5.Afectado

Era el hombre más guapo que había visto en mi vida.

Cierto que yo solo tenía veinte años y no mucha experiencia que digamos, pero lo era.

Llevaba tres semanas en mi primer empleo «como Dios manda» y acababa de regresar de la barra del bar después de un intento frustrante de invitar a una ronda postrabajo. No solo habían tardado una eternidad en servirme sino que el camarero se había resistido a creer que yo tenía más de dieciocho. Así de joven era yo, desesperada por parecer mayor.

Dejé bruscamente una jarra delante de Teresa y otra frente a mi silla y comenté indignada:

—Más lentos y estarían recuperando las copas de los clientes y devolviéndoles el dinero.

Él rió y yo me quedé muda. ¿De dónde había salido esta criatura de cabellos morenos y ondulados, y una piel tan blanca que casi parecía azulada?

Mi colega y, casualmente, mi nueva mejor amiga —a esa edad se intima con rapidez—, Teresa, nos presentó.

—Orla, este es mi amigo Bryan.

En ese momento Bryan, segundo después de Nigel en la lista de nombres horteras, se convirtió en un nombre intensamente romántico.

Bryan era menudo y delgado, pero no tenía un aire infantil. Parecía, más bien, un hombre adulto al que habían rebajado un veinte por ciento. Y las finas muñecas que asomaban por debajo de los puños blancos estaban cubiertas de vello negro.

Llegué a la conclusión de que era extranjero, puede que de ascendencia rusa. Un irlandés no podía ser tan elegante y delicado. No obstante, cuando le pregunté su nacionalidad, me miró sorprendido y respondió:

—Soy irlandés.

—¿Seguro? —insistí.

—Seguro —dijo. Su madre era de Limerick, de los McNamara de Limerick, y la familia de su padre había vivido en Meath desde tiempos inmemoriales.

Al día siguiente, en el trabajo, Teresa soltó algo que casi me hizo levitar.

—A Bryan le gustas. —Ante mi cara de boba, se extendió—. Me estuvo preguntando sobre ti.

Finalmente, dejé escapar la pregunta que me estaba atormentando.

—¿Alguna vez... tú y él...? Ya sabes.

—¿Bryan? —Teresa soltó una risa que no entendí—. Qué va. Es demasiado —otra risa— misterioso para mí.

Me costaba creerle. ¿Cómo era posible que Bryan no le gustara? ¿Cómo era posible que no le gustara a alguien?

Esa noche salimos de nuevo. Fue cuando descubrí que era más alta que él.

Sus gestos me fascinaban. Lo hacía todo —encender un cigarrillo, jugar con la copa— con viril y relajada elegancia. A su lado yo era una torpe campesina, y mi falta de delicadeza me había vuelto muda.

—¿Estás bien? —La voz de Teresa sonaba sorprendida—. Normalmente eres tan dicharachera.

—Estoy bien —dije, forzando una sonrisa.

Bryan tenía aspecto de haber pasado la infancia como un rostro pálido en la ventana de un dormitorio observando con tristeza cómo los demás niños, más toscos y fortachones, se peleaban en la hierba. Pero por lo visto había sido muy bueno jugando al fútbol.

Cuando no estaba respondiendo a una pregunta era un hombre de pocas palabras. No le gustaban las charlas triviales, detalle que me impresionó gratamente y consiguió silenciarme aún más.

—Me pregunto —dijo en un momento dado— cómo debe de sentirse una esponja de baño.

—Yo también... —Procuré que mi voz sonara pensativa, aunque hasta ese momento no había sentido la más mínima curiosidad por el funcionamiento interno de una esponja—. Áspera, supongo.

—¡Áspera! —exclamó Bryan, como si yo hubiera dicho algo profundo, y casi estallé de orgullo... y alivio.

Ser besada por él era como ser acribillada por nubes de azúcar, y le estaba muy agradecida por querer acostarse conmigo.

Pero mi sensación de ineptitud iba en aumento. Bryan era demasiado guapo, demasiado perfecto, demasiado elegante, demasiado autosuficiente. Entonces me enteré de que era seis meses menor que yo. Eso empeoró aún más las cosas. En cierto modo, me sentía como una pervertida entrada en carnes que se estaba aprovechando de él.

Esperar a que él descubriera que yo no estaba a su altura se me hacía cada vez más insoportable, de modo que aceleré el proceso. Observaba cómo su exasperación crecía con mis silencios incómodos y mis risas tontas. Era como si un camión fuera de control estuviera descendiendo por una pendiente directamente hacia mí. Me veía incapaz de detenerlo e incapaz de apartarme de su camino.

Cada noche, cuando Bryan me dejaba en casa, me juraba a mí misma que la próxima vez —si tenía la suerte de que hubiera una próxima vez— me comportaría de otra manera. Charlaría, reiría y lo haría reír. Pero cuando esa próxima vez llegaba, me quedaba sin palabras y acabábamos en la cama más por la necesidad de hacer algo que por otra cosa.

Desde el principio había sabido que Bryan tenía previsto mudarse a Nueva York y que tan solo podría disfrutar de él un par de meses. Hasta cuando fantaseaba que iba a quedarse por mí sabía que me estaba engañando.

Y un día se marchó, tal como tenía previsto. La única nota discordante era que iba a trabajar en un banco.

Y nunca lo olvidé. A veces lo decía. Me gustaba cómo sonaba. «A los veinte años conocí a un tipo y me temo... —sonrisa valiente, inspiración profunda— que no he podido olvidarlo.”.

Su partida supuso, en realidad, un alivio. Yo estaba destrozada, pero era más fácil llevarlo en su ausencia.

Teresa se esforzaba por impedir que me hundiera.

—Me cae bien —dijo—, es mi amigo, pero ¿no te parece un poco afectado?

Durante mucho, mucho tiempo pensé que llamar a alguien «afectado» era un cumplido.

Unos seis meses después me llegó la noticia de que Bryan estaba saliendo con una pintora de Nueva York. Tras recuperarme del golpe inicial, pensé: pero, claro. Una pintora, una artista atormentada. ¿Qué más? Podía verla. Neurótica y sexy, con un aire esquivo, como el mercurio, que mantenía subyugado a Bryan. Era menuda, tenía que serlo para ser digna de Bryan. Flaca, de nalgas aniñadas, pero con una sexualidad que no tenía nada de aniñada. No comía, subsistía a base de cigarrillos y café. Vestía siempre de negro, con un jersey negro de cuello cisne cubierto de pegotes de pintura en los que no reparaba. A veces se cortaba deliberadamente con el escalpelo que utilizaba en sus lienzos. Mientras el resto del mundo dormía, ella se paseaba por su loft, arrojando pintura a la tela y soltando exclamaciones con desesperación insomne. Desprecié mis siete horas seguidas de sueño, tan imperturbables, tan bochornosamente estables.

El tiempo pasó, salí con otros hombres e hice todo lo posible por que me rompieran el corazón. Algunos consiguieron darle una buena cuchillada, mas no lo bastante profunda para borrar el recuerdo de Bryan.

—Lo siento —dije en más de una ocasión—, pero a los veinte años conocí a un tipo y... —sonrisa valiente, inspiración profunda— no he podido olvidarlo.

La mayoría lo aceptaba. Unos se compadecían, otros se sentían heridos, algunos se enfadaban y uno de ellos me dijo que tenía una imaginación febril y que debía vivir la vida.

El día que me contaron que Bryan iba a casarse con la pintora neurótica e insomne, pensé que me había tomado la noticia bastante bien. Hasta que estuve en el autobús de regreso a casa y, presa de un sudor frío y caliente, me di cuenta de que iba a vomitar si no me apeaba en la siguiente parada.

Y transcurrieron diez años desde su marcha de Irlanda. Teresa iba a casarse y Bryan iba a viajar desde Nueva York para la boda, acompañado de Danielle, su esposa.

Desde el instante en que supe que vendrían, noté que me ponía tensa y me faltaba el oxígeno. Y mi tensión fue en aumento a medida que se acercaba el gran día. Se hubiera dicho que era yo la que iba a casarse.

La mañana de la boda invertí mucho, mucho tiempo en mi acicalamiento personal, decidida a recibir cualquier pequeño contratiempo —una desportilladura en el esmalte de uñas, la pérdida de un pendiente— como una gran tragedia.

No los vi en la iglesia, pero cuando llegamos al hotel y reparé en la distribución de los invitados, no supe si alegrarme u horrorizarme de que nos hubieran puesto juntos. Pero mi amiga Jennifer estaría en la misma mesa, lo cual iba a ser un gran apoyo.

Estaba tensa como una cuerda de guitarra y mis ojos iban de un lado a otro del salón. Entonces lo vi y aguardé pacientemente a sufrir un desmayo o a ponerme a sudar o a tener ganas de vomitar. Pero no ocurrió nada de eso.

Bryan me vio a su vez y se acercó a mí. El corazón me resonaba con fuerza en los oídos. Sonreímos y nuestro saludo fue sumamente educado, exceptuando el hecho de que había olvidado mi nombre. Todavía «no del todo de este mundo», pensé. Luego me concentré en la mujer que tenía al lado. Ya había reparado en ella: era imposible no verla. No era como había imaginado que debía ser la esposa de Bryan. Para empezar, era alta, más alta que él. De hecho, más o menos de mi estatura. Y tenía el pelo rubio y brillante. Bueno, no exactamente rubio, más bien como el tono del Opal Fruits amarillo. Precioso. El vestido también era amarillo, pero de un tono algo diferente. «Qué atrevida», pensé, súbitamente irritada por mi aspecto repipi. Llevaba mucho brillo rojo en los labios, como si se hubiera dado de morros contra un charco de mermelada de fresa. Y me sorprendió que no tuviera pinta de subsistir a base de cigarrillos y café. Una o dos comidas decentes cruzaban cada día esos labios de mermelada roja. Tampoco observé cicatrices de escalpelo en los brazos.

—¿Qué tal por Nueva York? —pregunté a Bryan.

—Bien —contestó.

—Me alegro —dije—. Estaba preocupada.

En realidad no dije eso, pero lo pensé. La verdad es que no hice nada por animar la conversación. Habían pasado diez años y Bryan todavía era capaz de robarme la capacidad de habla.

Durante la comida ella estuvo muy dicharachera y bebió mucho. Por supuesto que bebió mucho. Casi todas las personas creativas tenían un problema con el alcohol. Sacudía el cabello amarillo que no encajaba del todo con el vestido amarillo, y parecía que Jennifer le caía bien. Durante un silenció en la conversación le confesó a voz en grito que tenía tanta celulitis que podía ver en ella el perfil de Calista Flockhart.

Al buscar discretamente, por debajo de la mesa, cicatrices en sus piernas, advertí que estas tenían bastante vello. Al principio pensé que ese detalle no encajaba con la imagen que me había hecho de ella, pero luego me dije que sí. La esposa de Bryan era un espíritu libre que pasaba de los convencionalismos. Mi respeto hacia ella se disparó y me avergoncé de mis suaves piernas depiladas. Yo no era más que una esclava sin imaginación.

Después de los discursos de rigor, los fumadores salieron al jardín. Aprovechando el momento, Jennifer me llevó a un lado.

—Caray, ese Bryan es la cosa más aburrida que he visto en mi vida. Mantener una conversación con él es como intentar sacarle sangre a un nabo. ¿Dónde está Al? Necesito fuego.

Al era mi acompañante, mi «preferido». De hecho, era el hombre que me había dicho que tenía una imaginación febril y que debería vivir la vida. Estábamos muy unidos. Me gustaba su sinceridad cuando hablaba. El simple hecho de que hablara ya era, de por sí, un rasgo muy atractivo, pensé de repente al observar a Bryan, sentado al otro lado de la mesa, y comprender que la conversación sería inexistente hasta que regresaran los fumadores.

Al cabo de un rato vi a Jennifer cruzar el salón a toda mecha. Tenía el cuello tenso y los ojos encendidos de indignación.

Me arrancó de la mesa.

—Esa Danielle —me dijo con la voz temblorosa— ha intentado pelearse conmigo en los lavabos. Qué tía tan chabacana.

—Bueno, es una artista. —Me encogí de hombros—. Los artistas son temperamentales.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Jennifer—. Es pintora.

—Por eso, una artista.

—No —me corrigió irritada—. Es pintora de brocha gorda, una pintora de brocha gorda chabacana. Está borracha y es una chabacana.

Pintora de brocha gorda. No pintora de cuadros, sino pintora de brocha gorda. Naturalmente, el dato me dejó helada. Hasta que empecé a elaborarlo. ¿No era genial? Una mujer en un mundo de hombres, rompiendo moldes, yendo contracorriente...

Me detuve en seco. Ya era suficiente. En ese momento, Al entró en el salón y echó a andar hacia mí. Parecía muy contento de verme, a pesar de que solo había estado ausente diez minutos. Fui a su encuentro.

«Chabacana», me dije. Me gusta esa palabra. «Chabacana», repetí. «Chabacana.”.

Escrito originalmente para la BBC Radio,

emitido el 29 de diciembre de 2000

Pregunta.

Querida mamá Walsh, es usted la bomba. ¿Cree en la monogamia?

Darren, Cork

Respuesta.

Querido Darren de Cork, por supuesto que creo en la monogamia, diablillo descarado. Soy católica hasta la médula.

Pregunta.

Querida mamá Walsh, no puede culpar a un tipo por intentarlo. Respóndame a dos cosas. Una, si pudiera ser un animal, ¿cuál sería? Y dos, ¿cuál es su verdadero nombre? No puedo llamarla siempre mamá Walsh, ¿no le parece?

Darren, Cork

Respuesta.

Querido Darren de Cork, ¿por qué no? Mamá Walsh es mi nombre profesional. No puedo revelar mi verdadero nombre a cualquier hijo de vecino. Darren de Cork, estoy empezando a pensar que eres un poco raro, y sé lo que pretendes con esa pregunta del animal, es un truco más viejo que Matusalén. Si digo que mi animal favorito es un tigre (que no lo es), dirás que eso significa que me gustaría tener un tigre en la cama. En realidad, no me gustan los animales, me parecen criaturas sucias y estúpidas. He disfrutado de nuestra correspondencia, pero creo que ha llegado el momento de ponerle fin. Por lo que más quieras, haz amigos con gente de tu edad y deja de dar la lata a los de mi quinta.

Pregunta.

Querida mamá Walsh, qué dura es usted. ¡Uau, me encanta! Pero he pillado el mensaje.

Darren, Cork