CAPÍTULO II

EL HIJO PERDIDO

ALGÚN DÍA LA antigua calzada romana se llamaría Fosse Way, nombre cotidiano y reconfortante para una vía que fue pensada para el derramamiento de sangre. La calzada, que se construyó para facilitar el movimiento de hombres armados, se abría al paso de la caballería de Artor ancha y recta atravesando los cerros cubiertos de tojos que conducían a Aquae Sulis. El invierno aún se aferraba al terreno, aunque la nieve ya había desaparecido, prometiendo un pronto deshielo primaveral y vientos más cálidos. Los desnudos álamos temblones elevaban sus ramas esqueléticas sobre la tierra pelada y los animales, de espaldas al viento, pastaban en lugares en que la hierba del pasado otoño mecía al viento hojas pardas y marchitas al abrigo de las suaves colinas.

En orden disciplinado la caballería había salido de Cadbury Tor en dirección al norte y había acampado en el punto más alto de la calzada romana, donde estaban las luminarias encendidas. Mientras los guerreros maneaban las caballerías y levantaban sencillas tiendas de cuero, se veía la luz de pequeñas fogatas dispersas por el terreno, como luciérnagas agrupadas alrededor de una llama mayor y resplandeciente. Al crepúsculo se oía el tintineo metálico de los caballos, que iban de acá para allá buscando hierba fresca bajo los árboles. Durante toda la noche, guiados por las balizas de fuego, los jinetes fueron uniéndose a la fuerza principal en pequeños grupos.

Dos días después, cuando Artor sacó a su ejército del campamento a lomos del viejo Carbón, su caballo favorito, lo hizo con sombría disposición. Salvo por el símbolo del dragón que lucía en su escudo y en el peto, iba cuidadosamente ataviado del más oscuro tono negro. Al ver pasar al ejército, los campesinos miraban fijamente al rey y a los guerreros compuestos de la misma guisa, buscando en cada rostro la tristeza de un entierro. Pero buscaban en vano. Más que luto, el lúgubre atuendo de las tropas representaba la indumentaria de la muerte inminente, de manera que bajo las capuchas y los cascos teñidos de oscuro, el rostro de los guerreros parecía el de los apestados, de palidez espectral. Hasta el sol de la tarde lucía una palidez ósea, como si supiera que sólo renovaría su vigor con la sangre de la multitud, a la espera de meses más cálidos.

La caravana con la impedimenta era pequeña, teniendo en cuenta que se trataba de una fuerza de varios cientos de hombres; la cuadrilla más larga la formaban quienes se hacían cargo de los caballos, porque guiaban una cuerda de monturas de repuesto que seguían la estela de los jinetes vestidos de oscuro. Detrás venía un contingente cada vez mayor de infantería y arqueros llegados de Ratae y Venonae, que se fue uniendo a la fuerza que tiraba de los demás hacia el norte, sin pretensión alguna de ocultar sus movimientos.

—Quiero que Ironfist esté advertido de que vengo a por él —ordenó Artor a sus capitanes—. Y si por sus venas corre sangre humana, empezará a sudar por todas sus bravuconadas. Le haremos esperar, que se le disparen los nervios, hasta que acampemos en su territorio. Ironfist hizo sufrir a nuestros emisarios, así que a él le haremos lo mismo. La imaginación juega malas pasadas hasta al más valiente y cuando llegue a su territorio, Ironfist sabrá que pretendo cobrarme una justa venganza. Cuando entremos en tierras sajonas nos pintaremos la cara como hacían los antiguos pictos. Y una vez que nos encontremos con Ironfist y sus guerreros cara a cara, cada hombre llevará bajo la visera la marca de una calavera. Quiero que entienda, irrevocablemente, que se enfrenta al ejército de los muertos.

Parte de los capitanes de Artor se sintieron desconcertados ante el plan de pintarse la cara con arcilla blanca y añil. «¿Es que Artor admite la posibilidad de que fracasemos sin haber asestado siquiera un primer golpe?», comentaban algunos soldados a la luz de sus fogatas.

Pero Myrddion fue de hoguera en hoguera explicándoles que los sajones eran muy supersticiosos. Tenían que sufrir antes de recibir merecido castigo por sus asesinatos.

—Vuestro rey quiere que nuestros guerreros se hagan pasar por las almas de los hombres que mató Ironfist —dijo—. Y así supone que los sajones creerán estar viendo a esas víctimas inocentes, que regresan, multiplicadas por cientos. Es mejor que sea Ironfist quien tenga miedo y no nosotros, porque nosotros somos portadores de muerte y segadores de miedos.

Dijera lo que dijera, Myrddion siempre resultaba convincente hasta para el más supersticioso de los hombres; de ahí que los veteranos empezaran a pensar que disfrazarse iba a ser una buena ocurrencia y adecuado tributo a sus embajadores asesinados.

Cuando el ejército, cada vez más nutrido, se aproximó a las afueras de la antigua Aquae Sulis, la población los recibió con manifiesto entusiasmo. A la orilla del río, se extendían amplias praderas abiertas, que ofrecían agua y comida para las monturas y los animales de carga. Artor y sus capitanes siguieron a caballo, por vías cada vez más anchas hasta que llegaron a las originales murallas romanas que rodeaban el corazón administrativo de la ciudad. Allí los esperaban el magistrado jefe y los consejeros municipales.

El rey supremo fue recibido con la debida pompa y ceremonia, pues ni Artor ni los dignatarios locales pretendían ahorrarse ni un mínimo de la normal cortesía. De hecho, el magistrado jefe, al que habían despertado de la siesta para anunciarle la llegada del rey, expresó su satisfacción por el honor que Artor le dispensaba, ofreciendo sus respetos a los patriarcas de la ciudad, antes de asentar el campamento. Estos pequeños detalles, Artor lo sabía, eran esenciales para consolidar una férrea alianza con sus súbditos.

—Le doy la bienvenida, señor —expresó solemnemente el magistrado, Drusus—. La ciudad es vuestra; haced lo que os plazca —se inclinó en una reverencia ostensible, pero no servil.

—Como siempre, es un placer descansar en Aquae Sulis, que tantos recuerdos me trae de mi juventud —respondió Artor, abrazando al romano-celta—. Mi hermano Keu os pedirá colaboración para aprovisionar mis tropas.

—De acuerdo, su majestad —Drusus sonrió, sabiendo que las arcas que Artor dedicaba a la guerra estaban siempre repletas y que el rey nunca discutía detalles de pago—. Ordenaré a nuestros escribas que se dispongan a recibir instrucciones del señor Keu.

—Mi comisario estará muy ocupado hasta llegada la noche —dijo Keu inclinándose ceremoniosamente—. Mi agradecimiento a los ciudadanos de Aquae Sulis por la ayuda que siempre han prestado generosamente a los sirvientes del señor Artor.

El magistrado enrojeció al oír las bellas palabras de Keu, y Artor sonrió con un punto de humor sardónico, viendo que al fin, Keu estaba aprendiendo a comprender el valor del halago. Las sonrisas de su hermanastro valían mil veces más que sus berrinches, y la verdad es que era un estupendo colaborador.

Terminadas las cortesías de rigor, Artor y sus capitanes montaron en sus cabalgaduras y regresaron a reunirse con sus soldados, atravesando las adoquinadas calles sobre las que caía la hora del crepúsculo. Las mujeres se inclinaban a su paso, mientras que los niños y los jóvenes iban corriendo en paralelo a los caballos, vitoreándoles y chillando como locos, pero la bienvenida no fue tan cálida como la que recibían en las ciudades celtas. El rey lo comprendía. La gente de Aquae Sulis tenía mentalidad romana y aunque Artor se había educado en las antiguas tradiciones, para ellos siempre sería un cordial extranjero, bastaba con fijarse en su cabello pelirrojo y su enorme estatura. Por eso apreciaba tanto esas cabezas inclinadas de los ciudadanos, porque para él tales muestras de respeto valían más que cualquier otra abultada distinción que pudieran ofrecerle en tribus más inestables. Artor sabía que la Bretaña romana nunca le fallaría.

«Aquae Sulis, reina de las ciudades», pensó Artor cuando desmontó y miró para atrás al camino por donde habían venido.

Situada en uno de los márgenes de la antigua calzada romana, Aquae Sulis lucía exuberante, con su enorme variedad de colores pastel, iluminados por el sol de la tarde. Sobre el suave terreno de bajas tierras fértiles, la ciudad brillaba con sus antiguas canterías, sus surtidores de agua y sus paredes pintadas como queriendo dar vida al arcoíris. Los delicados mosaicos del suelo, cuyas teselas intercalaban delfines, criaturas marinas y deslumbrantes peces, seducían a los celtas que nunca habían contemplado las maravillas de una ciudad romana, ni habían sentido las delicias de sus baños. Los complejos rituales de higiene, que muchos celtas habían adoptado ya en tiempos de la conquista romana, para los novicios suponían el más sibarita de los placeres.

Los guerreros celtas no eran excesivamente limpios por tradición. Bretaña era un país frío para la mayoría, y en ausencia del calor, a veces el tiempo resultaba húmedo y con los olores contaminantes de Roma. Pero los invasores romanos eran muy celosos de su higiene personal, de ahí que todos los ciudadanos del lugar pudieran ahora beneficiarse de los baños públicos. Con los aceites que quitaban la mugre más arraigada, el agua caliente para abrir los poros de la piel y el agua fría para cerrarlos, hombres y mujeres convertían la limpieza en una majestuosa experiencia. Fueran donde fueran los romanos, en todas partes incorporaban esta idea del baño público, junto con la de los suelos radiantes, que surgieron a partir del calidarium. Por eso ciudades romanas como Aquae Sulis, en las que abundaban los manantiales minerales, se convirtieron en prósperos centros de sofisticación.

Los hombres pudieron gozar de los placeres de Aquae Sulis sólo porque Artor decidió que descansaran durante veinticuatro horas, básicamente para reponer provisiones. En realidad, Artor quería hacer una breve visita de cortesía a Antor, su padrastro, en Villa Poppinidii, donde había tenido en su día una vida tan agradable y placentera. Además, lo más íntimo de su ser le exigía volver a ver el dulce rostro de Licia, su preciosa hija, a la que estaba educando Antor. La niña no conocía los nobles lazos que les unían, porque Artor había preferido, no sin dolor, renunciar a su hija para protegerla. Gareth, el bisnieto mayor de Frith, era su fiel guardián bajo juramento y sólo los más íntimos, los que habían conocido a la primera mujer del rey, estaban al tanto de su más oculto y mejor guardado secreto.

Artor no tenía más que cerrar los ojos para que se le aparecieran los rostros de la anciana y querida Frith y de su preciosa Gallia, cada vez más débiles y borrosos con el paso de los años. Frith había cumplido el juramento que había hecho a su amado señor, el muchacho Artorex, y murió protegiendo a su esposa, embarazada ya de muchos meses. ¡Cuánto las añoraba! La cólera contra su padre, Uter Pandragón, desaparecido años atrás, que había exigido sus muertes, emergió de entre los recuerdos reprimidos de Artor, con el mismo ardor que sintió entonces, cuando todavía vivía el viejo monstruo.

Por eso después de instruir a sus capitanes sobre el comportamiento que debían mantener los guerreros mientras descansaban en Aquae Sulis, Artor salió del campamento en compañía de Keu v Targo. El rey supremo dejó claro que cualquier infracción disciplinaria cometida por los guerreros sería castigada con la máxima severidad. Artor siempre insistía en que había que tratar respetuosamente a las ciudades, pueblos y aldeas amigas. Y sus guerreros sabían que no podían caer en los pasatiempos habituales de un soldado, violar a las mujeres, robar o emborracharse violentamente. El rey era realista y sabía que en cuanto los dejaran, los jóvenes se irían a buscar prostitutas y a beber, pero cualquier disturbio de orden público era castigado severamente y sin dilación alguna. Artor siempre pagaba en oro rojo por los daños ocasionados y por eso las ciudades occidentales siempre aplaudían su llegada.

No todos pueden ser profeta en su tierra, o eso es lo que la Biblia cristiana le había advertido a Artor. Aunque Aquae Sulis se sentía plenamente orgullosa de que uno de sus hijos hubiera prosperado tanto, y los jóvenes de la ciudad estaban prestos a servir entre sus tropas, todos los ciudadanos que conocieron al joven Artorex, o habían muerto, o eran ancianos, o estaban al servicio del rey supremo en Cadbury Tor. En todo caso, quienes podían hablar de su juventud con conocimiento de causa, personas como Antor, Julanna o los sirvientes de Villa Poppinidii, nunca traicionarían al niño que fue y al hombre al que seguían adorando.

Al caer la tarde, en medio de una suave brisa, cuando de la penumbra surgió ante ellos la serpenteante y prolongada carretera que conducía a Villa Poppinidii, Artor se sintió extrañamente desplazado en el tiempo. En alguna ocasión, hace muchos años, había esperado con expectación la llegada de los tres viajeros que de manera tan inesperada habían cambiado su vida; los vio venir cabalgando por esa misma senda llena de socavones en sus irregulares visitas.

Myrddion Merlín, Llanwith pen Bryn y Luka, el más alto consejero de Uter y dos de sus nobles, llegaron sin avisar a Villa Poppinidii cuando Artor tenía doce años. El rey supremo suspiró. Esos tres hombres habían cambiado su vida, lo habían preparado para que se volviera un arma con la que atacar a los bárbaros y le habían separado de todo lo que conocía y de lo que más amaba. ¿Les había importado alguna vez como ser humano, hombre de carne y hueso que siente y que padece? ¿O lo que habían buscado esos tres viajeros no era más que su linaje, su fuerza física y su potencial como rey?

A base de darle vueltas, Artor concluyó que los tres viajeros sabían muy bien lo que querían hacer con él y lo dispuesto que estaban a pagar el precio que hiciera falta. Él representaba la prueba más tangible de que aún cabía esperanza en el corazón celta y que occidente no tenía por qué caer arrasado tras las incursiones de los sanguinarios sajones.

Ahora visitaba la villa con su propia misión de esperanza.

Cuando el grupo llegó ante las verjas de la villa, vieron que una joven alta y de cabello ámbar corría hasta la puerta de la casa para avisar de que llegaban los visitantes.

«Ésa debe de ser Licia», pensó Artorex para sus adentros, sorprendido por lo que había crecido desde la última vez que la vio.

Antor se acercó a la puerta, arrastrando los pies, seguido de unos sirvientes que se inclinaron tanto para hacer la reverencia de cortesía que casi tocaron el suelo con la cabeza. Antor intentó arrodillarse, pero el esfuerzo por doblar las piernas que tenía tan hinchadas le provocó una aguda punzada de dolor. Tenía sus antiguos ojos azules velados por las cataratas y las lágrimas, que le brotaron nada más ver a Keu, su hijo, en compañía del rey.

Artor desmontó y agarrando la mano del anciano la acercó a su pecho.

—No necesitas agacharte ante mí, padre. Nunca deberías estar de rodillas. No quiero que te sometas a estos hueros gestos.

—Para mí no son hueros —contestó Antor con sencillez, manteniendo la cabeza bien alta—. Soy celta y tú eres mi rey.

Un rubor ardiente le surgió a Artor en la garganta hasta que le llegó a las mejillas. Sin quererlo, había ofendido al orgulloso anciano y se sentía hondamente avergonzado por su falta de elegancia. Los reyes tienen que aprender a ser afables sin titubear, una costumbre que Artor había adoptado con demasiada ligereza.

—Por todos los dioses, Artor, estás sonrojándote —exclamó Antor—. ¿Quién me iba a decir que todavía te ruborizas como cualquier joven imberbe?

Al instante, Artor sintió que volvía a los dieciséis años, ignorante y retraído.

Como siempre, Targo suavizó lo embarazoso del momento, saludando a Antor con una palmada en el hombro, olvidándose completamente de que en su día había estado al servicio en esa casa.

—El muchacho nunca se sentirá rey en Villa Poppinidii, señor Antor. Le conociste cuando era un pequeño zoquete, en los huesos, siempre pensando en las musarañas y con la túnica sucia.

—Entonces Licia tiene a quien salir, porque tiene el mismo aspecto, aunque es la cosa más dulce del mundo —expresó Antor lanzando un profundo suspiro—. Y Keu, hijo mío. No sabes lo orgulloso que estoy de que acompañes al rey supremo y de que seas su ayudante. Ven que te abrace, pequeño.

Keu envolvió a su padre en sus enormes brazos. El ordinario rostro del joven no podía ocultar su satisfacción, al escuchar complacido el elogio inmerecido del padre.

Keu fue el tercero al que Antor abrazó y el último al que saludó. Sólo Targo se percató del ligero brillo de resentimiento que revelaban sus ojos. Y no culpaba a Keu por ese gesto de celos, porque debe de ser muy difícil pasar a un segundo plano a ojos de un padre por causa de alguien a quien tanto despreció durante su juventud. Entre Antor y su único hijo ya siempre se interpondría una sombra, hasta la muerte, la sombra de Lady Livinia, asesinada por Keu en un arrebato de ira y frustración.

¡Hace tanto tiempo!

Targo había oído hablar a los habitantes de cuando el joven señor cabalgaba por aquellos parajes con el fallecido Severinus y sus amigos. La mirada baja de aquellos sencillos agricultores resultaba insufrible. ¡Asesinos de niños! ¡Pederastas! Las acusaciones habían teñido el aire de ácido, como habrían notado los aristocráticos jinetes si hubieran reparado en aquellos hombres que los observaban con odio y repulsión.

Una terrible noche Keu había intentado matar a patadas a su mujer, que estaba embarazada, y la amenazó con una espada, pero por error mató a su madre. Targo estuvo presente cuando Artor y los tres viajeros amenazaron a Keu, con enorme dolor, para que explicara lo que había hecho.

Y lo hizo.

El anciano Targo ya había vivido lo suficiente como para tener que morderse la lengua o entretenerse en perogrulladas. En Villa Severinii se habían deshecho de los cuerpos de siete niños, torturados y asesinados por una perniciosa red de pederastas. Keu juraba que él había sido una de las víctimas, y que había sufrido el terror del chantaje. Pero Targo nunca se lo creyó del todo, porque veía la violencia con que Keu siempre trataba a los criados y a los caballos.

Sin embargo, Targo también sabía que a lo largo de los años Keu había demostrado su entereza en la batalla una y mil veces y el anciano estaba dispuesto a matar el gusano de la duda que le remordía tan inquietantemente en la conciencia.

—Te encuentro tan saludable como siempre, padre —expresó Keu con una sonrisa—. Por ti parece que no pasan los años, no como para los demás —y en actitud protectora y posesiva, cogió entre sus manos la enorme zarpa del padre, teñida ya por las inconfundibles manchas de la vejez.

Con el afecto surgido durante los muchos años que Artor había vivido y trabajado bajo su techo, Antor examinó con todo detalle a su rey. Las once batallas, esos doce años, se habían asentado suavemente en los treinta y siete años de Artor. Seguía teniendo el mismo pelo ondulado y de un ámbar dorado y el mismo porte bello y robusto; sólo las arrugas que enmarcaban su mirada delataban los muchos años pasados sobre la silla. Artor era hasta demasiado bello para ser hombre y por eso Antor lo quería doblemente, porque la jovialidad del joven le traía recuerdos de viejos tiempos y querencias perdidas.

En comparación, Keu había engordado. Estaba absolutamente en forma, porque valoraba mucho la destreza guerrera y en Cadbury se entrenaba con regularidad, pero poco a poco su cuerpo se había ido recubriendo de una capa de grasa. Tenía la cara más ordinaria, con grandes poros abiertos, sobre todo al filo de su aristocrática nariz. Mostraba una tez rubicunda, no como signo de buena salud, sino por sus accesos de ira y Antor se sintió algo preocupado, al ver el aspecto de su hijo. Pero la sonrisa de Keu, la blancura de sus dientes y sus ojos claros le resultaban tranquilizadores. Quizá por eso Antor no se fijó en el revelador abatimiento que ennegreció la expresión de su hijo al ver a su esposa Julanna en el umbral. De inmediato, la mujer desapareció entre las sombras.

Encantado con la visita, Antor hizo un claro gesto con la mano para apartar de su mente emociones tan delatoras.

—¡Pasad, pasad! ¡Amigos y parientes! Villa Poppinidii no es como esos palacios reales que visitáis, pero al menos podemos ofreceros una buena comida y una cama confortable. Julanna se encargará de que os encontréis a gusto mientras charlamos.

Al entrar, Artor se imaginó que allí estaba Frith, sonriéndole desde las sombras a la entrada de la cocina. Y por allí venía Gallia, con esa brillante mirada que hacía imperceptible su fragilidad. Y Livinia la Mayor, levantando los ojos del telar con su habitual gracia y elegancia.

Todas estas personas maravillosas hacía tiempo que habían muerto. Perdidas sólo para dejar constancia del paso del tiempo.

Sintió que su cuerpo se estremecía de tristeza al reconocer aquellos lugares familiares que albergaban los recuerdos agridulces de su juventud.

Antor se dio cuenta y agarró la mano de Artor, curtida por la espada.

—También yo los veo a menudo, Artor —dijo en voz baja—. Me consuelan mientras espero a reencontrarme con ellos. No tengo miedo a la muerte, porque su amor sigue envolviéndonos.

Entonces, de repente, Artor quedó embargado de un olor a flores y a dulces fragancias que le hicieron evocar aquellas manos invisibles que le habían acariciado y consolado tanto. Se le llenaron los ojos de lágrimas que no llegaron a caer, porque se las secó al instante, mientras los demás se ocupaban en saludar a Julanna.

La pequeña Livinia la Menor, de casi catorce años, estaba de pie justo detrás de su madre. Incapaz de articular palabra, mantenía sus oscuros ojos abiertos de par en par, fascinados ante visitantes tan altos y notorios.

Artor le sonrió. Le guiñó un ojo y la niña lanzó una risita.

Abrazó a Julanna y la felicitó por tener una hija tan guapa. Julanna tenía formas redondeadas y una piel angelical. Seguía siendo una mujer hermosa; aquella niña temerosa de ayer se había convertido en toda una matrona romana.

—¿Estás bien, esposa? —preguntó Keu.

—Sí, querido, y ya ves lo bien que está la pequeña Elynn.

La segunda hija de Julanna, Gallia la Menor, se chupaba el dedo, escondida detrás de las faldas de su niñera. Keu la abrazó y la niña aceptó el gesto con notable indiferencia. La niñera trajo a Elynn, que tenía ese nombre por la madre de Antor, para que saludara a su padre.

La pequeña de dos años se retorcía sonriendo en brazos de la niñera y Keu acarició su suave cabecita.

Ejerciendo siempre de mujer perfecta, Julanna tenía la mirada fija en su marido, con una amable sonrisa cómplice. Artor se preguntaba si aquello era fruto de su imaginación, pero para él los enormes ojos asustadizos de la esposa revelaban recelo y prevención.

—¡Bienvenido, papá! —dijo Livinia la Menor con voz temblorosa, plantándole un beso húmedo y nervioso en la mejilla. La niña estaba como un cervatillo tembloroso, porque apenas conocía a su padre y cuando la abrazó se estremeció.

Los criados, unos conocidos y otros nuevos, condujeron a Artor a las mejores habitaciones de la casa, mientras Keu colocaba el equipaje en sus propias dependencias. A esas horas se dispersaban por el atrium los olores aromatizados de la cena y Artor recordaba aquellas veces en que le había tocado servir con sus propias manos a los tres viajeros. El tiempo lo trasladó a los días en que no era más que un joven ignorante, y gran parte de su ser lamentaba haber accedido al poder supremo con las obligaciones que ello implicaba.

Artor, Keu y Targo se reunieron después de vestirse para bajar al pequeño festín que estaba previsto para la velada. Targo quiso excusarse por no ser digno de comer con sus «superiores», pero Antor rebatió todas las consideraciones ofrecidas por el mercenario. Cuando la familia se acomodó para comer era como si Livinia la Mayor siguiera viva y estuviera presente allí con ellos. A Livinia la Menor le dieron permiso para quedarse levantada más tarde de lo normal por ser un día especial, con lo que pudo saborear el delicado jamón ahumado, los huevos rellenos a la miel, la langosta fresca y las tripas de oveja rellenas de anguila escarchada y huevos de chorlito. Artor habría preferido un sencillo ágape, pero entendía que la villa estaba ofreciéndoles lo mejor que tenían para agasajar al rey supremo.

Pero de Licia, ni rastro.

Julanna pareció estar leyendo la mente de Artor.

—La doncella de Licia está intentando lavar a esa granuja. Se pasa la vida por el campo o en el bosque y nunca consigue tener un vestido limpio o que no esté hecho jirones. Gareth la hará venir en un momento.

—¿Qué tal le va a Gareth? —preguntó Artor.

—Ha pasado a ser mi ayudante —contestó Antor muy jovial—. Y no quiero ni imaginar cómo iba a funcionar esta villa sin él. El esquelético mozo de cuadra se ha convertido en un joven formidable.

Antor acababa apenas de pronunciar estas palabras cuando entró Gareth, seguido por una niña recién peinada y acicalada pisándole los talones, que se mostraba incómoda con tanto aderezo.

Artor inclinó la cabeza para saludar a Gareth, una muestra de respeto que el sirviente se merecía, después de tantos años de haberle protegido. De niño, y como era nieto de Frith, a la que Artor quería como a una madre, Gareth había cometido un asesinato en Villa Poppinidii para proteger a Licia del ataque que Uter Pandragón había encargado a su guardia. Artor todavía podía ver el perfil de Gareth aquel día.

Tenía el pelo rubio platino, bastante largo, la piel dorada, y los ojos marinos que identificaban su sangre extranjera. Todos esos años de linaje bárbaro los habían pagado con creces Gareth y su abuela Frith con vidas enteras de servicio y lealtad al rey supremo.

Lo cierto era que Licia había crecido. El pelo oscuro que tenía de pequeña se le había aclarado a un tono miel ambarino, que contrastaba vivamente con sus ojos castaño oscuro. Desde algunos ángulos, sobre todo a la luz de la antorcha del comedor, parecía que tenía en los ojos motas verdes. Con una sonrisa de disgusto Artor comprobó que tenía costras de sangre en las dos rodillas y los típicos rasguños que suelen tener los niños arriesgados al rozarse con ramas de brezo y arbustos.

—Licia —dijo Antor tendiéndole la mano—. Este señor es el rey Artor, y de pequeño se crió aquí, en esta misma casa. Es el rey supremo de todos los británicos, así que salúdale con una reverencia, hija.

Licia hizo una inclinación con gracia, elevando los ojos para ver el rostro de Artor tras las densas y oscuras pestañas que dotaban a sus ojos de un especial atractivo.

—Señor —dijo—, ¿es verdad eso de que te criaste aquí en Villa Poppinidii?

Artor se arrodilló para tener los ojos al mismo nivel que los de la niña.

—Sí, Licia. Yo también jugaba en el bosque. Y Frith, la abuela de Gareth, me regañaba porque siempre volvía sucio y con el pelo enmarañado.

La niña sonrió con enorme encanto.

—Gareth dice que me va a moler a palos si me meto en el bosque, pero sé que no lo va a hacer. Porque me quiere, ¿sabes?

—Pues si que tienes suerte, pequeña dama. Que le quieran a uno es lo mejor que puede pasarle en el mundo.

—¿A ti nadie te quiere, señor? —preguntó la chiquilla muy en serio.

—Alguien habrá… pero hay mucha más gente a la que le gustaría que desapareciera como una nube de humo —Artor hizo un ruido exhalando aire por los labios, como si explotara una burbuja. Licia se rió.

Entonces volvió a mirarle con ojos serios. Artor notaba la fuerza con que le examinaban aquellos ojos, que no mostraban apasionamiento alguno.

—Pues yo voy a intentar amarte, si quieres —dijo Licia pausadamente—. Pero no te lo prometo, porque no te conozco mucho.

—Muchas gracias, Licia. Sería un honor gustarte.

Licia volvió a reírse.

—Pues es fácil. Me gusta casi todo el mundo.

Artor sonrió, pero sentía que el dolor ahogado de haber perdido a su esposa le atravesaba las costillas como una cuchillada. Aunque Gallia había muerto hacía ya más de doce años, todavía la tenía muy presente en sus pensamientos. Recordaba su piel sedosa, su olor y la erótica suavidad que sentía al tocarla, pero no recordaba su rostro. Ni siquiera ahora, mirando a la hija que habían tenido juntos, conseguía recomponer los rasgos de Gallia. Y lamentó lo traicionero que puede ser el tiempo.

—Bueno, ya basta, Licia —dijo Antor amablemente, viendo que los ojos de su hijastro empezaban a empañarse—. Es hora de que te vayas a cenar con Livinia. Luego os vais a la cama las dos —y despidió a las dos niñas, con una palmadita afectuosa en la cabeza.

A Livinia no pareció gustarle la idea, pero Licia se lanzó hacia el anciano para abrazarlo.

—Me voy, porque tú lo dices, abuelo —dijo Livinia con voz muy suave—. Pero no estoy nada cansada.

—Y yo, ¿me merezco algún abrazo, pequeñas? —preguntó Artor.

Livinia ni lo dudó y echó los brazos alrededor de los hombros de Artor, que seguía arrodillado.

Licia se lo pensó un poco y entonces, de manera ostensible, decidió a favor de Artor. Se le acercó, le retiró el pelo rizado de la frente con la misma gracia con que lo hacía su madre años atrás.

—Se te riza el pelo igual que a mí. Gareth dice que mis rizos se parecen a los zarcillos de las glicinias que hay donde está enterrada mamá. ¿La conociste, señor? ¿Tenía el pelo como nosotros?

—No… tu madre tenía un pelo fuerte y brillante, que relucía incluso más que la melena de mi mejor caballo. Tu madre tenía un pelo precioso, pero no tan rizado como el tuyo.

—¡Entonces habré heredado esta pelambrera de mi padre! —Licia le sonreía—. ¿Lo conociste, señor?

Artor dejó escapar una suave risa sólo para disimular, porque no tenía muchas ganas de contestar a esa pregunta.

Targo se había dado la vuelta en el triclinio y a Antor también se le humedeció la mirada.

—Sí, porque para mí era como un hermano gemelo. Tienes que pensar en él acordándote siempre de lo valiente y lo fuerte que era, y de lo mucho que os quería a ti y a tu madre, muchísimo. Pero ya no está con nosotros, porque la vida que pasó con tu madre terminó hace mucho, mucho tiempo. Y él, sin ella al lado, no quiso seguir viviendo.

Licia lanzó un suspiro de alegría.

—¡Qué bonito! —le sonrió mirándolo—. Nadie me lo contaría así de claro, ¿sabes? ¿No odias cuando la gente… no es que te mienta del todo, pero tampoco te dice toda la verdad?

—Sí, Licia, a veces los amigos se comportan como dices, pero no olvides nunca que aunque la gente a veces pueda parecerte cruel, a lo mejor lo que pretenden es ser amables contigo. Tienes que estar orgullosa de tus padres. Estaban entregados el uno al otro y yo siempre los llevaré en mi memoria.

—Gracias, señor. Espero que duermas bien.

Licia se marchó medio tropezándose, con ese andar torpe e inseguro de los niños a los que todavía les están creciendo las piernas. Artor estuvo pendiente de cada uno de sus descuidados movimientos, de cada vaivén de los bucles de su melena y del dulce balanceo de aquel cuerpo que empezaba a florecer.

Los presentes sentían su dolor, pero, atrapados en la incapacidad masculina para expresar la profundidad de sus sentimientos, no dijeron nada. Julanna se incorporó para cogerle la mano por encima de la mesa y Artor besó la suya sin musitar palabra.

Movió la cabeza para desechar los pensamientos tan negros que le absorbían y se puso en pie.

—Has hecho milagros, padre Antor —Artor felicitó a su anfitrión—. Y tú también, amigo Gareth. Licia es un encanto, una niña fresca. La habéis educado para que sea ella misma y confío mucho en su futuro —se volvió hacia Julanna—. Y tú, Julanna, debes sentirte especialmente orgullosa de que la niña esté tan bien educada y sea tan natural al tratar con adultos. Gallia te estaría sumamente agradecida.

Los ojos de Julanna estallaron en lágrimas.

—Ojalá Gallia estuviera aquí, con nosotros. Todavía la echo de menos.

Antor, que jugueteaba con los mechones de su barba blanca, cambió de tema, porque veía que las antiguas atrocidades empezaban a amontonarse en los ojos de Artor. Ya era hora de que la conversación fluyera por otras vías.

—¿A dónde te diriges, Artor? —preguntó—. Supongo que tu presencia en Villa Poppinidii no se debe sólo a la cordialidad que exige una simple visita familiar. Targo siempre te acompaña, lo sé, pero ¿por qué vas también con Keu? ¿Qué es lo que anda mal?

—Vamos a combatir con los sajones occidentales, padre —intervino Keu, para darse importancia—. Los embajadores que enviamos a los sajones de la montaña fueron aniquilados, pese a llevar una bandera de paz. Por eso tenemos que dar respuesta al desafío sajón.

Antor enarcó las cejas. Y, para desilusión de Keu, dirigió sus preguntas a su hijastro.

—Ese nido de ratas está atrincherado desde la época de Vortigern. Uter les dejó respirar un poco, porque las montañas y las tribus leales los mantenían aislados. Además, yo creía que ya los habías liquidado en Magnis. ¿Por qué vuelven a aparecer ahora?

—Katigern Oakheart y los sajones orientales, los anglos y los jutos fueron cruelmente derrotados diez veces, pero nunca se dieron por vencidos. Oakheart murió en la segunda y demoledora batalla, pero los campamentos sajones del sur y del este se reagruparon para ganar fuerza y seguir luchando. Muchos de sus antiguos guerreros decidieron consolidar las viejas fortalezas que utilizaron Vortigern y los suyos, y por eso deben ser eliminados. Será difícil desalojarlos, porque ahora anhelan las apacibles tierras que se extienden más allá de sus fronteras. Y yo no soy un Uter Pandragón, a mí sí me preocupa dejar brasas encendidas. Como nacieron en nuestras tierras, les propuse firmar una paz digna, pero rechazaron mis tentativas de acercamiento con una crueldad inimaginable.

—Pues son unos estúpidos —añadió Antor rotundamente. Para el anciano Antor, que no podía evitar mirar a su hijastro con cariño, ningún sajón podría resistirse a su poder.

—No, padre Antor. Ojalá fueran estúpidos, pero no lo son. Si queremos enfrentamos a este enemigo en concreto, tendremos que poner sobre la mesa todos nuestros recursos y todo nuestro valor. La única equivocación que han cometido hasta ahora ha sido asesinar a nuestros emisarios de un modo tan cobarde y sanguinario. Y con la ejecución del príncipe Gaheris no han conseguido nada, porque con esa traición lo único que han conseguido es reforzar mi decisión.

Antor se quedó boquiabierto, sin salir de su asombro, porque incluso en la tranquila y apacible Aquae Sulis todos conocían de nombre a los hijos del rey Lot.

—Pero, ¿por qué iban a querer los sajones matar al hijo de su mejor aliado? —preguntó a Artor—. ¿Qué honor cabe en tremenda estupidez?

Targo asintió con un ruido sordo, pero Artor se mostró más pragmático.

—Gaheris se buscó su propia muerte, al negarse a romper el juramento que había hecho conmigo, cuando los sajones se lo propusieron a cambio de salir con vida. El líder no tuvo más remedio que someter a Gaheris al mismo trato que a los demás guerreros, pese a que yo, en su lugar, habría procurado buscar otra salida que no fuera el asesinato —Artor se detuvo un instante—. Al menos el rey Lot se verá obligado a reflexionar. Morcadés y Morgana llevan décadas interviniendo en sus decisiones, pero sólo por el odio que sienten hacia Uter Pandragón y, por ende, hacia mí. El resentimiento de estas mujeres no puede tener cabida en la decisión que tome el rey Lot a la hora de responder al asesinato de su hijo.

Cuando la conversación pasó a temas más familiares, Antor informó al rey de cómo iban sus campos, sus huertos y sus cosechas y de las ventajas que tenían las distintas técnicas agrícolas. Artor disfrutó considerablemente hablando de temas tan sencillos y domésticos y se regocijó saboreando el placer y el calor de la vida rural.

Al terminar, cuando se retiró al lujoso dormitorio que le habían preparado, Artor recordó los tiempos en que de niño robaba aceite para leer en el scriptorium y volvió a preguntarse qué había sido del curioso y esperanzado Artorex de un pasado tan remoto. Después se durmió.

ARTOR DESAYUNÓ PAN fresco con miel reciente y frutos secos. Aprovechando las primeras luces de la mañana cabalgó enérgicamente por los campos hasta que llegó a su antiguo hogar. Durante sus muchos años de soledad nunca había tenido el coraje de visitar la tumba de Gallia, pero ahora, justo antes de emprender la batalla, se sintió arrastrado a aquel lugar tranquilo y apartado.

Después de doce inviernos, las piedras de los muros estaban deterioradas y los estragos del incendio que destruyó la casa aparecían disimulados por las glicinias, la hiedra y unas flores trepadoras que se hermanaban con las vigas chamuscadas, dotando al edificio de un techado natural. Las raíces del tierno avellano habían levantado las losetas del patio que había junto al estanque que había hecho Gareth con sus propias manos. En el agua, de escasa profundidad, había una antigua piedra tallada, con los laterales cubiertos de un rocío plateado por el sol incipiente. Artor sabía que en las grietas de las ruinas había semillas de margaritas y amapolas. En verano, las margaritas formarían una alfombra blanca, como de nieve, salpicada del amarillo y el rojo intenso de las amapolas.

Alguna mano diestra había tenido la gracia de disponer en círculo una serie de piedrecillas de río, pálidas y redondeadas por el peso de los innumerables deshielos primaverales. Las piedras formaban un alcorque con mantillo en el que crecía un espeso rosal, cuajado de capullos. Entre las raíces se arropaban pequeños ranúnculos y florecillas silvestres que, cuando estallaban, llenaban el aire de una profusión de colores y aromas. Artor sonrió al comprobar que el romero, el tomillo, la salvia y la raíz de la mandrágora crecían mezclados por entre las flores; el jardín combinaba la suave presencia de Gallia con el alma de Frith, la anciana y sabia curandera. La vieja Frith le había cuidado tanto como su madrastra, Livinia la Mayor, y estas dos mujeres, una y otra, habían forjado su personalidad y le habían convertido en el hombre que ahora era.

En un tosco nicho de piedra había una urna de cerámica esmaltada, con hilos de oro rojo y sellada con cera de abeja. La urna contenía las cenizas de dos de las únicas tres mujeres a las que Artor amó intensa y desinteresadamente.

—¿Te gusta lo que he hecho, mi señor?

Gareth se había acercado por detrás, sigiloso como un gato, y esperaba con paciencia a que Artor se fijara en él. El ayudante era un hombre ya hecho y derecho, cercano a los treinta años, con melena de un rubio claro, recogida en una coleta. Como la mayoría de los hombres de Villa Poppinidii, era barbilampiño y a Artor le recordaba mucho a Frith, su abuela, por la finura de sus dorados pómulos. En este hombre se veían fielmente reproducidos el espíritu y la sangre de aquella mujer.

Dos miradas, gris y azul, se cruzaron.

—Sí. Has conseguido sacar belleza del dolor. En esta sepultura Gallia y Frith despliegan su fuerza. Las noto cerca.

Gareth bajó los ojos. Se frotaba las manos en la túnica, unas manos toscas, de agricultor, pero también hábiles y creativas.

—Te pido un favor, señor, que me prometas algo por mi fidelidad. He pasado gran parte de mi juventud en la seguridad y al abrigo de esta villa para proteger a Lady Licia de todo mal.

—Ya —dijo Artor, lanzando un suspiro—. Te has ganado el derecho a pedirme lo que quieras.

—Cuando Licia se case, te pido que me permitas acompañarte como guerrero de tus campañas. Me he entrenado mucho con el maestro de armas para poder servirte. Siempre he soñado con eso, mi señor, como bien sabes.

Artor sonrió. Recordaba bien a Gareth de pequeño, siempre anhelando convertirse en guerrero para marchar lejos a combatir contra los enemigos.

—Te confieso que nunca he tenido en cuenta los sacrificios que te he pedido hasta ahora. Tendría que haber considerado más lo que significaba encadenarte de por vida a Villa Poppinidii —como siempre, Artor se decidió con prontitud—. Sí, en cuanto Licia esté protegida en casa de otro hombre, te liberaré del juramento que hiciste. En ese momento, dispondrás de tu vida y yo te invitaré gustoso a que te unas a mis tropas.

Gareth sonrió con la misma sonrisa dulce de Frith, en agradecimiento a la propuesta de Artor. Inclinó la cabeza y dejó al rey abandonado a sus recuerdos.

En los árboles se distinguía el canto claro y limpio de una golondrina y por entre las flores revoloteaban los pequeños pinzones, buscando su ansiado néctar.

A su pesar, Artor sintió que aquello le levantaba el ánimo. En un jardín tan seductor, resultaba casi imposible seguir hundido en la melancolía y en la pena.

—Lo único que pido, Gallia, es volver algún día a ver esta tumba, porque donde voy no hay flores ni pájaros, sólo cuervos carroñeros.

Artor evocó la textura de los labios amoratados del Gaheris muerto y al punto despertaron en su resuelta mirada imágenes de venganza. No importaba demasiado si su ira se debía al sentimiento de culpa que albergaba por la muerte de otra víctima inocente. A Artor le consumía por dentro la necesidad de desarraigar de su reino el derramamiento de sangre gratuito. Pero la sangre y la muerte lo perseguían y dejaban un hedor carroñero a su paso. No podía evitar ser el cazador que Targo, en connivencia con los tres viajeros, había querido que fuera. Sacudido por el peso de la corona y ahogado por el gravoso manto del poder, Artor había aprendido a centrarse en el objetivo final, sin considerar los detalles que se interponían sutilmente en la consecución del mismo.

El asesinato de sus emisarios y de los hombres de guardia ¿acaso formaba parte de esos detalles sutiles? ¿Se interponía la crueldad de Glamdring en la consecución de sus fines? ¿Hasta qué punto reconocía que aquellas muertes eran la perfecta excusa para legitimar la guerra contra Glamdring? ¿Estaba utilizando al noble y decente Gaheris como arma para espolear la revancha del rey Lot y la reina Morcadés?

Artor frunció el ceño. Realmente había creído que era posible la paz, pero la responsabilidad de un rey no es tan sencilla. Llevaba años pensando que al final esta guerra se produciría.

Asqueado y confuso, Artor montó su caballo, intentando sonreír a Antor, Julanna y los niños sin que le delatara la sombra de preocupación que se ocultaba tras su rostro.

Sabía que era tan imposible tratar de detener la marea entrante como de acallar el deseo humano de infligir dolor. Los cuervos lo sabían. En el Viejo Bosque esperaban la salida de Artor. Y quizá decidieran seguirlo, porque todo carroñero conoce el momento en que el ave levanta el vuelo.

Cuando se marcharon los tres invitados, se sabían observados por unos ojos negros y cómplices. Los bosques rezumaban vida de azuladas sombras… y del recuerdo de conmovedoras plumas.