5. Destino: Siberia

¡Buenas noticias! ¡Me enviaban a Siberia! A un lugar llamado Novosibirsk.

Estaba encantada con la idea, pues siempre había deseado visitar un lugar que terminara en «sk». Habría preferido Omsk, Tomsk o Murmansk, pero Novosibirsk también estaba bien.

Pero ¿dónde, en la inmensidad de Rusia, estaba Novosibirsk? «Compraremos la guía de la ciudad.» Cómo nos reímos. La risa cesó, no obstante, cuando busqué Nobosibirsk en internet. Él Mismo había salido del cuarto y casi eché abajo las paredes de la casa cuando le grité que viniera a echar un vistazo.

—¡Él Mismo, Él Mismo, lo he encontrado! Novosibirsk es la capital de SiBEEEERia.

Casi se partió la crisma en la carrera. Tras contemplar la pantalla en silencio, finalmente leímos la información. Temperatura media en febrero (la fecha de nuestro viaje): dieciséis grados bajo cero, puede llegar a menos treinta y cinco.

—Necesitaremos guantes —dijimos.

Averiguar la diferencia horaria no fue tarea fácil. Ocho horas por delante de la hora de Greenwich.

—A menos que cambien la hora en verano.

—¿Crees que tienen verano? —repuse con amargura.

Durante las semanas siguientes provocamos muchas carcajadas sarcásticas al contar a la gente, a cada oportunidad, que nos enviaban a Siberia.

Cómo mantenernos abrigados se convirtió en nuestro único tema de conversación. Comprábamos ropa interior térmica —reduciendo a un cuarto el promedio de edad cuando entrábamos en el emporio de calzones supercalientes— y discutíamos apasionadamente sobre las ventajas e inconvenientes de los abrigos de piel, discusión que abandonamos en cuanto descubrimos lo que costaban.

Entonces hubo un cambio de planes. Resulta que ya no íbamos a Siberia, sino a otras partes de Rusia donde también hacía mucho frío pero no tanto como en Siberia. Estábamos muertos de vergüenza, pues para entonces cenábamos cada noche fuera gracias a nuestra historia de gulags. Nuestra credibilidad había caído en picado.

Primer día

Con varias capas de ropa encima, aterrizamos en Moscú. Me irritó la rapidez con que nos despacharon en Inmigración. ¡Estábamos en Rusia! Yo quería hacer cola, quería una experiencia auténtica.

Fuera, en medio de un frío que pelaba, con aguanieve en el aire y fango bajo los pies, nos reunimos con Valya, nuestra guía y cuidadora durante el viaje. De rostro lozano y ojos azules, tenía un pelo rubio que se le arremolinaba sobre las orejas. Nada más presentarnos, nos contó que su marido acababa de dejarla. Dios, adoro a los rusos. Sencillamente, los adoro. Te lo cuentan todo. Acarrean sus desdichas con tanto brío, con tanto estilo, con tanta pasión... Mientras introducíamos el equipaje en el coche, Valya me dijo que ya no le quedaba nada por lo que vivir, pero que, así y todo, cuidaría de nosotros durante el viaje.

Teníamos un conductor, Boris, para llevarnos al centro de Moscú, y parecía tan desdichado que resultaba casi cómico. Tenía boca de payaso, con las comisuras de los labios apuntando hacia abajo. Su chica acababa de dejarlo, nos contó Valya. Tras una breve conversación en ruso, nos desveló que por un hombre más joven. Otro parloteo rápido. Que, para colmo, era su hermano.

Noté que despertaba mi vena casamentera.

—¿Por qué no consideras a este hombre como sustituto de tu marido? —pregunté.

Valya miró a Boris y torció el gesto.

—No hace bien el amor.

—¿Cómo lo sabes?

—Su chica lo ha dejado por eso. Bebe demasiado. Moja la rama.

Vaya...

Solo disponíamos de cuatro horas en Moscú antes de tomar el tren nocturno al este, el tiempo justo para comprobar que en la Plaza Roja había una tienda Chanel (Lenin debía de estar girando en su tumba como un enorme kebab) y para que la policía militar nos detuviera dos veces para pedirnos la documentación. Todos dicen que Rusia es un país lúgubre, pero en la Plaza Roja está la catedral de San Basilio, el edificio más bello que jamás he visto. Se parece a lo que alguien podría imaginarse tras ingerir un buen ácido: torrecillas y agujas y cúpulas bulbosas retorcidas como cucuruchos, pintadas de maguíficos colores carnavalescos. Mandada construir por Iván el Terrible, al que le gustó tanto que le arrancó los ojos al arquitecto. (Para que no pudiera hacer otra catedral; una verdadera señal de respeto: el tipo debía de estar encantado.)

Durante la cena, en un local aspirante a brasería cargado de humo, y gritando para hacerse oír por encima de la atronadora música tecno, Valya nos contó más cosas sobre la fuga de su marido.

—Quizá vuelva —aullé esperanzada.

—No volverá —repuso ella con total naturalidad y ese pesimismo ruso tan adorable.

Valya era fantástica. (Y estaba un poquito chiflada, como corresponde a una mujer a la que acaba de abandonar su marido.) Me encantaba. Siempre me siento muy a gusto con la gente algo chiflada.

Llegó la hora de tomar el tren. La estación de Moscú parecía una escena salida del infierno: hombres de aspecto desesperado, con barba de tres días, deambulando en medio de un frío pelón, buscando trabajillos de mozo por unas monedas. Por todas partes había puestos de bebidas; las ventas eran buenas.

Para mi asombro, el tren llegó a su hora y era precioso. Nuestro compartimiento parecía una cabaña sobre ruedas. Tenía dos camitas, mantas con un estampado anticuado y cortinas coquetonas en las ventanas. Las paredes estaban forradas de madera y el ambiente era muy acogedor. En cuanto apagaran la ensordecedora música tecno.

Pasamos la nevosa noche traqueteando entre dos pequeños puntos sobre esta enorme masa de tierra.

Segundo día

Entonces amaneció y llegamos a la bella ciudad de Nizhni Novgorod. (Me encanta decirlo: «¿Sabes?, estuve en Nizzzhhhhhhni Novgorod». Incluso ahora todavía busco oportunidades, por rebuscadas que sean, de dejarlo caer en las conversaciones. «¿De modo que te gusta el chocolate? Qué curioso, yo probé un chocolate buenísimo en Nizzzhhhhni Novgorod.»)

Dios, qué frío hacía, ese frío en que duele respirar. Aunque no para la gente del lugar; ellos estaban pasando por una ola de calor. En esa época del año solían estar a treinta bajo cero, pero ahora hacía un agradable y desacostumbrado menos diez. Nos recogió un maravilloso joven llamado Artim y fuimos a nuestro hotel, un lugar de lo más acogedor. Desde la ventana de nuestra habitación podíamos ver a niños patinando en un campo de fútbol helado. Me sentí muy lejos de casa. En buen plan.

Mi primera intervención era una clase de escritura creativa con unos estudiantes universitarios. Artim, Valya, Él Mismo y yo misma descendimos hasta las entrañas de un club nocturno de paredes violetas, donde los mencionados estudiantes aguardaban desplomados por los sillones, tranquilizadoramente hoscos y desencantados. Se me iluminó el rostro. No soporto a esos adolescentes entusiastas que te miran como cachorrillos, ansiosos por aprender. No es natural.

Mi siguiente compromiso era una entrevista en televisión. Partimos todos en el coche de Artim con un nuevo miembro en el grupo, un estudiante encantador, aunque con un olor algo fuerte, llamado Pyotr, que se había enamorado de mí en el club nocturno de paredes violetas. La policía militar nos detuvo dos veces durante el trayecto.

El entrevistador era un tipo flaco y apasionado que se hacía llamar Ed y quería hablar de «arte»

—¿Morirías por tu arte?

Por supuesto que no. Pero no quise decepcionarlo, de modo que asentí con la cabeza. Sí, sin duda.

Entonces me soltó una pregunta que me pilló desprevenida.

—Acaban de comunicarnos la terrible noticia de que la princesa Margarita ha fallecido. ¿Le gustaría decir algo?

Atónita, dije lo primero que me vino a la cabeza:

—Debieron permitirle que se casara con el hombre que amaba. Los muy desgraciados.

Eso generó cierta confusión.

—¿No ama a su familia real?

—Soy irlandesa, ¿comprende? No es mi familia.

Más confusión.

Finalizada la entrevista, decidimos salir a tomar una copa. Ed se apuntó, y también su investigador. Para entonces, mi séquito había adquirido las proporciones del de Jennifer López.

De vuelta en el hotel, antes de salir a cenar, Él Mismo y yo misma sentimos un deseo repentino de café. Por suerte, teníamos bolsitas —iban en los paquetes de bienvenida del tren— y solo necesitábamos agua caliente, de modo que me ofrecí a probar mi ruso con el personal del hotel. Me coloqué delante del espejo y practiqué un poco: sonrisa cortés, luego «Sdrastvui». (Hola.) «Voda, pashalsta.» (Agua, por favor.)

Bajé a recepción, sonreí a la señora y solté mi frase.

—¿Mmmm? —dijo—. ¡Ah, quiere agua caliente! ¿Desea tomarla aquí o en su habitación? Lo que usted prefiera.

—Esto, en la habitación.

(Un consejo útil que descubrí de forma totalmente fortuita porque quería enfriar mi café para poder bebérmelo: si quieres un capuchino pero no tienes cerca una máquina, puedes añadirle agua rusa con gas. Genera burbujas y espuma, como un experimento científico. Curiosamente, no funciona con agua no rusa.)

Luego salimos a cenar y camino del restaurante la policía militar nos detuvo como dieciséis veces. Estaba empezando a reconocer a algunos de ellos.

Pasamos una velada encantadora, la gente era muy inteligente, cálida y divertida, y daba a sus historias, incluso a las más tristes, un atractivo toque irónico. Adoro a los rusos. Quiero ser uno de ellos. El caso es que ellos, en un mundo cada vez más homogéneo, siguen siendo increíblemente rusos. Y cuando llegó la cuenta, los rusos se abalanzaron sobre ella, haciendo eso que hacen los irlandeses, forcejear con los demás para intentar pagar. Eso me encanta.

Tercer día

Me encontré con Valya cuando bajaba a desayunar y cometí el error de preguntarle: «¿Qué tal has dormido?». La mayoría de la gente se limitaría a contestar «Bien». Pero Valya me obsequió con una descripción detallada de sus emociones. Mientras nos dirigíamos al comedor, dijo:

—Me lo imagino haciendo el amor con su nueva amiguita y no puedo dormir. Me paso la noche fumando e imaginando que hace el amor conmigo.

Hablando todavía en voz alta sobre hacer el amor, entramos en un pequeño comedor de manteles y servilletas bordados en blanco. Todo era adorablemente cursi, exceptuando la tele, que escupía música tecno a un volumen que constituía una agresión física, y el humo del tabaco nublando el bufé.

Por la tarde fuimos al ayuntamiento. Nizhni Novgorod había organizado un festival de las artes. ¡Y yo era la estrella invitada! El lugar estaba abarrotado, había una gran animación y gente encantadora se me acercaba para practicar su inglés, si bien Pyotr se dedicaba a ahuyentarla porque me quería solo para él.

Llegó el momento de mi intervención y cuando subí al escenario para iniciar mi lectura, las luces parpadearon una vez, y luego otra, hasta que finalmente murieron del todo. ¿Qué dem...? ¡Era la electricidad! ¡Se había producido un apagón! ¡Un maravilloso, un auténtico apagón ruso! ¿Era genuino o un montaje para los turistas? Ah, por lo visto era genuino, todo el mundo iba de un lado a otro y la gente me asegúraba: «Esto no ocurre nunca. ¡Nunca!»

Se hicieron indagaciones. ¿Se trataba de un problema localizado? ¿Afectaba únicamente al ayuntamiento? No, la ciudad entera estaba sin luz. Aunque no eran más que las tres de la larde, estaba bastante oscuro. Decidieron que leyera a la luz de una vela. Mas yo no podía leer y aguantar la vela al mismo tiempo, pues temía prender fuego al libro, de modo que Pyotr, mi enamorado, se ofreció a sostenerme la vela. Así pues, el espectáculo continuó con Pyotr aprovechando cada oportunidad para arrimarse a mí más de la cuenta. Pero en fin, me enfrentaba a los cuarenta y me sentí halagada.

Después caí entre poetas. Había un montón en la primera fila, algunos con aspecto de James Joyce: el pelo aplastado, las gafas redondas, el traje sobrio. Me secuestraron cuando bajaba del escenario y cada uno de ellos me regaló un ejemplar firmado de su obra. Aunque no entendía ni una palabra de lo que decían, me hicieron reír mucho.

Cargada con libros de poesía rusa de impresión casera, regresé junto a Valya y Él Mismo, y asistimos a una pequeña pantomima. (Con final trágico.) Luego alguien cantó una canción. (Triste.) Y seguidamente subió un cómico. (Un cómico ruso especialmente poco gracioso.)

Entonces se produjo un pequeño alboroto. Los poetas parecían estar representando una invasión anárquica. Había una pila de ellos en el pequeño escenario, como si fueran Kool and the Gang. Entonces apareció una guitarra, se pusieron a cantar y ya no hubo quien los parara.

Fue una tarde fabulosa. Todo el mundo había sido muy amable. Pero Artim, el maravilloso hombre que lo había organizado todo, no aceptó el elogio.

—¡Malditos poetas! —dijo—. Cada año toman el escenario y este año prometieron que no lo harían.

Cuarto día

Tremendo, tremendo madrugón para tomar el avión a Samara, demasiado madrugón incluso para el desayuno pasado por humo y música tecno.

La semana previa había viajado a Estados Unidos y recibido una reprimenda por llevar unas pinzas de depilar en el equipaje de mano, así que Él Mismo me hizo prometerle que esta vez no llevaba nada peligroso encima. Aunque eso tampoco habría sido un problema. Podría haber llevado conmigo un lanzamisiles tierra-aire, que a nadie le habría importado. Es probable que hasta me hubieran ayudado a subirlo al avión.

Fue una experiencia de vuelo nueva para mí. No había detector de metales y el avión parecía de juguete, con unos escalones que salían de la parte baja de la panza. No había cintas transportadoras ni la opción de facturar el equipaje. Había que llevarlo todo encima: maletas, lanzamisiles y demás. Cuando entré en el aparato, pensé que estaba en uno de esos aviones militares sin asientos, donde estás obligado a sentarle en el suelo de metal mientras esperas a lanzarte en paracaídas sobre territorio enemigo. Pero, por fortuna, detrás de una una cortina había asientos. O algo parecido. Había visillos coquetones en las ventanillas y cinturones de seguridad que no funcionaban. Los pasajeros estaban congelados —veías el aire cuando espiraban— y todos se dejaron puesto el gorro de piel. Era como viajar en un viejo autobús entre Knock y Claremorris un día de enero. La próxima vez que quieras quejarte de Ryanair, piénsalo dos veces.

Sabía, con todo, que era la compañía aérea más segura de Rusia.

Nada de comer, por eso. Nada. Detalle que estaba empezando a afectarme.

Entre el hambre, el cansancio, la novedad y un terrible síndrome premenstrual, el caso es que en Samara me comporté tomo una cretina. Estaba de un humor de perros y no conseguía enterrarlo. (Todavía estoy tremendamente avergonzada. Es uno de esos recuerdos que, cada vez que sale a la superficie, deseo que la tierra me trague. ¿Los conocéis? Me siento fatal ya solo por el hecho de escribir sobre él, pero debe hacerse.)

Cuando aterrizamos, nuestro simpático chófer nos dio una vuelta por Samara. Hasta no hacía mucho había sido una ciudad cerrada. (Donde se fabricaban bombarderos y otros artilugios secretos.) Constituía toda una suerte que nos dejaran visitarla, y la verdad es que era una ciudad muy bonita, con el Volga congelado y los hombres pescando a través de pequeños agujeros abiertos en el hielo, todo muy auténtico y encantador, pero a mí me importaba un pimiento. Yo quería comer algo. Sin embargo, tenía que asistir a una conferencia de prensa.

Después de la cual, finalmente, se nos permitió comer. Nuestro anfitrión nos llevó por una calle llena de baches y nieve embarrada hasta una crepería. Una vez en el guardarropa, dijo: «Quítense la ropa aquí, por favor». Pero yo estaba demasiado irritada para esbozar siquiera una sonrisa.

La comida suele cambiarme el talante, pero después de cincuenta y seis crepés con diferentes rellenos, seguía de mal humor. Y lo seguía estando cuando llegamos a la universidad, donde debía arbitrar un debate. En honor a mi condición de ex bebedora, el debate se titulaba: «¿Deberíamos legalizar las drogas?». Fue el debate más parcial que he presenciado en mi vida. Estaba claro que a los estudiantes les horrorizaban las drogas y eso me irritó, pues el alcoholismo en Rusia era el pan nuestro de cada día. ¿A qué venía tanta preocupación por mantener la hierba ilegalizada cuando el alcohol, totalmente legal, estaba matando y destruyendo más vidas en Rusia que todas las demás drogas juntas?

Sea como fuere, debí mantener la boca cerrada y sonreír educadamente, pero, para mi gran vergüenza, no pude. Expresé mi opinión de manera cruda y despiadada, y, aunque al marcharme me regalaron una caja de bombones, sabía que habían considerado la posibilidad de quedársela. Y no se lo reprocho. Había sido grosera. ¡Qué vergüenza!

Finalmente llegamos a nuestro hotel, un lugar de una fragilidad inquietante que parecía sacado de Ikea en su totalidad. (Mala cosa, pues algunos de los momentos más infelices de mi vida habían transcurrido en Ikea.)

Me sentía demasiado avergonzada para salir a cenar, pero Valya me obligó. En el restaurante ella estaba como inquieta, al acecho y bebiendo un chupito de vodka tras otro. Todavía quería a su marido, pero no le habría importado acostarse con otro. Por ejemplo, con ese de allí, dijo señalando a un tipo con cuello de toro pero, por lo demás, bastante atractivo y con zapatos sorprendentemente bonitos para ser ruso. Me alegré mucho. Le había tomado una tirria feroz al marido desertor y quería que Valya saliera con otro hombre. Él Mismo y yo misma le deseamos lo mejor y regresamos a nuestro hotel desmontable. En mitad de la noche nos despertó un estruendo, como si un techo se hubiera venido abajo. Acabábamos de recuperar el sueño cuando escuchamos otro. Y luego otro, esta vez tan fuerte que el neceser de Él Mismo se cayó de la repisa del cuarto de baño. Tenía que ver con Valya, estaba segura.

Gran emoción a la mañana siguiente en el desayuno cuando, a través del humo de los cigarrillos, vimos llegar, meneando la cabeza al ritmo de la música tecno, al tipo que Valya había señalado la noche antes. ¡Se lo había llevado al huerto!

Por desgracia, andábamos equivocados. Al parecer era un huésped más del hotel. Una pena.

Entonces llegó Valya contando a todo el comedor, primero en inglés, luego en ruso, que la noche antes tenía tal curda que se había caído dentro del armario. (El primer golpe que oímos.) Luego le contó a todo el mundo que había extrañado tanto a su marido que había estado rodando con una almohada hasta caerse de la cama. (El segundo golpe.) Dos veces. (El tercero, el que derribó el neceser.)

Quinto día

Vuelo a San Petersburgo en un avión decepcionantemente normal. Cinturones de seguridad y demás. Me gustaba mucho más el otro.

San Petersburgo, con sus amplias avenidas de estilo europeo y sus pomposos edificios, es la ciudad rusa que entusiasma a todo el mundo. Y no hay duda de que es bella e imponente, pero yo prefiero las ciudades más pequeñas, más «rusas», las que la gente, por lo general, no ve.

Me tocaba dirigir dos talleres, y en ellos conocí a estudiantes de inglés con tanto talento que me pusieron en evidencia.

Entonces, en mi última tarde, tropecé —y no bromeo— con una de las zapaterías más bonitas que he visto en mi vida. Y reconozcamos que he visto unas cuantas.

Dios, adoro Rusia.

P.D. Poco después, Valya conoció a otro tipo. Es excelente haciendo el amor.

P.D. Unos meses después de mi vuelta, regresaba del condado de Mayo en coche cuando reparé en que la siguiente ciudad que me disponía a cruzar se llamaba Tulsk. Tubsk. ¿Lo pilláis? Termina en «sk». Eso significa que no necesito ir a Murmansk, Tomsk, Omsk, Bryansk, Gdansk o Novosibirsk. Aunque puede que vaya de todos modos.

Inédito