sensación de que prácticamente todos los días era mi cumpleaños. Y no conocer el contenido exacto del sobre era emocionante. Podía traer cualquier cosa: un perfume nuevo, una crema de noche sobre la que leería en Vogue al cabo de un mes, juegos de manicura obligados, brillos de labios, serums carísimos o, como ocurrió en una desgraciada ocasión, una pomada para los herpes. Cada mañana, mientras esperaba la llegada del cartero, experimentaba un incremento paulatino de mis niveles de adrenalina. Me ponía de un humor de perros si el hombre no traía nada, y no digamos si me llevaba un comunicado de prensa sin producto. A eso lo llamo yo hurgar en la herida. Pero había firmas que utilizaban mensajeros, de modo que, aunque el cartero ya hubiera pasado, cada vez que sonaba el timbre de la puerta me entraba un subidón. Fuera quien fuera —oportunistas ofreciéndose a limpiar nuestros canalones, mi padre pidiendo que le devolviera su carrito de servicio— todos mis sentidos se ponían en guardia mientras me preparaba para recibir otro paquete y brindarle un hogar feliz.
Esa columna de belleza era, sin lugar a dudas, lo mejor que me había pasado en la vida. De niña había vivido con la triste esperanza de que mi padre dejara su trabajo de contable público y abriera una tienda de golosinas para que yo pudiera tener cosas ricas a mano las veinticuatro horas del día. En ese momento estaba viviendo la versión adulta de ese sueño.
Él Mismo me observaba con preocupación desde el banquillo.
—Cuando dices que esto es lo mejor que te ha ocurrido en la vida, ¿no querrás decir que es mejor que la publicación de tu primer libro?
—¡Sí!
—¿Mejor que dejar de beber?
—¡Mejor!
—¿Mejor que... mejor que conocerme a mí?
—¡Mejor! Lo siento.
Me acusó de haberme vuelto muy rara, de comportarme como una «señoritinga»
—Ahora tardas horas en arreglarte —dijo—. Antes eras tan rápida como un hombre.
Y estaba en lo cierto. Tenía tantas cosas para ponerme en la cara, que arreglarme para salir me exigía mucho más tiempo. Antes solo utilizaba una hidratante coloreada, pero en esa época tenía contorno de ojos, crema de día, corrector, base de maquillaje, tapaojeras, colorete y polvos brillantes.
—Pareces una manzana caramelizada —decía Él Mismo.
La situación alcanzó su punto crítico dos días después. Había transcurrido casi una semana sin que me llegara nada y, como había estado dando la lata a varias relaciones públicas, sabía que algo tenía que estar a punto de caer pero temía que hubiese volado. No habría sido la primera vez: pocos días antes había desaparecido un envío de lo mejor de Laura Mercier.
Estaba en mi dormitorio buscando otra palabra para «pestañas», cuando oí un alboroto en la puerta. A renglón seguido, Él Mismo entró en el cuarto con un cajón de plástico azul repleto de sobres acolchados. Un montón de sobres. ¡De muchas firmas diferentes! ¡Acababa de tocarme el gordo! Eufórica, alargué los brazos y dije «Dame». Pero Él Mismo dejó caer el cajón en el suelo.
—No era el cartero. Tuvieron que traerlo en una furgoneta especial. ¡Esto está yendo demasiado lejos! —gritó.
Salió enfurecido del cuarto, pero su actitud cambió cuando descubrimos que uno de los sobres estaba lleno de productos Clinique para hombres. Ocho artículos diferentes que Él Mismo se apresuró a trasladar al cuarto de baño para probarlos sin más tardar. Luego se volvió hacia mí, plasmado el arrepentimiento en su (exfoliado, hidratado, abrillantado) rostro y dijo:
—Creo que estoy empezando a comprender cómo te sientes.
De vez en cuando me ponía mi ropa buena y me encontraba con otras articulistas de belleza en el lanzamiento de algún producto. Pero pronto descubrí que no sabía cómo comportarme. Me entusiasmaba la idea de estar comiendo en un buen hotel, sabedora de que me marcharía cargada de cosméticos gratuitos. Las demás mujeres, sin embargo, parecían periodistas políticas interrogando a Donald Rumsfeld. Se sentaban muy rectas, con el bolígrafo erguido sobre la libreta y el rostro severo, y ladraban preguntas incisivas. «¿Esta crema de día tiene FPS?» «Si es tan estupenda, ¿por qué hay que complementarla con un serum?» Y la más cruel de todas: «¿Qué necesidad tenemos de utilizar cremas de día cuando podemos meternos una inyección de botox?»
Pero, con la misma brusquedad con que había empezado, el sueño terminó. Corrió la noticia de que la revista estaba a punto de cerrar. Las cosas le iban bien pero el propietario había decidido dedicarse a la especulación inmobiliaria. Veinte personas se quedaron en la calle. Yo estaba destrozada. Traté de mantener la objetividad —era una niña mimada con una situación muy diferente de la de los pobres desdichados que habían perdido su empleo—, pero nada. La forma tan inesperada con que todo había terminado me hacía sentir como si acabara de vivir una experiencia cercana a la muerte. No sabemos cuándo nos puede tocar. Deberíamos vivir cada brillo de labios como si fuera el último.
Lógicamente, me tocaba a mí telefonear a todas las relaciones públicas de belleza con las que había estado tratando para decirles que me sacaran de su lista de direcciones. La idea me horrorizaba y, para ser franca, tenía la esperanza de que mi sinceridad, sumada a cierta dosis de solidaridad por mi situación, las llevara a mantenerme en ella. «Por supuesto. ¿Qué importancia tiene para nosotros una bolsa de regalo más o menos?», había confiado en oírles decir. Pero no.
Los magníficos sobres acolchados, cual cartas de ultratumba, continuaron llegando durante los días siguientes a la terrible noticia. Habían sido enviados antes de que el rumor sobre el cierre de la revista hubiera saltado a la luz. Y luego el grifo se cerró por completo, y después de ocho deliciosos meses llegó el momento de continuar con mi vida.
Inédito