CAPÍTULO VIII
EL MURO DEL RÍO
BEDWYR ACECHABA, INMÓVIL como una roca.
La espera recompensó su paciencia. Oyó que en un árbol se movía algo, a unos treinta metros de donde estaba; lo notó, más que lo oyó, dada la distancia. Gracias a que veía muy bien en la oscuridad, descubrió una figura agazapada, oscura, que en principio le pareció parte de la corteza de un árbol robusto.
Bedwyr se deslizó silenciosamente entre la maleza. Sabía moverse en el monte y para él era como respirar, de lo natural que le resultaba.
Al llegar al pie del árbol, se incorporó. Oyó y sintió que alguien le apuntaba al corazón con una flecha.
—Traigo un mensaje de Glamdring. ¿Puedo subir? —susurró en sajón.
El hombre permaneció callado. No cabía duda de que estaba confundido; no entendía por qué aparecía un sajón en medio del bosque celta.
—Ironfist va a reunirse con nosotros dentro de un rato. Déjame subir —volvió a susurrar Bedwyr con mayor apremio.
—Sí —A Bedwyr le bastó con oír esta palabra para trepar a la copa con la agilidad de un muchacho.
El joven, que se había colocado entre tres poderosas ramas, tenía poco más de diecisiete años. Era campesino, a juzgar por las toscas ropas de lana que llevaba, nada refinadas. Al ver a Bedwyr vestido de sajón, se le disiparon las dudas, pero al celta le invadió un súbito sentimiento de culpa tras degollar al ingenuo muchacho, justo después de que le revelara dónde se escondía el siguiente arquero.
Bedwyr limpió cuidadosamente su cuchillo en el manto del chico, se acomodó en el árbol y le quitó el arco y las flechas, antes de pasar al siguiente arquero en medio del mismo silencio.
Después de matar a tres, Bedwyr volvió al punto de encuentro. Sus víctimas habían sido un muchacho y dos ancianos, ése era el legado que dejaba Wyrr, por sugerir que para esconderse en los árboles había que utilizar recursos humanos poco prometedores o inútiles para la batalla. Gruffydd y sus compañeros también habían cumplido su tarea, al descubrir a otros siete arqueros en el bosque. Encontrarlos había sido muy fácil, tan aséptico que no tuvo especial mérito. Sin embargo, les sorprendió que los sajones portaran arcos tan largos y particularmente elaborados, y no entendían por qué, teniendo esas armas tan devastadoras, no las usaban con mayor destreza.
—Los campesinos sajones utilizan esos arcos para cazar, no como armas de guerra —susurró Gruffydd al oído de Bedwyr—. Tienen un alcance impresionante, pero los jefes sajones parece que los consideran cobardes. Menos mal que Glamdring no quiere utilizar un ejército de expertos arqueros para defender sus posiciones de ataque, porque si no sí que conseguiría abatir a muchos de nuestros guerreros, que quedarían inutilizados, sobre todo durante el día. Y tú, amigo, podrías haber corrido peor suerte cuando saliste de estampida para llegar al campamento de Artor justo delante de sus narices.
—Esos cabrones casi me cogen cuando Alun y yo hicimos el último trecho para llegar al campamento —murmuró Bedwyr—. ¿Sabes a cuánto estamos del muro de escudos? Esos arcos son realmente mortales. Los nuestros, en comparación con la fuerza y el alcance que tienen estos, son un juego de niños.
—Pues mejor me lo pones. Alun y los demás correos parten en cuanto salga la luna. No tenemos tiempo que perder; hemos de asegurarnos de dejar estos puñeteros árboles limpios —Gruffydd blasfemaba con la creatividad de un veterano—. Si los jinetes no logran pasar, estamos perdidos.
—Estoy seguro de que hemos descubierto a todos —dijo Bedwyr en voz baja, aparentando gran convencimiento, pese a que no dejaba de observar atentamente las copas de los árboles, por si notaba el más mínimo movimiento.
Apenas había terminado de hablar, cuando un jinete salió del campamento a galope tendido.
Era Alun, que salía para hacer llegar a Galván las órdenes de Artor.
Al pasar por un bosquecillo particularmente denso, se oyó vibrar una cuerda de arco y Alun se desplomó momentáneamente sobre la grupa del caballo. Se agarró el brazo, se sacó una flecha invisible y siguió su arriesgado camino a toda velocidad en medio de la noche.
—Mierda —dijo Gruffydd—. Nos hemos dejado a uno de esos cabrones. Ve a buscarlo, Kennett, y no te demores.
Se volvió hacia Bedwyr.
—Bedwyr, lleva nuestros trofeos al campamento y dile a Artor que nos quedaremos aquí todo lo que podamos para mantener el bosque limpio de sajones. Dile que Garum ha visto fogatas en las colinas, con lo cual la llegada de los sajones es inminente.
—Cuídate, viejo —contestó Bedwyr. Gruffydd lo despidió con una manotada de camaradería y se sumergió en la oscuridad.
—Al chaval se le da particularmente bien la caza —murmuró Gruffydd, hablando para sí mismo.
Bedwyr saltó por encima de una acequia y remontó hasta llegar a una tierra de nadie que rodeaba al ejército celta, donde un desazonado centinela casi lo mata sin preguntar. Salvó el pellejo de casualidad, dando una mínima explicación y mostrando los arcos que llevaba encima.
Se apresuró hacia la tienda de Artor, pero se desvió un poco para acercarse a las exóticas dependencias de Pelles, capitán de los arqueros.
Aunque Pelles no tenía pretensión aristocrática alguna, adoraba la ostentación y se había ganado el derecho a satisfacer sus gustos gracias a su trabajo y su talento. Bedwyr casi se muere de risa al ver la tienda de cuero teñida por todos lados y llena de caricaturas de grifos. Dentro, la dependencia lucía una ostentosa lámpara dorada colgada de un soporte central, que iluminaba una profusión de jarros de vino, copas, fuentes, pieles y arcones, todo ello, aparentemente, estorbos incomprensibles en una larga campaña. Pero, en honor a la verdad, también había que reconocer que Pelles tenía una mesa plegable dentro de la tienda, repleta de arcos de distintos diseños, plumas para estabilizar las flechas y un montoncito de puntas perfectamente organizado.
Pelles seguía despierto. Cuando se cernía una batalla, el veterano se afanaba en revisar la disposición de sus arqueros y organizar la manera de que siempre tuvieran el carcaj lleno de flechas. En la batalla, un arquero sin armas es como un tronco caído.
Bedwyr quedó aturdido al ver la edad tan avanzada del guerrero y el aspecto tan ignominioso que tenía. El anciano mostraba una serie infinita de cuchilladas ya cicatrizadas en la cara y era ciego de un ojo, afortunadamente del que no usaba para apuntar con las flechas. Vestía de fina lana ribeteada con una cinta de oro, luciendo el atuendo más rimbombante que Bedwyr había visto nunca, ni siquiera al propio Artor. Y aun así, no había nada ridículo ni cómico en Pelles, por más que siguiera recibiendo el sobrenombre de Pinhead, cabeza de chorlito. Los años le habían dejado una pátina de experiencia, más que de senectud, y el ojo que le quedaba irradiaba una inteligencia natural.
—Así que eres el esclavo celta del que tanto hablan —empezó a decir Pelles sin consideración alguna hacia Bedwyr—. A mí no me habría gustado estar tanto tiempo entre los sajones. O tienes mucha paciencia, o eres un cobarde; ¿cuál de las dos cosas?
—Tú dirás, viejo.
Y sin preocuparse de la explosión de ira que súbitamente reflejó la mirada de Pelles, Bedwyr dejó caer diez arcos y carcajes con flechas sobre la mesa plegable del veterano.
El talante del arquero cambió al instante. Acarició la madera impecablemente laminada de uno de los arcos que medía más de metro y medio de largo.
—Los dueños están todos muertos —alegó Bedwyr.
—Había oído hablar de estas obras de arte —murmuró Pelles. Se puso de pie, olvidando todo insulto previo—. Son impresionantes, caray, casi como yo de altos, y tiene que ser la leche tensarlos.
—No sé, me temo que no soy arquero —Bedwyr se encogió de hombros—. Pero los arqueros que matamos eran todos niños y ancianos, así que no parece que haya que ser muy fuerte para utilizarlos.
Cuando Pelles tensó la cuerda lo más que pudo, Bedwyr se fijó en el mitón que llevaba en una de las manos, cosida a cicatrices y la manga de cuero que le cubría el antebrazo, desde la muñeca hasta al codo.
—Dios, este arco es una maravilla. Debe tener un alcance increíble.
¿Y los sajones tienen estos arcos? ¿Pero por qué diablos no los utilizan?
—Los hombres que maté eran campesinos; a lo mejor es que los guerreros sajones consideran poco digno usar el arco —contestó Bedwyr, divertido al ver la admiración con que Pelles observaba estas armas de tejo tan bien pulido—. Sería como matar a distancia. Con uno de esos no puedes acercarte ni sudar en el combate.
—¡Entonces es que los sajones son estúpidos! —Pelles murmuró mientras acariciaba el arco con el mismo cariño que le dedicaría a una bella dama—. Yo los tendré, y muy gustoso. Llegado el momento todos los que estén bajo mis órdenes llevarán un arco así. ¡Y están hechos de tejo!
Mientras Pelles seguía acariciando los arcos, maravillado por la perfección con que habían sido construidos y farfullando para sus adentros, Bedwyr se retiró de la tienda.
Artor también estaba despierto, porque por la rendija de la puerta escapaba una luz tenue. Cuando Bedwyr intentó entrar, Odin casi se lo come. Artor tuvo que darle una voz al gigante juto para que dejara pasar al lánguido Bedwyr.
—Gruffydd me ordena que te informe de que el bosque ya ha quedado libre de arqueros, pero que hay fogatas encendidas en las colinas cercanas —dijo Bedwyr escuetamente, algo aturdido por la velocidad con que había actuado el guardaespaldas de Artor y la ferocidad con que lo había hecho—. Está seguro de que Glamdring estará aquí en cuestión de horas.
Al fondo de la tienda había un anciano lleno de arrugas y vestido con una coraza romana, rígidamente sentado en un catre de paja.
—Ironfist no va a dar tregua a sus tropas, muchacho —advirtió el viejo con toda naturalidad—. Querrá sorprenderte antes de que amanezca. A lo mejor ha hecho encender fogatas para hacerte creer que sigue en las colinas, cuando realmente está más cerca de lo que suponemos.
—Ya, Targo —contestó Artor pensativo—. Yo en su lugar, desde luego lo consideraría.
—No, no lo harías —Targo explotó en una risotada—. A nadie se le ocurriría lanzarse a ciegas sobre campo ajeno, salvo en casos de locura desesperada.
Bedwyr se frotó sus ojos cansados. Este anciano era evidentemente el maestro de armas de Artor, el hombre que había convertido a su noble alumno en el más grande Guerrero de Occidente. Verdaderamente, pensó, en este lugar tan desolado, mires por donde mires, te topas con auténticas leyendas.
—Lord Pelles tiene los arcos de los sajones, mi rey —dijo—. Lo he dejado acariciándolos, como si fueran bellas damiselas.
—¡Este Pinhead! —Targo refunfuñó—. No me extraña que haya vivido tanto. Tiene un olfato exquisito para las armas excepcionales.
—Estupendo —dijo Artor—. Será mejor que duermas un poco, Bedwyr, y Odin te procurará una armadura de tu tamaño y armas. Honradamente, hueles que apestas con esa indumentaria sajona.
Como siempre que se trataba de asuntos bélicos, Artor no pudo ser más claro y conciso.
Bedwyr se bañó en el río con aceite y un estrígilo viejo que le dio Odin, un hombre capaz de proporcionar al instante como por arte de magia cualquier utensilio que se le pidiera con urgencia. En la orilla Odin le dejó una armadura bastante usada, un casco y ropa. También había encontrado un escudo rectangular en condiciones razonables, una pequeña espada romana, una piedra de afilar y una daga infame, muy gastada.
Pese a que era de noche y a que el agua salobre estaba muy fría, Bedwyr se sentía cada vez más alegre y desenfadado, a medida que iba deshaciéndose de los últimos flecos que le quedaban de su pasado en cautividad. Se restregó la piel con arena de río hasta dejársela sonrosada y limpia como la de un bebé. Se lavó el pelo y se afeitó con la navaja una incipiente barba, poniendo en su aseo especial esmero. Aunque los guerreros cornovios normalmente llevaban barba, Bedwyr prometió ir siempre con la cara limpia, como su rey, por mucho que le aterrara la mera idea de hacerlo.
Bedwyr no quiso ni secarse con el atuendo sajón que había usado, y, tiritando como estaba, decidió ponerse las calzas, una camiseta de lana y un jubón de cuero sobre la piel mojada. Por primera vez desde que escapó de la ciudadela de Glamdring, Bedwyr se sintió realmente celta. Recogió su coraza, el escudo romano y las armas desgastadas que le habían dado y se fue a la fogata más próxima.
Bedwyr sabía que tenía que intentar dormir, pero las armas le resultaban extrañas. Odin después informó a Artor de que el joven estaba sentado con las piernas cruzadas cerca del fuego, afilando y poniendo a punto las armas, todas, hasta los filos de cobre del escudo metálico.
Artor sonrió.
—No hay nada mejor que pasar el filo cortante de un escudo bajo la barbilla del enemigo para provocarle un terrible dolor de mandíbula, si le queda mandíbula, claro.
Odin se rió, cosa rara en él. El juto también se había dedicado a mascar ramitas y carbón vegetal, como su señor, y lucía unos dientes llamativamente blancos bajo su barba rojiza.
—Este muchacho promete, Odin, pero nunca se ha puesto a prueba en la batalla. Vamos a ver cómo le va.
Odin asintió con la cabeza.
—Pronto, Odin, pronto —murmuró Artor, apoyando la cabeza sobre las armas que tenía en la mesa—. Despiértame en cuanto amanezca.
A su alrededor parecía que todo el campamento dormía, pero había muchos ojos puestos en las armas de cada cual o intentando escudriñar en la densidad de la noche. Llegaban las horas del alba, un momento en que los guerreros sueñan con la muerte, por eso muchos preferían mantenerse despiertos.
Sin que le perturbaran los sueños, Artor durmió con la intensidad y la inocencia de un niño, mientras Targo y Odin le guardaban las espaldas de cualquier atisbo de peligro.
UNA DENSA NIEBLA envolvió el campamento, el río y la franja de tierra que había entre el mar y los bosques. El aire era espeso y húmedo, como el tacto de un ahogado, y los soldados de Artor comenzaron a sentir los primeros escalofríos de miedo. Temían que el ejército de Glamdring se abalanzara sobre ellos antes de que el sol disolviera la bruma.
Antes de que amaneciera, Artor ya estaba despierto y perfectamente armado. Tal y como prometió, se había pintado el rostro de azul añil y arcilla blanca, lo cual le hacía parecer una calavera en las primeras luces de la mañana. Había ordenado que desplegaran su estandarte, que ahora ondeaba levemente al vaivén de la imperceptible brisa marina que había traído la niebla sobre el campamento. Los hombres miraban al Dragón Rojo de Britania, rampante sobre sus cuartos traseros, para armarse de valor. También ellos se pintaron el rostro.
El rey supremo, armado para el combate, fue dando grandes zancadas hasta el lugar en que debía formarse el muro de escudos. Targo y Odin iban detrás, pisándole los talones. A su paso, Artor iba ordenando que apagaran las hogueras y que los hombres se apresuraran a ocupar sus posiciones defensivas.
Pelles había dispuesto a los arqueros en una pequeña elevación que había detrás del lugar en que se había concentrado el ejército. Arrodillados por filas, a la manera romana, aguardaban, sabiendo que serían ellos quienes se llevaran la gloria de la primera sangre sajona. Pelles había izado también su propio estandarte, más pequeño, un extravagante monstruo compuesto de varias criaturas: en parte serpiente, en parte caballo, en parte reptil irascible. Sus hombres se enorgullecían de ser hijos de Quimera, nombre con el que Pelles había bautizado a su emblema.
En la retaguardia, inmediatamente detrás de los carros, Myrddion y su equipo de sanadores avivaban los fuegos y preparaban todo lo necesario para cumplir su misión en la batalla que se avecinaba. Ya habían metido entre las ascuas unas largas lenguas de metal para que se pusieran de un rojo apagado y las tenían calientes, porque para cauterizar heridas graves sólo servía el metal candente. En el suelo de uno de los carros de repuesto habían dispuesto pequeños recipientes con ungüentos y otros linimentos sencillos del oficio, perfectamente ordenados por filas. También tenían a mano bacinillas metálicas, tenazas, unas agujas infernales y un gran almirez con su mazo. Tan exigente como siempre, Myrddion se había puesto un delantal de cuero que le cubría los brazos, el torso y las piernas. Como sabía que pronto estaría bañado en sangre, se había trenzado toda la melena blanca, dejando el rostro despejado. Y, desde luego, aunque ya empezaba a sentir la angustia de tener que ver morir a los amigos, lo que no quería era que la tristeza se le notara en la cara, ni perder su habitual serenidad.
Al borde mismo de la línea defensiva, se agolpaban los hombres de Artor. Siguiendo órdenes de Targo, los guerreros habían formado una pared humana, agazapados detrás de sus rectangulares escudos, que habían hundido mínimamente en la hierba, según la táctica utilizada por César tantos siglos atrás.
Targo ordenó que clavaran las lanzas entre los escudos, para que los enemigos tuvieran que enfrentarse a un maldito bosque de hierro.
Detrás de la primera fila de soldados se dispuso una segunda. En este caso tenían los escudos inclinados para proteger las cabezas de los hombres situados en primera línea, y cubrir al mismo tiempo la parte alta del cuerpo de quienes los empuñaban. Detrás de ellos, se dispuso una tercera fila de soldados con los escudos colocados sobre la cabeza, para formar una sólida cuña de hierro y madera. Muchos años atrás las legiones romanas habían bautizado esta táctica con el nombre de tortuga, por la impenetrabilidad que mostraba la carcasa de hierro.
—¡Descansad! —ordenó Targo, una vez que comprobó que la antigua caballería entendía los principios de la guerra de asedio—. No es necesario que os agotéis antes de que Ironfist decida hacer su entrada.
Artor permanecía de pie, sin casco, con Targo, detrás de la tercera fila de defensa. Luka estaba situado en el flanco izquierdo, junto al río. Odin había ido por orden del rey a reforzar el flanco derecho, que defendía Keu. Todos tenían órdenes de mantener sus posiciones a cualquier coste, aunque tuviera que caer hasta el último hombre. Keu había sonreído abiertamente al recibir estas órdenes de su hermano, cosa que desconcertó un tanto a Artor, ya que casi nada hacía brillar la mirada de Keu.
«No te preocupes —pensó Artor—. Si el ansia de sangre le hace mejor caudillo, al final le agradeceré los servicios prestados a nuestra causa.»
El océano formaba la última barrera defensiva, más allá del muro de escudos, y las riberas del río cubrían el flanco izquierdo.
—Bien, muchacho, estamos más preparados que nunca —dijo Targo a su rey con una sonrisa de satisfacción—. Ahora nos queda esperar la llegada de nuestro invitado de honor. Si fuera sensato, atravesaría esta maldita niebla como las Furias, creyendo que nos pillaría desprevenidos.
—Quiere que sepamos que nos superan en número, para reconfortarse a sí mismos, inspirándonos terror —replicó Artor—. Hasta Glamdring Ironfist tendrá sus dudas de vez en cuando. Después de todo es mortal, y le afligen los mismos miedos que a cualquier otro líder. Tenemos cierta ventaja, por cortesía de Bedwyr, porque Glamdring ya no cuenta con el efecto sorpresa ni con esa criatura de Wyrr que le proporcionaba tan excelentes consejos y tanto equilibrio.
—¿Y dónde está nuestro joven asesino? —preguntó Targo prudentemente. Porque todavía no se fiaba del todo del cornovio.
Artor señaló las filas de soldados que aguardaban apretados unos junto a otros, con los músculos tensos y la mirada inquieta, intentando ver algo a través de la bruma. Bedwyr había decidido luchar en primera línea, justo en el centro de la fila, donde se produciría el ataque más duro.
—Ese chico o sueña con la muerte o lleva demasiado odio dentro —comentó Targo.
—Esto último, tiendo a pensar, porque hasta que la muerte lo abata no se librará de la cicatriz que le hizo ese collar. Alberga casi tanto odio como Keu.
—¡Hmm! Pensé que era mejor tipo que Keu —añadió Targo.
—Estoy convencido de que lo es. Y si sobrevive, me vendrá muy bien. Los cornovios han sido siempre amigos y ahora tengo la suerte de poseer el Cuchillo de Arden.
—Cuídate del orgullo, amigo —advirtió Targo, mostrando claros signos de preocupación en la cara—. Bedwyr es un hombre, no un instrumento para usar y tirar.
—Ya. Lo hago todos los días. Pero en este momento estoy deseando ya que pase algo.
El sol empezó a salir tímidamente entre la bruma, pero la densidad del aire ensordecía todos los sonidos, salvo el graznido de las gaviotas que revoloteaban en la playa de guijarros, peleándose por alguna gamba.
De repente se oyó un grito que salía de la densa neblina. Se cortó bruscamente.
—Parece que uno de nuestros amables visitantes ha encontrado un hoyo —dijo Artor en voz baja.
—Manteneos firmes en las alineaciones —rugió Targo, intentando con todo contener la voz—. Que Dios descomponga esta niebla. Apenas llego a divisar la primera línea defensiva.
—Targo, ya está saliendo el sol, así que dentro de nada veremos mejor.
De repente una fuerte brisa hizo sonar los estandartes. La verde serpiente de Luka se bamboleaba por la izquierda y el águila de Keu desplegaba sus descaradas alas por la derecha. Súbitamente, en ese momento afortunado que agradecen todos los guerreros, la brisa marina se enfrió y disolvió la fastidiosa niebla en vagas tiras de enfermizo aire gris.
Una enorme horda de soldados se apelotonaba a escasos cien metros de ellos.
—¡A vuestras posiciones, hijos de puta! —gritó Targo, mientras las trompetas de Artor repetían la orden.
Artor se volvió y levantó el puño cubierto con el guante.
—¡Pelles! —rugió—. ¡Que sangren los sajones! ¡Piensa en las víctimas de Y Gaer!
La primera fila de arqueros se levantó, tensó los arcos lo máximo posible y lanzaron una volea de flechas a lo lejos contra las apretadas huestes sajonas.
Sin esperar siquiera a ver el daño causado, la primera fila se arrodilló y los hombres de la segunda apuntaron y lanzaron sus flechas cuando Pelles lo indicó.
Y lo mismo hizo la tercera fila de arqueros, cuando les llegó el turno.
—Alto el fuego —gritó Artor.
El granizo de flechas había provocado muertes, pero el daño era bastante superficial. La primera volea había cogido desprevenidos a los hombres de Ironfist y por eso habían caído muchos. La segunda los pilló de novatos o atontados, porque ni siquiera se protegieron con las adargas de piel o de metal, pero la tercera sarta de flechas se había clavado sin más en los escudos defensivos de los guerreros.
Al final de la descarga, había unos cincuenta sajones que yacían sin vida o se revolvían en el suelo como serpientes agonizantes.
—Bueno, unos cuantos menos que matar —dijo Targo con crueldad.
Artor hizo una mueca de repulsión.
—Supongo que quedarán unos ochocientos o así.
—¡Artor! —se oyó el bramido de una voz estentórea, elevándose por entre las hordas sajonas que ahora se dispersaban para formar largas filas de descomunales guerreros—. ¡Hijo de puta! ¡Intruso! ¡Hoy morirás! ¡Aquí estoy, yo, Ironfist, porque te he jurado la muerte!
—No contestes, Artor —le susurró Targo.
—Pero, ¿crees que estoy chocheando, anciano?
Los guerreros sajones se agazaparon en sus posiciones de ataque, haciendo brillar sus hachas y espadas a la luz cada vez más potente del amanecer.
—¿Es que piensas seguir todo el día escondido detrás de tus guerreros, Artor?
Los gritos se elevaban por encima de los gemidos, maldiciones y gimoteos de los heridos.
—Vamos a coger vuestro lamentable muro de escudos y os lo vamos a colgar del cuello.
—Hablas demasiado, Ironfist —gritó una voz de entre los soldados que formaban el muro de Artor—. ¿Dónde está Wyrr? ¿En qué infierno te está esperando?
Glamdring aulló, extendió el brazo y todo un destacamento de sajones cargó al instante contra el flanco izquierdo de Artor.
—Parecía Bedwyr. Sabe cómo azotar a Glamdring, porque está enviando a sus hombres directamente a los hoyos —Targo se rió entre dientes, sin compasión alguna.
Unos doce sajones murieron atravesados por criminales y bien afiladas estacas, ocultas bajo lo que parecía terreno firme. Los demás atacantes desviaron su curso, como había previsto Artor, y cargaron directamente por el centro de ese mismo flanco, justo en el lugar en que había mayor número de defensas. El rey supremo oyó a Luka dando órdenes, a grandes voces para sobreponerse a los lamentos, a medida que los celtas utilizaban las lanzas para matar sajones enloquecidos.
—¡Que el Hades los acoja, Pelles! —rugió Artor y las trompetas sonaron al unísono. Los celtas del flanco izquierdo se confinaron en sus escudos, mientras los hombres de Pelles acribillaban a los sajones en el pecho, la cabeza o las piernas.
Glamdring atacó por el flanco derecho inmediatamente, con una carga directa, frontal, pero descubrieron pronto los hoyos y comenzó un cruel enfrentamiento. Artor dio la orden de fuego y la segunda línea de arqueros de Pelles se giró para cubrir el lado derecho de la posición defensiva.
Entonces, en una embestida que hizo temblar la tierra, Glamdring dirigió el grueso de sus tropas justo por el centro, para golpear en pleno corazón la línea defensiva de Artor.
Arremetieron con la fuerza de una ola gigante, pero la línea logró resistir. Si alguno caía, el que estaba detrás de él se metía en la brecha y periódicamente Pelles recibía órdenes de disparar una volea de flechas de fuego que, al prender las trampas de brea que había escondidas, mermaban las huestes amigas y enemigas. La táctica de la tortuga salvó a los celtas de toda herida, salvo de algunas leves; pero los sajones, en cambio, no pudieron evitar teñirse de sangre por las heridas ni retorcerse entre las llamaradas.
Pero no pensaban retirarse.
Como las olas que golpean contra las rocas, los sajones venían una vez y otra y otra más. Las bajas celtas eran irreemplazables, pero Glamdring derrochaba hombres igual que los borrachos desparraman vino, con plena conciencia de que contaba con la ventaja de los números. En primera línea de defensa, Bedwyr insertaba su afilado escudo en las desprotegidas barbillas de los contrarios y sentía cómo crecía en él el ansia de sangre, a medida que los humores arteriales le iban cubriendo de pies a cabeza. Apenas se daba cuenta de que alguno caía a su lado. Golpeó con la lanza hasta que se le quebró el asta y luego siguió utilizando el hacha de un sajón abatido con idéntica ferocidad.
De algo le tenía que servir haber pasado tres largos años viendo lo que hacían los matarifes de cerdos. Ahora maldecía a los guerreros sajones en su propia lengua, haciéndolos enloquecer con sus insultos, hasta que encontraba por dónde meter el cuchillo, el hacha o la espada.
De repente, con la misma rapidez con que dio la orden de ataque, Glamdring instó a sus soldados que se retiraran a la línea de bosque.
Artor envió a dos mensajeros para determinar las bajas producidas en el flanco izquierdo y en el derecho. El daño provocado en el centro, ya lo veía él, demasiado bien.
—Retrocederemos unos veinte metros y apilaremos los cadáveres sajones delante de nosotros, formando una muralla y dejando un pasillo para que maniobre el enemigo —Artor ordenó con impaciencia—. A los heridos, que dejen de sufrir. ¡Sin piedad! Ahora Glamdring atacará con un golpe frontal para intentar rompernos el centro. Así que tendrán que trepar por encima de los cadáveres de sus compañeros, si quieren alcanzarnos.
Targo se apresuró a supervisar el ordenado movimiento de las tropas.
Pronto organizó a los que no combatían en equipos para que recogieran cadáveres y heridos. Los cadáveres celtas los apilaban acordonados unos con otros delante de los carros de abastecimiento, formando una muralla de protección que actuaba como última línea defensiva, y resguardaba a los sanadores que trabajaban intensamente para dar socorro a los heridos que podían curarse. Como si se tratara de una maquinaria bien engrasada, el ejército de Artor se movía cumpliendo órdenes, sin preguntar, sin miedo y sin escrúpulos.
Mientras Myrddion se afanaba en su cruenta tarea de salvar vidas, los hombres de Pelles rebuscaban entre los cadáveres de los sajones para recoger flechas. Al tiempo los celtas mataban sin compasión a todos los heridos sajones, cuidándose de hacerlo fuera del alcance del enemigo, ya que los sajones no morían con facilidad, y hasta los heridos graves intentaban llevarse a su contrario al Hades, si se ponía a tiro.
En primera línea, Bedwyr estiraba los músculos, ya muy atenazados, y revisaba sus armas sin perder ojo de lo que ocurría en el bosquecillo donde se había resguardado el ejército sajón. A su lado, un guerrero brigante echaba pestes al ver que se le había hecho una muesca en la espada.
—¡Me cago en todo el Hades v en sus malditos sajones! —gritaba el guerrero dando muestras de escasa imaginación. Aunque llevaba una venda por la cara, cubriéndole las mejillas y la nariz, la sangre le llegaba a la vestimenta.
—¡Me he cargado la espada de mi padre con la cabeza de un sajón! —murmuraba el brigante, manifestando su repulsión en cada palabra que emitía y en los gestos de su rostro.
—Bueno, pero ¿lo mataste? —replicó Bedwyr escueto, mientras seguía limpiando su propia hoja con un trozo de trapo que había arrancado de su túnica.
—¡Sí!, pero al abalanzarme sobre él le di en el borde del casco. ¡Mierda!
Bedwyr observó al brigante con más detenimiento. Por el manto de lana y la insignia que llevaba, el anillo de oro macizo y el ornamentado brazalete se veía que era un hombre importante.
—Estás sangrando —señaló Bedwyr sin añadir nada más.
El brigante volvió a maldecir y se quitó la especie de vendaje que llevaba. Una larga y profunda herida le cruzaba en ángulo su rostro, joven y curtido. Al ver que la carne se le abría, sobre todo en el cartílago de la nariz, Bedwyr pensó que el guerrero tenía que ser un hombre muy duro consigo mismo para ignorar el dolor y el reguero de sangre que emanaba de la herida.
—Bueno, Rostro Zurcido, te recomiendo que les pidas a los sanadores que te cosan esa espita de amor que te han dejado los sajones, porque si no se te va a infectar con toda esta mierda —con la mano que tenía libre Bedwyr señaló la mezcla de barro, sangre, vómitos y heces con la que un suelo virgen se había convertido en el campo de muerte que rodeaba el muro de escudos.
El brigante carraspeó y escupió sangre sobre el repugnante barrizal.
—¡Sí!, es una estupidez tratar de matar sajones con la nariz medio despegada. Ocupa mi lugar en la línea de fuego, Cuchillo de Arden.
Pero volveré antes de que los sajones recuperen fuerzas para atacarnos de nuevo.
Cuando estaba a punto de irse, extendió la mano con la que utilizaba la espada, reproduciendo el antiguo símbolo de la camaradería.
—Me llamo Melwy de Verterae y estoy orgulloso de tenerte al lado en la formación.
Consciente del honor que le deparaba, Bedwyr se secó la mano en la túnica para estrecharla con la que le ofrecía el brigante.
—Pues creo que a partir de ahora te llamarán Melwy Rostro Zurcido, amigo. ¡Sí! Ocuparé tu posición y te la guardaré hasta que el señor Merlín te haga una nariz nueva.
Los dos rieron y Melwy se alejó tranquilamente, examinando todavía la mella que le había hecho a la espada.
Allí, sentado en el suelo, mientras afilaba su espada esperando al siguiente embate sajón, Bedwyr se maravillaba pensando en la camaradería que había encontrado en el campo de batalla. Los hombres luchaban y sufrían juntos, sin que las diferencias de tribu, de estatus o de riqueza afectaran en nada a este hermanamiento que genera la muerte.
Al poco Bedwyr se olvidó completamente de Melwy Rostro Zurcido.
Artor había comenzado la batalla con doscientos cincuenta guerreros en su destacamento, sin contar a los cincuenta arqueros ni a los otros treinta hombres que no combatían. Un pequeño grupo de seguidores, mujeres recias que acompañaban a sus maridos al campo de batalla. Reunían hondas, piedras y hasta cuchillos para cuando se necesitaran. El rey supremo había perdido sesenta hombres en el muro de escudos, pérdida que no podía seguir sosteniendo en sucesivos ataques. Los cadáveres sajones se hacinaban en un montón de casi dos metros de altura, pero mirando al ejército de Glamdring, refugiado entre los árboles, parecía igual de inmenso que al principio.
Artor suspiró. Tres días era demasiado tiempo.
—No te aflijas, muchacho —murmuró Targo, mientras se quitaba un trozo de venda de una herida superficial que se había hecho en el brazo—. Con los años, yo me he ralentizado un poco, pero por lo demás, no he cambiado. La batalla va bien, Artor. En estos primeros sondeos hemos perdido uno de los nuestros por cada dos de los suyos, pero a partir de ahora será uno de los nuestros frente a tres de los suyos. Tus tácticas han funcionado hasta ahora, chiquillo, así que ten confianza. Lot y Llanwith llegarán y nosotros aquí estaremos para darles la bienvenida por haber vuelto al redil.
El rey supremo se mordió el labio. Hasta entonces no había tenido siquiera la oportunidad de sacar su espada; le disgustaba tener que mandar a la muerte a buenos guerreros, mientras él se limitaba a dar órdenes desde posiciones relativamente seguras.
Caminó hasta colocarse entre sus hombres y les explicó sus planes. Si conseguían resistir dos días más, Glamdring Ironfist quedaría atrapado en una arrolladora red de acerado hierro. Estaría derrotado y los demás podrían regresar a sus casas a llevar una vida de paz y felicidad.
—No quiero mentiros, diciendo que el asedio será fácil —les advirtió—. Podríamos perder esta batalla, porque nos superan con mucho en número. Pero me niego a aceptar que los corazones de los celtas son menos tenaces y disciplinados que los del poderío sajón. Por mucho que Glamdring golpee nuestras defensas, no nos desmoronaremos. Cuando vuelvan los sajones, lucharé con vosotros, si alguien me deja una lanza y un escudo.
—No, señor, no —gritó uno de los guerreros—. Tú tienes que dirigir la batalla; si no, moriremos todos. ¡Resistiremos! ¡Vamos a resistir!
Y Artor inclinó la cabeza en reconocimiento al valor de quien había hablado, declarando ante los guerreros lo privilegiado que se sentía de liderar unos patriotas tan excepcionales. También les explicó cómo utilizar el escudo como arma, a la manera de Bedwyr, con el borde afilado.
Cuando los soldados vieron al cornovio, manchado de sangre sajona de pies a cabeza, marcharon todos a coger sus piedras de afilar y se pusieron a trabajar.
Por la tarde, poco después de comer el habitual pan rancio, un taco de queso y agua fresca, los sajones iniciaron su siguiente ataque.
Glamdring había estado intentando desarrollar una nueva estrategia. Puede que las palabras de Gaheris lo persiguieran, porque esta vez sus guerreros no estaban dispuestos en una columna de ataque. Una fila de campesinos arqueros se desplazó cautelosamente por la hierba hasta situarse fuera del alcance de los arcos convencionales de Pelles, mientras que los guerreros de la fuerza principal permanecían a lo largo de la línea de bosque, donde tampoco alcanzaban las flechas.
La descarga sajona golpeó contra la tortuga celta con tal fuerza que las flechas casi traspasaron del todo los escudos de madera.
—¡Por todos los fogones del infierno! —soltó Targo—. Esos arcos tan largos los carga el diablo.
—Por eso es bueno que tengamos diez —contestó Artor—. Pelles —gritó al jefe de arqueros—. Coge a los más expertos para que utilicen nuestros mejores arcos. Tienen que ponerse delante, al abrigo de los cadáveres sajones. Que los utilicen de escudo para ir abatiendo a los arqueros de Glamdring uno a uno. Los sajones están al descubierto y serán presa fácil. Hazlo ya.
Pelles se reservó un arco para él y mandó a otros nueve arqueros excepcionales a que se refugiaran detrás de las barricadas lo más rápido posible. En cuanto tomaron posiciones, lanzaron sus flechas y se agacharon para protegerse tras la barrera.
La mayoría de las flechas no se lanzaron bien y se perdieron por el suelo, sin provocar daños, pero Pelles sí tuvo puntería.
Los demás arqueros volvieron a apuntar, esta vez con mayor precisión para igualar el ojo de su líder.
—Este Pelles vale su peso en oro —alardeó Targo al ver que otros dos arqueros sajones caían al suelo.
—Guárdate el comentario para más tarde, Targo. Aquí vienen de nuevo.
Y de nuevo comenzó la penosa cosecha de muerte. El campo de batalla se convirtió en un combate de deseos y de desgaste, porque en ambos lados se produjeron pérdidas, pero la flor y nata de los sajones occidentales se estaba inmolando en un barrizal envuelto en sangre.
En el momento más duro de la batalla, Artor oyó un agudo gemido y notó algo que le golpeaba con fuerza bajo el brazo, justo en la hendidura que queda entre la coraza y los protectores de hombros. Se tambaleó hacia atrás por el impacto y vio que le salía una saeta con plumas del lateral superior del brazo.
—¡Mitras divino! —exclamó Targo—. ¡Te han dado!
—Saca la flecha y ponme el manto encima. No te preocupes de si me haces daño. Mis hombres tienen que ver que sigo aquí con ellos.
Targo obedeció, aunque la herida hizo un ruido de succión extraño y Artor estaba muy pálido. Targo hizo un gesto a Pelles, que entendió la situación al momento. Diez pares de ojos empezaron a rastrear el terreno que quedaba más allá de la ciénaga de guerreros, hasta que Pelles encontró una flecha, la cogió, levantó el arco y disparó, todo en un mismo movimiento suavísimo.
Targo siguió el vuelo con la mirada y vio cómo un guerrero mal vestido caía para atrás contra la muralla de cadáveres de sus compatriotas, con la flecha de Pelles limpiamente ensartada en la garganta.
Targo sonrió con ojos fieros, mientras permanecía de pie junto a su rey, que intentaba desesperadamente mantenerse erguido.
—Al menos el cabrón que te disparó está muerto, pero debe haber otros encargados de lo mismo. Si te matan, estamos perdidos. ¿Puedo llamar a Myrddion? —suplicó Targo.
—No, todavía no. Mis hombres se desanimarán si ven que abandono el campo de batalla, y entonces Glamdring los derrotará. Si el estandarte del Dragón Rojo tiene que caer, no será porque yo haya huido del combate al primer rasguño. Deja que intenten matarme.
—Muy bien, pues, muchacho —aceptó Targo—. Pero al menos deja que tome algunas precauciones.
Targo interceptó al mensajero que actuaba de correo entre los dos flancos del ejército de Artor y le susurró algo al oído para que se lo dijera a Pelles.
Recibido el mensaje, Pelles ondeó el brazo en señal de que lo había entendido y mandó a dos de sus arqueros que se encaramaran sobre el montículo de cadáveres celtas. Su misión era la de vigilar atentamente el terreno, con las flechas preparadas para disparar contra cualquier sajón que apuntara a Artor.
Mientras tanto el rey supremo intentaba concentrarse en la melé que se producía ante sus ojos. Pese a que respiraba con dificultad y el pecho no hacía más que dolerle, no podía permitirse el lujo de perder el tiempo pensando en la herida, abandonando el control de la batalla.
—Dobla la línea, Targo. Y manda que la primera línea avance un paso. Los sajones quedarán atrapados entre el muro de sus propios cadáveres y nuestros guerreros, de modo que no les quedará espacio de maniobra.
Targo volvió los ojos hacia el feroz combate. Notaba que la fuerza de los celtas empezaba a desfallecer.
—Pero…
—Haz lo que te digo —gritó Artor sobreponiéndose a los gemidos de los moribundos—. Y luego ordénale a Pelles que dispare a los sajones con las flechas que tengamos. Que no reserve ninguna. ¡Vamos!
A Targo no le quedaba más que obedecer. Contra toda lógica, cuando les dijeron que Artor quería que avanzaran un paso más y que se metieran en la tortuga, los hombres más débiles recobraron las fuerzas que no tenían. Los guerreros que tuvieron tiempo para mirar atrás vieron a Artor, orgullosamente erguido en campo abierto, sobre una ligera inclinación del terreno. Y entonces, fue como si se les disipara el miedo a las armas enemigas. Los guerreros creyeron comprobar que Artor confiaba ciegamente en su capacidad, y elevaron el ánimo para no defraudarlo.
Atrapados en un estrecho desfiladero, los sajones morían bajo la lluvia de flechas que lanzaban los arqueros celtas hasta que Glamdring se vio obligado a ordenar a sus soldados que se replegaran a sus posiciones del bosque.
Los dos ejércitos se tomaron tiempo para aliviar sus heridas.
—Moved todos mis guerreros para atrás, unos veinte metros —ordenó un Artor jadeante—. Y recoged todas las flechas y armas, como antes. Luego reconstruid el muro de cadáveres sajones de manera que tenga una entrada diferente que conduzca a nuestras barricadas. Tenemos que hacerles pagar por cada una de las vidas que se han cobrado.
—Estás gravemente herido, señor —murmuró Luka. El joven mensajero le había comentado el estado en que se encontraba Artor y en un alto de la batalla había venido apresuradamente desde el flanco izquierdo.
Artor clavó sobre él su mirada impenetrable.
—Luka, vuelve… a tu… puesto.
Luka veía el esfuerzo que le suponía a Artor articular la más mínima palabra, pero rehuyó el menosprecio de su rey. En el Artor de treinta y ocho años no había ni un signo de blandura ni de debilidad, y se guardaba mucho de que su corazón albergara algún resquicio para ello. Hasta los viejos amigos como él tenían que servir en la misión que Artor tenía pensada para ellos.
—Me miras como si fuera un monstruo, Targo. Pero ¿quién te va a sostener a ti, si yo no lo hago? A quienes los dioses quieren destruir… —Artor perdió la voz.
—¿Primero los enloquecen? —Targo movió su anciana cabeza—. No creo, hijo. Los griegos que acuñaron este antiguo lema no te conocían. Los dioses te aman, Artor, loco o no, como nunca amaron a tu padre. Y nosotros también te amamos.
Esto último lo pronunció casi entre susurros, pero Artor, abatido por el dolor, no lo oyó. Siguió de pie, firme sobre la pequeña loma, hasta que la tarde dejó paso al anochecer y se dio descanso a los hombres para comer y para dormir por turnos.
—¿Quieres que te vea ahora Myrddion, señor? —preguntó Targo.
Artor suspiró y dejó caer los hombros.
—Sí. Voy a que me vea Myrddion ahora.