CAPÍTULO IV
MORCADÉS
EN LA TENUE oscuridad que antecede al alba, Artor decidió que ya era inútil pretender coger el sueño. Se le había turbado el descanso y notaba el cuerpo caliente e hinchado por dentro. Le sobraba la tienda de cuero; era una especie de oscuro caparazón que lo envolvía, y él una sudorosa polilla desesperada, que luchaba por nacer.
Justo antes de que se hiciera de día se levantó, se vistió y preparó su caballo para inspeccionar el campamento. A sus espaldas quedaba Venta Silurum, callada y oscura, salvo por algún que otro sirviente que andaba atendiendo sus obligaciones. Los centinelas le saludaban al paso desde sus posiciones y luego volvían a su guardia solitaria. Los guerreros se alarmaban al ver al rey supremo solo, pero Artor no les prestaba ninguna atención.
En un principio Artor lo único que quería era respirar el aire limpio y fresco de la mañana, apartado de las preocupaciones del poder, pero mientras cabalgaba, oyó el chillido de las gaviotas en la costa y se imaginó que lo llamaban y que lanzaban su nombre al viento de la suave y temprana brisa del mar.
Por un serpenteante sendero, abierto en medio de la verde pradera, Artor llegó a una fértil franja de tierra, que separaba los montes del mar. Se oían cencerros de vacas, que pacían en las lomas más altas sin dejarse ver, y a eso se añadía la fantasmagórica apariencia traslúcida que confería la luz de la mañana al mar y a la tierra. El territorio terminaba en una playa de suaves cantos rodados y arena pálida, con pequeñas olas festoneadas de puntillas de espuma blanca, que saboreaban la arena y hacían crujir la grava entre sus dientes.
Artor desmontó y Carbón se alejó en busca de hierba fresca.
El mar, el cielo y las inquietas gaviotas lucían distintos tonos de gris, tendidos sobre una tira verde-azulada, tan intensa que hacía daño a la vista. Detrás de unas lomas cubiertas de hierba, la tierra ascendía gradualmente hasta terminar en una cresta salpicada de rocas grisáceas, oscuras y ahumadas. Y por encima de estas tierras altas estaban las montañas, de un negro basalto, prominentes, regias y descomunales a los ojos de quien, como Artor, las miraba desde las tierras bajas, hasta el punto que en un momento ya sólo veía fortalezas de piedra gris que surgían aquí y allá.
El mar parecía frío y a la luz de la mañana el cálido aliento de Artor formaba débiles bocanadas de vaho, por eso nadie sabría decir, ni siquiera él, por qué decidió quitarse la ropa hasta quedarse desnudo. Targo le había enseñado a nadar de niño, hacía décadas, y ahora de mayor disfrutaba con el roce de las piedrecillas bajo sus pies y el aroma a sal y algas que le traía la brisa. La piel se le erizó del frío y parecía que los brillantes cabellos se le encrespaban. Los gritos de las gaviotas le trajeron a la memoria los ruiditos que hacía Gallia por las noches, cuando Artor exploraba todos los recodos de su cuerpo. Con una semierección provocada por el recuerdo, Artor se zambulló en unas aguas gélidas.
«Necesitas una esposa, estúpido», le dijo una voz interior, mientras su cuerpo se estremecía por el choque violento con aquellas olas cortantes y al tiempo notaba los poros, los capilares y hasta las raíces del cabello revitalizados por el esfuerzo de las brazadas. Durante un tiempo indefinido, sin pensar en nada, opuso su fuerza a los embates de las olas. Después, con ese cansancio renovador que se siente después del esfuerzo realizado, el rey supremo de los británicos se dejó llevar, hundido en el regazo de las olas, mirando al cielo.
Al rato, frío y hambriento, salió a la orilla sorteando olas y retirándose la melena de la cara con un golpe de cabeza.
—Ay, muchacho. Pero si eres hombre muerto.
Targo esperaba distraídamente, montado sobre un buen caballo ruano, con una pierna apoyada de manera informal por encima del cuello del animal. Bajo el pálido sol de la mañana, el pelo blanco del anciano resplandeció como un celaje de luz ante los ojos de Artor, enrojecidos por el salitre. Se puso la mano a modo de visera. Por un momento y a contraluz, Targo le pareció una figura de piedra negra, de rostro y ojos silíceos y formas planas.
—¿Targo?
Artor recogió la tosca túnica de lana que le lanzaron al pecho. Apenas tuvo tiempo de agarrarla, cuando le llegaron también sus pantalones de cuero con un golpe seco.
—Sería mejor que ocultaras tu desnudez, muchacho. No es que a mí me impresione, pero a lo mejor animaba un poco el día a la reina Morcadés.
Artor le miraba boquiabierto, mientras Targo con una garrocha larga intentaba rescatar de la arena otra prenda para lanzársela a su desconcertado y querido señor. Targo estaba muy enfadado.
—¿Morcadés? ¿Qué bobadas estás diciendo, Targo? ¿Qué hace aquí la reina Morcadés? Si se tarda una semana al galope en llegar a Venta Silurum desde el reino de Lot.
—Joder, chico, ¿a mí qué me cuentas? ¿A quién le importa lo que opine? Pero el rey Lot, su esposa y un grupo notable de jinetes y lanceros están a punto de llegar al campamento. Pinhead los vio venir y llegó como una exhalación para avisarnos. Le parecía que nos pondría nerviosos saber que teníamos otro pequeño ejército pisándonos los talones.
—¿Pelles?
—Sí. ¡Te lo acabo de decir! ¡Qué maldición, chico! Nunca me acostumbraré a llamar Pelles a ese hijo de puta. Para mí siempre ha sido Pinhead, y lo seguirá siendo, por muchas galas que se ponga. Es el único que queda vivo de la Escoria de Anderida, y nosotros, claro. Nunca habría pensado que ese tuerto bribón duraría ni la mitad de lo que ha durado.
—Pelles es un superviviente de la cabeza a los pies. Pero no me cambies de tema, Targo.
—Vístete… amo —Targo pronunció estas palabras con ironía y tristeza.
Sin decir palabra, Artor obedeció a su viejo amigo y se vistió rápidamente, sin detenerse.
Targo hablaba con voz sombría, sin rastro de esa chispa de mordacidad tan natural en él. Impertérrito, el rey se tragó las preguntas que le asaltaban y siguió vistiéndose. Notaba las vibraciones que emanaban del sentimiento de desaprobación de Targo, interponiéndose entre los dos, pero Artor apartó de su mente todo tipo de consideraciones personales. Como a Targo le gustaba decir, «lo primero es lo primero».
Artor salió corriendo colina arriba haciendo crujir la arena y los pequeños guijarros bajo sus botas. Al primer silbido llegó Carbón, obediente, siempre atento a los deseos de su amo. El caballo detuvo la carrera juguetonamente justo al lado de Artor, que agarró las riendas. Antes de montarse a la grupa, cogió un puñadito de piedras y las echó al bolsón de cuero que siempre llevaba atado al cinturón.
Targo lo miraba con un enfado mayúsculo. Su rey estaba perdiendo el tiempo con emociones que estaban fuera de lugar.
Artor saltó sobre la silla con agilidad y atrajo los testarudos ojos de Targo.
—Venga, dame ahora el parte —ordenó Artor.
Targo tomó aliento, con aire de desesperación.
—Pinhead ha salido de Deva, al norte, y ha bajado por la antigua calzada romana, cabalgando sin parar. El viejo depravado aparece en el campamento a lomos de un caballo medio muerto y sin fuerzas para dar un solo paso más. Dice que el rey Lot se dirige hacia aquí, seguido de hombres armados.
—¿Y viene mi hermana con él?
Targo soltó un bufido.
—Sí —dijo.
—¿Cuándo llegan?
Targo se encogió de hombros, retirando su labrado rostro de la mirada del rey.
—Mitras sabrá —el viejo romano se detuvo unos instantes antes de seguir, con voz manifiestamente más enfadada de lo que ya la tenía.
—Por cierto, tengo que decir que Odin está muy molesto contigo. Esta mañana al despertarse y ver que te habías marchado del campamento, estaba gritando de todo y lanzando al viento todo tipo de juramentos. Él sabe cuáles son sus obligaciones como guardia personal y pretende cumplirlas con todo rigor; así que si vuelves a desaparecer sin que él se entere, seguro que va a empezar a dormir con un ojo alerta, si es que duerme algo.
Artor frunció el ceño con una mezcla de irritación y algo parecido al sentimiento de culpa.
—Ya hablaré con Odin de mis malos hábitos, pero ahora, tenemos que regresar al campamento.
Targo fustigó a su caballo y lo puso al galope de una manera tan innecesariamente brusca que el animal lanzó un relincho, en señal de protesta y de dolor.
—¡Targo! —gritó Artor, retirándose hasta quedar detrás de su más fiel sirviente—. ¿Estás enfadado conmigo por lo de Odin?
Targo no se dignó ni a contestar, y siguió impasible, irguiéndose un poco más en la montura de su ruano. Todos sus movimientos expresaban a voces un profundo sentimiento de desaprobación.
Artor espoleó a su caballo y salió al galope detrás de Targo.
—¡Escúpelo ya, Targo! ¡Estás enfadado por algo!
Targo tiró de las riendas del caballo y lo detuvo de golpe, volviéndose hacia su señor.
—¡Por todos los dioses del Hades, Artor! Pinhead ha venido como el rayo para avisarnos de algo importante y no había quien te encontrara. Te zafaste hasta de los vigías… —Targo bajó la voz hasta sumirse en un huraño silencio.
—Necesitaba tiempo para pensar. En el campamento me es casi imposible, porque casi nunca estoy solo —Artor sabía que sus frases podían parecer petulantes, pero también sentía un cierto resquemor hacia estos dos hombres que tanto lo amaban. Estaba claro que de vez en cuando él también tenía derecho a gozar de un rato solo, sin gente.
—Creo que recuerdo algún que otro sirviente de un rey supremo, del que tampoco se tuvieron en cuenta los sentimientos. Pero no quiero hablar más del tema.
Durante un largo instante, el antiguo soldado miró fijamente a los ojos de su rey con enorme dureza. Y al punto giró sobre su animal y se alejó a caballo desbocado.
—¿Quién? ¿Qué? —gritó Artor persiguiendo a su viejo amigo—. ¿De qué hablas?
Targo no quiso volverse.
Artor se quedó inmóvil sobre la grupa de Carbón, rumiando las palabras de Targo.
Se sumió en sus recuerdos intentando sacar a la luz a qué sirvientes pudo haber tratado mal su amo. ¿Era Frith?, ¿Cleto? Imposible. ¿El propio Targo? ¿Gruffydd? ¿Botha?
—¡Ah, Botha! —dijo Artor entre susurros, mientras recordaba a ese hombre alto y orgulloso, de edad mediana, que había servido a Uter Pandragón como capitán de la guardia del rey. Botha había querido mucho a Uter Pandragón, en su dorada juventud, y se había mantenido fiel a sus votos de lealtad, aunque por ello terminara con el corazón roto.
Sí, Targo se refería a Botha.
En ese momento, con la misma inmediatez que el trueno estalla en medio de la tormenta, Artor comprendió lo que Targo quería decirle.
Espoleó a Carbón y salió a galope tendido hasta que alcanzó al anciano.
—Lo siento muchísimo, viejo amigo —Artor hablaba de corazón a la erguida espalda de Targo—. No tengo excusas, ya que he entendido lo que me querías decir.
Targo ralentizó su caballo y se paró. Dejó caer los hombros, pero se negó a volver la cabeza, rapada al cero.
—Me disculparé ante Odin, también, mi más antiguo maestro —añadió Artor—. Actué sin pensar y lamento mi falta de consideración hacia ti. Lo único que puedo alegar en mi defensa es que a veces se me olvida que tengo responsabilidades con otros y no sólo conmigo.
Targo musitó algo, rehuyendo todavía la mirada del rey.
—¿Dónde estaríamos si no estuvieras aquí para guiarnos, Artor? —preguntó Targo con los brazos abiertos de par en par—. ¿Qué haríamos si uno de los sajones te cortara el cuello mientras andas holgazaneando por los bajíos? ¿Acaso crees que Myrddion o el rey Lot pueden liderar a los celtas, sea en tiempos de paz o de guerra? ¿Piensas que Llanwith o Luka pueden remplazarte? Si mueres, fracasaríamos en nuestro sueño. ¿Quién puede unir las tribus, si no eres tú? ¿Es que en los asentamientos romanos van a hacer caso a Galván? No. Sin ti, vencen los sajones. Sin ti, las ciudades del oeste caerán incendiadas y las iglesias quedarán en ruinas. La sangre profanará el sagrado Glastonbury y la plácida Villa Poppinidii acabará reducida a escombros. Venta Belgarum se convertirá en un erial de barro, con cabañas techadas de hierba y las fortificaciones romanas destruidas. ¿Es eso lo que quieres?
La belleza se había esfumado de la mañana de Artor y empezó a sentirse como un chucho abandonado.
Le resultaba fácil evocar aquella cabeza leonina y Canosa de Botha, cuando lo vio por primera vez en el palacio del rey hacía muchos años. Botha se había mostrado recto y noble, como correspondía a su honor, hasta que las órdenes de Uter lo convirtieron en un asesino. Botha obedeció a su rey, pero perdió su honor para siempre. Los reyes tienen responsabilidades con respecto a quienes tienen a su servicio.
Artor espoleó a Carbón para que se situara junto al ruano, echó un brazo por el hombro a Targo y lo abrazó, pese a lo dificultoso de la postura. Carbón se desplazó furtivamente y los dos hombres rieron al ver que sus monturas los obligaban a separarse.
Targo suavizó el rictus de la boca y esbozó una sonrisa.
—Tienes que entenderlo, muchacho.
Artor ya podía volver a disfrutar del amanecer.
ARTOR SE VISTIÓ con esmero para recibir a sus nobles huéspedes. En honor de Gaheris, Artor se puso su túnica de marta cibelina, el manto y la coraza, a lo que añadió únicamente algunos ornamentos de oro y el medallón con el dragón rampante prendido en el manto. Como consideraba que la corona era innecesaria para hablar con su gente, se trenzó el cabello anudándoselo con hilo de oro. Se puso el anillo de perlas en el pulgar derecho y un sencillo aro de oro, grabado con el contorno de un puño cerrado, en el izquierdo. El anillo de oro se lo había regalado Lucius, el obispo de Glastonbury, hacía muchos años.
Esa misma mañana, un poco antes, Artor dio un beso a Odin en la mejilla después de pedirle perdón, lo cual había dejado al sirviente sin palabras. El enorme guardián se inclinó ante su dueño y señor.
«Me trata como a un dios», pensó Artor con tristeza. «Una carga difícil de soportar».
Ahora con los sentimientos controlados y rodeado de sus capitanes, incluido el irrefrenable Pelles con todas sus galas, Artor esperaba la llegada del rey Lot y la reina Morcadés.
No tuvo que esperar mucho.
Lot y Morcadés detuvieron el séquito en las afueras del vivac celta y se acercaron a caballo al campamento de Arturo con toda calma. La guardia de honor de los guerreros celtas hizo sonar sus armas sobre los escudos, reproduciendo el saludo romano. Solos, acompañados únicamente de dos guardias a modo de representación, el rey y la reina de los otadinos soltaron riendas ante su rey supremo.
Morcadés iba vestida con las opulentas pieles y telas de costumbre, pero en esta ocasión todas sus prendas estaban teñidas del negro más intenso. Al alzar la vista, Artor reconoció en su rostro marmóreo el parecido con su madre Ygerne y con su hermana Morgana. Le sobrevino una súbita ráfaga de lástima ante esta mujer resentida, por el infinito y desgarrador dolor que debía estar sintiendo ante la pérdida de su hijo.
Morcadés había perdido muchas cosas en sus cuarenta y cuatro años de vida. De pequeña se quedó sin padre demasiado joven como para acordarse de él, pero la educaron para odiar a Uter Pandragón, el usurpador del trono de su progenitor, Gorlois, con honda y callada aversión. Siendo muy niña la casaron con un hombre de mediana edad que la arrebató de la suave tierra de Cornualles para llevársela a vivir más allá del Muro de Adriano, en una región de largos inviernos y presa de un pragmatismo sombrío. Había dado muchos hijos al rey Lot, todos ellos fuertes y sanos, pero rara vez fue feliz. Le habían inculcado el odio durante la niñez, primero hacia Uter, que siempre la trató de manera vil, y luego hacia Artor, su hermanastro, por haberse convertido en el heredero de Uter. Pero el odio es un trago amargo, incluso para los estómagos más duros. A lo mejor ansiaba la risa. Artor no tenía modo de saberlo, porque Morcadés nunca había estado dispuesta a compartir con él sus pensamientos. Y ahora había muerto el hijo que más amaba de todos, de un modo brutal e innecesario, mientras servía en las filas de su despreciable hermanastro.
Se le había pasado la juventud y va sólo le quedaba apenas un ápice de su vigor.
Mientras Myrddion y Llanwith ayudaban a descabalgar al rey Lot, Artor tendió la mano a su hermana. Morcadés aceptó el ofrecimiento y al cogerle la suya el rey notó los dedos tan delicados que tenía. Eran dedos fríos y frágiles, esqueléticos, como pertenecientes a una mujer que hubiera muerto hacía tiempo. Tenía los ojos de un tono gris verdoso, de mirada vacía e impenetrable.
—Bienvenida, hermana. Te ruego aceptes mis condolencias y mi vergüenza por la muerte de tu hijo, el noble Gaheris, que murió con enorme grandeza para honor de esta casa. Lloro contigo por la pérdida del más delicado joven que haya habido en todas las tribus.
Morcadés inclinó graciosamente la cabeza como signo de reconocimiento, aunque sus ojos por un instante emitieron el destello de un sentimiento que Artor no supo reconocer. Si hubiera sido un hombre más experimentado con las mujeres, lo habría identificado con el brillo que emanan las lágrimas contenidas.
—A Gaheris lo adorábamos, por eso hemos venido Lot y yo —contestó con sencillez, mientras Artor le ofrecía el brazo—. No te guardamos ningún rencor, hermano.
El contacto de los dedos de su hermana ligeramente apoyados en su antebrazo le permitió observar que tenía una mano larga y flexible como la suya. Las uñas eran pequeños puntos rosas que sobresalían ligeramente de la elegante tela del vestido. A Artor le sobrevino un escalofrío, pensando que aquellos dedos finos y delicados podrían convertirse en afiladas garras que le destrozaran el corazón. Pero al tiempo parecía que su hermana no mentía. Su propia indumentaria suponía el reconocimiento público del valor que representaba Gaheris para el territorio.
Artor, rey supremo, le hizo una indicación para que se sentara en una silla que habían dispuesto en señal de deferencia, y empezó a pensar en Morcadés y en la larga enemistad que los separaba. Admitía no haberse preocupado nunca de profundizar en el carácter ni en las maquinaciones de su hermanastra. Realmente, se había centrado más en la velada y sutil maldad de Morgana, una mujer de aguda inteligencia e inaplacable resentimiento. Ahora le parecía que Morcadés expresaba un dolor más sincero que su hermana mayor, le resultaba menos frívola e insustancial, más parecida a la pálida Boudica, dispuesta a tirar todo por la borda con tal de obtener un poco de venganza.
Sin perder su máscara de cortesía, Artor se encogió de hombros interiormente, reconociendo el poder y la empatía de su madre, cualidades que había pasado en herencia a todos sus hijos. Con el agudo y sordo dolor que debía estar sintiendo como madre, Morcadés había despertado a la plenitud de su ser y Artor se estremeció al comprobar que le tenía algo de miedo.
«Todas las mujeres son un peligro —pensó Artor para sí—. Se esfuerzan por conseguir lo que pretenden de un modo que a los hombres nos resulta difícil de entender.»
De cara a la galería, Artor sonreía educadamente y con la mirada transmitía el profundo interés y la simpatía que le deparaba la regia pareja. Por voluminoso que fuera, el rey Lot no era nadie, comparado con el poder que irradiaba con su sola presencia esta mujer menuda y enlutada.
Artor, Lot y el resto de los reyes pronto estuvieron sentados a la mesa, atendidos por príncipes jóvenes, que se estrenaban como soldados en esta guerra. Mientras se servía el vino y la fruta que le ofrecían, Morcadés miraba fijamente a la cara de estos muchachos, rostros jóvenes y ardientes, que le evocaban con tanta fuerza la imagen de Gaheris.
El rey Lot, con su progresiva calvicie, estaba sentado algo más alto que Artor y en su comportamiento ya no quedaban rasgos de desprecio ni de desdén. Al hablar, lo hizo en tono conciliador.
—En el pasado ha habido desavenencias entre nosotros —comenzó diciendo el rey de los otadinos, con la frente algo cubierta de sudor por el disgusto y los nervios—. Nos convertimos en enemigos por antiguos rencores que debieron enterrar quienes los iniciaron.
—Hay mucha verdad en lo que dices, Lot, y lo tengo en cuenta. Pero siempre entendí que cuando actuabas, lo hacías por lealtad a tu familia y a tu tribu —respondió Artor, intentando quitarle trascendencia al asunto, aunque su mirada no ocultaba la advertencia que subyacía a sus afectuosas palabras.
«Interpreta lo que digo como mejor te parezca, cabrón», pensó para sí, al recordar las veces que Lot intentó usurpar el trono de los británicos para enriquecerse y enriquecer a su familia.
Algo turbado, Lot arrellanó como pudo su mole corporal dentro de la silla.
—Ruego admitas que en mí no queda enemistad alguna, porque la sangre de mi hijo ha liquidado las cuentas que teníamos pendientes.
«Y así debe ser», añadió Artor para sus adentros.
—A Gaheris le habría encantado que abrazara a su padre —dijo en voz alta.
—Muy amable por tu parte, señor —reconoció Lot, dejando caer la mirada.
Artor sintió un poso de simpatía ante los lamentables gestos que hacía el envejecido monarca por ser cortés.
—Yo también te agradezco las amables palabras que has pronunciado, y que nos enviaras los restos de mi hijo, Artor —murmuró Morcadés con voz queda, mirando a su hermano y al hablar se le inundaron aún más los ojos de lágrimas, por el dolor que sentía. De nuevo surgía la honestidad y Artor suspiró para sus adentros, compadeciéndose de la mujer—. Amaba a mi hijo, Artor; lo amé incluso cuando abandonó su tribu para portar tu bandera. Me sentía orgullosa de su valor y sabía que alcanzaría un nombre dentro de tus dominios. Y sabía que no lo ibas a utilizar para ahondar en nuestras diferencias, porque tú siempre has sido noble con Galván, nuestro heredero.
Artor interpretó lo que se leía en su mirada.
—Hermana, yo no sabía que los sajones iban a hacer daño a Gaheris. Cuando envié mis emisarios ante Glamdring Ironfist lo hice de buena fe, pero también consciente de que arriesgaban su vida. Ése es el dilema al que nos enfrentamos los reyes. Sin embargo, nunca pensé que Ironfist fuera tan torpe como para asesinar al hijo de uno de sus aliados. Y juro que es verdad lo que estoy diciendo.
—Y te creo —contestó Morcadés sin añadir nada, mientras una única lágrima le resbalaba por el rostro, aún terso.
«Bien hecho, Artor», le susurró al oído de su enrevesado cerebro la insidiosa voz de su ser más íntimo y más frío. Sintió náuseas. Realmente sí que había previsto que traicionaran a los emisarios, y lo había hecho incluso antes de que salieran de Cadbury Tor. Por eso siempre le perseguiría este sentimiento de culpa.
—Hemos venido para unirnos a vosotros, porque pretendemos vengar esos ataques —continuó diciendo Lot en un tono implacable—. Os pido que dejéis a un lado nuestra antigua enemistad y nos aceptéis como aliados de guerra. Mi pueblo ruge por matar a esos perros, que asesinaron a su joven príncipe. Personalmente, he cruzado el Muro de Adriano para matarlos a todos y cada uno de ellos, y a partir de ahora quiero seguir liquidando sajones, hasta que esos descendientes de mi linaje dejen de dominar los pasos del norte. En esta ocasión, Glamdring Ironfist ha ido demasiado lejos.
Myrddion sonrió cubriéndose la boca con la mano. Se preguntaba si Artor no habría jugado con este corolario cuando por fin aceptó que Gaheris fuera entre sus emisarios. Verdaderamente, Artor era rey de reyes.
—Por mi parte, Lot, es como si el viento hubiera borrado la desconfianza y las airadas palabras que en el pasado cruzamos entre nosotros —respondió Artor con gran formalidad, consciente de la gravedad y la oportunidad que representaba el momento para la alianza que estaba a punto de formalizar—. Gaheris fue un joven valeroso, pero además poseía por naturaleza altas dosis de dignidad y nobleza. Murió desafiando a Ironfist. Y al morir, gritó a los cuatro vientos su máxima debilidad, un defecto que nosotros explotaremos. Podéis uniros a nosotros y os damos la bienvenida.
Con esas palabras aparentemente tan sencillas, las fuerzas de Artor se vieron incrementadas en ciento cincuenta guerreros de la irascible tribu de los Otadini, unos hombres que habían labrado su propio reino en las montañas y las fértiles planicies, erradicando del territorio a los salvajes de rostro tatuado de azul del lejano septentrión. De alma exaltada, los Otadini habían triunfado y pese al acento y la piel tan blanca que tenían, eran hombres tan experimentados en el arte de la guerra que sus compatriotas celtas se sintieron reconfortados al firmar con ellos esta trascendental alianza. Bastaba con que Lot depositara su confianza en algo, para que lo siguieran todas las tribus del norte. Los Otadini lo mismo ocultaban su rencor que blandían una espada, pero cuando hacían un juramento, lo mantenían a muerte.
Artor acalló el remordimiento que lo invadía por sus pecados de omisión, conformándose con pensar que el bien de su pueblo le exigía comportarse como un rey, no necesariamente como un hombre honrado.
Morcadés se resistió a todo intento por hacerla desistir de ir a la guerra como uno más, y rechazó a quienes pretendieron convencerla de que debía quedarse medianamente a seguro en Venta Silurum.
—Quiero presenciar cada una de las escaramuzas y de las batallas —dijo a su hermano, con las pupilas encendidas—. Quiero disfrutar viendo cómo matan al mayor número de sajones que puedan, con mis propios ojos. Con su muerte el alma de mi hijo se liberará y cabalgará a lomos del espectro de sus enemigos hasta reunirse de inmediato con sus antepasados. Y entonces despertará orgulloso en el Palacio de los Muertos.
Artor contuvo una exclamación de miedo incontrolado. «Qué familia tan terrible somos —pensó, observando la furia materna que incendiaba el ánimo de Morcadés—. Realmente las mujeres son mucho más crueles de lo que los hombres creemos. Serían capaces de arruinar la tierra entera por un hijo.»
Artor prometió darle una dosis completa de sangre sajona.
Morcadés sonrió con frialdad, satisfecha. No tendría compasión para quienes llevaran sangre sajona en las venas. No habría suficientes sajones en las islas para compensar su necesidad, ni para mitigar el infinito dolor que la estrangulaba.
El sol lucía en lo alto cuando las fuerzas otadinas recibieron el saludo de bienvenida en el campamento del rey supremo. A su alrededor un círculo de gaviotas reñían por conseguir restos de comida, revoloteando como pájaros carroñeros ansiosos de los mendrugos que se desechaban en las cocinas de campaña.
Morcadés se quedó mirando los terribles picos de las aves y sus penetrantes ojos negros. Sonrió, sepultada en un silencioso volcán de augurios.