CAPÍTULO XII
LA DONCELLA Y LA DAMA (I)
POR LAS ENTREABIERTAS cortinas de cuero que daban paso a las cocinas de Venonae, el pesado cuerpo de Gruffydd se abrió camino, portando un montón de regalos. Y allí le esperaban los agradables aromas familiares a agua caliente, madera quemada, comida preparada y sudor, todos mezclados, para darle la bienvenida.
Cómo habían pasado los años, pensó Gruffydd, desde que trajo a Niniana, siendo un bebé, para que lo cuidara la jefa de cocina de la guarnición de Venonae. Aunque no había tenido hijos propios, Gallwyn demostró ser una excelente madre y Perce, el pinche, se convirtió no sólo en su hermanastro, sino en su compañero más incondicional. Cuando Gruffydd venía de visita, siempre le parecía que regresaba a su segunda casa.
—¿Dónde estás, Gallwyn? —gritó, un poco preocupado por la calma que reinaba en la estancia—. ¡Dios bendito, mujer! ¡Holgazaneando a estas horas, y el venado quemándose!
Se echó a reír afablemente por la broma tan tonta que le había salido, pero al mirar el caos en que se sumía este hogar habitualmente ordenado, le desapareció el júbilo. Llevaba doce años acostumbrado al organizado frenesí de las cocinas, por eso este silencio tan prolongado y el ver que el estofado estaba en el fuego, hirviendo demasiado fuerte, a punto de salirse, le alarmó.
Cogió una manopla para retirar el cacharro del fuego, agarrándolo por la enorme asa de hierro forjado, dejó apresuradamente sobre la vieja y usada mesa los paquetes que traía hechos un hatillo y empezó a explorar.
Lo primero que vio fue a tres de las ayudantes de cocina abrazadas junto a la leña. Estaban llorando, tapándose las lágrimas con esas manos enrojecidas y bastas de las cocineras.
—Es por la señora Gallwyn. Está enferma, muriéndose —dijo una de ellas entre sollozos.
Estaba claro que alguien tenía que hacerse cargo de la cocina y después de doce años al servicio de Artor, Gruffydd estaba preparado para cualquier eventualidad.
—Pues, dejando que se queme toda la comida de la guarnición, no vais a ayudar mucho a vuestra jefa —gritó Gruffydd a las criadas—. Poneos a trabajar. El horno de pan está frío, no hay astillas y el guiso se está quemando. ¡Vamos, espabilad!
—Perce ya está cortando más leña —dijo una de las chicas, llorosa.
—Vaya, podemos dar gracias al cielo de que no todos hayan desaparecido —dijo Gruffydd señalando con el dedo a una de las mujeres más viejas del grupo—. ¿Cómo te llamas? —preguntó con aspereza.
—Jena —contestó la mujer tímidamente, con voz temblorosa e insegura—. Señor —añadió, instantes después, porque todo el mundo sabía que Gruffydd era el espadero del rey supremo.
—Jena, pasas a ser la encargada de las cocinas hasta nueva orden. Y serás la responsable si arriba no se sirve comida en las mesas.
Las criadas desaparecieron rápidamente a seguir con sus quehaceres.
Gruffydd se dirigió con paso rápido a los aposentos de Gallwyn, un cubil pequeñísimo, que no merecía el nombre siquiera de habitación.
Estaba con las cortinas completamente cerradas.
—¿Gallwyn? ¿Gallwyn? ¿Qué te pasa, mujer?
De detrás de las cortinas salió una espigada figura, hecha una furia, empujándolo hacia la puerta a base de puñetazos, que salían de unas manos delicadas.
—¡Niniana! ¿Pero qué haces, hija? ¿Qué te pasa? Me conoces, soy Gruffydd.
Gruffydd agarró por las muñecas a la chica, que no dejaba de lanzar golpes al aire desesperadamente, y advirtió la expresión aterrorizada que emanaba de sus ojos, abiertos de par en par.
—¡No puede haber ruido de ninguna clase! ¡Tiene que estar tranquila, así que no la molestes!
Sin pretenderlo, Gruffydd notó que Niniana había crecido y que ya estaba a su misma altura.
—Tienes que dejarme verla, Niniana, cariño —ordenó Gruffydd con voz cariñosa—. No la voy a molestar, te lo prometo. Si está mala, tenemos que hacer algo para que se mejore. Pero, cuéntame qué ha pasado.
—¡No lo sé! —gimoteó Niniana—. Estaba riéndose conmigo mientras pelábamos zanahorias y de repente fue como si no pudiera respirar… Y se cayó al suelo —a la chiquilla se le saltaron las lágrimas sin querer—. Tiene los labios morados.
—Vete y dile a una de las ayudantes de cocina que le prepare una infusión. Y échale un poco de esa miel que tanto le gusta a Gallwyn. Pero antes manda a alguien que vaya a buscar al curandero y que venga lo antes posible. Él sabrá qué hay que darle para que mejore.
Cuando apenas era más que un chiquillo, Gruffydd había visto morir a su abuelo de la misma forma; por eso ahora se asustó.
Se armó de valor para descorrer la cortina que daba paso a la reducida alcoba de Gallwyn. ¿Qué iba a ser de él, si Gallwyn moría? ¿Qué iba a ser de la pequeña Niniana?
La niña tenía catorce años y pese a las terribles dificultades que tuvo al nacer, arrancada del vientre de su madre bajo un sauce, no había sufrido mayores problemas. Pero Gruffydd se acordaba de la profecía que lanzó Morgana cuando Niniana sólo tenía unos días: si no fuera una niña querida, se convertiría en una criatura aterradora y con el tiempo arrebataría el espíritu del reino. Gracias al amor y al sensato sentido común de Gallwyn, no había ocurrido ninguno de estos terribles presagios.
Gruffydd respiró hondo, se obligó a sonreír y abrió la cortina.
Gallwyn descansaba sobre un camastro en la minúscula habitación. Estaba incorporada, apoyada sobre unos cojines que le habían puesto para que respirara mejor, pero tenía ya el aspecto de un cadáver. Niniana había descrito muy bien el tono amoratado de sus labios y Gruffydd pensó que a su vieja amiga le había fallado algún órgano vital.
—¿Gallwyn? —susurró en voz muy baja—. ¿Me oyes?
—Claro que te oigo, mentecato —dijo resollando, sin apenas aliento. Abrió sus cansados ojos almendrados y dijo—: Me alegra que hayas venido, Gruff, aunque hayas llegado demasiado tarde.
Parecía que cada una de sus palabras tenía que abrirse paso con denodado esfuerzo para salir de aquel pecho tan agitado.
—Niniana ha ido a buscar al curandero para ver si te puede ayudar —susurró Gruffydd sonriendo, pese al nudo que se le estaba haciendo en la garganta—. También te va a traer una infusión con un poco de tu miel favorita, así que con eso imagino que pronto te recuperarás.
—No hay té que me alivie, Gruff. Sé que me estoy muriendo y no creo que tarde mucho en irme.
—Entonces no hables, querida Gallwyn. Descansa hasta que te pongas más fuerte —Gruffydd quería llorar, porque ya veía cómo el velo de la muerte iba cubriendo los penetrantes y envejecidos ojos de Gallwyn.
—Tendré tiempo de descansar dentro de nada. Pero ahora es momento de hablar claro. ¿Me estoy muriendo, no?
—Quizá, Gallwyn —Gruffydd no quería darle falsas esperanzas—. Pero hay quien sobrevive a esta enfermedad.
—Pero yo no.
Se detuvo un minuto y cerró sus ojos cansados.
En ese momento volvió Niniana con un cuenco de madera lleno de un líquido aromático, que casi estaba espeso de la miel que tenía. La convencieron para que tomara un sorbito y Gallwyn obedeció dócilmente. Aunque recobró algo de color en la cara, la mano que tenía Gruffydd agarrada, una mano curtida por el trabajo, seguía rígida y fría.
—Niniana, mi chiquitina, quiero que oigas lo que le voy a decir al viejo Gruff. Y le vas a obedecer en todo, ¿me lo prometes?
Niniana habría prometido cualquier cosa. Y lo hizo.
—Gruff, somos amigos desde que me entregaste a la niña, ¿verdad?
—No se me ocurriría discutir contigo, Gallwyn, porque sé que perdería.
Recuperó un poco de su antiguo humor e intentó golpear al viejo en la cara con la otra mano. La supuesta bofetada fue tan suave como una caricia.
—Si me ocurre algo, alguien tiene que ocuparse de mi pequeña. Alguien tiene que protegerla.
Gruffydd vio que los ojos de Gallwyn se llenaban de lágrimas. Se sorprendió muchísimo, porque nadie había visto nunca que la jefa de las cocinas del rey supremo se mostrara frágil.
—¡No! —gimoteó Niniana y empezó a llorar de verdad—. ¡No vas a morir, porque yo no te voy a dejar!
—Tráeme un poco más de té, chiquitina —ordenó Gallwyn suavemente. Gruffydd vio que había hecho esfuerzos por bebérselo todo—. Hazme un poco más, porque me encuentro mejor que nunca.
En cuanto Niniana salió, Gallwyn volvió sus ojos a Gruffydd.
—Prométeme que te la llevarás, Gruff. Hay muchos moscardones merodeando a su alrededor y yo ya no podré ayudarla. Si la abandonas, terminará como su madre.
Abrumada de preocupación y de dolor, Gallwyn se agarró con la mano derecha a la túnica de Gruffydd, pero las fuerzas empezaban a fallarle y no pudo mantenerla. Gruffydd oía que la respiración se le hacía cada vez más lenta. Puso su boca junto al oído de la mujer y empezó a susurrarle unas palabras, mientras, poco a poco, haciendo esfuerzos para tomar aire, ella empezaba a deslizarse hacia las sombras.
—Me llevaré a Niniana y la cuidaré, pase lo que pase, te lo prometo. Le pediré a Artor que la tome bajo su tutela y le encontraré un buen marido que la proteja. Te lo prometo, vieja amiga, así que muere con toda tranquilidad.
Cuando Gruffydd levantó la cabeza, Gallwyn tenía los ojos cerrados, pero sonreía. En ese momento, Niniana, que volvía con la segunda infusión, al abrir la cortina y ver el agotado rostro de Gallwyn, dejó caer el cuenco y se lanzó junto a ella. Lloró como un bebé, con el rostro escondido en el hombro de la anciana.
Al final, Gallwyn simplemente dejó de respirar y murió en los brazos de su hija adoptiva, casi como si la maquinaria que tuviera en su interior se hubiera roto irremediablemente.
Niniana estaba destrozada. No quiso separarse del cuerpo de Gallwyn y se quedó todo el día llorando y acunándola, por mucho que Gruffydd se esforzara por consolarla. La niña sólo se movió cuando le dijeron que tenían que amortajar a Gallwyn para enterrarla.
—No —dijo escuetamente—. Gallwyn quería que la incineraran. Me dijo muchas veces que no quería estar bajo la tierra fría y húmeda. Me dijo que le espantaba, así que no pienso dejar que la entierren. No podéis meter a Gallwyn en un hoyo lleno de barro.
—Te prometo que no la vamos a enterrar, Niniana. Te lo prometo.
Pero hay que amortajarla. ¿Tenía algún vestido preferido?
Niniana se limpió los enrojecidos ojos para quitarse las lágrimas y con las dos manos arrancó las cortinas, tejidas en vivos colores.
—Le encantaba esta tela. Se la coseré alrededor del cuerpo, mientras Perce y tú vais a buscar leña para su pira funeraria.
Mientras la chiquilla buscaba la mejor aguja de Gallwyn y el hilo, Gruffydd le preguntó si necesitaba ayuda para mover el cadáver.
—No, lo moveré yo sola. Soy yo la que tiene que lavarla y prepararla para la incineración —dijo con un orgullo involuntario.
Gruffydd dio una palmadita en el hombro a su hija adoptiva y la besó en la frente.
—Eres preciosa, Niniana. Gallwyn estaba muy orgullosa de ti.
De algún modo, a pesar de lo duro que resultó el día siguiente, las chicas de la cocina se las arreglaron para que no faltara comida a los habitantes de la fortaleza.
Mientras tanto, Gruffydd y Perce se pasaron el tiempo reuniendo leña para preparar la pira funeraria. Juntos pusieron troncos en una burda plataforma y dispusieron paja y pequeñas ramas alrededor de la base. Después rociaron la pira con un jarro de aceite que Perce había sustraído del almacén de la fortaleza.
Cuando terminaron de construir la pira, los sirvientes de la casa, según les permitían sus obligaciones, fueron recogiendo por turnos ramitas de pino y hierbas aromáticas para vestir el último lecho de Gallwyn. Niniana cumplió con sus últimas obligaciones para con la única madre que tuvo y Perce y Gruffydd llevaron el cadáver hasta la pira con relativa facilidad, teniendo en cuenta la distancia. Gruffydd siempre creyó que la cocinera era enorme, pero al cogerla en brazos, se dio cuenta de que no era mayor que un muchacho de doce años.
«Siempre pareció más grande que la propia vida, por eso nunca me fijé realmente en lo pequeña que era —pensó Gruffydd entristecido—. Es difícil imaginar que ya no voy a volver a verla sonreír.»
Cuando el cuerpo de Gallwyn estuvo colocado en la pira, Niniana metió un ramo de flores silvestres, atado con un mechón de su propio pelo rubio, en el centro mismo de la figura amortajada. Gruffydd añadió un corte de tela que le había traído a Gallwyn de regalo y un muy preciado brazalete de cuero que le había dado su madre.
Entonces, ante un reducido, pero sentido grupo de dolientes, Gruffydd puso una lámpara de aceite encendido en las manos de Niniana.
—A ti es a quien más quería, hija. Ayúdala a reunirse con los dioses a los que adorara.
Al principio, la madera ardía muy lentamente, pero enseguida el aceite prendió y saltaron enormes llamas hacia la luz del anochecer, envolviendo a Gallwyn en una guirnalda trenzada de brillos, naranjas, rojos y rosados. Mientras el cuerpo se iba consumiendo entre las llamas, el olor a madera de pino enmascaraba el característico olor a carne quemada. Perce, Niniana y Gruffydd permanecieron junto al fuego hasta que se desmoronó toda la plataforma y quedó reducida a un montón de brasas. Luego los dos hombres acompañaron a la niña inconsolable de vuelta a casa.
Cuando llegaron a la alcoba de Gallwyn, vieron que Jena, en un arrebato de petulancia, se había metido en el camastro de la anciana.
—¡Sal ahora mismo de esta habitación, zorra! —gritó Niniana desesperada—. ¡Vete! Todavía no se han apagado las cenizas de Gallwyn y ya estás intentando robarle sus posesiones. Si no quitas tus asquerosos huesos del medio en este instante, te arrancará los pelos uno a uno.
—Pero el cuarto es mío. Ahora soy la jefa de cocina —dijo Jena quejumbrosa, dirigiéndose a Gruffydd.
—Puedes quedarte aquí a partir de mañana, cuando Niniana se vaya —contestó el viejo enfadado ante el gesto huraño de Jena—. A partir de entonces, duerme donde quieras. Y si te has guardado algo en el delantal que no te pertenezca, dámelo inmediatamente. Si no quieres, y veo que has robado algo de la habitación de Gallwyn, mandaré que te azoten.
Jena se sacudió el raído delantal que llevaba atado a la cintura. Sobre una minúscula mesa que ocupaba gran parte del pequeño cubículo, cayeron un pequeño espejito de plata y el pasador de bronce de Niniana.
Niniana se lanzó sobre Jena como una gata herida, con uñas y dientes, enfurecida. Sólo entre Perce y Gruffydd consiguieron evitar que hiriera de verdad a la anciana.
Jena se levantó, apretándose la herida del rostro que le había hecho Niniana con las uñas, para que no sangrara.
—¡Bárbara imbécil! ¡Maldita puta! Hasta tienes la marca de la serpiente que demuestra que eres hija de una pestilente fulana extranjera.
Gruffydd le cruzó la cara ensangrentada con su enorme mano. Y la mirada, hasta entonces simplemente irritada, se le inflamó de ira.
—Cierra tu sucia boca, mujer. El propio rey supremo ordenó que le tatuaran la pierna para mostrar que es suya. No va a recibir con buenos ojos la descripción que has hecho del Dragón de Britania como silueta de una serpiente bárbara, ni que hayas llamado puta a su protegida o fulana a su madre —Gruffydd agarró a una Jena petrificada por el vestido casero que llevaba y la zarandeó—. Ahora lárgate y vuelve a tu sitio, con las demás criadas. Y ya veremos si sigues como encargada de cocinas. Pero te sugiero que reflexiones sobre lo que ha ocurrido hoy y vuelvas en otro momento a hacer las paces con Niniana.
La cocinera salió corriendo del minúsculo cubículo, espantada.
Gruffydd se volvió para mirar a Niniana.
—Es hora de que intentes dormir un poco, joven dama. Salimos para Venonae a primera hora.
La chiquilla accedió, agotada como estaba, y Gruffydd la dejó irse con Pelles y sus arqueros, que acababan de regresar a la ciudad fronteriza tras la victoria de Mori Saxonicus. Bebió abundante cerveza y cuando por fin se durmió estaba demasiado borracho como para soñar.
A LA MAÑANA siguiente la resaca no contribuyó a mejorar su estado de ánimo. Se tomó muchos tragos de agua y salió a buscar un caballo para Niniana. Consiguió comprar una pequeña yegua por muy poco dinero. Comprobó las patas y el físico del animal y no logró ver nada malo, pero por la cara triunfante que puso el sospechoso marchante de caballos cuando cerraron el trato, Gruffydd sabía que la bestia tenía algún defecto.
—Vigila bien al caballo, Niniana. Ese adulador cree que me la ha metido; no me ha gustado nada su actitud.
—Bueno, parece una criatura muy hermosa —dijo Niniana con voz melodiosa, mirando a la enorme yegua parda—. La llamaré Gallwyn, o mejor Whinny, porque Gallwyn no es realmente un nombre muy apropiado para un animal.
Niniana intentaba por todos los medios no volver a llorar. Al verlo, Gruffydd se alejó un poco para organizar los bultos en su mula de carga, pero vio que Perce casi había hecho ya todo. Junto al viejo caballo de Gruffydd había un burro estrábico.
—¿Vas a algún sitio, Perce? —preguntó Gruffydd—. ¿De dónde has sacado ese burro?
—Marcho a Cadbury, señor. Siempre he soñado con ir allí, así que ahora lo hago. Iré andando, si es necesario. Y en cuanto a Betsy, la encontré.
—¿Por qué, Perce? Tienes ya veinticinco años, por lo menos, lo cual es una edad avanzada para iniciarte en la espada o en el arco. ¿Qué esperas conseguir viniéndote con nosotros?
Perce miró testarudamente a Gruffydd.
—Quiero una oportunidad para demostrar que soy capaz de mucho más que cortar leña y lavar calderos. Como conoces por dónde se va a Cadbury y yo no, pienso ir contigo, te guste o no te guste.
El rey supremo solía decir que no hay que despreciar ningún arma. Así que Gruffydd decidió que fuera Artor el que resolviera si el chico valía. Por otra parte, como la buena disposición del chico y sus sanas intenciones parecían auténticas, Gruffydd no quiso ser él quien defraudara sus sueños.
Niniana se les unió y estuvieron un rato de pie junto a las cenizas de la pira funeraria de Gallwyn. La brisa matutina levantaba espirales de un polvo gris plata que se iba dispersando por Venonae y las tierras que la rodeaban.
—Estará feliz aquí en estas tierras que tanto trabajó —dijo Niniana apenada. Soltó las riendas de su caballo y deambuló despacio por entre los soportes carbonizados de la pira. Algo hubo que le llamó la atención y se tiró sobre el objeto. Lanzando un gritito de alegría, lo cogió y lo metió en un sencillo guardapelo de bronce, el último regalo que le había hecho Gallwyn.
Gruffydd sospechaba que Niniana había encontrado un pequeño fragmento de hueso. Había pagado a dos campesinos para que recogieran todos los huesos que no habían devorado las llamas y los enterraran para que Niniana no se sobrecogiera al encontrar algún resto de su madre adoptiva. Pero al parecer no habían hecho su trabajo bien del todo.
Aunque a Gruffydd le resultaba repugnante la idea de acariciar tan espeluznante objeto, Niniana tenía un fuerte instinto amoroso y una enorme pasión contenida dentro de su ser. Si algún vestigio de la vida de Gallwyn le ayudaba a enfrentarse con fuerza a un futuro solitario e incierto, ¿quién era el para criticarla? A Gallwyn no le habría importado. De hecho Gruffydd sabía que la anciana cocinera estaría encantada al ver que una parte de su persona iba colgada del pecho de Niniana, junto a su corazón.
—Bueno, Perce, pues si vas a venir a Cadbury con nosotros, olvídate de tus placeres animales durante al menos una semana.
—¿Qué placeres de qué animales criatura? —contestó Perce feliz, esbozando una enorme sonrisa. A diferencia de lo que ocurría con otros muchos campesinos, a Perce se le iluminaba el rostro cuando mostraba esos dientes tan blancos.
—Y tú, muchachita, ponte algo que te cubra la cabeza y los hombros mientras estemos de viaje. Si te abrasas con el sol, tendrás fiebre y toda la piel quemada, y entonces ¿qué hacemos?
La joven dejó a un lado sus caprichos y se tapó. La extrema blancura de su piel atraía a todos los jóvenes que vivían millas a la redonda, y no siempre con buenas intenciones. Con lo cual Gruffydd en este momento no estaba considerando sólo que la niña no enfermara.
Apenas media hora después de salir de Venonae, la yegua parda empezó a dar sacudidas y a patear, intentando desequilibrar a su amazona.
Gruffydd al instante lo entendió todo.
—Déjame las riendas, Niniana. Y agárrate con todas tus fuerzas a las crines de Whinny. La han entrenado para que tire a quienes la monten y regrese a los establos de su antiguo dueño. Hay que llevarla con mucha determinación hasta que se acostumbre y sepa que ya no volverá a su hogar nunca más.
Niniana obedeció al momento y Gruffydd amarró las riendas al bulto que llevaba su propio caballo; justo a tiempo, porque al minuto siguiente Whinny consiguió deshacerse de su cabalgadura y tiró a la niña al suelo.
Sin preocuparse de los rasguños y los moratones que se había hecho, Niniana se levantó de un salto, agarró el bocado de hierro del animal y tiró hacia abajo con todas sus fuerzas. Perce ayudó castigando al animal con una vara. Entre los dos consiguieron que Whinny siguiera la senda por la que iba el caballo de Gruffydd.
Durante un largo rato la yegua anduvo rebelde y relinchando en señal de protesta. Gruffydd se juró que en cuanto volviera a Venonae tendría una larga y dura conversación con el embaucador del marchante. Pero cuando ya estaba empezando a pensar que quizá tendrían un viaje más tranquilo si sencillamente dejaban que Whinny se fuera, el caballo se rindió y empezó a caminar pesadamente como si nunca hubiera pasado nada.
El trayecto fue transcurriendo en una monotonía que encadenaba días a caballo y noches bajo las estrellas, con lo que Gruffydd tuvo tiempo de reflexionar con calma sobre sus nuevas obligaciones.
Niniana era hermosa en un sentido extraño y poco familiar. Nunca se había cortado el pelo, excepto por el mechón de delante que había utilizado para anudar el ramo el día del funeral de Gallwyn. Durante los largos días de viaje lo llevaba recogido en una trenza, que le llegaba más abajo de la cintura. Era de color rubio platino, tan singular como un día de sol invernal. Ni siquiera el pelo de Gareth, de un rubio clarísimo, podía compararse con el espléndido tono tan delicado de Niniana, que además lucía una piel transparente en el rostro, lo cual le confería un aspecto inconfundible. Llamativamente, sin embargo, tenía las cejas oscuras y dibujadas hacia arriba, rasgo que le proporcionaba cierta frialdad espiritual al semblante. Los ojos, protegidos por largas pestañas oscuras, poseían el color azul violeta del norte y revelaban una curiosa e inteligente vivacidad, pulida bajo la tutela de Gallwyn. La cocinera se había asegurado de que su pupila supiera leer un poco y se manejara con los números.
«No me extraña que los jóvenes anden rondándola como perros en celo», pensó Gruffydd consternado.
Incluso dejando a un lado el tatuaje que tenía en la pierna, y que acentuaba la delicadeza de sus miembros, había en Niniana algo salvaje, sobrenatural, rotundamente erótico. Era alta y esbelta, nada extraño, teniendo en cuenta sus orígenes sajones o jutos, y desplegaba una gracia sensual y misteriosa a través de sus distinguidas manos, atractivas piernas y elegantes pies. Tenía hermosos labios, que sonreían con frecuencia, y sabía hacer muecas, moviendo las cejas, con tanta comicidad, que sus dos acompañantes no podían dejar de reír.
«Es como si pudiera hechizar el alma masculina —murmuró Gruffydd mientras la contemplaba a la luz del fuego nocturno—, pero en el fondo no es más que una niña»
Niniana le sonrió y Gruffydd, pese a su edad, sintió que el corazón se le salía del pecho.
En cuanto a Perce, Gruffydd descubrió que empezaba a gustarle, ahora que iba conociéndolo un poco mejor. Durante todos los años que pasó yendo y viniendo a Venonae, Perce era simplemente un criado más, siempre atareado y sonriente, de cara pecosa.
Pero mirándolo de cerca, Gruffydd se dio cuenta de que los cabellos infantiles color cáñamo del chico y sus inocentes ojos azules escondían un ánimo tan terco como el burro que cabalgaba. Perce había llegado a Venonae de niño y allí le habían confiado las fatigosas tareas de cortar leña, fregar y barrer a cambio de cama y comida. Y el chico cumplía sin rechistar todas estas ocupaciones menores, siempre pensando que en Venonae estaría más cerca de cumplir su sueño de hacerse guerrero.
Tal grado de paciencia y buen humor hablaban muy bien del joven. Y era fuerte. Por la formidable musculatura que mostraba en brazos y espalda se veía que había pasado años talando árboles, preparando leña y acarreando enormes calderos en las cocinas. La mayoría de los hombres que anhelan cumplir sus sueños se habrían amargado teniendo que realizar estos tediosos trabajos durante años, pero Perce mantenía una alegría interior que lo estimulaba y le permitía cultivar su eterna sonrisa. No tenía grandes necesidades y en su interior bullían pensamientos de esperanza. Iba a Cadbury y sabía que donde el rey supremo reposaba su cabeza, todo era posible.
La extraña comitiva cruzó la larga distancia que se abre entre el país montañoso del norte y la Gran Llanura en la que se alza la Danza del Diablo, y de allí a Cadbury Tor. Los niños, como Gruffydd los llamaba para sí, quedaban maravillados con lo que veían a cada paso, ya fueran calzadas romanas o antiguos monolitos que surgían por entre las hierbas en lugares silenciosos. La pareja charlaba y se peleaban como hermanos, con lo que uno de los principales miedos de Gruffydd quedó al menos pospuesto. Perce amaba enormemente a Niniana, pero como hermana, porque había jugado con ella durante años y la había entretenido siempre que el fragor de las cocinas obligaba a Gallwyn a centrarse en su trabajo.
Cuando Niniana y Perce divisaron Cadbury Tor desde la lejanía, casi enmudecen del asombro.
Como el terreno que rodeaba la fortaleza era bastante llano, la colina se alzaba majestuosa, como si fuera un enorme túmulo construido por gigantes en los albores de los tiempos. Estaba rodeada de murallas, que se elevaban a gran altura, simulando las espirales que formaría una enorme piel de manzana cortada por una experimentada doncella. En la cima se erigía una iglesia de piedra, cuadrada, de anchos muros, próxima a un gran edificio de madera rodeado por las dependencias privadas del rey supremo y toda su corte.
Bajo la fortaleza iba desarrollándose con celeridad una floreciente ciudad. Cuadras, herreros, alfareros, panaderos, joyeros, médicos, comerciantes y siervos libres trabajaban y vivían en casas nuevas de tableros cortados y tejado de paja, en general mejores y más espaciosas que las que existían en Venonae y Venta Belgarum.
—Parece un hormiguero —exclamó Niniana con tono de admiración—. Pero el rey supremo vive en la cima, no como la hormiga reina, que vive muy por debajo de tierra. ¡Qué maravilla! Mira, Perce, hay vacas y cerdos, gallinas… ¡Cuántos animales! ¡Y tan gordos! ¡Y la hierba tan verde y tan fresca! —levantó los brazos al aire, como una chiquilla, bajó de Whinny de un salto y cayó sobre una alfombra de tréboles, echándose a rodar por la pradera sin importarle el agresivo zumbido de las abejas.
Afortunadamente, la fortaleza quedaba a cierta distancia y las payasadas de Niniana sólo las vio una cuadrilla de divertidos campesinos.
—Recuerda que eres una dama, Niniana, y que no debes avergonzar a Gallwyn con tus tonterías —le advirtió Gruffydd. Pero el entusiasmo que rebosaba la muchacha le sirvió para ver la grandeza que Artor había creado con ojos nuevos.
Alrededor de la ciudad florecían profusamente campos de cereales, huertas y prados. Había muchos meandros que regaban las cosechas y los campos de frutales, manzanas, peras, avellanas y albaricoques llenaban el aire de olor a naturaleza en todo su esplendor. Junto a ello, los lechos de tréboles endulzaban la miel.
Vista desde la distancia Cadbury era un milagro de encargo.
Los prodigios persistían a medida que se acercaban a su destino, atravesando huertos, pastos y campos de cereal. Los campesinos tenían un aspecto saludable y feliz, y todo el que les salía al paso se quitaba el sombrero para saludarlos con una reverencia, diciendo: «¡Salud, amigos. Bienvenidos a Cadbury y a la corte de Artor, rey supremo de los británicos!».
A Artor lo idolatraban. Cuando el rey regresó a Cadbury tras la devastadora carnicería de Mori Saxonicus, hombres y mujeres se arrodillaban sobre el polvo, inclinándose humildemente a su paso, hasta que el rey, seguido de sus soldados, entró en la fortaleza. Cuando intentó reprochar a sus ciudadanos que lo veneraran tanto, estos se echaron a llorar, agradecidos como estaban de que el monarca les garantizara seguridad. Después se dirigió a la gente en el foro y les pidió perdón por haber tenido que sacrificar tantas vidas de padres, esposos o hijos. Artor esperaba una abnegada resignación, pero lo que vio fue el rostro triste del triunfo; lo vio en unas mujeres que consideraban afortunados a sus seres queridos; habían podido morir por su pueblo en la guerra más cruel del momento. Artor nunca entendió el homenaje que le brindó la gente, pero Gruffydd sí entendía aquella devoción, porque antes de que lo tomaran como esclavo, había sido hijo de campesinos. Artor ofrecía un futuro esperanzado y seguro en tiempos difíciles. Y lo que era más importante, ofrecía a la gente normal la figura de un líder que nunca les abandonaría.
Tras la batalla de Mori Saxonicus, Artor era realmente venerado por los campesinos celtas. Los reyes unidos habían aplastado a los sajones occidentales con tal contundencia que en las tierras noroccidentales nadie se atrevía a reclamar su estirpe sajona. En el este, los habitantes extranjeros procuraban resarcirse de las heridas, intentando recobrar fuerzas para organizar un nuevo verano sajón, pero por ahora, reinaba la paz en sus territorios. Éste prometía ser tiempo de abundancia.
MYRDDION MERLÍN SE dirigía a la corte de Leodegran con sentimientos encontrados. Nadie iba a negar que si los británicos querían seguir disfrutando de este periodo de paz y prosperidad que el rey supremo les había procurado, necesitaban un Artor casado y asentado con una mujer dócil e hijos inteligentes.
Pero también era cierto que Artor tenía muchos amigos varones que no se iban a quitar del medio por una simple esposa. Y Myrddion sabía que ninguna hembra podría conquistar el hermético corazón del rey. Si el amor intervenía en el matrimonio, el resultado serían los celos y las peleas continuas. La única manera de mantener una felicidad prolongada era el matrimonio de conveniencia.
La ciudad de Corinium no llamaba mucho la atención. Carecía de muralla, en callado tributo a los romanos, y poseía muchos de los distintivos de una ciudad latina, sin la grandiosidad de aquéllas. Sin embargo, una vez traspasados los muros del imponente palacio, no era difícil ver que los dobunios estaban gobernados por un auténtico sibarita.
Las paredes estaban cubiertas por tapices realizados en exquisitos tejidos, que añadían toda una gama de colorido a la adusta frialdad de la piedra. Los motivos reproducían escenas casi obscenas y todos los bancos de la estancia estaban tapizados con telas bellamente labradas con hilos de oro. En una de las paredes desnudas se conservaba un antiguo fresco romano, que realzaba la sala. La escena representaba a un rubio Apolo cruzando el cielo en su carro de oro, contemplado con admiración y regocijo por su hermana Diana, ataviada con túnica de plata y exhibiendo sus flechas. La sala resultaba extraña y heterogénea, pero sorprendentemente opulenta.
Durante tres días Myrddion disfrutó de los dudosos placeres de una comida sazonada en exceso, que le produjo indigestión, y de la discutible compañía de un bufón indolente. A pesar de todo, se decía, Leodegran podría ser mucho peor. Su riqueza era manifiesta y, como Midas, todo lo que el rey de los dobunios tocaba se convertía en oro. Y además, sería un buen suegro precisamente por ese carácter suyo tan indolente y superficial, que lo hacía poco dado a entrometerse en asuntos de estado.
A Myrddion le abrumaba la opulencia que veía alrededor. Artor le había dado carta blanca, o sea, una tarea onerosa y ligeramente arriesgada, pero comparada con los deberes y la pérdida de libertad que Myrddion le había exigido al rey durante tantos años, esta pequeña responsabilidad no significaba tanto.
¿Tenía Myrddion alguna confianza en las dadivosas promesas que le hacía Leodegran? ¡En absoluto! ¿Le preocupaba el tipo de reina que sería Wenhaver? Lo más probable, pero Myrddion no valoraba demasiado a las mujeres como colectivo. Puede que Morgana hubiera captado que el punto más débil del erudito radicaba precisamente en este prejuicio suyo.
Ante el sabio se extendía un espléndido banquete, del que se habría excusado sin duda de no ser una persona de tan inveterada cortesía.
Resplandeciente, ataviado con un manto de exquisito paño de importación color teja, ribeteado con hilo de oro, Leodegran se apresuró a recibir al más estrecho consejero de Artor, dándole una cordial bienvenida. Toda la nación celta sabía que en cuanto Myrddion Merlín le susurrara la más mínima palabra al oído, Artor prestaba su máxima atención. Myrddion se sintió asqueado ante las palabras excesivamente efusivas y los lisonjeros halagos que le brindó Leodegran.
Contra sus principios, Myrddion había tomado una decisión esa misma tarde, así que ahora tenía que soportar el elogio de Leodegran, la euforia del triunfo y el regocijo del rey de los dobunios. Myrddion deseaba haber acertado con la decisión, sentirse satisfecho, pero el anciano era realista y sabía que no iba a encontrar a nadie que le pareciera suficientemente adecuado para Artor. Con Leodegran se podía negociar, con lo cual su hija era menos importante que la dote y las alianzas que pudieran obtenerse como trofeo de boda.
Mientras Leodegran seguía con la perorata del gran honor que se le había conferido a su casa, Myrddion ya estaba planeando lo que iba a decirle a Artor.
—Examina bien a la chica cuando los dobunios vengan de visita oficial para firmar los compromisos nupciales. Si no te gusta, recházala. ¡Para algo eres el rey supremo!
Myrddion dio un soplido de alivio, que obligó a Leodegran a detener su halagador discurso, un tanto sorprendido. Tan manipulador como siempre, Myrddion había conseguido una excusa por si la precipitada decisión que había tomado no saliera bien. En el fondo, Myrddion era un hombre honesto.
«Que los dioses nos asistan —pensó para sus adentros—. Estamos ante el peor ejemplo de lo que ha sido la influencia romana sobre Britania. Leodegran es lo suficientemente celta como para sentirse orgulloso de ello y lo suficientemente romano como para adorar el hedonismo y la sofisticación. Pero no se puede confiar en él, porque sólo se mueve por fatuidad. Solo Hades sabe cómo es de verdad su hija.»
Morgana había decidido advertir a Wenhaver sobre Myrddion Merlín, antes de irse rodeada de sirvientas, alegando que tenía que hacer algo que sólo ella sabía.
—Myrddion es mucho más inteligente que tú, Wenhaver. Si tienes dudas, guarda silencio y muéstrate complaciente, porque si no habla bien de ti, Artor nunca te tomará por esposa.
—Es bastante viejo, ¿no? —contestó Wenhaver—. A los auténticos caballeros de edad siempre les gusto. Me llaman tesoro y se matan por que les bese.
Morgana se reía con un tono desagradable y estridente.
—Myrddion es viejo, pero no babea, así que no te molestes en poner en práctica tus truquitos con él —la vidente no se desanimaba ante la estupidez de Wenhaver, porque las tontorronas eran mucho más fáciles de engatusar.
Wenhaver bajó la cabeza y empezó a gimotear, con el labio de abajo sensiblemente levantado en un gesto nada atractivo.
Morgana frunció el ceño.
—Cuando estés con Myrddion no pongas esa cara. Te hace muy vulgar… nada atractiva.
Inteligente Morgana, inteligente.
Wenhaver se arregló un poco antes de que la recibiera Myrddion Merlín. Hecha una damisela esplendorosa, llevaba un rosa muy tenue, casi blanco, lo suficiente para realzar el rubor de las mejillas, pintado con carmín, y el azul de los ojos quedaba acentuado con un simple toque de polvo de lapislázuli, un producto terriblemente caro. Myrddion creía estar al tanto de para qué utilizaban las mujeres los cosméticos, pero hubo de reconocer que exteriormente Wenhaver le dio toda la impresión de ser una dama tranquila, obediente y sensible.
Por su parte, Wenhaver se hizo una clara idea de Myrddion nada más verlo. No sería muy lista, pero sí tenía perspicacia suficiente como para reconocer que el hombre que tenía delante en su día había sido más guapo, a su modo, de lo que ella sería nunca y que estaba inmunizado frente a los encantos del aspecto físico. Si había de utilizarlo, tendría que buscar otra treta. Quizá pudiera conseguir que Artor se hartara de él, pensó mientras hacía una reverencia tan marcada que casi toca el suelo con la cabeza.
Wenhaver reconoció debidamente las delicadas palabras de agradecimiento que le presentaba Myrddion y el elogio de su vestido y su peinado. Con una inocente sonrisa, murmuró alguna frase de correspondencia sin especial gracia. Myrddion sonrió también, pero sin saber por qué, notó que se le erizaba el vello de los brazos.
Durante estas sutilezas iniciales, Leodegran se había mantenido al margen, contra lo que era su costumbre. Myrddion no había tardado mucho en plantear al rey los términos del casamiento de Wenhaver, y Leodegran estaba todavía digiriendo la cuantía que tenía que pagar por la dote. Estaba intentando encontrar una vía de salida a las excesivas exigencias que la boda de su hija iban a suponerle para el bolsillo.
—Enhorabuena, hija —dijo por fin Leodegran, muy expansivo—. El rey Artor ha pedido tu mano en matrimonio y yo he accedido a sus términos. Myrddion y yo hemos acordado una fecha, dos meses después de que visitemos Cadbury Tor; así que supongo que necesitarás hacerte un magnífico vestido de gala para la ceremonia. Afortunadamente, todavía hay tiempo en el entretanto para estas fruslerías.
La tomó por la barbilla y la besó suavemente en la frente.
Como correspondía a una dama de noble alcurnia, Wenhaver expresó todo lo que se requería de una joven candorosa; dijo que no era digna de tal honor y manifestó sus miedos de no estar a la altura de los elevados deseos de Artor. Mantuvo la expresión más inocente que pudo, pero Myrddion captó en ella un brillo de satisfacción personal, escondido tras la azul mirada de la joven.
Myrddion abandonó Corinium a los dos días, después de asistir a interminables banquetes en su honor, sesiones de cacería y otros divertimentos más exóticos que no le procuraron placer alguno. Wenhaver le resultó insulsa, bella y profundamente estúpida; además cuando la conversación no giraba en torno a su persona o a sus deseos, había cometido algunos errores que delataban un egoísmo atávico. En cierto momento una de las criadas tropezó con Myrddion, cuando éste se retiraba a su dormitorio. El anciano ayudó a la muchacha a ponerse en pie y, aunque la chica volvió la cara de inmediato, Myrddion vio con horror que tenía cinco profundas marcas, desde la mejilla hasta el cuello, arañazos hechos con saña y uñas afiladas. El anciano supo instintivamente que las bellas garras de Wenhaver, pintadas con henna estaban detrás de todo aquello. Claramente a la candidata le gustaba provocar dolor.
A favor de Wenhaver estaban su juventud, su enorme belleza y un cierto encanto, que Myrddion pudo percibir cuando la joven no intentaba engañarlo. Era tan tremendamente joven, parecida a una mujer a la que Myrddion había querido antes de convertirse en un cínico, que el erudito llegó a pensar que se podría hacer de ella algo más noble que un simple dechado de vanidad y pedantería. Artor era un hombre serio y justo. Con paciencia y amabilidad, podría moldear a la chica y convertirla en la reina que era capaz de ser.
Myrddion confiaba en que Artor se fijara en la niña que se ocultaba tras aquella sofisticada y quebradiza fachada.
«Estoy comportándome como un cobarde», pensó Myrddion apesadumbrado, pero los problemas de estas hembras tempestuosas escapaban a su conocimiento y a su paciencia.
Quizá tendría que lamentar el trato que había cerrado, pero pensó que Artor estaría a la altura de cualquier belleza malcriada. Todo lo que se le pedía a esta doncella era fertilidad y fidelidad; si fallaba en alguna de las dos cosas, Artor podría quitarla del medio. Wenhaver aprendería pronto que Artor no estaba para hacerle los honores a nadie, ni siquiera a la mujer más bella del mundo.
LA VILLA POPPINIDII bullía en una actividad frenética; el anciano Antor, sus criados, nerviosos, y una Julanna medianamente distraída se preparaban para celebrar dos bodas que tendrían lugar en el corto plazo de dos semanas.
Por fin había llegado el verano a Aquae Sulis. Los campos relucían repletos de flores silvestres, que hacían la competencia a los brotes de cebada, centeno y trigo. Los frutales empezaban a retoñar y la tierra color chocolate exhalaba el aroma fecundo y fresco de una nueva vida exuberante.
Artor y su retén habitual llegaron sin especial fanfarria, pero movidos por ese misterioso y sabio instinto de la gente sencilla, los campesinos le esperaban en el recodo del que salía una pequeña senda que llevaba a Sorviodunum. Y a su paso, montado en su nuevo caballo de batalla (a Carbón lo habían retirado tras la batalla de Mori Saxonicus), le lanzaban ramas recién verdecidas, capullos de flores, avellanas, recogidas cuidadosamente del suelo.
Artor se sentía intimidado al ver esos rostros enardecidos, que lo miraban desde abajo, henchidos de auténtica veneración y respeto.
—¡Artor! —gritaban—. ¡Bienvenido sea el rey supremo!
El rey tiró de las riendas del caballo, se detuvo y bajó de la montura. Allí se habían reunido muchas caras que le resultaban familiares, venidos de distintos pueblos, para saludarlo y celebrar las ceremonias que iban a tener lugar. Incluso campesinos jubilados de Villa Poppinidii, hombres que le habían conocido de niño, cuando lo llamaban Zote, ellos también venían a rendirle tributo. El rey dio la bienvenida personalmente a todos los que le aguardaban, preguntó el nombre a quienes no conocía y recordó con ellos anécdotas relevantes de la vida de hombres y mujeres que habían formado parte de su juventud.
Los campesinos le besaban las manos, los pies y el faldón del manto y Artor no tenía fuerza para rechazar sus sencillas declaraciones de patriotismo y de cariño. Tiempo atrás Lucius de Glastonbury le había advertido a Artor que nadie es profeta en su tierra, pero el rey estaba gozando de la veneración que le tenía la gente sencilla que lo había conocido de joven.
Como siempre, Antor salió al encuentro de Artor en las quebradas puertas de la villa y lo recibió entre abrazos. El rostro del anciano se iluminó al ver a su hijo adoptivo, pero empalideció un poco al ver que Keu no estaba entre los miembros del retén. Aunque Antor lo abrazó con la misma fuerza de siempre, Artor notó el huesudo esqueleto del anciano bajo la carne ya marchita. Y en su interior Artor lloró la pérdida que habría de venir inexorablemente.
—Hijo mío, apenas has cambiado. ¡Seas bienvenido! ¡Bienvenido! Mi ayudante velará porque tus amigos y criados se sientan a gusto. Mientras tanto, vamos al scriptorium y compartamos una copa de buen vino tinto. Tú también, Targo, amigo, porque veo que estás casi tan endeble como yo, y tengo unas ganas enormes de hablar de los viejos tiempos que sólo los tres conocemos.
Sin parar de hablar, Antor condujo a sus dos invitados a su lugar preferido, el scriptorium, revestido de madera, donde Artor se había pasado horas leyendo a escondidas por la noche hasta impresionar a su maestro con sus conocimientos de latín.
Otro joven, que se parecía asombrosamente a Gareth, entró en la antigua y cálida sala con el vino, las copas y unos pequeños platos con frutas escarchadas, bocados exquisitos y frutos secos; después ayudó a sentarse a su señor y a Targo en unos cómodos bancos, bien almohadillados con lana de oveja para evitar la dureza y el frío de la madera.
Cuando el joven se marchó con una reverencia y cerró la puerta, Artor levantó un poco la ceja, con cara de curiosidad, dirigiéndose a Máster Antor.
—Ese joven es Garan, el hermano menor de Gareth. Llevaba unos dos años preparándose para ser ayudante, porque imagino que sabrás que Gareth tiene sus miras puestas en Cadbury Tor, con intención de ponerse a tu servicio. Dios, yo también me iría contigo, pero el tiempo me ha recluido en este maravilloso lugar y mi mujer me echaría de menos si faltara siquiera un día.
Artor se alegró de que Targo, que se estaba calentando los pies en el calor de las baldosas, interrumpiera ese pequeño momento melancólico con su habitual y jovial franqueza.
—Entiendo perfectamente cómo te sientes, viejo amigo. Para mí también se han terminado los apacibles paseos a caballo. La mente permanece joven y afanosa, pero el cuerpo se niega a obedecer. Así que me parece que estoy contemplando Villa Poppinidii por última vez. ¡Ay, quién pudiera volver a ser joven!
—Yo intento no mirar atrás —contestó Antor sonriendo—. Toda mi felicidad está aquí y me alegra pensar que voy a dejar a mis dos niñas bien protegidas antes de ir a reunirme con mi dama.
Le cambió la cara y en sus ojos de un azul ya desvaído asomaron sombras, como si fueran nubes que oscurecen el cielo.
—Veo que Keu ya no está contigo.
—Es mi ayudante y me sustituye en Cadbury —explicó Artor—. Pero vendrá al glorioso día de Lavinia. Te manda cariñosos saludos y te felicita por esta pareja tan estupenda.
Antor sonrió con pesar.
—Keu nunca me ha dicho eso. Para él la villa no es más que una cómoda casa de recreo, a la que viene cuando se cansa de hacer las tareas que le has encomendado en Cadbury. No, no endulces la cosa, Artor, y no te sientas tan culpable. Desde que murió mi querida esposa, Keu nunca se ha preocupado por la villa. Cada pasillo le recuerda sus errores y el chico prefiere huir que enfrentarse a la verdad en lo más íntimo de su ser. Yo ya soy viejo y estoy harto de excusar a nuestro único hijo. Lo mimamos demasiado, Lavinia y yo, y no quisimos ver sus defectos. Sé lo que es mi hijo y te agradezco que lo hayas protegido durante tantos años.
—Antor, no hace falta…
—Ahora podemos decirnos la verdad, Artor —Antor puso su dedo índice, deformado e inflamado por la edad, sobre los labios del rey—. Lamentablemente, no puedo dejarte nada de la villa, pero tengo estos rollos que siempre he querido que fueran tuyos a su debido tiempo. Ese día ha llegado, así que mandaré que los envuelvan para que te los lleves de regreso a Cadbury. Lo que Keu no ve, no lo echará de menos y dormiré tranquilo sabiendo que los ancestros de lady Livinia no reunieron estos rollos en vano. La tierra que Gallia y tú recibisteis sigue siendo tuya y el título está a nombre de la pequeña Licia. Estate seguro de que Garan cuidará de él con tanto celo como Gareth lo hacía en el pasado.
—¿Qué puedo decir ahora, señor? Te echaré de menos cuando vuelvas a tus antepasados porque esta villa es mi único y verdadero hogar y tú has sido un padre cariñoso conmigo, el único que he tenido.
—No siempre fui el mejor padre contigo, Artor, y lamento no haber sido más cariñoso cuando eras pequeño. Pero he aprendido a quererte y espero que me hayas perdonado, si alguna vez me mostré indiferente.
Artor se ruborizó incómodo.
—Te preocupaste de que comiera todos los días, que estuviera ocupado en tareas útiles, que tuviera ratos de juego, una mujer que me amara y una educación. ¿Qué más puede pedir un hijo adoptivo que no pertenece a la familia? Y cuando me escapaba, como bien recuerdo, nunca me golpeaste, ni me maltrataste.
—Eres muy amable, al procurar que un anciano se sienta mejor, muy amable, de verdad —murmuró Antor y se secó las ancianas lágrimas que le brotaban de los ojos—. Siempre ha pesado sobre mi alma la falta de cariño que viviste de pequeño.
—Has sido mi padre toda la vida, Antor, y habría estado orgulloso de que me engendraras.
—Mierda, Artor, si continúas, me echaré a llorar en un momento —interrumpió Targo con su habitual irreverencia y desdentada sonrisa—. ¿Qué pensarían tus enemigos si descubrieran que eres tan sentimental como cualquiera?
Targo observó que aquí, en el scriptorium de la villa, mientras se embebía de la esencia de Antor, Artor lucía una mirada clara y confiada, y no reservada, como habitualmente. Quizá porque tenía plena conciencia de que no iba a volver a ver al anciano.
—No necesitas llorarme cuando me deslice entre las sombras, porque mi Lady Livinia está esperando impaciente que nos volvamos a ver. Cuando en su día muera Keu, heredarán Villa Poppinidii Livinia la menor y su marido, porque he dejado mi testamento bien claro ante el magistrado y su hijo, Drusus. Aquí se mantendrá la misma vida sencilla que llevamos ahora, y yo moriré feliz.
Sin poder articular palabra, Artor se abrazó al frágil cuerpo del anciano y sintió que el corazón le latía agitado en su pecho.
Antor se levantó como pudo.
—Bueno, no es momento de tristezas. Se van a casar nuestras hijas y en estas dos semanas el sol va a brillar más que nunca. Como sé que no estarás para los desposorios, esta noche tendremos nuestro propio banquete nupcial y nos alegraremos por lo que nos toca. ¡Venga! Podemos bañamos, descansar y por la noche lo celebramos.
Targo esbozó una maliciosa sonrisa.
—¿Sigues teniendo esas extraordinarias reservas de vino? Nunca he conseguido que me guste la cerveza.
—Amigo —contestó Antor—, esta noche podrás bañarte en un espléndido vino de Campania que descubrí por casualidad en el almacén de Gallinus. Brindaremos por las jóvenes más bellas nacidas en esta tierra de los británicos con el mejor vino que nunca se ha hecho.
—¡Con gusto brindaré por ello!
—He organizado un banquete para esta noche sólo comparable con las propias celebraciones nupciales —añadió Antor con satisfacción—. Cenaremos ostras regadas con salsa de bígaros, sopas elaboradas con los mejores pescados, mariscos y anguilas que puedan comprarse en el mercado, jabalí glaseado relleno de pichón, paloma, gelatinas y una cornucopia de exquisitos dulces con los que mi viejo maestro de armas creerá haber entrado en el paraíso de los dioses. Comeremos hasta hartarnos, Artor, lo más suculento y delicioso que haya en Aquae Sulis.
—Me malcrías, Antor. Te aseguro que engordo cada vez que duermo bajo tu generoso techo —Antor, bromeando, le dio unas palmaditas en el estómago a Artor.
—Nunca en la vida has comido demasiado, hijo mío —dijo Targo con una sonrisa—. Pero hoy deja a un lado ese control tan férreo que siempre has mantenido y vamos a celebrarlo hasta que llegue el día.
Targo y Antor se abrazaron dándose palmadas en la espalda que mostraban la alegría que tenían.
Artor y Targo fueron a bañarse para descansar y relajarse mientras que Antor siguió con sus ocupaciones. Más tarde el rey supremo empezó su sesión de esgrima diaria en el patio de entrenamiento que había en la villa.
—Caramba, chico, sigues siendo igual de bueno —exclamó Targo orgulloso al ver la agilidad con que se movía Artor reproduciendo los distintos toques de combate tradicionales—. Tu nueva esposa no podrá quejarse de que te falte fuerza ni poderío.
Artor se animó un poco con la procaz risotada de Targo. Como esta era una noche de celebración, se vistió con parsimonia y particular esmero. Y así, con el cabello suelto, envuelto en finos paños de lana con aplicaciones doradas, que reflejaban las luces de la chimenea, daba una imagen esplendorosa. Odin trajo dos arcones de madera bellamente labrada y esperaron en el atrio a que llegaran Livinia la Menor y Licia para unirse al banquete.
Julanna se sentía, con razón, muy orgullosa de sus niñas. Livinia la Menor se había convertido en una bella dama, de pelo oscuro, mejillas sonrosadas y una figura fresca y femenina. Cuando Artor le ofreció su regalo, la joven se ruborizó un poco y lo besó en la mejilla. Tenía la gracia y la elegancia natural de su abuela, suavizadas por la dulzura de Julanna.
La muchacha prorrumpió en exclamaciones de admiración al ver los paños de fina lana y las copas de cristal de roca del Mediterráneo. Cuanto más buscaba dentro del baúl, más maravillas descubría. Hasta que encontró un collar y unos pendientes de exóticas perlas polinesias, las llamadas perlas negras, que tenían el mismo color gris de los ojos de Artor. El contenido del arcón haría de Livinia la Menor una anfitriona distinguida, incluso en la refinada Aquae Sulis, y la sonrisa de alegría que puso la joven fue lo mejor que Artor podía esperar.
Por su parte, Licia se parecía mucho a Artor, con cabellos de ámbar, un rostro fino y de rasgos marcados, particularmente alta y esbelta, y cuando se movía era como si bailara. Habían pasado ocho meses desde que el rey la vio por última vez, ya convertida en una joven, pero seguía siendo una niña, emocionada y ansiosa a la hora de abrir regalos.
Artor había vertido todo su amor en los regalos que le hacía a la niña en esta celebración tan especial. Copas de vino de oro, botellones con el dragón grabado, generosos cortes de telas delicadas, un espléndido caldero del mejor hierro fundido, y joyas y ornamentos femeninos que llenarían de satisfacción y de admiración a cualquier muchacha. En lo más hondo del arcón había una bolsita de malla de plata con una cadena de oro y en otra un cuchillo con empuñadura de dragón del tamaño adecuado a una mano femenina.
—Señor, mi rey —Licia dio un suspiro de admiración al sacar de la bolsita de plata en la que venía envuelta la cadena de oro—. ¡Qué regalo tan maravilloso!
De la cadena colgaba una pequeña raíz de madera, pulida por los años de uso, que tenía la forma exacta de una mujer embarazada.
—¡Pero esto es tuyo, señor! —argumentó Licia—. No puedo aceptar este regalo.
—Tú no puedes aceptarlo… pero Anna sí —contestó Artor, sonriendo a la jovencita—. Porque era de su madre —y se le iluminaron de alegría sus ojos grises.
Licia sonrió y sacó el cuchillito de su funda.
—Esta daga es gemela de la que tienes tú, Artor. A partir de ahora ya no necesitaré protección, vaya donde vaya. Sí, es un arma preciosa.
—Lo único que te pido es que se la des algún día a tu primer hijo, para que se acuerde de mí.
Por primera vez, a la joven se le puso un gesto serio y envolvió a su padre con sus cálidos ojos color ámbar.
—¿Soy de verdad tu hermana, señor? He oído rumores y no soy tonta. Este tipo de regalos tan espléndidos sólo se hacen a la familia.
Artor se llevó la mano al pecho y sintió cómo le latía el corazón; miró largamente a su hija, dejando traslucir su alma a través de la mirada, llena de añoranza.
—Por seguridad personal nunca te han dicho de dónde vienes exactamente —dijo Artor sonriendo afectuosamente a la joven—. A lo mejor algún día Llanwith te cuenta los detalles de tu nacimiento, pero yo no puedo hacerlo ahora. Estas bagatelas no son más que una manera de expresarte mi amor y mi admiración. Te deseo todo lo mejor para el resto de tus días.
La muchacha se levantó y lo besó en la mejilla.
—Te lo agradezco, mi señor, a pesar de que no entiendo bien lo que me estás diciendo.
Artor sopesó sus palabras. ¿Estaba sospechando la verdad? Vio en Licia el reflejo de su propio gesto contenido, pero con rasgos más alegres y relajados, porque la vida no le había decepcionado y seguía confiando en lo bueno del mundo. Artor deseaba ardientemente que el tiempo la mantuviera protegida de las pesadumbres que él había sufrido durante su juventud.
Esa noche el banquete salió como Antor había prometido, pero con todo lo que habían fanfarroneado, Targo y Antor se fueron a la cama mucho antes de medianoche. Artor se quedó sentado junto a la fuente respirando el aroma de las rosas, los jazmines y el romero. Las estrellas refulgían como pequeñas lamparitas blancas sobre el cielo aterciopelado del verano y el aire agitaba dulcemente las hojas del árbol de Livinia la Mayor, que lo acunaban con su apacible susurro. Esa noche y los días que siguieron Artor sintió una paz de la que no había disfrutado desde que dejó la seguridad y el afecto de esta villa para convertirse en rey supremo de los británicos.
CUANDO ARTOR, TARGO y Odin ya salían de Villa Poppinidii, volvieron la cabeza para contemplar otra vez la bucólica estampa que dejaban atrás y conservar en sus pupilas esa vista de la dulce estructura de piedra y ladrillo que se alzaba sobre la colina. Cada uno interpretó la apacible escena de manera distinta, pero todos se quedaron pensando que quizá ya no volvieran a dormir bajo aquel techo nunca más.
Targo observaba las piruetas de los pájaros, afanados en privar a los frutales de nuevas yemas. Y viendo la gracia y la velocidad con que volaban pensaba en los hombres que había matado y en las mujeres con las que se había acostado. De Roma apenas le quedaba un borroso recuerdo en la memoria, la sensación de calor y el aroma a aceitunas prensadas. Igual que esos pájaros, se había posado en Villa Poppinidii para buscar comida y anidar dentro de sus viejas murallas, que le evocaban un orden y una belleza familiares. Como los cuervos, había descansado allí una temporada, aprovechándose de las muchas recompensas que le proporcionaban sus florecientes campos, antes de lanzarse a la libertad y la agitación del Viejo Bosque. Como lo quiso el destino, marchó tras Artor, preparado para lo que fuera, y encontró el honor en un momento en que ya no pensaba ser digno de tal palabra. El corazón le rebosaba de gratitud sabiendo que al final, tras cruzar la laguna estigia, reposaría junto a Gallia y la anciana Frith. Artor ya se ocuparía de cerrarle los párpados y depositar en ellos unas monedas para pagar al Barquero, y esparciría sus cenizas por Cadbury Tor.
Artor se fijaba en un halcón que revoloteaba a lo lejos, dejándose llevar en las alturas por las corrientes de aire. Detuvo la mirada en la oscura línea de árboles que marcaba el comienzo del Viejo Bosque, y volvió a sentir la impresión que le produjo hacía años la novedad de verse dentro de aquellos confines. Con un poco de esfuerzo podía recomponer la chimenea de la casa, cubierta de hiedra, que en su momento le proporcionó una dicha tan transitoria. Confiaba en poder recuperarla algún día, pero, como el ave rapaz que ahora miraba, sabía que era un hombre solitario, demasiado acostumbrado a estar con guerreros, como para entregar su corazón a alguien que le exigiera emociones ya marchitas para él años atrás.
Contempló la villa y vio a un jovenzuelo que acarreaba cubos de cuero y madera en dirección a los establos. Y recordó su otro yo, el Artor joven, preguntándose si habría podido ser feliz en ese remanso de paz. La verdad es que lo dudaba y además puede que Gallia hubiera vivido siempre amargada, al verlo marchar al campo de batalla una y otra vez, tras reyes distintos.
—Todo tiene su razón de ser, pero nunca entendemos los designios superiores —dijo en voz alta.
Targo lo miró con abierto desdén.
—Lo único que a ti te pasa, chico, es que nunca saboreas el instante. Siempre estás con la cabeza en la siguiente prueba, la siguiente idea, el siguiente problema, y por eso te pierdes estos días tranquilos, que son los que nos proporcionan mayor satisfacción. Vamos a sentarnos aquí un rato, ahora que no me duele la maldita pierna, y disfrutemos del sol. Esto le viene bien a cualquiera.
Artor sonrió y asintió con la cabeza, pero volvió la mirada de nuevo hacia el halcón, que iba haciendo círculos cada vez más bajos, para atrapar con su pico poderoso y sus garras ganchudas alguna criatura que había divisado desde lo alto.
«Ya estoy deseando vivir la siguiente prueba», pensó, mientras el pájaro bajaba en picado contra su presa.