CAPÍTULO XVII
UN VERANO DE LOCOS
NINIANA INSPECCIONÓ DETENIDAMENTE la habitación de Targo, con su chimenea abierta, las ventanas y contraventanas y el estrecho camastro. Era pequeña, pero estaba bien distribuida y con el fuego podrían obtener el agua caliente que Targo iba a necesitar, en caso de que sobreviviera. En un rincón, bajo un foco de luz difusa, había un montón de pieles y telas de lana ordinaria, que cubrían el camastro y la figura encogida que éste albergaba. Niniana se puso firme y se dispuso a dar batalla a la edad, al padecimiento y a aquella enfermedad mortal.
Se arrodilló junto al montón de pieles y retiró el hatillo de telas con el que Targo se arropaba la cara. Aunque seguía teniendo los mismos ojos vivos, color almendra, de siempre, sus facciones estaban hundidas, tanto que podían apreciársele todos los huesos bajo una piel transparente, como papel de fumar. Al anciano le corría una capa de sudor por la frente.
—A ver, Targo, dile a Niniana dónde te duele —ordenó con eficacia maternal.
Targo no le hizo ningún caso, porque estaba atento a la conversación que Artor y Myrddion mantenían al otro lado de la pesada puerta.
—Que no entren —dijo resollando, esforzándose por pronunciar las palabras, y Niniana comprobó el gorgoteo de la espesa flema que le obstruía los pulmones. El anciano volvió a repetir lo mismo otra vez y se veía que el esfuerzo lo debilitaba aún más.
Niniana se levantó y se dirigió con toda intención a la puerta.
—Por favor, señor. Lord Targo está cansándose mucho, por miedo a que enferméis. Ahora es mi paciente, así que debéis dejarme hacer a mí todo lo que se pueda hacer.
—¿Cuántos años tiene esta aprendiz tuya, Myrddion? ¿Dieciséis? —preguntó Artor.
—Tiene diecisiete, señor —contestó Myrddion compungido—. Y realmente espera que se produzca no sé qué milagro. Es absurdo, pero no hay quien la detenga.
—Entonces a lo mejor deberías quitártela del medio —sugirió Artor de manera algo brusca.
—No puedo, así que por favor no me pidas eso. Sé que debería hacerlo, señor, pero veo que cuando decido buscarle un marido adecuado, siempre encuentro una excusa para no hacerlo.
Myrddion parecía tan abatido que Artor miró a su viejo consejero con auténtico interés. Myrddion se había ruborizado.
—Vaya, vaya. Por fin han pescado al gran Myrddion.
Myrddion torció el gesto entre tímido y avergonzado, con tanta hondura que a Artor se le partió el corazón.
—Tengo sesenta años y hasta ahora he conseguido desafiar al tiempo, pero no soy eterno. Y Niniana es poco más que una cría. Mi amor resulta obsceno e indigno y nunca va a ser correspondido por una chica tan hermosa. No puedo negar que la amo, siquiera por lo que la admiro, con ese cerebro tan despierto que tiene y esa naturaleza tan indomable. Si fuera mayor, le dejaría ver mis sentimientos, pero Niniana es una cría en todo, por eso intento seguir siendo su maestro, sin más.
—Wenhaver es sólo un poco mayor que Niniana —contestó Artor con indiferencia—. Mi padre, como el rey David de los judíos, se metía en la cama con niñas para aliviar sus dolores y transmitir su enfermedad a cuerpos más jóvenes y fuertes. Lo único que haces es divagar de manera absurda, viejo. La edad siempre se aparea con la juventud. No voy a decir que es el tipo de pareja ideal, pero tampoco es rara. No entiendo por qué eres tan… Escrupuloso, cuando juzgas lo que sientes por ella.
Myrddion miró al rey con tristeza, como si quisiera obligar a un Artor más viejo y a veces enigmático a que comprendiera sus reservas. El joven Artorex habría entendido al momento por qué se torturaba tanto con el sentido de la obligación y la decencia. Artorex habría sabido hasta qué punto la juventud llama a la juventud.
Myrddion se cuadró, con gesto de resolución. Disfrutaría de los años que le quedaban con Niniana, en vez de perder un tiempo tan precioso sumido en las vacilaciones y el infortunio. Si, para cuando saliera, la chica no estuviera contagiada de peste, puede que él hubiera conseguido desenmarañar esos sentimientos tan poco convencionales que le aturdían. De momento, lo que la joven necesitaba era que él fuera resuelto y objetivo. Parecía que algo de luz se iba abriendo entre las turbias aguas de su cerebro, barriendo con ello sus dudas; y, como siempre, mañana sería otro día.
—Tenemos que ayudar a Niniana, señor. Va a necesitar un balde grande para agua, aguamaniles, telas finas, recipientes con tapadera y una buena cantidad de comida fácil de calentar y agua. Hay que apostar aquí a una sirvienta para que atienda las demandas de Niniana en cuanto las pida, pero sólo una criada y siempre la misma. Y que quemen todo lo que salga de esa habitación.
—¿Todo qué? No entiendo.
—El cuerpo sigue funcionando y teniendo sus necesidades, señor —Myrddion carraspeó respetuosamente, hasta que el rey se puso colorado.
—Claro —dijo Artor diligentemente—. Nunca me había parado a pensar en esos aspectos prácticos. Organízalo todo tú en mi nombre, pero mantenme informado.
Myrddion asintió con la cabeza y los hombres se separaron.
Desde la habitación Niniana los oyó alejarse y se quedó más tranquila. La tarea más importante que le habían encomendado hasta ahora era sencillamente aliviarle el dolor a Targo, así que ya tenía una causa noble por la que luchar. Gallwyn a menudo le decía que si había sobrevivido a tantos problemas al nacer, era porque los dioses le tenían reservada una misión; tenía el futuro trazado, anudado en una lazada de oro, que sólo a ella le correspondía soltar.
—Bueno, Targo, ya estamos solos tú, Perce y yo. Pero no me has dicho exactamente cómo te encuentras, así que cuéntamelo o me voy a enfadar. Y te aseguro, viejo, que más te vale tenerme contenta.
—¡Malditas mujeres! —farfulló el anciano—. Causan más problema de lo que ayudan, sobre todo las prepotentes.
—Te he oído —contestó Niniana con dulzura.
Niniana empezó a pasarle a Targo una esponja húmeda por todo el cuerpo, cosido y decrépito, y comprobó que efectivamente tenía fiebre, pero también estaba segura de que no se trataba de la fatídica peste. En todo caso, el tratamiento era el mismo y de nada servía darle vueltas a lo inevitable. Primero convenció al anciano para que no se avergonzara lo más mínimo cuando tuviera que hacer sus necesidades, y después tuvo que soportar la actitud fuertemente protectora de Perce en relación al mismo tema. Como vio que Perce dormía en un pequeño cubículo, decidió que aquel apartado podía servirles de letrina a los dos.
Lo más urgente era que Perce sacara su camastro de allí y después Niniana le encargó que metiera los artículos y enseres de enfermería que les habían dejado en la puerta y los fuera almacenando en aquel cubículo.
—Myrddion no me ha fallado —observó Niniana satisfecha—. Me ha traído todo lo que vamos a necesitar.
—Veo que se ocupa de nuestras necesidades más íntimas —dijo Targo con aspereza.
—Pues claro. Perce y yo también necesitamos una letrina, así que no pongas tantas pegas, abuelo —la chica sonrió con dulzura—. Y ahora, Targo, es hora de que te tomes una infusión para bajar la fiebre.
—Y no me va a gustar nada, ¿a que no? —dijo Targo haciendo una mueca de asco antes de empezar.
—Te va a repugnar —contestó Niniana con buen humor—. Pero vete haciéndote a la idea.
El cuerpo de Targo estaba agotado por la edad. Niniana albergaba pocas esperanzas de que pudiera combatir esa infección, que poco a poco se iba apoderando de sus pulmones.
Targo tardó días en morir porque Niniana hizo hasta lo impensable para mantenerlo con vida. Tres veces al día le colocaba la cabeza al borde del camastro, le metía varias almohadas bajo las nalgas, le daba golpecitos en la espalda y le frotaba el pecho y los costados con pócimas extrañas. Con eso Targo empezaba a toser para expulsar el pérfido moco verde que parecía ir ahogándolo poco a poco. Después de cada sesión el anciano se dedicaba a narrar anécdotas de su larga y aventurada vida y le pedía a Niniana que anotara todo lo que iba diciendo, palabra por palabra. Era la historia última de una vida llena de devastación y de orgullo guerrero, lo que más apasionaba a Targo, después de su pequeño Artorex.
En las terribles y extrañas cuestiones del combate, Targo era todo un maestro. Si hubiera vivido en otro mundo, si hubiera tenido unos padres distintos de aquellos campesinos que inicialmente guiaron sus pasos, podría haber llegado muy alto, porque era inteligente y un superviviente nato. Pero sus verdaderos padres fueron las legiones romanas desde que era poco más que un muchacho, y sus compañeros de armas la única familia que tuvo. Todo lo que se le exigía era una obediencia ciega y habilidad para matar.
Por las noches Niniana consideraba los horrores que Targo le contaba y observaba el mapa de las viejas cicatrices que le cosían el cuerpo, ahora tan frágil. La alegría con que el anciano narraba las anécdotas se compadecía mal con la violencia que encarnaban. Parecía no verse muy afectado por lo que había visto o por lo que había hecho.
Niniana contemplaba la luna, apoyada contra el minúsculo resquicio de una ventana. No había ni una sola nube. Allá lejos, distantes y temblorosas, brillaban las estrellas. Una leve brisa le revoloteó el pelo, refrescó la minúscula habitación y acercó el sonido de unas risas achispadas.
«Targo es como un niño que juega a la guerra con soldados de broma y nunca le ha preocupado la sangría que provoca ese pasatiempo tan querido por reyes y dirigentes —musitó Niniana—. Supongo que es un realista; el mundo es un lugar cruel y despiadado y Targo ha tenido que sobreponerse a tanta aberración considerando la guerra como una ocupación».
—Cuánto te echo de menos, Myrddion —dijo Niniana, lanzando sus palabras al viento que le acariciaba la frente—. Echo de menos nuestras charlas.
Pero la oscuridad no resulta siempre tan amigable. Y si no pregúntenselo a los niños, a ver cuántos horrores esconden los oscuros rincones donde la luz no alcanza. Y tampoco reconforta la oscuridad, con sus negros pliegues herméticos, capaces de ocultar todo tipo de iniquidades, que quedarían estigmatizadas a plena luz del día.
En los establos del rey, Wenhaver, incitada por pensamientos prohibidos y un profundo deseo que reclamaba ser saciado, dejaba a un lado su honor y sus obligaciones para besar a Galván, un tanto intimidado.
La cena que le había traído quedó olvidada en un rincón, mientras reina y príncipe se enredaban placenteramente entre la paja, rendidos a sus instintos y a la frivolidad de su traición. Y si Galván resultó ser un amante más atento y vehemente que el rey era porque obedecía las órdenes de Wenhaver, o eso pensaba él. Como de costumbre, Galván actuó sin medir el alcance de las consecuencias. Y también es verdad que los torneados brazos de la reina, sus cabellos largos y ondulados, esos pechos tersos, que de algún modo se habían hecho hueco dentro de su ardiente boca, no llamaban precisamente a la prudencia o a la conversación. En ningún momento pensó estar traicionando a la familia.
Así se pierden los reinos y se hunden los hombres.
En cuanto a Wenhaver, se excusaba diciendo que quería castigar a su marido. La repudiaba desde que Myrnia se había ido de Cadbury. Aunque ni Artor ni Myrddion le reprocharon nunca abiertamente su crueldad, por los ajetreados pasillos de la fortaleza se extendieron los comentarios como zarcillos de humo, de modo que soldados, sirvientes y hasta los ciudadanos miraban a Wenhaver con una mezcla de desaprobación y curiosidad morbosa.
Wenhaver no podía enfrentarse a sus detractores pretendiendo negar su culpa. Por las noches, en su espléndida cama, atendida por atentas criadas que se mantenían a prudente distancia, se desesperaba y odiaba a su marido por haber dicho algo que en su fuero interno ella sabía que era verdad. Pero, como siempre, le daba la vuelta a las culpas. Fue culpa de Myrnia. El responsable fue Artor. Y conseguía describir todas las vejaciones, reales o imaginarias, que había sufrido desde que llegó a Cadbury para justificarse.
Por eso, al seducir al sobrino del rey, la reina se sentía mucho, muchísimo mejor.
POR LA NOCHE siempre se mataba. En la fortaleza se cometían mil asesinatos menores bajo el manto de la oscuridad, cuando lechuzas, ratas o insectos guiados por sus instintos acechaban a cualquier presa que pudiera salirles al paso.
Desde un escondido rincón de la ciudadela unos ojos fríos y desapasionados observaban cómo se reflejaba la luna sobre los cabellos de Niniana. Las pupilas, negras y estáticas, enmascaraban un deseo de apretar, violar, hundir los dientes con fuerza en aquellos pechos proporcionados, perfectos. Desde la distancia Niniana notó instintivamente la presencia y sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Se alejó del ventanuco y tapó a su paciente, que en su estado febril se había movido, dejando parte del costado al descubierto.
Amaneció por fin, después de una noche agitada, en que el viento, como si fuera alguien que intentara entrar con poderosos dedos, estuvo golpeando insistentemente las contraventanas. Targo estaba agonizando; se esforzaba por coger aire y tenía el corazón muy abultado. Niniana ya había presenciado esta dolencia antes, cuando murió Gallwyn, y sabía que por mucho que hiciera, no conseguiría nada. Aquel menguado armazón no tenía signo ninguno de estar infectado por la peste. Así que se arriesgó. Abrió un poco la puerta y murmuró algo a la criada que estaba fuera.
—Dile al rey supremo que Targo se está muriendo. Dile que el mal de su anciano amigo es la edad y no la peste. El alma de Targo se dispone a realizar la oscura travesía que separa este mundo del siguiente y quiere despedirse de su señor.
Targo se encontraba inquieto y su rostro reflejaba un tono apagado y febril.
—Es jodido ser viejo y morirse, pequeña —murmuró, expresando con la mirada que aún conservaba el mismo ingenio y la misma inteligencia.
—Nos llega a todos, querido Targo. Pero mira lo bien que has vivido; has visto lugares exóticos y has conocido hombres que ya forman parte de la leyenda. Marchas a descansar, pero sabiendo que has tenido una vida plena.
—Qué buena eres, hija, queriendo consolarme. Pero la mente siempre anhela seguir viviendo, por mucho que el cuerpo duela. Ver una cara tan hermosa como la tuya es mucho mejor medicina que esos asquerosos potingues que me das. Pero lo que realmente me gustaría ahora es tomarme un buen vaso de vino tinto, chiquitina. No me va a hacer daño; no puede hacerme daño —Targo sonrió con su antigua malicia—. Me voy a morir igual, hija. Anda, por favor.
—Eres un demonio, Targo —dijo Niniana riéndose de veras—. Perce encontrará un jarrito de buen vino español. O, mejor, que traiga una botella y varios vasos, para que bebamos todos. Hades tendrá que esperar a que terminemos de brindar.
—¡Así se habla! —murmuró Targo—. ¡Que el jodido se espere! Me ha estado acosando toda la vida, desde que tengo uso de razón, y tendrá que ingeniárselas para capturarme, así que de momento que se quede ahí plantado hasta que yo esté listo y bien. Además, no me encuentro tan mal… Teniendo en cuenta —el viejo soldado dio unas palmaditas en la mano a Niniana—. A veces pienso que habría preferido morir en la batalla, defendiendo a Artor… Pero entonces no te habría conocido. Sí, la edad es muy jodida…, pero tiene sus compensaciones.
—Creo haber oído mi nombre —interrumpió el rey, entrando en la habitación. Se arrodilló junto al camastro de Targo y le agarró con fuerza la mano entre las suyas—. Dice Niniana que estás considerando seriamente abandonarme. ¿Pero cómo vas a conseguir que no me vaya al carajo, cuando no me puedas dar consejos?
Niniana se sonrojó al oír ese lenguaje soldadesco, pero Targo sonrió, mostrando los pocos dientes que le quedaban.
—¡Así me gusta, éste es mi chico! Sí, lo más probable es que te vayas al carajo, pero lo mismo le ocurriría a un César en este país de estúpidos y de puñetera agua. No hay nada que hacer, chico. Nada que hacer.
El anciano cogió la mano de Artor y la besó. Niniana notaba que se le acumulaban las lágrimas en los ojos y tuvo que frotarse las mejillas con la mano para borrar cualquier rastro que pudiera traicionarla. No era momento de llorar cuando se estaba muriendo un guerrero.
—Te he querido como a un hijo, muchacho. Y también quise a Gallia. Y todavía me duele más pensar que Licia está hecha toda una mujer, y una esposa, y que no estuvimos allí para celebrar con ella su gran día. La vieja Frith siempre tenía razón, ¿verdad? Hay hombres que tienen que soportar más cargas que otros.
Artor estaba a punto de llorar. Niniana podía percibir las lágrimas, rondándole aquellos ojos penetrantes que ahora estaban sencillamente mustios y tristes.
—Si los sacerdotes tienen razón, Targo, Frith y Gallia te están esperando para recibirte. Lady Livinia, Antor, Luka, la Escoria… ¡Tantos amigos que están esperando que llegues!
Niniana no tenía ni idea de lo que hablaban, pero al ver cómo se querían y lo unidos que estaban después de tantas experiencias vitales, descubrió para sí un nuevo rey supremo de los británicos. Ante su atenta mirada, Artor se estaba mostrando como un auténtico hombre, capaz de amar apasionadamente, además de gobernar sin piedad, que es lo que hasta ahora conocía de él.
Perce entró apresuradamente en la habitación intentando que no se le cayera la jarra de vino llena de polvo y los vasos algo burdos que traía en la bandeja. Se inclinó ante el rey y empezó a llenar los vasos con un vino caro, color rubí.
Artor enarcó una ceja mirando a Niniana, quien le explicó que Targo había pedido como último deseo beberse un buen vaso de vino y que ella había decidido que todos se unieran a él. Mientras hablaba entró Myrddion en la habitación y también a él le dieron una copa.
Perce incorporó un poco al anciano con mucha suavidad y le puso unos almohadones para que se apoyara. Con ayuda de Niniana, Targo bebió con tanta fruición que hasta le salieron unos colores sonrosados en las mejillas.
—Por Artor, rey de los británicos, mi rey y mi último señor —dijo Targo con toda seriedad y voz moribunda y frágil—. Mi mejor dueño, el que me ha dado mis más grandes triunfos.
Con la misma solemnidad Niniana, Perce y Myrddion bebieron con él a la salud de Artor.
—En recompensa a mi lealtad, te pido que recuerdes la promesa que me hiciste, señor —añadió Targo con habilidad, iluminándosele los ojos—. Te pido que te portes bien con el joven Perce. Ya casi está a punto y será para ti un guerrero leal, que te protegerá siempre, por el cariño que me tiene. Descansaré más tranquilo sabiendo que va a ocupar mi puesto.
Artor levantó su copa, bebió y saludó a Targo.
—Por las horas que pasaste enseñándome a combatir, por las lágrimas que hemos vertido juntos y por las pérdidas que hemos soportado los dos, mano a mano, juro que cumpliré la promesa que te hice, amigo.
—Con eso vale —resolló Targo—. ¿Pero que hay que hacer aquí para que te sirvan una copa?
Perce miró a Niniana sin saber qué hacer y la joven asintió con la cabeza casi imperceptiblemente. El muchacho volvió a llenar el vaso de Targo.
—¿Cómo eres de rápido, chico? —preguntó Targo muy despacio.
—Bastante —a Artor se le quebró la voz. Se le llenaron los ojos de lágrimas, aunque mantenía la boca cerrada, aguantando con todo el coraje posible.
Targo bebió unos sorbos y después dejó el vaso a un lado, con las fuerzas muy menguadas.
—Estoy muy cansado —susurró el anciano, cerrando los ojos.
Odin entró en la habitación, se hizo cargo de la situación nada más llegar y montó guardia en la puerta como si fuera una efigie de piedra.
Targo estuvo unos cinco minutos dormitando. En medio de aquel silencio se oía mucho la respiración. Niniana le tenía la mano cogida, amarillenta, mientras se fijaba en el vaso a medio beber que el anciano había dejado en el suelo. Parecía que bombeara sangre.
El anciano parpadeó un poco y abrió los ojos cansadamente.
—¿Cómo eres de fuerte, muchacho? —sus palabras apenas salían por entre sus labios resecos.
—Bastante —contestó Artor sin alterarse, aunque tenía todo el rostro húmedo.
—¡Pues entonces, piensa antes de actuar… ya conoces la norma de Targo! ¿Te acuerdas?
De nuevo al anciano se le cerraron los ojos, como si ya no tuviera fuerza para mantenerlos abiertos. Respiraba más lentamente y con mayor esfuerzo, hasta que Niniana pensó que aquel pecho no volvería a palpitar más. Pero Targo seguía con ganas de vivir y volvió a abrir los ojos.
—¿Niniana? Hija, mi daga es para ti.
—No te preocupes, hombre. Descansa, que estamos todos contigo. Artor está aquí. Y Myrddion, Odin y Perce también van a quedarse a tu lado.
Le acarició la frente, pasándole la mano con suavidad maternal, como si Targo fuera un niño pequeño. El anciano, obediente, volvió a cerrar los ojos. Targo ya no era más que una carcasa, una concha quebrada y rota, sin solución. El corazón le seguía funcionando, pero Niniana sabía que su alma pronto se liberaría de aquel cuerpo inútil.
Abrió los ojos de par en par.
—¡Odin! —gritó con expresión súbitamente desesperada. El juto se acercó a la luz de la lámpara para que Targo pudiera al menos reconocer el perfil de aquel cuerpo desgarbado que le resultaba tan familiar.
—¡Prométeme que vas a protegerlo! Cueste lo que cueste, tú… Zoquete… Pagano… Protégele las espaldas a mi muchacho.
—¡Hasta la extenuación! ¡Hasta la muerte! —prometió el juto, y Niniana empezó a sollozar. Ya no podía seguir en silencio, pero tampoco quería apartarse de allí.
Mientras Targo agonizaba, era como si su dios le estuviera pasando un enorme paño invisible para quitarle las arrugas, hasta que los años que soportaba el cuerpo empezaron a desaparecer. Ahora Niniana descubría el rostro alargado e inteligente que Targo tuvo en su día, cuando era joven y vigoroso, y empezó a sollozar más fuerte, sumida en el dolor y la desolación.
—Se ha ido —susurró con una mezcla de alegría y angustia—. El corazón le sigue latiendo un poco… Pero su alma se ha ido.
Gradualmente, con una suavidad que apenas permitía observar minúsculas diferencias, Targo fue respirando cada vez más lento, cada vez más débil… Hasta que ya no respiró más.
El corazón dio un único latido más en aquel pecho tan frágil y el cuerpo de Targo murió.
Artor le besó en los labios y se puso de pie, sin preocuparse de las lágrimas que le corrían por la barba, ahora oscurecida. Tenía el gesto retorcido de dolor, de vacío y de algo más negro que demostraba, como sabía Myrddion, que el rey había sufrido en el último año mucho más que la pérdida de sus amigos.
—Yo me encargaré de lavar a Targo, señor, y de amortajarlo —prometió Niniana.
Levantó la vista y mirando al rey supremo a la cara, lívida, se atrevió a acariciarle la mano. Artor parecía ignorar su pequeño gesto de consuelo.
—¿Quieres que lo entierren? —preguntó, orgullosa de ofrecer este último favor femenino al viejo soldado—. ¿O que lo incineren?
—Targo será incinerado como un auténtico guerrero celta. Y sus cenizas descansarán en Villa Poppinidii, donde pasó tantos años felices.
Los ojos de Artor se volvieron hacia Niniana y parecía como si la viera ahora por primera vez. Por un instante la joven creyó que la iba a atravesar con la mirada y se arrugó ante la fiereza de aquel rostro.
—Te haré llegar una mortaja, la mejor que haya en mi reino. Gracias, Niniana, aprendiz de Myrddion. Estaré siempre en deuda contigo.
—Vivo para servirte, señor. Sólo tienes que pedir lo que necesites.
Artor se inclinó, se dio bruscamente la vuelta y salió a grandes zancadas de la habitación. Myrddion se quedó un instante mirando con cierto temor aquella espalda erguida como una coraza de hierro y a regañadientes fue tras su señor, el rey de los británicos.
ARTOR ENTRÓ EN las dependencias de su esposa como una hidra. La crudeza de sus emociones quebrantó el perfumado ambiente en que se encontró.
—¿Wenhaver? ¿Dónde estás? —voceó.
Las damas de Wenhaver se apartaron de él como pájaros de exótico plumaje alertados por un halcón.
La reina salió de su habitación, con el pelo revuelto y miró a Artor con un punto de desprecio.
—Aquí estoy, marido. No hace falta que grites.
—¿Dónde tienes esa tela de oro que venía con la dote? ¡La necesito!
Artor hablaba con voz áspera y cortante, y las doncellas lo observaban cautelosas, con la mirada baja.
—Tengo intención de hacerme un vestido con ella. La tela es mía y se pagó cuando me casé contigo. La tengo reservada.
Artor no hacía más que abrir y cerrar el puño de su mano derecha. Las doncellas se refugiaron en un rincón de la suntuosa habitación para evitar que les afectara la pelea que sin duda iba a producirse.
—No me fuerces a buscar esa tela, Wenhaver. Es mía, no tuya, así que la quiero para amortajar a Targo, mi más fiel servidor, que acaba de morir.
Si Wenhaver hubiera sido una mujer más inteligente y menos codiciosa habría accedido, viendo la cara de evidente malhumor de su marido. Pero, como siempre, la reina evaluaba las demandas de Artor a través del filtro de sus propios deseos. Había encontrado un sustituto de su marido en la cama y había depositado sus anhelos en un vestido suntuoso, con el que eclipsar a todas las mujeres de occidente.
—¡Ese viejo apestoso! ¡No, no se la doy! Era de mi padre, o sea, mía, ¡y no pienso desprenderme de ella!
Había elevado el tono de voz, rozando la estridencia. Artor, por el contrario, permanecía peligrosamente callado.
—Obedece, mujer, y haz lo que te digo en este preciso instante. ¡Vamos! —señaló a la criada más guapa—. ¡Tú! ¡Encuentra esa tela, ya! ¡Ahora mismo!
—Te lo advierto, Linnet. Ni se te ocurra atreverte —berreó Wenhaver.
Las lealtades de Linnet se debatían entre la perversa cara de Wenhaver y la mirada implacable del rey.
—Linnet. ¡Obedece! ¡Soy el rey!
Por fin se decidió. Fue hasta un inmenso arcón, abrió la tapa y empezó a rebuscar entre los maravillosos paños de tela, hasta que consiguió sacar una pieza luminosa labrada en oro.
Wenhaver dio una patada en el suelo.
—Mandaré que te azoten, Linnet y me importa un pito quién sea tu padre. No eres la doncella del rey, sino la mía. Te ordeno que me des esa tela.
—Como toques a la chica, Wenhaver, te castigaré hasta que tengas las mismas heridas que ella, después de anunciar públicamente en Cadbury Tor a qué se debe el correctivo. Ten cuidado con lo que dices, señora, porque soy el rey supremo y todavía no has pagado por lo que le hiciste a Myrnia. Puede que sea una criada, pero estaba a mi servicio, o sea que cuidadito. Y además, aquí no eres más que una cargante y estúpida esposa, puedes perder tu puesto cuando me complazca.
Toda joven aristócrata de cierta valía que entraba al servicio de Wenhaver aprendía pronto a taparse las orejas para luego poder jurar tranquilamente por los Tuatha de Dannan o por el Cristo que no habían oído nada mientras realizaban sus tareas dentro de las dependencias.
Sin añadir nada más, Artor cogió suavemente el paño que le tendía Linnet y salió de la habitación. Al cerrar la puerta escuchó los berridos de Wenhaver, y el estallido de los botes de cristal lanzados contra la pared, con sus ungüentos y perfumes; hasta que no le quedó más remedio que reconocer que parecía una puta barata.
—A ver si se desespera —murmuró en voz baja, mientras avanzaba por los enrevesados pasillos—. Esa zorra egoísta va a vivir como yo ordene, lo quiera o no; si no, que no viva.
Niniana levantó la vista al oírlo entrar, con la cara bañada en lágrimas. Targo estaba desnudo en su camastro, salvo por el paño que le cubría los genitales. Perce y Niniana le estaban lavando el cuerpo.
—¡Aquí está! —dijo Artor con amabilidad, dejando el bellísimo paño sobre una banqueta—. Targo se merece una mortaja de rey, y por eso llevará la mejor que tengo. En tres días encenderemos la pira funeraria en el patio de Cadbury Tor.
Y se marchó, igual de rápido que vino.
Odin salmodiaba en su lengua, mientras Niniana cosía la mortaja alrededor del cuerpo de Targo. Y cuando estaba a punto de terminar, el juto deslizó sobre el pecho del anciano un pequeño trocito de madera con un barco grabado.
—Así, cuando las valquirias conduzcan su alma al Valhalla, Targo tendrá un barco para surcar los cielos —explicó Odin tranquilamente.
—Targo creía que tenía que pagar al barquero para cruzar la laguna estigia. El rey me ha dejado a mí las monedas —dijo Niniana apesadumbrada y depositó las dos piezas de oro sobre los ojos cerrados de Targo.
Terminó de coser el paño y los restos del viejo romano se sumieron en la oscuridad.
—Por mar, fuego, barco o como jinete del aire —ofició Odin—, nuestro amigo irá al encuentro de los dioses como se merece todo gran guerrero —se volvió para mirar a Niniana—. Hiciste todo lo que estuvo en tu mano, dragoncita.
Niniana lanzó una mirada al juto, manifestando su sorpresa.
—Hablas un celta excelente cuando quieres —dijo—. No me había fijado hasta ahora.
Odin bajó la cabeza y sonrió con timidez.
—Targo sí lo sabía. Me enseñó a hablar su lengua; yo escuchaba y aprendía. Pero Targo me decía que serviría mejor a mi señor si todos pensaran que soy imbécil.
Niniana se rió por primera vez después de tantas horas de tristeza. Era un borbotón de afecto y reconocimiento ante la capacidad de previsión de Targo y… La duplicidad de Odin.
—No se lo diré a nadie —prometió Niniana—. Y seguro que Perce tampoco revelará tu secreto. Después de todo eres el mentor de Perce a partir de ahora.
—¡Niniana! ¡No tenía otra cosa que hacer! —protestó Perce, fingiendo sentirse molesto.
Los tres amigos se cogieron de las manos alrededor del marchito cuerpo de Targo y estuvieron un rato riendo y llorando alternativamente. Al viejo soldado le habría gustado oírlos reír.
Niniana, Perce y Odin se quedaron junto a lo que ya era sólo el caparazón del anciano, y lo velaron toda la noche. Niniana rezaba y cada aliento suyo era un himno de súplica para que Targo no tardara en llegar a su otra vida. Había visto cómo su alma había abandonado el cuerpo y estaba segura de que Targo vivía ya en un mundo que escapaba a su comprensión o a su conocimiento.
No hubo más muertes por contagio. La peste desapareció de Cadbury como había venido, precipitadamente y sin fanfarrias. Fue como si la desaparición de Targo marcara la vuelta a la normalidad. Sensible como siempre al poder de los símbolos, Artor se dedicó con las fuerzas que aún le quedaban a espolear a la población con un solo propósito, construir una inmensa pira funeraria para su amigo. De Cadbury salieron carretas enteras en dirección a los bosques, que volvían quejumbrosas, cargadas de troncos largos y escogidos, ya preparados para el ritual de fuego.
La población no escatimó esfuerzo alguno para el funeral de Targo. El anciano estaba revestido de leyenda, en tanto que maestro de armas del rey y último guerrero romano de Bretaña. Había sido la mano derecha de Artor durante años y en su ancianidad había alcanzado una estatura de gigante a ojos de la gente corriente. Era grande para todos, porque era un hombre sencillo que había rozado la gloria de los dioses y, como los demás ciudadanos normales de Cadbury, había muerto, igual que ellos morirían algún día.
Como se tardó varios días en construir la pira, Artor envió mensajeros para que avisaran de la ceremonia a los antiguos amigos de Targo. Wenhaver era la única que no tenía alabanza alguna para el viejo soldado; se limitaba a fastidiar y a enfurruñarse, alternativamente. Artor prescindía de ella y hacía caso omiso de su infantilismo. La reina soportaba bien los insultos, pero la indiferencia la volvía medio loca de rabia. Por eso, cuando fueron llegando los reyes leales para dar a Targo su último adiós, la reina se comportó como una mala anfitriona, desdeñosa y falta de afecto. Con todo, como los que conocían a Targo no hicieron caso de sus groserías, ella se sintió más víctima aún de la injusticia.
A la semana de la muerte de Targo dispusieron su cuerpo encima de una impresionante pira de troncos. El aire rezumaba un olor embriagador a aceites exóticos, que colocaron en panales de cera entre los troncos, para enmascarar el hedor a putrefacción que emanaba de la mortaja de oro. Artor ordenó que el anciano marchara a la otra vida sin armadura ni armas porque, como le dijo a Llanwith, Targo ya había demostrado su estatus de guerrero y no necesitaba de ninguna espada para proclamar el coraje que tenía como hombre.
La mañana de la ceremonia el día amaneció limpio y templado. Las puertas de la fortaleza estaban abiertas y a Niniana le parecía que había venido la ciudad entera; la plaza estaba repleta de gente y no quedaba ni una elevación donde no hubiera alguien subido para poder ver mejor. Los chiquillos, agitados, balanceaban las piernas al filo de los tejados, deseando ver cómo el gran Artor rendía homenaje a su maestro de armas. Un aire festivo llenaba la plaza, que bullía de emoción y de flores que muchas mujeres habían ido a coger para lanzarlas a la pira; sus brillantes colores suavizaban la austera suntuosidad de los troncos toscamente labrados.
Niniana se había puesto su mejor ropa, y acunaba entre sus brazos la vieja daga de Targo. Iba directamente detrás de su maestro, que vestía de negro, como siempre, y estaba situado a un lado de los reyes tribales.
La figura de Myrddion, alta y esbelta, resultaba viril y delicada a la vez, y hoy lucía una ensortijada cadena de oro en el pecho.
La multitud suspiró al ver salir a Artor de palacio, acompañado por la reina. Wenhaver se había puesto un vestido ostentoso, de brillantes y variados colores. Como resultaba habitual en ella, iba profusamente adornada con piedras preciosas y llevaba el pelo suelto como una doncella. Al ver semejante ostentación festiva, muchas mujeres de entre la multitud torcieron el gesto en señal de desaprobación, pero algunas jóvenes se quedaron embelesadas ante la incuestionable belleza de la reina, pese a que ese día, sin embargo, estaba menos radiante por la expresión altanera y hosca que lucía su rostro.
El rey era una figura sombría, vestida de luto riguroso, sin adorno alguno. Sólo el pelo ámbar y la corona del dragón de oro proporcionaban algo de color a su paso.
Tenía el gesto adusto y duro, pero Niniana sabía que el rey se había pasado horas llorando la noche anterior, porque lo había oído cuando pasaba cerca de sus dependencias. Gruffydd le había dicho que estaba inconsolable y que se había quedado en su habitación la mayor parte del tiempo. Ella fue la única que se dio cuenta de la palidez del monarca, oculta bajo el moreno de su piel, y de lo hinchados que tenía los párpados que cubrían su mirada gris.
Cuando los invitados allí reunidos estuvieron todos acomodados en su sitio, Myrddion Merlín dio un paso al frente y levantó un gran bastón negro que era el símbolo de su condición.
—¡Oíd, gentes de Bretaña! Nos hemos reunido aquí hoy para honrar a un hombre que llegó a nuestras tierras siendo un extraño, en una época de altercados y peligros. Vivió muchos años entre nosotros y nos sirvió con inmenso valor y virtud. Todos los que quieran honrarlo, que hablen ahora para recordar a Targo, Maestro de Armas y escolta del Rey Supremo de los Británicos.
Artor dio un paso al frente y se produjo un silencio sepulcral. De espaldas a la pira, Artor miró a la multitud que tenía delante con la cabeza alta de orgullo por el honor que estaba a punto de rendirle a su amigo.
—Targo, mi amigo, sólo tenía ese nombre. Carecía de apellido por el que conocer a sus antepasados. Todo lo que sabemos de él es que procedía de orígenes humildes y que nació bajo el sol ardiente de las colinas romanas. Cuando lo conocí ya no era tan joven. Fue un encuentro poco amable, porque yo era un muchacho irresponsable y él un exigente maestro de armas. Todavía lo recuerdo sentado bajo un tilo ordenándome que hiciera cosas incomprensibles para mí, que aún era demasiado joven. Y cuando en las sesiones de entrenamiento cometía un error de cálculo, me decía: «¡Estás muerto, chico!». Me enseñó poco a poco a tomar decisiones basadas en la lógica y el razonamiento. Contribuyó a que dejara de ser aquel chico irresponsable para convertirme en un hombre. El que hoy yo esté aquí ante vosotros como rey supremo de los británicos, imbatible ante los sajones, sólo cabe atribuírselo a Targo y a lo que él me enseñó. Sus enseñanzas eran sus leyes vitales. Targo me acompañó siempre en el dolor y en el hastío. Me proporcionó momentos de alegría, de esperanza, de valor, y la fuerza necesaria para enfrentarme a una tarea que aún tenemos que concluir. Y siempre me incitó a reflexionar y a gobernar con justicia, a ser un guerrero, hasta cuando estaba agonizando. Hoy quiero honrar a Targo, mi viejo amigo y más fiel servidor. Era un extraño venido a tierras exóticas, que dedicó toda su vida a mantener la libertad de los británicos en occidente. ¡Ave Targo! ¡Maestro de armas y hombre! ¡Honradle, hombres libres de occidente!
Artor se retiró y tras él intervinieron otras personalidades de renombre, entre ellos Myrddion, que habló del valor y la hombría de Targo.
Gruffydd también dio un paso al frente, con la gran espada de Artor en la mano, y habló de su compañero de taberna, mientras se deshacía en lágrimas, sin importarle lo que pensaran de él.
Y así terminó la ronda de oradores.
Niniana se mordió los labios. Estos hombres habían incidido en los aspectos más preciados de un guerrero, pero se habían dejado muchas cosas de Targo en el tintero, todo lo que ella había observado desde que llegó por primera vez a Cadbury.
Armándose de valor, dio un paso al frente, rompiendo las normas de protocolo. Amedrentada ante la multitud, temerosa, sentía que el corazón se le salía del pecho.
La gente empezó a protestar y Wenhaver con ellos, exultante, porque a las mujeres no les estaba permitido pronunciar discursos de alabanza a los muertos, y menos a una criada desconocida para la mayoría, y de origen campesino.
Niniana aguantó impasible ante la embravecida multitud, una mujer alta y esbelta vestida de plata y gris, que esperó hasta que Artor levantó la mano.
La multitud se calló.
—Sé que estoy hablando contra toda normativa —dijo Niniana con voz alta y clara—, pero rompo la tradición porque Targo era mi amigo y tiene que saber que yo lo amaba y lo respetaba por lo maravilloso que era como persona. ¡Quiero hablar de Targo y no me voy a callar!
El gentío volvió a estallar en gritos de insulto, pero Artor se puso al lado de Niniana y el griterío poco a poco se fue apagando.
—¿Te has vuelto loca, chiquilla? —le preguntó casi al oído—. Te pueden matar, si te enfrentas a toda esta gente. Como se sientan ofendidos, no sé si voy a ser capaz de apaciguarlos.
Niniana miró fijamente a los enfurecidos ojos de Artor.
—Señor, a ti todos te obedecen. Estuve con Targo en su lecho de muerte y sé qué tipo de persona era realmente, en lo más profundo de su corazón, donde ni las armas ni los crímenes pudieron nunca entrar. Alguien tiene que hablar del Targo que trascendía con mucho su oficio de soldado. Como él, yo también vengo de otras tierras, y nos entendíamos, señor, y conozco su historia, tal y como él la relató, de sus propios labios, y la tengo escrita, porque Targo me pidió que lo hiciera durante esos días y esas noches que estuvo agonizante. Reclamo el derecho a hablar por boca de Targo.
Artor miró a la multitud pausada y detenidamente. Con la mirada ensombrecida, reconoció que había muchas facetas de Targo que él nunca se había preocupado por conocer.
—Cuando Targo cayó enfermo, esta mujer lo cuidó poniendo en grave riesgo su vida. Estuvo dispuesta a quedarse con Targo, sin temer al contagio. Niniana asistió a nuestro viejo amigo durante toda su enfermedad y, mientras agonizaba, Targo le contó la historia de su vida. Ella es quien sabe y comprende realmente quién era Targo, lo que pensaba y lo que sentía. No resulta muy adecuado proferir insultos e improperios delante de Targo, que está aquí en una mortaja dorada, cosida puntada a puntada por esta mujer extraordinaria. Os propongo romper con la tradición y que la dejemos hablar, aunque sea mujer y aunque nuestras costumbres no suelen conceder tales licencias a las mujeres. La famosa Boudica, esa extraordinaria britona que casi consigue expulsar a los romanos de nuestras tierras, también era mujer, pero fue castigada como un hombre por Roma. Si nuestros enemigos no hacen distinciones, ¿cómo vamos a hacerlas nosotros?
Por los murmullos de protesta que se oían entre la multitud estaba claro que muchos hombres seguían encolerizados por el atrevimiento de Niniana, pero para otros ese alboroto de censura resultaba mucho más inadecuado que las trivialidades que pudiera decir una mujer.
Niniana, de pie, vestida de gris como un plateado rayo de luz, aguardó en silencio hasta que la multitud se acalló, unos dispuestos a escucharla, otros simplemente ofendidos.
—Como veis, soy una mujer. Y por el pelo, los ojos y el tatuaje salta a la vista que soy bárbara. También está claro que nací en una familia ignorante, salvaje, que adoraba a dioses paganos venidos de las gélidas tierras del norte. Por eso quiero hablar de Targo, un hombre que venía también de lugares paganos, pero meridionales, donde los vientos mecen con suavidad los verdes olivares y donde las viñas se estremecen con las brisas estivales; donde el aire es denso y se carga de aromas a madera quemada y a pescado asado. Eso me contaba los días antes de morir, porque yo nunca he estado en esas tierras y sólo las puedo imaginar.
La gente siguió en silencio, escuchando sin parpadear.
—A Targo no le dejaron tener hijos propios, algo de lo que se lamentó toda su vida. ¿Y quién le privó de este derecho natural? Las mujeres sabemos de estas cosas y lo entendemos. Cuando el país se sintió amenazado, sacaron a los jóvenes y a los críos de sus humildes hogares y los obligaron a incorporarse a las legiones romanas. Nosotras también sabemos de esas miserias, que nos roban a nuestros maridos, a nuestros padres, a nuestros hijos, a nuestros hermanos. Pero Targo nunca se olvidó de lo mucho que amaba aquellas tierras apacibles, de fértiles campos, la vida campesina y los manantiales de agua fresca, porque ése es el primero de todos los amores que uno siente, la pertenencia al hogar.
La multitud empezó a revolverse.
Niniana vio que la gente estaba cambiando de repente de actitud, pero siguió esperando. Era una hija de la luna bajo el sol abrasador del verano.
—Aquí, en esta tierra tan distinta del lugar en que nació, se forjó una nueva vida y un nuevo hogar. Sí, echaba de menos el sol, cuando en invierno empezaban a dolerle sus huesos ya gastados, pero se albergó entre nosotros y aprendió a amar de nuevo los apacibles diseños de los campos, en cuanto se hizo al ritmo de la vegetación que aquí crecía y prosperaba. Fue feliz en Aquae Sulis, más que nunca en la vida. Se unió a una viuda que tenía hijos jóvenes, y los educaron juntos, pero el destino no quiso concederle a Targo la apacible vejez que se merecía.
»Después lo llamó un niño, un hombre-niño que no estaba formado para soportar las cargas que le correspondían por nacimiento y Targo dejó a un lado su bienestar y volvió a tomar la espada. Muchos fueron los que mató, demasiados para recordar cómo eran uno a uno, pero por la noche soñaba que regresaban a él como sombras, para recordarle lo valiosa que es la vida y lo difícil que es merecerla.
»Por amor dejó a un lado su bienestar. Por amor, soportó hasta el último día el peso de las muertes que había provocado. Por amor, envejeció prestando servicio, pese a que era un hombre libre, y que lo fue por tan poco tiempo. Por amor renunció a la tranquilidad de tener al lado una esposa leal. Y por amor prefirió renegar de los verdes campos florecientes por la tierra grana de las líneas de batalla.
»¿Hay mayor amor que el que se da libremente y sin reproches, aunque lance de lleno al que lo ofrece a un mundo del que años antes había desertado? No, amigos. Tenemos que honrar a este hombre porque fue un guerrero que sirvió a su señor dándole mucho más de lo que le permitía su fuerza y de lo que anhelaba su corazón.
»Por eso hablo hoy de este hombre generoso. Fue un soldado de enorme valor, pero también fue un alma delicada, que se vio atrapada en un cuerpo entrenado para el combate. No albergaba rencor alguno por lo que tuvo que hacer. Sencillamente y con honda tristeza lamentaba que su nuevo hogar lo sacara de la paz y la discreción que tanto ansiaba. En su muerte estuvo atendido por un rey, un gran erudito, un criado, un bárbaro y una simple muchacha y, como siempre, volcó sus últimas preocupaciones en quienes quedábamos atrás y no en la dramática parodia de su vida.
En ese momento Niniana se puso aún más erguida y levantó el puño, reproduciendo sin pretenderlo el saludo que soldados y gladiadores hicieron cientos de años antes de que ella naciera.
—¡Ave, Targo! Nos regalaste tu ancianidad y te condenaste a la soledad por un sueño de gloria del que no reclamaste parte alguna. Hoy nos ponemos de pie para honrar tu memoria, porque por lo que tú realmente luchabas, Targo, era por el dulce fuego del hogar, ¡del nuestro y del tuyo!
Cuando terminó su discurso, la gente la ovacionó. Hasta Artor se quedó admirado de que una criatura tan frágil pudiera comprender lo más profundo del ser humano, la aceptación muda del sufrimiento y la muerte para conseguir que la llama siga viva, irradiando calidez en el hogar. Se inclinó ante Niniana, que se retiró a su sitio, a la sombra de su señor, un tanto ruborizada.
Sólo Wenhaver dio muestras de odio, palpable en su mirada.
Artor volvió a salir.
—Y ahora, ¡encomendemos al fuego a este hombre sencillo! —gritó sobreponiéndose al rugir de la multitud allí congregada—. Y recemos para que cuando tengamos que tomar la decisión que ha tomado Targo, nos entreguemos generosamente como hizo él, con fortaleza, elegancia y humor, ¡para que occidente nunca muera!
Artor cogió la antorcha que sostenía uno de los soldados y la introdujo por una de las esquinas de la pira hasta el fondo, y luego otra y otra, hasta que los troncos, las flores, los perfumes y los aceites empezaron a arder poderosamente. Cuando las llamas se alzaron al cielo, el humo blanco envolvió el cadáver, amortajado en oro, y parecía que el cuerpo de Targo se revolvía, queriendo regresar a la vida.
Pocos fueron los que lograron contener las lágrimas mientras se consumía la pira con el cuerpo en su cenit. Los sacerdotes rezaban oraciones por lo bajo, que respondían los ciudadanos de a pie. Todos se sentían apelados a compartir esa noble causa que encamaba la muerte del anciano. Muchos de los guerreros hacían examen de conciencia, y se preguntaban si al verse ante una decisión como la de Targo, serían capaces de dar tanto, de renunciar a todo lo que en su momento anhelaran.
Y así entró Targo en la leyenda y, luego, en el mito, como símbolo humano del gran líder que persiguió a la bestia de la guerra para matarla, pero que nunca abatió a su presa, a pesar de haberse pasado la vida persiguiéndola. Lo que los humanos llevan en lo más profundo de su ser siempre lo glorificarán convirtiendo en símbolo a cualquier persona que encame sus sueños.
Por lo que a Niniana se refiere, conocida ahora bajo el nombre de Doncella del Viento y del Agua por su pelo y su vestido de plata y por el modo en que el torbellino de las llamas hizo saltar sus radiantes mechones en un haz de luz, se convirtió en una figura venerada y temida por la población, porque la absoluta belleza siempre resulta extrañamente inhumana; y pasaron a considerarla una reina, llegada del otro mundo para ser conciencia de Cadbury. Incluso la daga de Targo, gastada y dentada por los años y el uso, expuesta para que todos la vieran, se convirtió en un símbolo de protección, que conferían el gris de la hoja y las elegantes manos níveas de la muchacha. Ya todo el mundo lo sabía.
Al final Niniana consiguió alcanzar la posición que Gallwyn soñó para ella, y se vio envuelta en un manto de amor supersticioso. Siempre que salía por el campo que rodeaba Cadbury a recoger hierbas y raíces para elaborar las pócimas de Myrddion, la gente aseguraba que a su rastro iba dejando un reguero plateado, como si hubiera tenido por padre a un lago y por madre a la luna. La verdad no importaba; nadie quería ver que Niniana recogía las hierbas muy temprano, cuando la hierba aún estaba rebosante de rocío. La muchacha era ya la Doncella del Viento y del Agua y escapaba a la comprensión de los mortales.
¡Cómo se enfurecía Wenhaver, viendo cómo se acrecentaban las historias! ¡Cómo mordía la almohada en la oscuridad de la noche, cuando Artor la rechazaba, y cuánto mal le deseaba a Niniana, esa advenediza, cada vez que la gente le hacía una reverencia respetuosa por los pasillos, las calles y los campos de Cadbury! En la más profunda oscuridad de la laguna estigia de su alma, Wenhaver deseaba desmontar todo lo que su marido había erigido en torno a Niniana, para que la muchedumbre la conociera realmente como la bruja que era.
Y así fue como Wenhaver desechó la condición de reina y adoptó maneras de puta para vengarse, creyendo que su marido no se enteraría o, peor, lo aceptaría con tal de mantener la paz y que Galván le sería incondicionalmente fiel, anteponiendo el placer carnal a la seguridad del reino. Por sus dorados cabellos asomaba el diablo, seductor como el más dulce de los licores, y los pechos hueros de Wenhaver se emponzoñaron de avaricia. Pero por las calles de Cadbury, iba sonriente, repartiendo dinero y comida para ir ganándose a la gente, y se regodeaba al comprobar que poco a poco empezaban a amarla.
—Seré una auténtica reina y veré morir a la bruja blanca —se juró Wenhaver para sus adentros, mientras yacía en brazos de su amante, cuidándose de que no hubiera miradas indiscretas que revelaran su secreto—. Y Artor perderá todo lo que tiene y al morir sabrá que he sido yo quien lo destruyó.