6.Espejito, espejito

Recuerdo la primera vez que me di cuenta de que mi cara no era la adecuada. Yo tenía seis años, un hermanito sonriente y mofletudo y una hermanita de ojos oscuros con cara de ángel, una auténtica belleza. Una prima lejana de mi madre que estaba a punto de casarse nos conoció y pensó que mi exquisita hermana sería un complemento adorable para su boda. Llevando la cola, por ejemplo, o como minidama de honor. A mí, como no era exquisita, no me necesitaba. Hasta que descubrió que mi hermana no solo era mona sino peligrosamente decidida (generalmente ambas cosas van juntas; ¿es que la fealdad nos vuelve mansos?) y no podía fiarse de que avanzara por el pasillo en el momento oportuno. Así pues, la prima lejana de mi madre creó para mí un puesto simbólico (llevando las flores, si no recuerdo mal, aunque en realidad hacía de gorila) para que mantuviera a mi hermana pequeña bajo control. Debí mandarla directamente al cuerno, desde luego, pero qué quieres, tenía seis años, había un vestido largo de por medio, iban a hacerme un moño, llevaría las flores...

Este episodio, aunque tremendamente ofensivo, no fue del todo una sorpresa. Antes de eso siempre había odiado que me hicieran fotos y hacía muecas horribles delante de la cámara porque pensaba que si me ponía superfea, la gente no se daría cuenta de la fealdad corriente y prosaica que se escondía debajo.

Solo Dios sabe de dónde me viene esa manía. He repasado mi vida con un peine de finas púas en busca del trauma, de ese momento en que empecé a odiarme, pero, para mi gran decepción, no he encontrado nada. Tuve una infancia totalmente estable y normal y solo yo soy responsable de las ideas que he generado sobre mi aspecto.

Cargué con ese odio hacia mi persona a lo largo de la adolescencia (¡aaargggh!) y la edad adulta, donde a veces amainaba pero sin llegar a desaparecer. Vale, no todo es culpa mía. Vivimos en una era obsesionada con la imagen y cada día nos bombardean con cánones de belleza inalcanzables. Adolescentes informes venden ropa para mujeres de treinta y tantos. La piel de las modelos se realza fotográficamente para que parezca translúcida, y les alargan y estrechan el cuerpo. No hace mucho, se dice que Cindy Crawford declaró: «Algunas mañanas, al despertarme, ni siquiera yo me parezco a Cindy Crawford». En mis días buenos sé que nada de eso es real, pero, hasta en mis mejores días, no puedo evitar esforzarme. O, cuando menos, tener la decencia de sentirme fatal si no lo hago.

No he conocido a una sola mujer que esté totalmente satisfecha con su aspecto, siempre hay alguna cosa que le gustaría cambiar, pero a mí —y me sorprende reconocerlo— me disgusta casi todo del mío. No es que sienta rabia hacia mi aspecto, al menos no siempre, solo cuando estoy premenstrual o tengo que comprarme un vestido para una boda o encontrarme con alguien del colegio que ha tenido tres hijos pero sigue utilizando la talla 38...

A lo largo de los años he hecho suficiente terapia y he absorbido suficiente psicología popular para saber que nada de eso tiene que ver con mi aspecto, sino con cómo me veo yo. He aprendido que una gran parte de la «fealdad» está en la mente, que hasta a la gente que, objetivamente hablando, es deslumbrantemente bella le pasa, pero lo cierto es que hay un montón de cosas en mí que están mal hechas. Algunas personas se quejan de tener las orejas grandes y salidas. De hecho, una buena amiga mía (una ricura, antes y ahora), a los doce años se pasó un mes pegándose las orejas a la cabeza con celo todas las noches. Luego lo dejó, pues recuperó la cordura al mismo tiempo que se le agotó el celo. Pero yo no tengo las orejas salidas. Lo mío es peor. Tengo una oreja salida.

Exacto, solo una. La otra oreja es pequeña, compacta y plana. Descubrí la disparidad cuando tenía catorce años y me estaba examinando en el espejo (era una adolescente, no hacía mucho más en todo el día). En un momento dado, el pánico se apoderó de mí. ¿Dónde tenía la otra oreja?

Así pues, no puedo llevar el pelo corto ni apartado de la cara porque mi gran asimetría auricular resulta irrisoriamente obvia. De hecho, durante otra intensa inspección adolescente, descubrí que toda mi cara es asimétrica. Por lo general, en la vida real consigo disimularlo si estoy todo el rato hablando animadamente y no dejo que mi rostro se sosiegue. Pero en las fotos, cuando mi imagen aparece congelada, la espantosa verdad se hace patente y parezco una pintura de Picasso en su período cubista. (No estoy buscando compasión, pero, debido a mi trabajo, han de hacerme muchas fotos y no imagináis la de horas que derrocho con los fotógrafos manipulando focos, objetivos y ángulos, pero por mucho que manipulemos siempre acabo pareciéndome a Dora Maar.)

Y eso solo de cuello para arriba. No me hagáis empezar con el resto. Mi cuerpo es un campo de batalla y tengo un par de «amigas» a las que estoy evitando porque lo primero que hacen al verme es «pesarme» con su mirada taladradora y mordaz. Ya me juzgo lo bastante a mí misma para aceptar que lo hagan otros. (Creo que eso es algo bueno, un signo de madurez.) Creedme, sé muy bien cuándo estoy engordando, que suele coincidir con las ocasiones en que respiro. El caso es que me hallo en un dilema, pues cuando estoy angustiada y triste como dulces, pero cuando estoy tranquila no voy al gimnasio. ¿El resultado? Un contorno en constante crecimiento, hasta el punto de que comprar ropa se convierte en un tormento. Me encanta la ropa, sobre todo la que intentan venderme las informes de dieciséis años, pero regreso de mis compras enfurecida y avergonzada por lo mal que me queda. Las únicas ocasiones en que regreso contenta a casa es cuando me he probado cosas en tiendas con espejos inadvertidamente inclinados hacia delante que le quitan cinco kilos a mi silueta. Idiota de mí, creo lo que veo, hasta que me pruebo las prendas frente a mi espejo imperdonablemente recto. (Llevo tiempo queriendo empezar una campaña contra el timo de esas tiendas. ¿Alguien se apunta? ¡Asaltemos los probadores!)

El sufrimiento que me produce mi aspecto se parece un poco a una gripe. Puedo funcionar satisfactoriamente durante un tiempo sin apreciar los síntomas, hasta que estos me golpean como una tonelada de ladrillos. Hace un par de años me asaltó súbitamente mi viejo problema, y una amiga me sugirió que probara el hipnotismo. Ella había visto a un hipnotizador y había salido una hora después rebosante de confianza, autorrespeto y paz interior. Enseguida pedí una cita. Pero mi terapeuta era otra y cuando llegué a su despacho, en lugar de tumbarme en un diván y decirme que tenía sueño, me sentó en una silla y me preguntó sobre mi relación con mi padre. Inquieta, le dije que había venido por lo del hipnotismo, el arreglo instantáneo, no para otra tanda de psicoterapia. La mujer me contestó que los arreglos instantáneos no existían y que, hasta que lo supiera todo sobre mí, no podría ayudarme. En ese momento casi me eché a llorar. Entonces me levanté para irme, con tal malhumor encima que la mujer accedió a probar un poco de hipnotismo. Todavía sentada en la silla, cerré los ojos mientras ella recitaba: «Estás bajando, bajando, cada vez más. Bajas, bajas, bajas cada vez más. Siguesbajandobajandobajando». Llegados a este punto, abrí los ojos de par en par y tuve que hacer un gran esfuerzo para no levantarme de un salto con mi guitarra aérea y cantar esa canción de Status Quo. («Down, down, deeper 'n' down. Ner-ner-ner-ner!» ¡Mueve esas greñas, nena!)

En fin, que el hipnotismo no funcionó y, paradójicamente, el asunto ha ido perdiendo peso con los años. Y no solo porque pienso que cuando sea mayor a la gente no le importará mi aspecto y estará mucho más interesada en mi personalidad. (Es cierto que a veces tengo la tentación de mentir sobre mi edad. Si le digo a la gente que tengo cincuenta y dos en lugar de treinta y nueve, pensarán que estoy estupenda. Puede que hasta digan: «No tiene mal tipo para una cincuentona». Vaya, que el contexto lo es todo.) Puede decirse que ya he derribado a mis demonios internos. Quizá se deba a toda la terapia que he hecho o a que por fin estoy madurando. Después de todo, la obsesión por el aspecto personal es bochornosamente adolescente, y la verdad es que con el tiempo acaba una por aburrirse. Por no mencionar el tiempo que te roba. Francamente, estos días estoy demasiado ocupada para hacerle un hueco a la tarea de detestarme.

El contacto constante con mis limitaciones me ha llevado a un punto en que puedo ver fotos mías, comentar despreocupadamente «Dios, estoy horrible» y seguir adelante con mi vida. Y cada vez me resulta más fácil concentrarme en mis cosas buenas. (Ejemplos: suelo comprar The Big Issue, soy amable con los animales pese al miedo que me dan, nunca he pegado a un fotógrafo y le deseo lo mejor a Cindy Crawford.) Aunque lo más importante es lo que mi madre me dijo un día después de someterla a una vehemente perorata sobre mis velludas piernas. Escuchó pacientemente, asintió solidariamente y respondió:

—Al menos tienes piernas.

Por supuesto, tiene razón.

Publicado originalmente en Woman and Home,

mayo de 2003