1.¡Un pasaporte, por favor!
Hace muchos años estaba viviendo en Londres y a punto de viajar por primera vez a Nueva York. Mi hermana se había mudado allí hacía unos meses y yo tenía previsto pasar la Navidad con ella. Tres noches antes de mi partida empecé a hacer la maleta y cuando busqué mi pasaporte en el cajón de las «cosas oficiales», ¡no estaba! Pero no podía ser. Llevaba en ese cajón desde la última vez que lo había necesitado, o sea el verano anterior, para ir a Grecia. Rebusqué entre facturas y demás papeles, segura de que aparecería, y como no aparecía saqué todas las cosas y las revisé una por una. Nada. Tenía la boca seca, el corazón acelerado, pero me dije que el pasaporte estaba en el cajón, que simplemente no podía verlo. ¿No me había dicho siempre mi madre que era un desastre buscando cosas?
Pero, a menos que se hubiera vuelto invisible, sencillamente no estaba, y con manos sudorosas procedí a desmontar mi habitación. Revisé todos los bolsillos de todas las prendas, rebusqué en mochilas y bolsos viejos, arranqué los libros de las estanterías y aunque tropecé con un puñado de dracmas arenosos y media bolsa, inexplicablemente abandonada, de Maltersers (todavía comibles, bastante buenos, por cierto), el pasaporte no apareció. Entonces lancé una ofensiva contra el resto del piso, hasta que, ya entrada la noche, tuve que aceptar lo inaceptable: mi pasaporte no estaba. Para entonces el pánico me tenía al borde de las lágrimas; aunque mi billete a Nueva York había supuesto un daño considerable para mi precaria economía, no era cambiable ni reembolsable. Si no conseguía un pasaporte en los próximos dos días, lo perdería.
Telefoneé a mi madre a Irlanda. Ella no podía hacer nada, pero, como la mocosa egoísta que soy, necesitaba compartir mi problema, y al menos me prometió que rezaría a san Antonio. Para quienes no estén familiarizados con las supersticiones del catolicismo, el caso es que cuando pierdes algo has de rezar a san Antonio y si aparece echas dinero en el cepillo. En circunstancias normales yo me reía de esa práctica, pero en este momento estaba tan desesperada que hasta consideré la posibilidad de hacerlo yo.
Me acosté en mi arrasado dormitorio, pero apenas podía pegar ojo, así que volví a levantarme a las cinco de la madrugada para seguir dando vueltas como una poseída por el silencioso piso, buscando detrás de cajas de cereales y dentro de fundas de vídeo, y para cuando llegué al trabajo parecía una maníaca ojerosa con el gusto del pánico en la boca.
Le solté la terrible historia a Charlotte, mi jefa, que me aconsejó serenamente que solicitara un pasaporte nuevo.
—¡Tardan semanas en hacerte un pasaporte y yo me voy dentro de dos días! —Tenía que hacer grandes esfuerzos para no chillar.
—Llama a la embajada irlandesa, diles que es una emergencia y que un mensajero te traiga el impreso de solicitud.
En menos de una hora el impreso llegaba a mi mesa y Charlotte me ayudó a leer los requisitos porque yo estaba tan histérica que las letras me bailaban. Primero necesitaba una foto, así que me peinó, me envió al fotomatón más cercano y me recordó que sonriera. (La foto sigue en mi pasaporte; mi cara tiene un tono verde pistacho.)
Luego necesitaba a un profesional que avalara mi foto, y la directora de mi banco me pareció la mejor opción. No obstante, pese a la animada, casi diaria correspondencia que recibía de ella, pese a la forma atrevida con que se dirigía a mí y la intimidad de sus consejos, eligió no conocerme.
De modo que Charlotte agarró el teléfono y lo intentó con un magistrado que conocía, pero estaba de vacaciones. Impertérrita, localizó a un abogado que le debía un favor y que aceptó incumplir las normas y hacer ver que me conocía. Hice una escapada a su despacho y regresé a la oficina, donde Charlotte me comunicó que podía hacer mi trabajo más tarde y me empujó hacia la puerta gritando «¡Va, va, va!», como si yo fuera una paracaidista de las SAS a punto de lanzarme sobre territorio enemigo.
Resoplando, eché a correr por las calles de Belgravia, contando los números de las mansiones rococó en busca de la embajada irlandesa. La encontré y subí los escalones hasta la elegante puerta para, seguidamente, descender con las orejas gachas: la oficina de pasaportes estaba en un lateral del edificio, en el sótano. Bajé por la desvencijada escalera de caracol, abrí rápidamente la puerta y de repente ya no estaba en la elegante Belgravia, sino en una subestafeta de correos de Athlone. Era una oficina diminuta, con cuatro filas de sillas de plástico encogidas bajo una luz fluorescente despiadada y un mostrador con tres ventanillas. Tomé un número: el 792. ¿Cuánto faltaba para mi turno? Busqué con la mirada la pantallita y allí, en infernales números rojos, aparecía el siguiente uirno. El 23. El corazón casi se me salió del pecho. ¡Nunca conseguiría salir de aquí! Sin embargo, no había nadie, ni en la zona de espera ni detrás del mostrador...
Entonces, de un cuartucho recóndito salió un joven regordete que caminó hasta una ventanilla, me miró y dijo:
—¡Siguiente!
Contemplé mi número con desconcierto.
—Pero... —Agité el papelito.
—Oh, no hacemos caso de eso.
Genial. Me acerqué y le solté el drama de mi pasaporte desaparecido, el billete barato, no reembolsable, no cambiable y la hermana que pasaría en soledad su primera Navidad en Nueva York, mientras él escuchaba apoyado cómodamente sobre un codo, asintiendo comprensivamente.
—Entiendo, entiendo. ¿Tiene sofá?
Perpleja, cerré el pico de golpe. ¿De qué estaba hablando? ¿Acaso quería venderme un mueble?
—No se imagina la de cosas que se pierden debajo de los cojines de los sofás.
—Ya he buscado allí.
—Pero ¿buscó de verdad? —insistió—. ¿Metió la mano? —Onduló su mano delante de mi cara—. ¿Así?
—Sí, —dije—, lo hice.
Y farfulló para sí «Buscó en el sofá» y pareció marcar algo en una hoja de papel, pero estaba alejada del cristal y no pude verlo.
—Bien. ¿Tiene cajones?
—¿Cómo dice?
—Cajones de escritorio —especificó—. Algunos disponen de un mecanismo de muelles y le sorprendería saber la de cosas que quedan atrapadas en ellos. Tiene que darles una buena sacudida.
Le aseguré que ya lo había hecho, a pesar de que ninguno de los cajones de mi cómoda de melamina tenía ese mecanismo, pero el pánico había vuelto a apoderarse de mí y amenazaba con asfixiarme.
—Sacudió cajones de escritorio —dijo para sí el hombre, y pareció anotar otra marca en la hoja. Y, por último, ¿ha rezado a san Antonio? —(Juro por Dios que no me lo estoy inventando.)
Le confesé que yo personalmente no lo había hecho y él me miró como si se dispusiera a decirme que regresara cuando le hubiera dedicado una buena oración, pero entonces saqué mi as de la manga. ¡Mi madre estaba rezando día y noche!
—¿Es eso cierto? —Me estudió con detenimiento.
—Día y noche —resoplé—. Lo juro.
—Bien —suspiró el hombre—. Si se ha rezado a san Antonio y el pasaporte no aparece, significa que no aparecerá. —Un gesto del brazo que pudo ser la marca final a la lista—. Será mejor que le hagamos un pasaporte nuevo.
Por debajo del cristal de la ventanilla deslicé mi fajo de documentos: el impreso de solicitud, las fotos, la partida de nacimiento (de la que, curiosamente, tenía una copia en la oficina) y fotocopias de mis billetes de avión, que Charlotte me había aconsejado que llevara por si tenía que convencerlos de la urgencia de mi caso. El hombre tomó la foto.
—No ha salido muy favorecida que digamos —señaló—. Aunque suele ocurrir. Bien, todo está en orden. Ya solo le queda pagar.
—Tome, tome. —Le pasé treinta libras (que Charlotte me había dejado porque tenía todo mi dinero en cheques de viaje, a la espera de ser endosados en el Zara de la 59 con Lexington).
—Tiene que pagar en Caja. Es la siguiente ventanilla.
Me pasó el fardo de papeles por debajo del cristal y me desplacé un metro hacia la izquierda, hasta la siguiente ventanilla, la que decía Caja. Simultáneamente, él se desplazó un metro hacia la derecha. Nos miramos durante un instante a través del nuevo cristal y él dijo (y yo juraría que bromeaba, espero que bromeara):
—¿En qué puedo ayudarla?
Una vez más, le pasé los documentos por debajo del cristal y esta vez aceptó el dinero.
—Vuelva mañana —dijo— y le entregaremos su nuevo pasaporte.
Al día siguiente Charlotte me dio nuevamente permiso para ir a la embajada irlandesa. Cuando me entregaron el pasaporte nuevo no podía soltarlo —lo abría una y otra vez y leía mi nombre, solo para asegurarme de que era mío— y al día siguiente estaba en un avión con destino a Nueva York.
Inédito