5.Gran aéreo

Una de las tareas del escritor es el trabajo de investigación. Hay trabajos de investigación maravillosos (pasar dos meses en Los Angeles), trabajos de investigación tediosos (buscar información en internet) y trabajos de investigación... esto... interesantes. Como asistir a la final del primer campeonato irlandés de guitarra aérea. El ganador representará a Irlanda en el campeonato del mundo que ha de celebrarse en Finlandia.

Convencida de que cuantos más fuéramos mejor, busqué acompañantes entre amigos y familiares. Casi todos se echaron a reír y me enviaron a paseo, salvo mi padre, que me miró atónito.

—Nadie finge tocar la guitarra en público. Eso es algo que se hace en la intimidad. Delante del espejo. —Miró a Tadhg—. Con una raqueta de tenis, ¿a que sí?

—Sí, bueno, pero esos chicos lo hacen en público —dije.

—Hay que ser imbécil —opinó Tadhg, todavía sonrojado por la indirecta de la raqueta.

—Pobrecillos —dijo mi madre, siempre dispuesta a apoyar a los desamparados—. Yo te acompañaré.

Pero cuando se enteró de que no habría asientos y tendría que estar de pie, se echó para atrás.

La única persona que conseguí que me acompañara, aparte de Él Mismo (que no tenía elección), fue mi amiga Eileen, una abogada con espíritu aventurero.

Y ahora la ropa. Vaya a donde vaya —un funeral, una manifestación contra la guerra, un campeonato de guitarra aérea—, siempre me devano los sesos sobre lo que debería ponerme. Mi único objetivo es no desentonar. Supuse que el público estaría «aireando» junto con sus ídolos del escenario, de modo que el estilo iba a ser pelo hacia atrás, cinta en la cabeza, pantalones de elastano y raya en los ojos.

La raya no era un problema, pero el resto constituía una misión imposible, de modo que (como siempre) decidí vestirme de negro de los pies a la cabeza, pues el negro es el color más seguro si no se quiere dar la nota. Sin embargo, un repentino arrebato de desafío me instó a pasar de todo. «¡Que se rían!», me dije, y me puse mi cárdigan rosa. (No un cárdigan rosa cualquiera, sino uno precioso de Club Monaco. Lo siento, un rápido inciso para contar mi historia de Club Monaco. La última vez que me encontraba de gira promocional por Estados Unidos, se decidió que mi lectura en Nueva York no la hiciera en una librería, sino en Club Monaco, combinando así libros con moda. Iba a ser una noche divertida, la gente podría comprarse ropa con descuentos y yo luciría prendas de Club Monaco que luego podría quedarme. Cuando corrió la noticia, algunas personas me dijeron, en tono acusador: «Tienes el mejor trabajo del mundo». Temblorosa, yo asentía, pero en el fondo estaba horrorizada, porque, para mí, comprar ropa es una operación de imagen que destruye el alma. Soy tan baja y regordeta que casi nada me queda bien y temía que en Nueva York me esperara una terrible humillación. También me corroía el sentimiento de culpa: no me merecía mi trabajo porque, debido a mi baja, regordeta culpa, no podía compartir las ventajas.

Los días previos a la gira me despertaba en medio de la noche, paralizada de miedo: «¿Y si nada de Club Monaco me cabe? ¿Hasta dónde llegará mi humillación? ¿Hasta el punto del suicidio?»

Pero mis temores eran del todo infundados. Mi primera mañana en Nueva York aparecí en Club Monaco en cuanto abrieron las puertas y descubrí que tenían un montón de cosas que me sentaban estupendamente, blusas, chaquetas, faldas y bolsos preciosos, y sí, fabulosos cárdigans rosas. Yo luzco el mío con orgullo.)

Entonces vi el atuendo de Él Mismo y me asusté ligeramente. Llevaba téjanos, una camiseta oscura y una cazadora tejana cortita. El caso es que Él Mismo, de joven, era un as de la guitarra aérea con una cabellera rizada hasta los hombros, ideal para hacer giros de cuello de 360 grados. La cabellera es ahora un recuerdo lejano pero, al ver la ropa que había elegido, presentí que el guitarrista aéreo largo tiempo aletargado acababa de resucitar. Él lo negó todo y se limitó a decir que estaba «intentando no avergonzarme». Y farfulló que al menos él no llevaba un cárdigan rosa.

Fuimos al despacho de Eileen, que cerró rápidamente una fusión multimillonaria (eso me gusta pensar) y se alisó su traje beige.

—¿Piensas ir así? —preguntó, inquieto, Él Mismo.

—Al menos yo no llevo un cárdigan rosa —contestó Eileen.

Durante el corto paseo hasta el recital, descubrí que Eileen y yo esperábamos cosas diametralmente opuestas de esa noche cuando dijo:

—Me pregunto cómo se las arreglarán los guitarristas aéreos calvos.

Sorprendida, repuse:

—No habrá calvos, todos tendrán pelo, mucho pelo. Y monos de elastano y un montón de maquillaje.

Pero Eileen insistió en que todos llevarían camisetas de Metallica y téjanos guarros y yo me pregunté de dónde había sacado esa información.

En columna de tres caminamos hasta la entrada, donde el gorila contempló la elegante indumentaria de Eileen y preguntó:

—¿Seguro que quieres entrar, cariño? ¿Ya sabes lo que ocurre ahí dentro?

Eileen contestó que sí, pero el tipo insistió hasta que al final ella dijo:

—Soy la madre de uno de los participantes.

Eso tranquilizó al hombre, hasta que su mirada se detuvo en mi cárdigan rosa y la preocupación se apoderó nuevamente de su semblante.

—Yo también —dije.

De modo que entramos, y entre la luz ultravioleta y Led Zeppelin en el equipo de sonido, Él Mismo se volvió súbitamente nostálgico. Sospecho que, si pudiera ser otra persona, sería Robert Plant en 1971. Entonces también yo me subí al tren del recuerdo, cuando tenía catorce años y Lynyrd Skynyrd y Deep Purple sonaban en la discoteca.

Contrariamente a lo esperado, cuando nos dirigimos al bar la gente nos pareció muy normal, nada de pieles de leopardo ni melenas. Me dije que probablemente eran familiares y amigos que habían ido a dar su apoyo. O a reírse. Me había preocupado innecesariamente por mi indumentaria.

Acabábamos de conseguir nuestras bebidas cuando, con una puntualidad impecable e inusual para nosotros, la presentadora apareció en el escenario para animar el cotarro. Era una chica y parecía una auténtica rockera, con medias de lu-rex, minifalda, botas hasta la rodilla y pesadas cascadas de pelo hasta las costillas.

Y empezó el espectáculo. El primer concursante era un tipo diminuto con camiseta de Metallica y téjanos guarros. Aunque no era calvo, llevaba el pelo corto. Eileen me sonrió con petulancia. Ondulando su barriga, el guitarrista iba y venía por una línea invisible de medio metro mientras su colega ponía un pie en el altavoz y saludaba con el gesto de los cuernos. Era terriblemente malo. Yo lo habría hecho mejor.

—Dios mío —murmuró Eileen, horrorizada—. Menudo ridículo haremos en Finlandia si todos son como él.

Para nuestro ferviente, patriótico alivio, el segundo tipo fue mucho mejor. Con un atuendo de colegial a lo AC/DC y una gorra con visera sobre una peluca de nailon negro, hizo todo eso de arrodillarse, echarse hacia atrás y poner cara de sufrimiento. Luego se tumbó boca arriba, se retorció, estuvo a punto de derribar un micrófono y, como colofón, hizo añicos su guitarra. Eileen, sin embargo, la tomó con él porque dijo que había pasado demasiado tiempo tocando la batería aérea o, por lo menos, la guitarra aérea al ritmo de batería. Y esto era, como acertadamente señaló, una competición de guitarra aérea. Ahora entenderéis cómo llegó a ser abogada de altos vuelos.

Al tercer concursante fui yo quien le cogió manía. Por el estilo: gafas de sol grandes y redondas, pelo rizado y corto, cinta en la cabeza y collares, demasiado hippy para mi gusto.

—¿Hay alguno que se esté tomando esto en serio? —pregunté.

Meladdo había elegido una canción de Led Zeppelin y noté, a mi lado, que Él Mismo temblaba.

Para entonces, una tubería situada en un lado del escenario había empezado a resollar asmáticamente, lanzando nieve carbónica en ráfagas irregulares. Entonces entró Smell Gibson, otro tipo diminuto. Llevaba el torso desnudo y pintado con rayas rojas que imitaban sangre, y el pelo, aunque no muy largo, tenía mucha electricidad estática. ¡Era genial! Mucho pavoneo y mucho salto, y cerró su deslumbrante actuación con una exhibición de sus diminutas nalgas. Fantástica energía.

Después de tan virtuoso espectáculo, el número cinco tenía que ser, por fuerza, una decepción, y lo fue. Vestía como un sacerdote e interpretó «Houses of the Holy» de Led Zeppelin. Un cómico en paro, dedujimos, y si de nosotros dependiera, decididamente no iría a Finlandia. (Para ser justos, sus muecas fueron, probablemente, lo mejor de la noche —hizo una excelente imitación de un pato— pero eso, sencillamente, no bastaba.)

¡El sexto era una chica! El único concursante de la noche con el pelo largo. Repito: el único concursante de la noche con el pelo largo. Una vergüenza. Vestía minifalda y medias con dibujos diamantinos de Marks and Spencer. Las reconocí porque yo tengo unas. La música que había elegido era un rock duro infumable que no podía reconocer porque soy demasiado mayor, y en medio de su actuación la iluminación estroboscópica se encendió, lo que le dio más categoría de la que tenía. Pero, independientemente de lo buena que fuera, las rockeras no deben llevar medias de Marks and Spencer.

El séptimo participante era otro tipo menudo, con téjanos y camiseta, que recorrió el escenario dando saltos con la pierna extendida, a lo Chuck Berry.

Entonces, cuando la presentadora prometió que el octavo concursante llevaba un mono, la cosa se animó. Ya era hora. Me espantaba lo mucho que había desorientado a Eileen sobre el atuendo de los concursantes. Mas era el mono equivocado. Se le pegaba a la entrepierna, eso sí, pero era un mono de un gato. Sin cabeza, de acuerdo, pero peludo y con una cola que el tipo hacía girar todo el rato. Volvió a irritarme que nadie se estuviera tomando esto en serio. La dignidad nacional estaba en juego.

Acorde con el tema animal, había elegido la canción «Black Dog» de Led Zeppelin. Podía percibir la tensión de Él Mismo. Se moría de ganas de saltar al escenario y enseñar lo que es bueno a esos mocosos.

El noveno era un tío alto con el pelo corto, gafas de sol, pulseras de cuero con púas y una cazadora tejana con las mangas arrancadas. No lo hizo mal.

Pero el décimo, ¡por favor! De nuevo una chica, tocando el «Bad Girl» de ZZ Top. Llevaba téjanos, camiseta, pelo corto, cero maquillaje y, Dios todopoderoso, gafas. No gafas de sol, ni gafas de exhibición: gafas de miope. Era —y Dios sabe que no me gusta ser cruel— espantosa.

—¿Y esta gente llegó hasta aquí después de pasar las pruebas regionales? —preguntó, atónito, Él Mismo—. ¡Cómo debían de ser los demás!

Terminó la primera vuelta y la gente salió a fumar. En las escaleras adelantamos a un tipo que estaba diciendo por el móvil: «¿Mamá? ¿Me oyes bien? Acaba de terminar la primera vuelta, la de estilo libre, y lo ha hecho muy bien»

Media hora más tarde regresamos para la segunda vuelta. En esta los concursantes tenían que acompañar una canción concreta, que resultó ser «Smoke on the Water». Una maravilla.

Una vez más, Smell Gibson se superó a sí mismo y cuando llegó el momento de las votaciones, puse todas mis esperanzas en él.

A los concursantes, al parecer, se los juzga por «originalidad, capacidad para dejarse absorber por la música, carisma en el escenario, técnica, impresión artística y potencia aérea». Sin embargo, si por mí fuera, se los juzgaría por «enredos en el pelo, dosis de lápiz de ojos, sufrimiento reflejado en el rostro, ángulo de los golpes de paquete y brillo del elestano»

Pero ¡poco importaba eso ya! Smell Gibson, gran esperanza de nuestra república gloriosa, había ganado.

Tras lo cual me apresuré a empujar a Él Mismo y Eileen hacia la salida.

—Vamos, daos prisa —dije.

El caso es que el finés que había organizado el campeonato piensa que la guitarra aérea puede contribuir a la paz en el mundo. Cree que si todo el mundo toca la guitarra aérea al mismo tiempo, los soldados depondrán las armas, el crimen se acabará y todos los virus y bacterias quedarán paralizados por la energía colectiva de la guitarra aérea.

Como homenaje a tan encomiable sentimiento, la actuación de esa noche debía concluir con todo el mundo, público inclusive, tocando su guitarra aérea. Yo no tengo nada contra la paz en el mundo, nada en absoluto, pero no podía correr riesgos con Él Mismo: si la música se apoderaba de él, saltaría al escenario sacudiendo la cabeza, dibujando enormes círculos con su brazo y haciendo muecas como si acabaran de darle una patada en los cataplines.

Antes de que la música comenzara ya habíamos salido del edificio y nos habíamos perdido sigilosamente en la noche.

Inédito