2. Más barato que los medicamentos
Conozco a un hombre que niega que el jet lag exista. Se atraviesa medio mundo en avión con regularidad, baja del aparato tras veintisiete horas de vuelo, se va directo a la oficina de Auckland, deteniéndose únicamente para cepillarse los dientes, y se pone de inmediato a ladrar órdenes y despedir a gente. (O cualquiera que sea el trabajo de supermacho intransigente que haga.) Me dan ganas de demandarlo. Por lo que a mí respecta, negar que el jet lag existe es como negar que la tierra es redonda. El jet lag me afecta tanto que lo sufro incluso cuando no he volado: padezco sus efectos cada vez que retrasan la hora.
(Porque soy esclava del sueño. Estoy fantástica si duermo mis dieciséis horas habituales, pero si algo interfiere en ese proceso no doy pie con bola. Soy una mártir de mis ritmos circadianos.)
Lógicamente, he investigado todos los «remedios» contra el jet lag: no consumir cerveza en el avión, beber mucha agua, comer con moderación, hacer un poco de ejercicio, amoldarse de inmediato el horario local y, lo más importante, dar un paseo a la luz del día en cuanto se llega a su remoto destino.
Disparates, naturalmente. Tan eficaces como darle una escayola de la Barbie a alguien que se ha fracturado un fémur. He de reconocer que no me gustan las soluciones «naturales» contra las afecciones. A mí me gusta la química. Probablemente soy la única persona del mundo occidental que no tiene homeópata y que todavía confía en los antibióticos. Me encantaría que alguien inventara un medicamento contra el jet lag, y me traerían sin cuidado sus efectos secundarios; es más, los aceptaría gustosamente. ¿Sequedad bucal? ¿Temblores? ¿Visión borrosa? Mejor que caer como un tronco encima de mi plato a las seis de la tarde.
Por desgracia, para algunos males no existe más cura que el tiempo. Como sucede con una resaca o un corazón roto, has de esperar que el jet lag se te pase y llevarlo entretanto lo mejor posible.
De todos los «remedios» conocidos, creo que intentar adaptarse al horario local lo antes posible es, probablemente, el mejor, pero hacerlo resulta sumamente desagradable. Caminar con pies que ya no noto, moverme por un aire que parece salpicado de pequeños renacuajos plateados, sentir que la acera se me echa encima: todo adquiere una cualidad alucinógena. (Aunque, si eso te gusta, te ahorrarás una fortuna en drogas.) En Australia tuve la peor experiencia a ese respecto. A fin de intentar recuperarnos de un vuelo de veinticuatro horas y una diferencia horaria de once, Él Mismo y yo misma decidimos «hacer la prueba» y «pasear a la luz del día» en cuanto llegáramos.
Estaba atardeciendo y, botella de agua en mano («beber mucha agua»), iniciamos nuestro andar tambaleante por un campo tan verde que poco a poco comprendimos que se trataba de un campo de golf. Avanzábamos chocando el uno con el otro y soltando gruñidos de disculpa, como si estuviéramos borrachos, cuando de repente vi algo que me frenó en seco, como si hubiera chocado con un muro invisible. A través de la creciente penumbra había vislumbrado, a unos seis metros de distancia, a dos canguros que se estaban zurrando. Sostenidos sobre sus respectivas colas, se propinaban golpes tan fuertes que podía sentir los impactos, y patadas tan potentes y rápidas que parecía que estuvieran practicando kung fu.
Fue entonces cuando se apoderó de mí el pánico.
—Por favor —agarré a Él Mismo del brazo—, por favor, dime que tú también los ves. —(Dijo «¿A quiénes?», pero solo estaba fastidiando, gracias a Dios.)
Así y todo, el jet lag no solo tiene cosas malas. Es un estupendo pretexto para salir y pillar una gran curda basándose en el principio de que, si se sufre una resaca de mil demonios, no se notará el jet lag. O, si se tenía previsto un ataque de nervios, ahora es el momento. Como de todos modos uno iba a sentirse confuso y asustado, por qué no duplicar la sensación. Y mi favorito: el jet lag ofrece la excusa perfecta para comer Toblerones a las dos de la mañana sin sentirse culpable. Imagínatelo: fuera es noche cerrada, un sueño profundo cubre la extraña ciudad en la que te encuentras y de repente, como si acabaran de enchufarte a la red eléctrica, te desvelas. Estás superdesvelada, en tu vida habías estado tan despierta. Tienes tanta energía que podrías ir a ¿Quién quiere ser millonario? y ganar en quince minutos. Y tienes hambre. Un hambre atroz. Tu pobre barriga sigue en el viejo horario y se perdió el desayuno y no le hace ninguna gracia que quieran privarla también del almuerzo. Pero, en las profundas entrañas del silencioso hotel, los muchachos del servicio de habitaciones han cerrado el chiringuito y se han ido a casa y falta mucho, mucho para que amanezca.
¿Qué otra opción tienes salvo inundar la oscura habitación con la luz del minibar y seleccionar una bolsa supercara, supergrande, de M amp;Ms y trepar de nuevo a la cama para comértelos hasta conciliar el sueño?
¿Lo ves? No todo es malo.
Una versión de este artículo se publicó por primera vez en Abroad,
en julio de 2004