2.Mejorando esas manos
Yo nunca me había interesado por el cuidado de mis uñas, pues nunca había tenido uñas que cuidar. Como no fumaba, tenía que buscar una forma de canalizar el estrés.
Eso no significa que de vez en cuando no hiciera el esfuerzo de dejármelas crecer. En mi colegio circulaba el mito de que, si uno se comía un cubito de gelatina al día, tendría unas uñas largas y fuertes, pero cuando me ponía con la gelatina era incapaz de parar tras el primer cubito; me comía el paquete entero y luego tenía que hacer frente a la ira de mamá cuando decidía hacer gelatina para acompañar las natillas y descubría que me la había jalado toda.
Entonces, el verano que cumplí catorce años —e ignoro cómo ocurrió—, me creció una uña, la del dedo anular, mano izquierda, una preciosa criatura alargada que custodiaba y exhibía como si fuera un huevo Fabergé. Estuve a punto de guardar mi mano en una urna de cristal durante todo el verano y cobrar a la gente por mirarla. Pero llegó septiembre y la uña se rompió y ahí quedó todo.
Sencillamente, las uñas no eran mi fuerte. Toda mi vida había odiado mis manos. Soy de extremidades cortas y en ningún lugar se aprecia tanto ese detalle como en mis dedos, unos dedos cortos con unas uñas cortas, mordisqueadas y deformes. Era así. No tenía sentido desear que las cosas fueran diferentes.
Entonces, un par de años atrás tenía que viajar a Nueva York por cuestiones de trabajo y una amiga «bienintencionada» me dijo que si no me arreglaba las uñas mi carrera en Estados Unidos estaba acabada. El caso es que me metió el miedo en el cuerpo. ¿Qué demonios podía hacer con mis malditas uñas? Uñas postizas, me dijo. Gracias a un milagro de la ciencia, podía conseguir que me alargaran y reforzaran mis penosas e informes cepas mediante toda clase de trucos.
No le creí porque conmigo nada funciona, pero, llevada por la curiosidad, la seguí hasta un salón de manicura nuevo. Donde pasé noventa largos, tediosos y dolorosos minutos: mi bienintencionada amiga no me había contado que cuando te sueldan las uñas postizas a tus espantosas uñas, duele. Pero valió la pena. Salí una sorprendente hora y media después con diez uñas de supermodelo. Y lo más increíble era que no parecían postizas, sino solo muy, muy bonitas.
Y súbita, milagrosamente, con mis largas y sofisticadas uñas, me convertí en otra. Pensé que había dado con la clave. No solo mis uñas habían mejorado, sino toda la mano. Hasta mis brazos y hombros parecían más elegantes. Me pasaba el día martilleando impacientemente la mesa, incluso cuando no estaba impaciente, sencillamente porque podía... Me volví más dinámica, hablaba más deprisa y más alto y gesticulaba más con las manos. Para mi sorpresa, me volví un poco mala; creo que es más fácil permitirse comentarios maliciosos cuando se tiene las uñas largas. De hecho, casi sentía que eso era lo que se esperaba de mí.
No todo era coser y cantar, claro. Siempre hay efectos secundarios. Ya no podía teclear, tenía que utilizar un boli para llamar por teléfono y tardaba como diez minutos en recoger un alfiler de la moqueta (al final tenía que levantarlo con la punta de la bota y cazarlo al vuelo). Pero nada de eso parecía un problema. En realidad, lo encontraba increíblemente glamuroso.
¿Y cómo iba a canalizar el estrés ahora que ya no podía morderme las uñas? Pensé en utilizar uñas postizas para poder morderlas, del mismo modo que la gente utiliza cigarrillos falsos cuando deja de fumar. ¡O podía empezar a fumar! Por primera vez en mi vida empecé a comprar esmaltes de uñas. Me sentía como si finalmente me hubieran dejado entrar en un club del que siempre había sido excluida. Como es lógico, dada mi naturaleza, se me fue un poco la olla y me lancé a un saqueo de opacos, transparentes, metálicos, brillantes y opalescentes.
Cometí errores, naturalmente. Compré un esmalte descrito como ciruela pero que en realidad era castaño o, en otras palabras, marrón. Parecía que me hubiese pillado las diez uñas con una puerta. Pero con la experiencia se aprende. Yo estaba aprendiendo a marchas forzadas, y de vez en cuando tenía éxito. Otro esmalte, que se anunciaba como «inspirado en el brillo de las gemas», resultó ser increíblemente glamuroso: parecía que llevara granates en las puntas de los dedos, y no hacía más que contar historias dramáticas para poder agitar las manos e iluminar el aire con destellos rojizos. Qué días aquellos...
Al poco tiempo ya dependía enteramente de mis uñas. Sin ellas me sentía como Sansón sin su pelo: desnuda y sin poder. Pero nada me había preparado para el elevado mantenimiento que requerían. Tenía que hacérmelas cada dos semanas porque crecían a una velocidad vertiginosa, lo cual no dejaba de ser extraño, pues a lo largo de mi vida, cada vez que necesité que mis cortas y regordetas uñas, las auténticas, crecieran, las muy puñeteras siempre se resistieron a moverse. Era tan pesado como tener que controlarme las raíces del pelo, o incluso peor, porque las raíces solo necesito hacérmelas cada tres semanas. Y las raíces blancas de mi pelo no crecen dos centímetros de la noche a la mañana, mientras que la rotura de una uña se produce en un instante. La primera vez que me ocurrió, me impresionó ver nueve uñas largas y brillantes y una cepa corta, pelada e informe. En otros tiempos habría sido la primera en reírme de las chicas que se disgustaban porque se les había roto una uña. Pero ahora era diferente. Conocía perfectamente la angustia que generaba, y una uña rota tenía en mí el mismo efecto que la criptonita en Supermán. Aprendí una lección importante: ¿sabes una cosa?, me dije, nunca deberíamos juzgar. Al menos hasta que nos hayamos puesto en la situación del otro...
Con el tiempo empecé a hartarme de tanto mantenimiento. Era una preocupación constante y exigía una vigilancia constante, y empecé a tener la sensación de que las uñas crecían cada vez más deprisa y se rompían cada vez con más frecuencia. Cuando volvía a hacérmelas, el lustre duraba un día, luego el esmalte se desportillaba o los bordes se mellaban y empezaban a engancharse en el jersey, o mis verdaderas y cutres uñas asomaban por debajo de las postizas y yo intentaba disimularlo pintando la raya, pero hacía un destrozo y el esmalte se me corría por todas partes, hasta alcanzar el primer nudillo.
Finalmente decidí que tanta preocupación no merecía la pena. La vida es demasiado larga. He vuelto a mis uñas cortas y deformes y, contrariamente a lo que antes pensaba, no están tan mal. Al menos ahora, en momentos de mucha tensión, tengo algo que morder.
Publicado originalmente en Marie Claire,
julio de 2005