CAPÍTULO XI
LA MUJER DE CABELLOS DORADOS
SEIS MESES DESPUÉS de que Artor regresara triunfante a Cadbury Tor, a finales del invierno, la tierra estaba sometida al duro yugo de la meteorología. Aunque los campos seguían cubiertos de una fina capa de nieve y escarcha, los agricultores ya intentaban abrir surcos en el huraño terreno para iniciar la siembra que recogerían al verano siguiente. Como los frutales ya se habían quedado sin hojas, los animales buscaban alimento en la hierba que aún sobrevivía en frías hondonadas para completar el forraje que recibían de los pastos cortados el otoño anterior.
Los cielos eran grises y rara vez se despejaban de la masa de nubes, que sólo permitía atisbar resquicios de un sol pálido y tenue. Las rapaces revoloteaban en las alturas buscando conejos y otras pequeñas criaturas, que ahora vestían sus capas invernales. La propia Cadbury estaba resbaladiza, cubierta de hielo, y los mayores se veían obligados a andar con cuidado por los mal empedrados caminos, para no caerse. El paisaje conformaba una armónica sinfonía de grises, salpicada por las oscuras tracerías que dibujaban los árboles y el oscuro follaje de robles y pinos. Allí residía la belleza y la paz; los habitantes iban y venían por helados senderos y los niños, sonrosados, jugaban a cosas incomprensibles entre los árboles sin temor alguno.
Aunque el cráneo de Glamdring Ironfist era ya una calavera despojada de restos, seguía situado sobre la muralla, como si desde sus enormes órbitas huecas mirara las aldeas y los campos que había intentado destruir. A decir verdad, pese a que había pasado tan poco tiempo desde que saquearon Caer Fyrddin, la gente apenas recordaba al sajón, salvo cuando mentaban al «tío boquiabierto» para asustar a los niños pequeños. La violencia y el asesinato terminan por resultar tareas inútiles comparadas con las que exige la tierra.
Artor solía sentarse en la sala para dirimir pequeñas disputas entre aldeanos insatisfechos o litigantes y, pese a que con frecuencia le aburrían las insignificantes querellas y discusiones que surgían por cuestiones de lindes, nunca dejaba traslucir sus sentimientos y mantenía un rostro sereno. Fuera lo que fuera lo que decidiera, la gente decía que era el mejor rey que había en el mundo. Artor sabía que el sano sentido común resolvía casi todo y que no era ningún Salomón, sino un hombre sencillo que entendía los problemas de la gente corriente.
El salón del trono estaba casi igual que antes de la batalla de Mori Saxonicus, pero Artor había querido añadir algunas cosas. Colgadas del techo en unos enormes montantes, destacaban las banderas de Artor, Pelles, Luka, Keu, Lot y Llanwith, raídas y ensangrentadas. Lucían sucias y andrajosas, dando fe del uso tan duro que habían tenido y de su venerable historia.
Al otro lado de la sala, Artor había ordenado que colgaran los estandartes de guerra de sus enemigos, Katigern Oakheart, Glamdring Ironfist y las de otros guerreros occidentales. Estos símbolos también estaban manchados de sangre y acartonados por el fango ya seco. Algunas estaban rasgadas de lado a lado y otras quemadas por los bordes.
El dragón blanco de los sajones y el dragón rojo de los celtas se lanzaban bufidos uno a otro desde ambos extremos de la gran sala.
En una mesita que quedaba a la derecha de Artor había una delicada caja de avellano que habían hecho de una rama caída. Contenía un trozo de tela, que en su día fue blanca, pero que ahora tiraba a marrón por las manchas de sangre seca. Artor había ordenado a sus soldados que recogieran de Y Gaer la bandera de la paz y este fue el único pedazo que encontraron. Artor conservaba esta reliquia para no olvidar nunca el sacrificio de los patriotas que tan noblemente le habían servido. Cuando le flaqueaban las fuerzas o cuando su creciente cinismo le decía que todos sus esfuerzos eran en vano, le bastaba coger la cajita de avellano para recordar que a él se le exigía cumplir con su deber hasta la muerte.
En comparación con otros muchos reyes celtas, la corte de Artor resultaba espartana, pero su limpieza, los brillantes tapices, el mosaico que había delante de la tarima y los deslucidos estandartes otorgaban al recinto un poder y una sofisticación más fuerte que el oro, los ampulosos repujados o las pinturas recargadas.
Aquel día llegaron dos visitantes a la corte del rey supremo. El primero de los hombres era un correo del rey Leodegran, el gobernante un tanto pomposo de los dobunios, que compartía las suaves tierras que se extendían al sur de Sabrina Aest con la última de las ciudades romanas. Leodegran quería visitar Cadbury Tor con toda solemnidad durante ese mes y quería ir acompañado de su única hija, de inefable belleza, Wenhaver[4].
El correo quedó encantado al escuchar las delicadas palabras de bienvenida que le brindó Artor y sobre todo al pensar que le esperaba una buena cena y una cama caliente antes de regresar a Corinium, donde estaba Leodegran, recibiendo a la corte. Siempre cortés en cuestión de protocolo, Artor honró al correo con un anillo de plata en señal de agradecimiento.
Por dentro, Artor bufaba. Conocía bien las maquinaciones de los príncipes tribales con hijas casaderas y odiaba los estúpidos compromisos sociales que le correspondía atender a un rey supremo y los malabarismos que hacían los que le rodeaban para conseguir más poder. Tampoco creía que la visita de Leodegran fuera simplemente cuestión de cortesía. Los consejeros de Artor llevaban años insistiéndole en que tenía que dar a su reino una esposa y un heredero, para que no se repitiera el sangriento escándalo que se produjo antes de su coronación.
El rey sabía que algún día tendría que casarse, pero estaba harto de que le agobiaran presentándole posibles candidatas. Siempre resultaban demasiado jóvenes o demasiado viejas, demasiado guapas o terriblemente feas, o tontas, o tan ambiciosas que le ponían los pelos de punta.
Wenhaver tenía fama de ser excepcionalmente bella, pero él necesitaba algo más que una cara bonita para conseguir la felicidad. Artor recordaba con nostalgia y un punto de idealización los placeres conyugales con Gallia, aunque sus rasgos se le difuminaban poco a poco con el paso de los años. Lo que sí recordaba era que aquella mujer compartió su vida en todos los aspectos. Con ella trataba largamente todo lo que le ocurría, lo compartía con ella en amorosa unión, igual que ella compartía su vida, sus pensamientos y sus miedos con él. En brazos de Gallia se sintió libre de todo miedo. Y, después de todos estos años, el haberla perdido aún le generaba un vacío en el estómago y una oscura oquedad en el corazón.
¿Qué princesa, educada para llevar un hogar palaciego y para criar aristócratas, iba a compartir sus pensamientos y sus acciones como hizo Gallia? Incluso cuando estaba terminando de hablar con el correo y de concederle sus más distinguidas palabras, se llevó la mano a la figurita femenina que llevaba colgada del cuello en una cadena de oro y recordó el tacto de los pechos y la delicada cintura de Gallia.
Gallia había sido real y auténtica. Las princesas e hijas de jóvenes reyezuelos que le habían presentado no eran ni una cosa ni otra, porque estas muchachas se jugaban mucho. Independientemente de su carácter o de su aspecto físico, la joven que se convirtiera en reina suprema impulsaría a su familia a un lugar destacado. Muy a su pesar Artor reconocía que la perfecta dama tendría que ocultar a la fuerza cualquier defecto o duda que tuviera y ofrecer una imagen pasiva y dócil.
Por eso, si todas las muchachas iban a ser tan parecidas, Artor decidió buscar una mujer que tuviera gran belleza y poder, con un padre que se convirtiera en aliado, y del que pudiera obtener más dinero, que siempre necesitaban los reyes, y hombres para asegurar las fortalezas establecidas a lo largo de la cordillera. Las montañas mantendrían a los sajones alejados del oeste, pero siempre que las ciudadelas se mantuvieran fuertes y guarnecidas. De ahí que el matrimonio del rey viniera a ser un instrumento necesario para conservar el reino.
Pero el sentido común consuela poco al que ha conocido esa extraña comunión anímica que Artor había vivido con Gallia.
Hacía mucho que Gallia había muerto; murió con menos años de los que Artor llevaba con el regalo de bodas que le hizo Frith colgado junto a su pecho. Frith había encontrado en el bosque un pequeño botón de avellano, al que la naturaleza había dado forma de minúscula mujer embarazada. Como la madre de Gallia había muerto, la noche de bodas —siguiendo la costumbre romana— Frith había sustituido la medalla de nacimiento de la joven por este pequeño amuleto de fertilidad.
Desde que murió Gallia, Artor no se había quitado nunca el amuleto.
La querida Frith, esclava, madre y consejera, murió por proteger a Gallia. Las espadas de los guerreros de Uter Pandragón la habían abatido cuando intentaba llegar hasta su señora, pero Frith no se había marchado sola a las tinieblas del Hades. Consiguió atravesarle el ojo a uno de sus agresores con un pasador de bronce y clavárselo en el cerebro, hasta que lo mató. Siempre que Artor acariciaba el pequeño amuleto, se sentía alentado por dentro, confortado por la alegría de Gallia y la tenacidad de Frith.
El segundo visitante entró tranquilamente en la sala de Artor, como si fuera su casa.
Alertado por el murmullo de la multitud, Artor levantó la vista y vio a una figura exótica y familiar que avanzaba hacia el trono dando grandes zancadas.
Gareth, el nieto de Frith y administrador de Villa Poppinidii había llegado a Cadbury.
En una sala de gente de pelo oscuro, Gareth destacaba. Tenía el cabello rubio ceniza llamativamente largo, recogido en la base del cuello con un pasador de bronce alargado. Al inclinarse para saludar, Artor reconoció el pasador de Frith en la coleta del joven. De pequeño, Artor jugaba en la villa con esa púa de bronce, sólida y sencilla, cuando apenas gateaba. El rey se sintió extrañamente confundido al ver este humilde objeto en el cabello de un soldado. Los recuerdos de Gallia y Frith lo sobrecogieron, y tardó en devolver el saludo a Gareth más de lo convenido en un acto de cortesía.
Gareth leyó el dolor en los ojos del rey y no se lo tuvo en cuenta. Después de todo, era uno de los pocos que sabía que Artor había estado casado y que era padre de una niña.
Gareth tenía ahora treinta años y había desarrollado una complexión robusta. No era tan alto como Artor, pero sobresalía por encima de la mayoría de los hombres que estaban en la sala de Cadbury Tor. Tenía la piel dorada, ojos verde azulados y un pelo claro, palpablemente heredado de la estirpe de su abuela. Artor podría jurar que por las venas de Gareth corría sangre juta.
Myrddion recabó la atención de Artor, poniéndole suavemente la mano sobre el hombro.
—¿Puedo sugerir que canceles lo que tengas hasta mañana, Lord Artor? Gareth no habría venido, si no fuera porque algo urgente ocurre en Villa Poppinidii.
Myrddion utilizó un tono tan suave que ni el soldado más próximo podría haberlo oído. El sabio era consciente de que Gareth había querido a Gallia y de que ahora cuidaba de Licia, la hija no reconocida de Artor. El asunto debía ser importante porque si no, no habría dejado a la niña.
Artor asintió y se quitó la pesada corona de dragón.
La corona no había perdido un ápice de su primitivo encanto y belleza en doce años. Sobre los rizos broncíneos de Artor, ese dragón rampante, de oro, con las alas elevadas a las alturas, era algo que inspiraba respeto. Incluso ahora, colocada en la mesa junto a la cajita de avellano de Artor, la corona brillaba con el lustre y la afable belleza del oro puro y maleable, sus granates y los enormes cuarzos de talla sencilla. Realizada con las piedras de los pendientes de su madre y las muchas gemas, conseguidas de manera espuria, de Uter Pandragón, la corona de Artor se imponía como afirmación del poder sobrehumano ennoblecido por un espléndido oficio de orfebrería.
—La corte del rey supremo queda cerrada para lo que queda del día y se reanudará mañana —anunció Myrddion en voz alta para que resonara por toda la sala. El rey brindó un saludo de cortesía a los decepcionados demandantes que se morían por saber qué ocurría. Entre murmullos de sorpresa y conjeturas los ciudadanos, de clase alta y baja, salieron en fila de la gran sala, mirando a hurtadillas a Gareth, mientras pasaban a su lado.
—Ven conmigo —ordenó Artor a Gareth, levantándose para salir de la sala, seguido de Odin y Targo, que tenía que usar un bastón para ayudarse a caminar.
Viendo al rey entrar a sus dominios, Gareth pudo observar con calma la enorme figura de su señor. Superficialmente, Gareth apenas percibía cambios físicos en el semblante de Artor desde que lo vio por primera vez en los establos de Villa Poppinidii dieciocho años atrás.
El rey vestía formalmente, finas ropas de lana, teñidas de rojo o de un blanco níveo, que llevaba con su habitual desenfado. El manto se ataba al hombro con un gran broche en forma de rueda, decorado con una orla continua y sinuosa de oro puro. La túnica interior estaba impecable y dejaba ver las fuertes pantorrillas del rey, por lo que Gareth pudo admirar sus suaves botines claros de piel de cerdo. No llevaba joyas caras, ni en las orejas, ni en el cuello ni en las manos, salvo un anillo en los pulgares y un sencillo aro en el dedo índice. Gareth suspiró admirado.
La cara de Artor, sin embargo, sí había cambiado, aunque no mucho, algo en lo que iba pensando Gareth mientras caminaba junto a Targo, detrás del rey. Las dos profundas arrugas que se le habían formado entre las cejas revelaban concentración y desasosiego. Los ojos del rey siempre habían sido de un frío color grisáceo, pero en su juventud el humor y el interés que sentía por los demás le habían proporcionado mayor calidez. Ahora, sin embargo, los ojos de este rey supremo resultaban glaciales e insondables. Sólo quienes habían venerado a Artor durante todos estos años reconocerían ciertos signos de desilusión dibujados en las comisuras de los labios. Afortunadamente estos labios, bien formados, aún destilaban rasgos de humor e indicaban que el muchacho llamado Artorex no había muerto del todo en ese proceso de transformación a la madurez.
No pronunciaron palabra hasta que llegaron a las dependencias privadas de Artor. La mente del rey recorría todo el espectro de posibles razones por las que hubiera venido Gareth, pero no se atrevía a decir nada hasta que no se vieran dentro de su habitación privada y apartada del resto, donde se trataban aquellos asuntos verdaderamente secretos. Despidió a su guardia e invitó a entrar a su sanctasanctórum a Gareth, Targo, Myrddion y Odin.
Las dependencias privadas de Artor eran masculinas, pero opulentas. Los muebles incluían una mesa de talla delicada, construida por un inteligente artesano de la tribu de los brigantes, en la que el rey redactaba los decretos oportunos. La silla curul preferida por el rey lucía cómodos almohadones y en la pared había varios nichos en los que el monarca guardaba sus rollos. Por la habitación había más sillas y todos los bancos estaban cubiertos con cojines para amortiguar la dureza de la madera. La vidriera de una de las ventanas en forma de flecha, que dejaba entrar la luz en el cuarto, protegiendo al tiempo el recinto de los fríos vientos invernales, estaba formada por pequeñas piezas de cristal traído de Italia del tamaño de una mano. Había también un jarro de vino dorado preparado para su uso y bandejas de fruta y nueces para saciar el apetito.
Artor procuró que sus invitados se encontraran a gusto y sólo después preguntó a Gareth la razón de su visita a Cadbury Tor.
—Máster Antor ha recibido una buena oferta para obtener en matrimonio la mano de Licia, señor. Conoces al chico, al menos de referencia, porque es Comac ap Llanwith, de los ordovicos. Es el hijo menor del rey Llanwith.
El rey supremo dio un respingo y dejó caer la mirada. La sospecha fluía por su cabeza como un sutil veneno. Gareth estaba aturdido ante lo que podía leer en el rostro del rey. ¿Es que Artor realmente desconfiaba del rey Llanwith, uno de sus más viejos amigos?
—¿Sabe este Comac quién es Licia? —preguntó Artor muy seco.
Tenía la mirada anodina e indiferente como el cristal.
—No, mi señor. El rey Llanwith no se lo ha contado al joven, creyendo que podría comprometer su amistad contigo. Licia y Comac se conocieron cuando el rey Llanwith visitó a Antor como amigo de la familia. Aunque Licia es joven, lo tiene muy claro y ha depositado todo su afecto en Comac.
—¡Es demasiado joven! —protestó Artor, como si fuera un viejo.
En realidad, Artor no había reparado en que Licia ya era una mujer y estaba en edad de casarse. Cuando se trataba de su hija, era como si el tiempo no hubiera pasado para el rey; en su mente la joven había quedado congelada en una edad que apenas superaba el momento en que empezó a andar. No había hombre que pudiera ser el amante adecuado de la hija de Gallia. Apenas había tenido a Licia en los brazos; por eso, el pensar que ella pudiera amar a un hombre le llenaba de horror. Y que tuviera que pasar por el peligro de dar a luz le provocaba auténticos mareos.
—Tiene catorce años, señor, como bien sabes. Livinia se casa en primavera y sólo es un año mayor que Licia. Me temo que donde vaya una de esas chicas, la otra irá detrás.
—¡Ah! ¿Sí? —preguntó Artor escueto—. Keu no me ha dicho nada al respecto. ¿Con quién se casa Livinia?
—Señor, Keu todavía no es el pater familias de la familia y es Máster Antor quien toma estas decisiones. Ha arreglado un casamiento entre Livinia y el nieto de Branicus, el magistrado de Aquae Sulis. Es una buena boda, pero no tan beneficiosa como la que pretende Licia. Si el hermano mayor de Comac muere, Licia se convertirá en reina.
Artor enrojeció. Los celos que le acosaban y el mal humor representaban un insulto a su padre adoptivo. Antor amaba a Licia tanto como a Livinia la menor, su propia nieta. El sentido común empezó a asentarse de nuevo en la mente de Artor. Licia tenía que casarse con alguien y en casa de Llanwith estaría a salvo.
—Si Antor aprueba el matrimonio de Licia, supongo que no tengo derecho a poner trabas. Enviaré un regalo de bodas más que adecuado. ¿Te parece bien así?
Artor estaba a punto de enfadarse, pero Gareth evitó sentirse ofendido.
—Y hay otro asunto, Lord Artor, aunque no sé bien cómo plantearlo, porque sospecho que te va a molestar.
—Suéltalo, Gareth. Es mejor que me lo cuentes y asunto resuelto.
—Comac ha expresado su deseo de que Licia reciba el nombre de Anna en las ceremonias públicas. Su gente no vería bien que un miembro de la familia real llevara nombre romano, aunque Comac la seguiría llamando por su nombre en privado. También debo mencionar que Comac cree que Licia es tu hermanastra.
—¿Qué? —Artor se quedó estupefacto al oír esto—. ¿Y hay más gente que comente sobre semejante relación?
—Sí, mi señor. Y por eso el rev Llanwith ha accedido al casamiento, por el futuro bienestar de la propia Licia. Cree que si la gente en general conoce que existe una relación contigo, aunque no sea la auténtica, Licia podría correr algún peligro. Mientras que si pertenece a la corte del rey Llanwith, estará a salvo para siempre.
—Pero ¿por qué la relacionan conmigo en Aquae Sulis? No lo entiendo.
Esto era algo que Artor nunca había pensado. Por una vez su capacidad de predecir acontecimientos le había fallado.
—Es idéntica a ti, pero en mujer, señor, salvo en los ojos. La he visto crecer y siempre he reconocido en ella el parecido contigo. Por respeto a ti nadie ha sugerido que sea tu hija, pero todos los ciudadanos de Aquae Sulis saben que la hija adoptiva de Máster Antor proviene de una familia importante. Este matrimonio viene a solucionar todo, señor, y ella será feliz, llamándose Anna, Licia o las dos cosas.
—Parece que el matrimonio es para bien, Artor —intervino Myrddion precipitadamente, no sólo porque quería convencer a Artor, sino porque Llanwith ya le había comentado el problema hacía unas semanas. Sabiendo cuál era el punto flaco de Artor en lo que respecta a Licia, Myrddion no tuvo claro cómo abordar el tema con su señor.
Targo fue más práctico.
—A ti te habría gustado que nadie se acostara con ella, Artor, pero Gallia estaría contenta con esta boda para su Licia. Por eso tú también debes alegrarte. Llanwith es amigo tuyo desde hace años y que su hijo se case con tu hija es un honor para los dos.
—Muy bien —Artor se estaba exasperando y sintiéndose un tanto irritado—. El casamiento es sensato, pese a que yo odie la idea de que ya sea una mujer hecha y derecha. Muy bien. Brindemos por Licia, o Anna, o como quieran llamarla. Y que tenga muchos hijos fuertes.
Los hombres se tomaron una copa de vino dulce, intentando no hacer caso al humor de Artor, que seguía taciturno.
—¿Vendrás a la boda, señor? Antor celebraría tu presencia, porque hace poco tuvo un sueño que le anticipaba la muerte y desea despedirse de ti.
Artor miraba fijamente a Gareth, que procuró mantener la aterradora mirada del rey sin parpadear. Gareth conocía a Artor desde que era niño y siempre había visto ese gris intenso y penetrante como lo que era. Artor estaba pensando y haciendo sus composiciones.
—No. No iré a la boda. Si voy los comentarios estarán centrados en Licia. Que se crean que es mi hermanastra, si quieren. No sería descabellado pensar, usando la imaginación, que Uter hubiera tenido una hija con alguna criada antes de morir y que Antor adoptara a esa niña. Pero si asisto a la boda, doy legitimidad a Licia y eso la convertiría a ella y a sus hijos en el blanco de algún desalmado sin escrúpulos. Estoy seguro de que Llanwith y sus herederos cumplirán con su deber.
Gareth hizo un gesto con la cabeza indicando que había entendido las instrucciones de Artor, pese a la insatisfacción que reflejaba en el rostro.
—¿Crees que soy un desconsiderado, Gareth? Pues no, te lo juro. Dentro de cinco días saldré de Cadbury en dirección a Villa Poppinidii para ofrecer mis felicitaciones a la familia antes de que Licia se case.
En cuanto a Máster Antor, me turba pensar que se crea próximo a la muerte. Es mi padre en todo menos en el nombre, y ahora veo por qué ha ejercido su responsabilidad de buscar esposos a Livinia y a Licia, para hacerlo antes de cerrar los ojos por última vez. Todo lo que más quiero se lo debo a él, por eso voy, desde luego. Myrddion hará saber que Máster Antor está retirándose.
—Claro, Artor —dijo Myrddion en voz baja.
—Señor —interrumpió Gareth, con un nudo en la garganta—. Le ruego que me permita hacerle cumplir su promesa.
Gareth observó cómo la mirada de Artor se desviaba momentáneamente, para recordar qué es lo que el joven deseaba de él. Entonces le vino a la memoria la conversación que habían tenido unos seis meses antes en el jardín de Gallia.
—Sí. Cuando Licia se case, puedes venir a Cadbury Tor y unirte a la guardia. Odin te instruirá en el arte de la batalla hasta que adquieras las virtudes del guerrero. Pero te advierto que aunque Odin no está al nivel de Targo, el viejo no puede doblarse y estirarse como antes. Y desde luego, Targo ayudará a Odin de vez en cuando, con su inconfundible estilo —Artor sonrió de nuevo como un muchacho—. Te tendrá saltando vallas dentro de nada. Y también pronosticará mil veces cuándo vas a morir.
Targo se rió abiertamente, dejando ver los pocos dientes que aún le quedaban.
Myrddion miró disimuladamente a Targo. En lo más profundo y más honesto de su alma, a Myrddion le preocupaba que Artor terminara a la deriva en el momento en que perdiera a las pocas personas que quería, algo que ocurriría por simple ley de vida. El viejo guerrero estaba mal.
Mori Saxonicus fue la última ocasión en que pudo poner en práctica sus habilidades militares. Pronto Targo quedaría ensombrecido y Artor experimentaría otra pérdida irreparable en su urdimbre vital.
Gareth se puso de pie y bajó la cabeza en señal de homenaje a su señor.
—Te ruego que me permitas retirarme, rey Artor, para poder saborear la gloria de un sueño. No tengo palabras para expresar mi agradecimiento.
Cuando Gareth abandonó las dependencias privadas de Artor, el ambiente de la sala se relajó y cobró naturalidad. Aunque el muchacho era un viejo conocido, Artor se mostraba reservado con personas en las que no confiaba del todo, particularmente en asuntos que le habían estado preocupando desde la batalla de Mori Saxonicus.
—Ahora que ya casi he cumplido con mis últimas obligaciones para con Antor y Gallia, se acerca el momento en que deba considerar la idea de casarme yo —se volvió hacia Myrddion. Artor mostraba una expresión imprudente y fantasiosa, lo cual provocó un instante de pánico en Myrddion—. ¿Qué dices a esto, amigo? ¿Qué mujer conoces que pueda aportar la mejor alianza para la corona de los británicos? Personalmente no me importa quién comparta cama conmigo, siempre que sea fértil y complaciente. Tendrás que elegir por mí.
Myrddion palideció y los demás hombres parecían horrorizados. Sólo Targo se atrevió a intervenir, aprovechándose de su edad.
—¿Estás tonto, Artor? Cásate, si quieres, claro. De hecho, tienes obligación de engendrar un heredero que siga tus pasos. Pero no debes forzar a Myrddion a que te busque esposa. ¿Qué pasa si el casamiento va horriblemente mal? Bueno, ya sé que a ti no te importaría, pero a él sí. Se culparía siempre de haberte causado dolor y problemas.
Ahora le tocaba a Artor ruborizarse.
—Perdóname, Myrddion. He hecho mal en sugerir esa bobada, siento si te he molestado. Lo que pasa es que hoy el mundo está patas arriba y me encuentro algo perdido.
Se detuvo.
—Sí, sé que debo elegir yo, pero no creo que pueda volver a encontrar el amor y menos en este jaleo político, en el que la categoría de reina haría destacar una tribu sobre las demás. Soy una mercancía por la que se lucha y a la que se halaga. Supongo que a las mujeres que resulten adecuadas les importaré un bledo.
Artor rara vez admitía alguna debilidad o algún temor, por eso Myrddion no dudó en aceptar sus disculpas. Si Myrddion quería tanto a su rey, era precisamente por esos pequeños defectos que se dejaban ver en su carácter.
—Yo sólo puedo aconsejarte, señor. De hecho la hija de Leodegran parece buen partido, pero nunca la he visto ni he tenido ocasión de valorar hasta qué punto es la que te conviene. Desafortunadamente es probable que ni siquiera tú tengas ese privilegio hasta que llegue el día de la boda, porque, como bien sabes, las nupcias reales son más una cuestión de interés que de amor.
Artor mostró una sonrisa irónica, ante lo bien que Myrddion había resumido la situación.
—Entonces esta Wenhaver podría convertirse en mi nueva prometida. Después de todo, ¿cómo de mala puede ser esta chica? Organízalo tú, ¿quieres, Myrddion? Mira a ver cómo es la chica personalmente y valora si me conviene. Y entonces, si te parece bien, consigue que Leodegran ofrezca una buena dote. Ese cabrón siempre se retrasa en proporcionarme guerreros y en pagarme los impuestos, cuando todo el mundo sabe que sus tierras son ricas en cobre, estaño, cereal, incluso oro. Si quiere a Artor de yerno, el privilegio le va a costar un ojo de la cara.
»Hazme el favor de viajar a Corinium y examinar a la chica antes de que me comprometa a recibir a la pareja. Si esta Wenhaver es adecuada, acordaremos la dote y firmaremos los tratados convenientes en la visita oficial. Si no, mejor que no vengan. Estar pendiente de una chica apenas madura me resulta muy cansado.
Myrddion bajó la cabeza, aceptando la petición, y sin subir los ojos miró a su señor. El rostro de Artor no reflejaba más que aburrimiento. El brujo suspiró.
Myrddion no pudo evitar sonreír. Leodegran era un imbécil pedante y a él le iba a divertir el regateo, sobre todo porque tenía todo el poder estratégico en la palma de sus humildes manos.
—Y Gruffydd se ha ido a Venonae, a ver a su niña mimada, la pequeña Niniana. Cadbury Tor se va a quedar vacío; a lo mejor a ti también se te ocurre irte por ahí a algún lado, Targo.
—Yo voy contigo, Artor. Quiero ver a Antor y a Licia antes de que Villa Poppinidii cambie para siempre. Aunque Keu sea asistente del rey supremo, cuando Antor ya no esté, introducirá cambios en Aquae Sulis que estos viejos ojos no tienen interés en contemplar.
—¿Qué opinión te merece Gareth, Targo? —preguntó Artor en tono informal, cuando sus amigos empezaban a levantarse para dejarlo descansar.
—Gareth parece que da el tipo, ¿no, Odin? Quizá haga de él un buen guerrero, pese a que está entrando en el oficio algo tarde. Al menos sabe montar, lo que le hace mucho más competente que nuestro último pupilo.
—¿Es que nunca vas a olvidar, viejo? —dijo Artor riendo. Y de pronto la estancia recobró la calidez que le proporcionaba la serenidad del rey.
COMPLACIDA Y SATISFECHA, Wenhaver miraba su imagen en un espejo de plata. El velo nuevo tenía exactamente ese tono de azul que mejor iba con sus ojos. Verdaderamente los romanos conocían todos los trucos del arte del teñido y su padre había pagado mucho dinero por esta pieza de tenue azul celeste, que habían comprado expresamente para cuando fueran a Cadbury Tor. Wenhaver cantaba mientras bailoteaba por la habitación, recogiéndose sobre el pecho el corte del delicado tejido.
—¡Me querrá! Se enamorará de mi belleza en cuanto me vea, aunque es muy viejo. Y entonces me convertiré en reina de todos los británicos.
Hacía un mes, tras conocer por un cortesano de Cadbury que el rey supremo estaba planeando casarse, Leodegran había decidido ocuparse de su hija. Se frotaba las manos sólo de pensarlo y bendecía el día en que había decidido pagar a varios informadores para que le trajeran noticias de la corte de Artor. Como era un negociante nato, Leodegran sabía lo estúpido que sería pensar que Wenhaver conquistaría el corazón del rey. Sin embargo, en su ambicioso interior también era consciente del valor que él representaba para el trono del oeste. Aunque su hija hubiera sido poco agraciada, tenía excelentes oportunidades de triunfar en esta particular maniobra política.
Cuando explicó a su hija lo importante que era su visita a Cadbury, Wenhaver se había pavoneado y enfurruñado a la vez, hasta que su adorado padre le prometió un cerro de vestidos nuevos, trajes de fiesta, adornos de pelo y piedras preciosas, el perfecto anzuelo para captar la atención del rey supremo.
Y ahora, llegaban de visita a Corinium dos nobles legendarios para valorar hasta qué punto la hija de Leodegran resultaba apropiada.
—Puedo convencer a estos viejos estúpidos de que seré una reina excelente —resolvió Wenhaver volviendo a mirarse complacida en el espejo de plata.
—¿Señora? —preguntó su doncella. Al darse cuenta de que estaba hablando en alto, Wenhaver enrojeció, entre avergonzada y enfadada, y la sirvienta fingió no percibir la contrariedad en el rostro de su señora.
—Esta tarde me pondré el vestido amarillo de vuelo, Myrnia. Y procura que no esté arrugado. Padre ha llamado a un vidente para que me lea la suerte y no quiero parecer un adefesio.
La criada hizo una reverencia de asentimiento, aunque en su interior echaba humo por tener que cargar con la responsabilidad de preparar el vestido amarillo para que estuviera presentable. Wenhaver era particularmente descuidada con su ropa y dejaba las telas más delicadas en cualquier lado, donde cayeran, en montones mal apilados. Y después a cualquier desventurada que intentara remediar el daño la desollaban viva.
Wenhaver era demasiado joven para que todos alabaran su belleza, pero Leodegran estaba tan ufano de su pequeña que casi desde que gateaba la hacía salir cuando venían invitados. Agraciada con una intachable tez dorada, claros ojos azules y una melena rubia, resultaba una niña perfecta y delicada.
Con los años la joven fue ganando en belleza y estaba tan consentida, era tan mimada y la alababan tanto que llegó a pensar que en la vida sólo contaba el aspecto físico y que sus deseos estaban por encima de las necesidades que tuviera cualquier otro miembro de la casa. Nunca consideraba lo que costaban las cosas, ni se preocupaba por los sentimientos de los demás, porque todos le habían hecho creer que era sublime en todos los sentidos.
A nadie le gustaba mucho Wenhaver, salvo al rey Leodegran, pero es que era su hija.
Y de hecho Leodegran tenía mucha culpa de los excesos de la muchacha. Hacía dieciséis años se había casado con una joven bellísima. Leodegran tuvo que esforzarse para desenterrar el nombre de entre los de sus cuatro esposas e incontables concubinas, mancebas y amantes puntuales que habían ensuciado su trayectoria vital. ¡Ah! ¡Sí! Se llamaba Sybille y tenía unos ojos enormes, color aguamarina, que era lo único en lo que el rey había reparado. Tras dar a luz a Wenhaver, su primera y única hija, suspiró tranquilamente como si diera por terminado su trabajo y murió sin aspaviento alguno.
Leodegran sonrió. Sybille había sido la mujer perfecta, entre unas cosas y otras. A él le gustaba comer bien, beber buen vino, vestir ropa elegante y gozar de todos los placeres de los sentidos. Por decirlo brevemente, Leodegran veneraba el altar de la apariencia y las emociones físicas. Y sí, Sybille había sido perfecta. Tuvo a su adorada Wenhaver y después «desapareció».
A la gente tampoco le gustaba mucho el rey Leodegran.
Al llegar la tarde Wenhaver dejó que la vistieran y la peinaran con una diadema de oro labrado que recogía un poco sus rubios tirabuzones. El traje amarillo le sentaba muy bien y Wenhaver se puso un collar, varias pulseras y dos anillos en los pulgares del mismo metal, para reforzar el efecto. Como un niño al que le han regalado una bolsa de chucherías, tiró su joyero sobre la mesa y estuvo revolviendo el sinnúmero de ornamentos para ponerse anillos en todos los dedos.
Myrnia se divertía secretamente viendo lo ostentosa que era Wenhaver. La madre de Myrnia había estado al servicio de una dama romana y, de niña, la criada se maravillaba de cómo una única piedra, bien elegida, podía resaltar el estilo y la elegancia de la señora, atributos de los que Wenhaver carecía del todo.
Satisfecha de sí misma, Wenhaver entró majestuosamente en el comedor de Leodegran, con mucho pavoneo de falda y mucho meneíto de melena.
Leodegran era rico y disfrutaba de los lujos de la riqueza. Grande, de buen porte, hermosos rasgos y bonito cabello, en su día tuvo un rostro masculino y atractivo, pero ahora estaba mofletudo y tenía pequeñas venas rojizas por las mejillas y la nariz, que lo afeaban. Igual que su hija, él también vestía con mucho arreglo y boato y por eso no veía nada raro en la indumentaria de la muchacha.
La mujer que estaba sentada en la mesa que tenía al lado izquierdo era un compendio de contrastes. Vestía totalmente de negro, salvo por el marrón oscuro de su ropa interior, de manera que, cuando caminaba, la oscuridad se movía tras ella. Tenía el cabello suelto, signo de que no estaba casada, ampliamente surcado de mechones de plata que, curiosamente, le daban al pelo negro un tinte más oscuro y brillante. De rostro terso y pálido y ojos caídos, sólo desvelaban su edad, más próxima a los cincuenta que a los cuarenta, unas cuantas arrugas dispersas sobre una suave tez. Aunque ya era muy mayor para ser mujer, tenía las manos impecables y desprovistas de anillos. De hecho, el único adorno que lucía era una banda de filigrana de oro de gran valor ciñéndole la frente y un collar en el pecho en forma de ojo abierto. El prisma del colgante era un enorme topacio que parpadeaba en la oscuridad como si estuviera vivo.
La mujer, que mantenía los ojos clavados en él, causaba cierto desasosiego a Leodogran. Las respuestas monosilábicas a sus galanterías le hacían sentirse torpe y menguado. Cuando se ponía nervioso, Leodegran tendía a poner pegas y Wenhaver fue su primera víctima.
—Llegas tarde, hija. Llevamos un buen rato esperándote.
Wenhaver hizo un mohín y repasó con la mirada a la extraña mujer que estaba sentada con tanta naturalidad al lado de su padre.
Una criatura sin gracia, pensó. Pero la cinta de filigrana de oro le provocó un punto de envidia.
—Esperamos a una vidente, sin más, padre. ¿Qué clase de persona es ésa para justificar que yo me presente ante ti mal vestida?
Desde que nació, a Wenhaver le indujeron a decir en voz alta lo que pensaba, sin considerar ningún tipo de razón, cortesía o sentido común, de modo que Leodegran frunció el ceño hasta empotrarlo en su nariz aguileña, entre disgustado y avergonzado.
—La vidente, como tú la llamas, está aquí. Hoy tenemos el privilegio de comer con Lady Morgana, hermanastra del gran Artor e hija de Ygerne, la más bella flor de los británicos. Ha venido expresamente para verte, o sea que compórtate.
Entonces, tras una falsa y tímida sonrisa de bienvenida, Wenhaver ocultó su tremendo enfado. Como era una actriz profesional, sus disculpas parecieron a todas luces sinceras, pero por debajo de esa expresión ingenua, estaba furiosa.
Se dio cuenta de que la mujer, Morgana, era vieja y lo de que la madre de la vidente era de inefable belleza no se veía mucho en la hija.
De joven, sometida al violento antojo de Uter Pandragón, Morgana había aprendido paciencia y crueldad. El viejo monstruo también le había enseñado el valor de la verdadera inteligencia. Como Leodegran, su hermano, Artor, e incluso su hermana, Morcadés, se servía de espías en todas las cortes occidentales. Y el observador secreto que tenía en Cadbury le había mandado noticia de que por fin el rey supremo estaría dispuesto a casarse.
Morgana, recordando una antigua profecía que había hecho en la villa, fuera de Aquae Sulis, cuando ella y su hermano eran pequeños, se preguntaba si este pimpollo, nacida de una tribu ociosa y corrupta, no sería la pesadilla de Artor. Quizá, bajo su belleza, esta niña Wenhaver ocultaba una volubilidad capaz de debilitar todo lo que Artor había construido. ¿Resultaría ser ella sus pies de arcilla?
Cuando Morgana tuvo noticia de que Myrddion Merlín se proponía visitar Corinium por orden del rey supremo, se lanzó apresuradamente hacia el sur, cabalgando día y noche, sin escatimar caballos ni guardias personales.
Ahora, allí sentada frente a una muchacha de mirada mercenaria, cuya belleza rompía corazones, Morgana valoraba cómo advertir a la chica de que Myrddion tenía el olfato más fino de todo occidente. Wenhaver debía disimular y esa hembrita mimada no sabría cómo.
En cuanto a su padre, Leodegran, era un regordete, vacuo y bienintencionado, que se escondía bajo un pelo teñido y un ardiente apetito por la buena comida y las mujeres. Había que convencerle de que debía proteger a su hija de todos los excesos que pudiera cometer siendo reina, pero este sibarita no tenía capacidad siquiera de proteger a un gato de un ratón viejo. Si esta putilla tontorrona se sobrepasaba, Artor la decapitaría y buscaría otra esposa.
En líneas generales, fingiendo admiración con una sonrisa tonta y mirándole a los ojos, de un azul desvaído, Morgana decidió que el rey de los dobunios era su preocupación más acuciante en ese momento.
Pero, después de todo, no era más que un hombre y en todo caso un viejo verde. En caso de que lo necesitara para llevar a cabo su complicado juego de entrometerse premeditadamente en asuntos ajenos, podría convencerle de que bailara al paso que ella marcara.
Satisfecha, Morgana desvió su atención a la bella y mimada Wenhaver, que la miraba con desdén. No se le podrían enseñar sutilezas, pero quizá por propio interés aprendiera a mentir.
—No, querida, no he heredado la belleza de mi madre, ¿verdad? —afirmó Morgana sin más preámbulo—. No como Artor, mi hermanastro. Pero tampoco soy tan vieja, aunque lo parezca por mis canas. Nací con la blanca veta de la profecía marcada en la frente, y eso se acrecienta con los años.
Morgana tenía una voz preciosa y bellamente modulada. Absolutamente desconcertada, Wenhaver sintió como si la vieja hubiera penetrado en lo más profundo de su cerebro para arrancarle los pensamientos más íntimos y más vergonzosos y sacarlos a la luz… La mirada de Wenhaver quedó atrapada en los apagados ojos de Morgana, y la vidente sonrió de una manera particularmente desagradable.
Wenhaver se estremeció.
—Reitero mis disculpas por el retraso, Lady Morgana, y si he sido descortés, lo siento también —consiguió decir Wenhaver con algo de sinceridad—. Me temo que estoy aturullada y no soy yo. Todo el mundo habla de tus excepcionales artes y nunca habría soñado que alguien tan humilde como yo fuera a ser la elegida para demostrarlas —Wenhaver hacía reverencias mientras hablaba y bajaba la vista con ojos traicioneros, para que Morgana no reconociera en ellos rasgos de falsa adulación.
Morgana se echó a reír, con un alborozo tan cristalino como el tintineo de campanillas, y Wenhaver tuvo que reconocer que su padre empezaba a encandilarse con el encanto de Morgana. Por dentro estaba que bufaba; se reclinó en el sillón y cogió un diminuto cuchillo que tenía la empuñadura en forma de ruiseñor.
«Esta zorra sabe exactamente lo que estoy pensando»
—Palabra por palabra, niña. Entiendo palabra por palabra —le decía una voz en su interior. A Wenhaver se le cayó el cuchillo.
«No es más que mi imaginación», pensaba Wenhaver desesperada.
Y Morgana volvió a reír.
La comida fue opulenta, rica en salsas y finas carnes. Morgana no paró de comer, aunque no quiso vino español y prefirió beber agua. Ignoraba por completo a Wenhaver y se dispuso a conquistar a Leodegran contando anécdotas de Uter Pandragón, Artor, la vida en la corte y las rarezas y meteduras de pata de los próceres. Tenía mucha gracia y era irónica, pero resultaba sumamente divertida y al fin de cuentas Leodegran tampoco era un hombre demasiado indulgente. Ahora, en vez de contestar con frialdad, como hacía antes de que llegara Wenhaver, Morgana se hacía la gran dama, incluso coqueteaba con Leodegran, cogiéndole la mano regordeta con sus espigados dedos.
Irritada, ignorada y totalmente vencida, Wenhaver observó que Morgana se teñía la punta de sus largas y blancas uñas con henna y que tenía la joven piel de los brazos pintada hasta el codo con elaborados motivos, que desaparecían sensualmente bajo el vestido. Leodegran no le quitaba los ojos de encima y a Wenhaver le resultaba fácil leer en esa mirada pensamientos lascivos.
—¡Si quiero, lo haré mío, pequeña! ¡Yo consigo siempre lo que quiero!
Wenhaver estaba empezando a creer que la burlona vocecilla interior emanaba de los celos que sentía, pero Morgana se echó de nuevo a reír, levantando los insondables ojos para clavarlos en las encolerizadas pupilas de Wenhaver. Sonrió a la chiquilla con la misma falsedad con la que Wenhaver había actuado antes.
—Querido Leodegran. Me parece que Wenhaver se está impacientando. Seguimos hablando más tarde, si quieres, pero creo que ahora debo cumplir con lo que he venido a hacer, que es descubrir el futuro de tu hija.
Leodegran hinchó los pulmones, pensando probablemente en los placeres eróticos que le esperaban. Seguro que Morgana era una mujer versada en las artes amatorias, pensó Wenhaver asqueada, y deseando huir de la sala.
—Dame la mano, niña. A ver qué leo en tus líneas.
Wenhaver obedeció, pero en cuanto sus manos rozaron las de la vidente, frías como las patas de un reptil, se estremeció.
—Vas a vivir muchos años, niña. Y durante tu larga vida irás perdiendo sólo un poco de tu belleza. Al final te refugiarás en un convento, para impedir que el mundo sepa hasta qué punto el destino y tus propias decisiones han contribuido a tu postrera fealdad.
—Creía que si venías era para predecir cosas agradables —gritó Wenhaver, casi bañada en lágrimas sólo de pensar en semejante futuro—. No quiero ser vieja y no pienso ser fea.
—Llámame, si quieres, cuando tu belleza empiece a desvanecerse. Porque tengo un toque de glamour con el que engatusar a los hombres. Sólo tienes que pedírmelo.
Un tanto más tranquila, Wenhaver preguntó con quién se casaría.
—¿Quién te crees que soy, Wenhaver? En este momento Myrddion Merlín viene a Corinium para concertar tu boda con el gran Artor. Sí, si tienes mucho, mucho cuidado, te convertirás en reina suprema de los británicos.
Wenhaver retiró la mano y empezó a aplaudir de júbilo.
—Seré reina y me adorarán; todos me admirarán y se maravillarán de mi belleza.
Morgana paralizó a la muchacha con la extraordinaria fuerza de su mirada.
—¿Quieres saber más? Puedo decirte más cosas sobre tu futuro si no estás satisfecha con lo que veo en tus manos.
—¡Sí, sí! Dime más ——contestó Wenhaver impaciente.
Leodegran se mostraba petulante.
Morgana sacó una fina tira de cuero y se tapó los ojos.
—Artor no te querrá, por mucho que te empeñes. Hace muchísimo tiempo entregó su corazón a otra mujer y, medida por ese rasero, encontrará en ti muchas carencias. Con los años se enamorará de una mujer que es bella por dentro.
—¿Era tan guapa su primera esposa? —interrumpió Wenhaver, con una petulancia que llegaba a extremos insospechados.
—Era bastante guapa, pero además era buena, limpia y cariñosa. Ésas son las cualidades que admira en una mujer, como irás viendo, e intentará encontrar en vano algún parecido entre su primer amor y tú. Cuando la pasión se le vaya apagando, hallará a otra, pero la felicidad le será esquiva.
—Conseguiré que me quiera —dijo haciendo un mohín—. Seguro.
—No lo conseguirás, niña. Pero se te acercarán muchos otros, como moscas a la miel, y a tus pies se postrarán los más nobles e ilustres.
—Bueno, eso no está mal, ¿no, padre? —respondió Wenhaver.
Leodegran lució una sonrisa radiante. Ya estaba imaginándose las deferencias que le brindarían los reyes tribales.
—Indudablemente pronto serás eclipsada por la Doncella del Viento y el Agua, pero afortunadamente no le interesa competir contigo —prosiguió Morgana—. Cuando llegue esa etapa, tienes que tener cuidado de no mostrar tus cartas con demasiada alegría, porque Artor prescindirá de ti.
—Que se atreva —bramó Leodegran con tono altisonante. Estaba imaginándose el prestigio que le daría tener un yerno tan poderoso y las dádivas que le lloverían a partir de entonces. Repitió la amenaza para armarse de valor— Artor no se atreverá a planteárselo a los dobunios.
—Artor se atreve a cualquier cosa, porque es todopoderoso. Debes tener cuidado, Wenhaver, porque puedes terminar en la hoguera para ejemplarizar al pueblo, si confundes tu papel.
Wenhaver palideció. Sólo pensar en semejante final no le cabía en la cabeza.
—Con todo, tendrás las llaves del reino en los años venideros. No hay nada seguro. Si eres imprudente, Artor quizá decida apartarte de su vida. Pero, si sabes cumplir satisfactoriamente tu papel de reina, te recordarán generación tras generación a lo largo del tiempo y la memoria de tu inefable belleza perdurará más de mil años. También te vilipendiarán, pero no debe preocuparte. Siempre desearás lo que no tienes y tendrás lo que no quieres. Pero la inmortalidad bien merece un pequeño sacrificio, ¿verdad, pequeña?
Wenhaver torció el gesto un poco al ver el desprecio que desprendía la mirada de Morgana.
—Seré reina y se me recordará siempre. Lo demás ¿qué más da?
—Pues eso, nada, hija. Ten por seguro que los celtas nunca te olvidarán —le dijo Morgana con una sonrisa.
Wenhaver no dejó de pensar en la ambigüedad que reflejaban las palabras de Morgana. No era particularmente inteligente y hasta ahora no conocía las sutiles artimañas y medias verdades que utilizaban los cortesanos.
—Tengo que dejarlo aquí, porque estoy cansada y necesito descansar un poco —dijo Morgana en voz baja, lanzando una seductora sonrisa a Leodegran—. Pero sólo una o dos horas. Quizá podamos seguir luego, señor.
—Claro —contestó Leodegran con un tono engolado, mezcla de lujuria y de un delicioso miedo excitante.
Leodegran se servía de bellas y jóvenes criadas como quería y cuando quería, pero Morgana prometía unos placeres sexuales capaces de anegar sus sentidos. Cuando la vidente se levantó de la mesa para irse, el rey le hizo una reverencia de despedida. La oscuridad quedó atrapada en su delicado vestido de lana y su extraordinaria melena.
Mientras se encaminaba en silencio a las dependencias que Leodegran le había reservado, Morgana permitió que de su rostro terso e inexpresivo asomara una sonrisa. ¡Era tan fácil manipular a los ambiciosos! Y, además, a su juicio, Leodegran y su hija eran candidatos más que probables al trono de Occidente. Con todo, en caso de que Myrddion calara a esta pequeña descarada, tampoco importaba tanto. La vidente había visitado la corte del rey catuvelauno, Cadmus, que ahora vivía en Bannaventa, a las afueras del Bosque de Arden, y sabía que como había sido expulsado de Verumilamium, Londinium y Durovigatum, presionado por los sajones, vendería a su hija, Rutha, al mejor postor, por muy cristiano que fuera.
Además, Morgana tenía en mente otros dos reyes con hijas casaderas que estarían encantados de asumir el lugar de Leodegran, si el rey de los dobunios no conseguía convencer a Myrddion de la idoneidad de su hija.
Una vez en sus dependencias, Morgana lanzó las tabas y se estremeció al ver lo que el futuro realmente revelaba. Pero los distintos tipos de odio llegan a estrechar lazos cuando se les ha contenido durante mucho tiempo.
La adivina vio un barco zarandeado en medio de una tempestad y entendió que estaba a punto de embarcarse en un viaje a Occidente. Tras ella, todos los ilustres británicos estaban muertos o abrasándose vivos, incluida su hermana; Cadbury Tor estaba abandonada, con los edificios convertidos en simples conchas, al albur del viento. Una mujer de pelo rubio, ya canosa y vieja, rezaba arrodillada en un convento y la fuerza sajona había aniquilado todo lo bueno de la corteza terrestre.
Entonces, en las sombras del pasado, vio el bello rostro de Artorex y escuchó sus propios augurios: «Cuídate de una mujer de pelo rubio, porque te llevará a la ruina».
Después Morgana contempló su propio rostro en las tabas. Su eterna juventud había sucumbido a los años; se había convertido en una bruja anciana, que sólo servía para asustar niños. Al norte, en el escudo del bosque, crecían los nietos de Artor, cada vez más fuertes, mientras que ella no dejaba tras de sí más que los efluvios del miedo.
—¿Merece la pena tanto sufrimiento? —preguntó a las tabas, y por una vez le contestaron.
—Por supuesto que no. Destruirás el cuerpo de Artor, pero lamentablemente para ti y para tu tranquilidad interior, nadie puede quebrantar su espíritu.
Esa noche se dedicó a enseñarle a Leodegran nuevos laberintos eróticos, hasta el punto que, si ella hubiera querido, Leodegran le habría propuesto matrimonio. A lo largo de la velada Leodegran le prometió concederle todo lo que deseara; él tenía buena memoria para eso, pero Morgana debería recordarle, cuando lo necesitara, sus obligaciones como padre. Sin embargo, pese a todo el placer físico que le dio al rey y pese a lo que se esforzaba por sentir algo, Morgana sabía que su alma ya estaba muerta.