CAPÍTULO XIV

EL GUSANO DE LA MANZANA

PUEDE QUE EL paraíso haya existido alguna vez. Las enseñanzas hebreas y cristianas hablan con entusiasmo del Edén y de su naturaleza perfecta, pero los seres humanos no admitimos ni apreciamos semejante estado ideal. Si le preguntaran a Targo, diría que el Edén resulta aburrido y por ese defecto quizá es por lo que el bien que tenemos en el mundo se ve constantemente minado por el afán de conseguir metas emocionantes y que apelen a la fruta prohibida.

Artor había creado un pequeño paraíso en Cadbury Tor, en el que afortunadamente no cabía el tedio, teniendo en cuenta los enemigos implacables que lo acosaban. Aunque echara de menos el placer de las termas romanas, Artor seguía pensando que las corrientes de los ríos, con sus limpias aguas, cumplían perfectamente su papel, incluso aunque durante el invierno tuviera a veces que romper el hielo. Los campos crecían fértiles y cuidados, la fortaleza era un prodigio defensivo y tanto la bulliciosa ciudad de abajo como el palacio de arriba estaban bien planificados y organizados para evitar la enfermedad. A la hora de hacer cualquier cosa, Artor siempre tenía en la cabeza las costumbres romanas referidas a la higiene, lo cual beneficiaba a la población de Cadbury.

Pero hasta las manzanas más dulces y jugosas pueden encerrar peligros difíciles de percibir a simple vista. Desde dentro, el gusano va retorciéndose, horadando poco a poco y devorando la pulpa sana, hasta que todo el fruto ennegrece y se pudre. Como el propio gusano de la manzana, los problemas de Artor iban a llegar pronto desde dentro.

El banquete de bodas fue un anticipo del deterioro que habría de venir. Desde la misma mañana del día de la boda, Wenhaver invadió las dependencias de Artor con su séquito de criadas, sus vestidos, sus montones de ropa arrumbada, sus ungüentos y sus fruslerías. Viendo que se iba a armar la gorda, Artor ordenó que llevaran su vestuario a un pequeño grupo de habitaciones donde podía pensar tranquilo y disfrutar de la soledad.

A Wenhaver no le gustó la reorganización, pero lo pasó bien en la boda. Era la que lucía mejores joyas, entre ellas las que le había regalado Artor, y no pudo resistirse a ponérselas. Era la que tenía el pelo más dorado, mucho más bonito de color que el rojizo de las hijas de los reyes del norte y el castaño de las del sur; y el vestido había eclipsado a todos los demás, mucho más caro y suntuoso.

O eso es lo que creía ella hasta que vio a la aprendiz de Myrddion a la salida de la iglesia cruzando el patio.

¿Cómo se atrevía a estar ahí ese día? ¿Por qué estaba tan atractiva de gris, si todo el mundo sabe que el gris es el color de las grandes damas y de las mujeres mayores? ¿Por qué se arremolinaban los jóvenes a su alrededor? ¡Y el pelo! Esa imbécil era bárbara hasta la médula.

Wenhaver siguió pensando y lanzando improperios. Esa obsesión de Artor por rodearse de personas absolutamente indecentes iba a terminarse, si le dejaban intervenir en el tema. El rey y la reina deben rodearse sólo de aristócratas, no de extranjeros y meretrices sin abolengo alguno. Y en cuanto a Myrddion, cuando le hizo la reverencia mostró una condescendencia insultante hacia la reina. No se agachó lo suficiente ante ella y encima tuvo el atrevimiento de sermonearla hablando de las virtudes de Niniana, sin mencionar en ningún momento la paciencia y el aguante que ella estaba teniendo.

Varias de las criadas tuvieron ocasión de comprobar su potencia de voz, hasta que Wenhaver consiguió controlarse un poco y lo único que acallaba en ella la sensación de haber sido vejada era pensar en lo esplendorosas que habían lucido sus galas durante los festejos. Para el banquete nupcial había decidido ponerse un vestido de hilo de oro, porque le favorecía mucho y resaltaba aún más su belleza rubia. Y cuando estaba enfrascada en prenderse la última de sus joyas, Artor llamó cautelosamente a la puerta.

—Pasa —dijo con coquetería, lo cual ya puso a Artor en guardia de inmediato.

Cuando vio su esplendor, Artor se quedó helado, incapaz de pronunciar una sola palabra.

—¿Qué significa ese silencio, marido? —preguntó Wenhaver amenazadoramente—. ¿Te molesta mi vestido?

—Estás esplendorosa, pero a mí me educaron a la romana —Artor intentaba por todos los medios salir de allí—. No pretendía ofenderte.

—¿A la romana? ¿Cómo se ofende a la romana, marido?

Wenhaver sonreía con dulzura, pero a Artor no lo engañaba. A lo largo de los años había aprendido lo peligrosas que pueden ser las mujeres cuando se cuestiona algo de su aspecto. Y de manera poco inteligente, intentó explicarse.

—Mi madrastra, Livinia, nunca se ponía todas las joyas juntas, porque creía que lucir sólo una o dos piedras extraordinarias era, con mucho, más elegante que llevar un número exagerado de ellas. Pero Livinia murió hace muchos años y no tengo ni idea de lo que dictan ahora las modas.

A medida que Artor iba hablando, Wenhaver se enfurecía más.

—Si no te importa esperar fuera, termino de arreglarme y te recojo —contestó la reina antes de cerrarle la puerta de golpe en las narices.

Artor se estremeció al oír el estrépito que hizo al volcarse un valioso mueble árabe. Después escuchó el grito de una de las criadas y apretó inconscientemente los puños para no saltar de irritación.

—¿Cómo vas a arreglártelas para salir de la noche de bodas, imbécil? —murmuró en voz baja, pero en cuanto oyó que Wenhaver abría la puerta y salía por el pasillo tuvo la precaución de dibujar una amable sonrisa en el rostro.

Le congratuló ver que se había quitado la mitad de las joyas y estaba mucho mejor.

—Los invitados esperan, esposa.

—Claro, marido. Sólo tienes que abrir paso —contestó Wenhaver con peligrosa dulzura.

«¡Y una puta mierda! —pensó Artor con la rudeza propia del soldado—. Esta bruja quiere ponerme una anilla en la nariz y llevarme de acá para allá como si fuera su perro de compañía. Y no sobreviví a los ataques de Uter Pandragón para convertirme en su juguete.»

En el banquete Wenhaver disfrutó razonablemente de los encantos de Artor. Estaba sentada en la cabecera de la mesa del gran salón como una auténtica reina, mientras Artor le daba de comer pequeños bocaditos que cortaba con el cuchillo y le servía él mismo el vino. De vez en cuando le decía algo al oído y ella enrojecía y sonreía llena de satisfacción.

Desde una mesa más baja Myrddion hacía muecas de horror y Llanwith no quitaba ojo de los gestos de disgusto que ponía su amigo. Miraba al rey, a la reina y luego otra vez a Myrddion, que intentaba trinchar con esmero una pechuga de pollo.

—Me tienes intrigado, Myrddion. ¿Qué pasa?

—Mira a Artor —Myrddion susurró al oído de Llanwith—. ¿Te parece que ese solicito enamorado es el hombre que conoces? Algo le ha hecho ella para trastornarlo —pinchó con la daga un trozo de pollo y se lo comió con fruición.

Llanwith observó a la pareja de amantes y poco a poco se le fue mudando la cara. Estaba alarmado.

—Cuando se enfada, tiene la misma expresión que su padre.

Myrddion hizo otra mueca de espanto.

—¡No será verdad! Si Wenhaver fuera un poquito menos vanidosa y estúpida, le advertiría que no es inteligente perder el tiempo en tonterías con un hombre como Artor. Pero está convencida de que puede manipular al rey supremo para que haga las cosas a su manera.

—En eso no creo que consiga mucho.

—No, pero esta mema sufrirá intentando molestarlo. Él se ha pasado el día pensando en Gallia y en Licia. Así que tiene los nervios de punta.

Llanwith se quedó pálido.

—Yo no me atrevería a pronunciar esos nombres, Myrddion —susurró—. Tenemos que ser discretos.

—Estoy preocupado, Llanwith. Muy preocupado.

En un rincón, donde se sentaban personas de la nobleza baja, Niniana se lo estaba pasando estupendamente. Targo, junto con Perce, Odin, Gruffydd y otros jóvenes soldados que se parecían demasiado al rey supremo, no hacían más que cortejarla. Y ella disfrutaba del juego.

Niniana no se había preocupado de cambiarse de vestido, esencialmente porque tenía tres y los otros dos no eran muy adecuados. Además, si la reina ya iba a eclipsar a todas las mujeres de la sala nupcial, ¿quién se iba a fijar en una aprendiz?

Cuando volvió de ver a Targo, Myrddion le lanzó un hatillo de tela. La joven lo cogió con buenos reflejos y notó que pesaba mucho.

Cuando desenvolvió el paquetito, vio algo como de plata. Era un collar de eslabones de plata, unidos por delante por un gran disco del mismo metal en el que había un pez grabado. En sus manos relucía como si fuera una cadena de escamas radiantes. Niniana se quedó boquiabierta de sorpresa.

—¿Esto qué es? —preguntó.

—¿Te has quedado sin palabras, mi pequeña parlanchina? Sí, ya te explicaré la palabra mañana. Este collar es muy antiguo, y ahora no te puedo contar la historia, pero me dijeron que es de electrón y que es más antiguo que los propios celtas. Era de mi madre.

—Señor, no debes dejar que me ponga una joya tan bella —Niniana devoraba el collar con la mirada, pero estaba totalmente decidida a devolvérselo a su señor.

—Cógelo, Niniana. Si vas a asistir al banquete, necesitas ponerte algo y no quiero que crean que mi aprendiz tiene poca gracia para arreglarse. Piensa que me haces un honor, si te lo pones.

—Bueno, muy bien, Máster Myrddion, pero ¿cómo me lo voy a poner? No tiene broche.

—Ven aquí, pequeña. Y levántate el pelo.

Obediente, Niniana bajó la cabeza para que el pelo le cayera por la cara, dejando al desnudo su blanco cuello. Myrddion simplemente le puso la cadena por la cabeza.

Niniana se volvió a echar el pelo para atrás y entre los dos intentaron soltar algunos rizos que se le habían enredado a la muchacha en el collar. Al notar el contacto con los dedos de la joven, Myrddion se retiró como si hubiera tocado fuego.

—Es precioso, Niniana. Siempre he tenido este collar, pero nunca he conocido a la mujer que, a mi juicio, pudiera llevarlo. Y le va perfectamente a tu color —Myrddion estaba balbuceando y lo sabía.

Ahora, en el banquete, con su vestido gris y luciendo el extraordinario collar, más de uno de los más importantes invitados la miraba, preguntándose qué escondería ese vestido gris. Cuando Niniana se echaba para atrás muerta de risa, mostraba un cuello terso, pálido y esbelto que muchos querían besar.

Y había una mirada en concreto que anhelaba verla agonizar, con los ojos abiertos de par en par.

Pero Niniana estaba al margen de lo malo que pudiera ocurrirle y Myrddion se hallaba demasiado lejos para protegerla. Afortunadamente Odin parecía oler el hedor de la crueldad en la sala y sintió que se le ponían los pelos de punta por la nuca, como si presintiera algo. Como las leyes de Artor impedían que nadie entrara en el salón armado, Odin sintió la inminente necesidad de echar mano a su espada, pero no la tenía. Con arma o sin ella, Odin juró que protegería a la joven e inteligente muchachita hasta que volviera con su señor.

A su debido tiempo los jóvenes más lanzados pidieron un baile, y desde su elevado trono, Artor les sonrió y les dio su permiso. Niniana no había dado un paso en su vida, pero de pronto toda una procesión de soldados se la rifaban para dar vueltas con ella y cogerle los dedos mientras intentaban torpemente reproducir alguna pieza por la sala o el patio del palacio. La melena de Niniana volaba como un estandarte plateado, las faldas giraban al ritmo de la música, dejando ver sus delicados tobillos y todo el mundo, o todos los que miraban, se dieron cuenta de que llevaba un dragón tatuado en la pierna.

Artor y Wenhaver se habían puesto de pie para ver el baile. Wenhaver, que había bebido ya demasiado vino, se fijó en el collar de electrón y notó que la sangre empezaba a hervirle por dentro.

—La aprendiz de Myrddion se lo está pasando muy bien —susurró—. Puede que demasiado, para lo que exige la buena educación, así que voy a indicarle que un comportamiento tan escandaloso no está precisamente bien visto.

Artor miró a su esposa. ¿Qué pretendía ahora?

—Es muy joven, esposa, y se ha educado lejos de la corte. Déjala que disfrute un día; mañana Myrddion la tendrá moliendo hierbas, recogiendo sapos o aprendiéndose el nombre latino de buen número de remedios. Mi leal consejero es un instructor muy duro.

—Pues no puedo imaginar a ninguna mujer decente y educada que quiera recoger… el sudor de… los sapos. ¡Qué asco!

Artor se rió, viendo el garbo con que Niniana giraba, dando una vuelta en círculo, con su falda gris convertida en campana y con el pelo y el collar resplandeciendo a la luz de las antorchas, como si fuera agua.

—¡Es tan natural, que sería absurdo reprenderla!

En cuanto lo dijo, Artor se dio cuenta de que había elegido mal las palabras, porque los ojos de Wenhaver echaban chispas. El collar que lucía Niniana era espléndido, por la elegancia de su sencillez, por lo extraño que era y por su belleza. Como mujer que adoraba las alhajas sobre todas las cosas, Wenhaver ansiaba tenerlo a toda costa y su irritación iba en aumento.

Después observó el tatuaje de Niniana.

—¿Qué tiene en la pierna, Artor? —preguntó con voz algo chillona.

—¿Dónde? —replicó, con cara pálida. Se le había olvidado completamente el tatuaje de Niniana.

Como Wenhaver pocas veces se explicaba cuando no la entendían, Artor estaba empezando a enfadarse con tanta exigencia enigmática.

Igual que un grano de arena va formando una perla en la concha de la ostra, el egoísmo y el ego de Wenhaver empezaban a generar en el rey una bola de nervios, pero el fruto de su enojo no iba a ser precisamente una gema.

—Esa especie de tatuaje que tiene en la pierna la aprendiz de Myrddion —insistió Wenhaver muy seca.

A Artor no le gustó el tono de la reina e hizo caso omiso de las horribles arrugas que de repente le surgieron alrededor de la boca.

—Es una marca de propiedad, querida, para decirle al mundo que está bajo mi protección —contestó dirigiéndole a su esposa una mirada fría y concluyente—. Es el Dragón de Bretaña.

«Que esta estúpida zorra piense lo que quiera», pensó rotundamente.

Artor sabía hacer más cosas que provocar a su nueva esposa, pero ya estaba harto de su comportamiento. El niño, Artorex, habría actuado con tacto y consideración, pero Artor se estaba acordando de lo que oyó cuando Wenhaver le cruzó la cara a una criada. Frunció los labios y se negó a pronunciar una sola palabra más, ni siquiera para rebajar la indignación de Wenhaver.

Wenhaver pasó entonces a concluir la siguiente estupidez.

—¡Entonces es tu mujer! ¿Y permites que ande pavoneándose delante de mí?

La reina iba subiendo el tono, cada vez más estridente, consiguiendo sobreponerse a la música y acallar el bullicio de voces en que se sumía la sala. Los instrumentistas dejaron de tocar y los que bailaban se vieron de pronto detenidos en sus movimientos, sin entender nada.

—¿Cómo te atreves a cuestionar a tu rey, mujer? —La voz de Artor helaba los sentidos—. Debes tener muy poco seso y muy poco entendimiento para lanzar improperios contra tu marido el mismo día de su boda y en presencia de todos los invitados. Vas a tener que aprender rápido lo que son normas básicas de cortesía.

Si Wenhaver hubiera sabido lo que significaba esa mirada contundente y gris, se habría echado para atrás, igual que lo hicieron todas las demás personas de la sala. Pero Wenhaver era boba, mimada y se iba haciendo cada vez más perversa.

Se volvió contra su marido.

—¿Qué significa entonces cuando dices eso de que lleva tu marca? Yo soy tu esposa y no lo voy a tolerar —Wenhaver dio un pisotón al suelo para reafirmar la frustración que sentía.

—En ese caso, querida, disfruta de tu noche de bodas sola.

Artor se limitó a marcharse de la sala y la dejó allí, impotente y humillada. Wenhaver tuvo que aguantar y recibir las apresuradas felicitaciones de los invitados, las personas más notables del reino, que se disponían a marcharse por no enfrentarse a la violencia que irradiaba su mirada. A su alrededor se creó un muro de silencio que la hacía invisible.

—¡Santo cielo, por el amor de dios! —gruñó Myrddion—. Pero ¿qué ha hecho ahora? Tendrías que haber ocupado el sitio de Artor —le dijo a Llanwith—. A lo mejor podrías haber acelerado la despedida de los invitados y decir algo para suavizar las cosas. Les podríamos haber dicho que la reina estaba algo nerviosa pensando en la noche de bodas. ¡Sí! Ya sé que es un poco grosero, pero quizá se habrían tragado la bola. Wenhaver no tiene más que dieciséis años, justo la mitad que Artor —Se volvió hacia Luka.

—¿Luka?

—Sí, te veo venir. Quieres que acompañe a la joven dama a sus aposentos y que la tranquilice —dijo Luka con resignación—. ¿Por qué me tocan siempre las tareas más peligrosas?

—¿Preferirías convencer a Artor de que tiene que cumplir con su deber como esposo? —contestó Myrddion muy en serio—. A lo mejor te haría caso.

Luka quedó algo turbado.

—No, no, amigo mío. Déjame que suavice las cosas y consuele a la reina —le imponía verdadero respeto la ira de Artor.

Myrddion se dirigió a las nuevas dependencias de Artor.

—Esa niñata estúpida —murmuró entre dientes.

Cuando Luka se acercó a Wenhaver, Leodegran ya estaba con su hija, dando rienda suelta a su mal humor. Tenía el pelo muy revuelto y no paraba de dar golpecitos con el dedo a su hija, a la altura del hombro.

—Las reinas nunca se comportan como niñas mimadas y ¿dónde vas a ir, si Artor te repudia? Lo tiene fácil, así de fácil —chascó los dedos—. Eres una jovencita estúpida, Wenhaver. Has conseguido que todos los notables del reino vean lo estúpida que eres. ¿Con quién te crees que estás tratando? Me daré con un canto en los dientes si mañana no se presenta a las puertas de mi casa, con todo el ejército, por lo que has hecho hoy y por los insultos que le has lanzado.

—¡No lo va a hacer! —susurró Wenhaver—. ¡No le pienso dejar!

Leodegran se echó a reír sardónicamente, pero de lo enfadado que estaba, le dio un golpe de tos.

Luka se insinuó entre Leodegran, que estaba colorado como para darle un ataque, y su hija, que de repente se sentía arrepentida.

—Mi reina, permíteme acompañarte a tus habitaciones —dijo suavemente—. Tu padre está enfadado y no debemos decir cosas de las que luego nos arrepintamos.

—No, no pienso ir a ningún sitio contigo. ¿Dónde está mi esposo?

—Artor no tendrá que responder de nada, si decide eliminar cualquier rastro tuyo de la fortaleza —gritó Leodegran—. ¡A ver si consigues que entre en razón, Luka! ¡Nadie más puede hacerlo! —Luka reconoció después que al hombre estaba a punto de darle un infarto.

—Ven conmigo, majestad —ordenó Luka—. No conviene que estéis padre e hija gritándoos en público.

El rey Leodegran pareció darse cuenta entonces de la escena que estaba montando delante de los boquiabiertos criados y de unos cuantos aristócratas rezagados. Hizo un amago de reverencia a Luka y a su hija y salió haciendo aspavientos.

—¿Cómo me puede decir esas cosas? —dijo Wenhaver con voz quejumbrosa, que traicionaba tanto su juventud como su ignorancia—. ¡Soy su hija! ¡Y soy la reina!

Luka sonrió, le cogió una de las manos, le dio unas palmaditas y la cogió del brazo para escoltarla hasta sus habitaciones. Hacía años que había aprendido a atender a mujeres llorosas hablándoles con suavidad, como si fueran bebés, o caballos. Y sabía que tanto unos como otros respondían bien a sus solicitudes. Los despojos del banquete que dejaban atrás, las luces a medio arder, el vino derramado y los enormes sabuesos sajones devorando lo que quedaba por las mesas daban muestra como un testamento mudo de una celebración que había salido terriblemente mal.

Wenhaver seguía sin entender lo arriesgado de su postura.

—¿Dónde está Artor? Quiero hablar con mi marido —exigió, pese a tener los ojos envueltos en lágrimas.

—Majestad, permíteme el atrevimiento, eres tan sumamente joven. ¿Te haces idea de lo que acaba de suceder? ¿No entiendes que pueden anular tu matrimonio? Con todo respeto, señora, el rey supremo no es un hombre al que se le pueda dar órdenes, ni avergonzar; nadie debe hacerlo, ni sus amigos más íntimos. A mi no se me ocurriría humillar nunca a Artor en público y eso que lo conozco desde que él tenía doce años.

Wenhaver intentó, sin conseguirlo, aparentar que no le importaba.

—Él fue quien empezó la discusión. Yo tenía razón para oponerme a que la puta de mi marido estuviera en el banquete —Wenhaver torció el gesto y Luka, no lo pudo evitar, pensó lo poco atractiva que se ponía cuando se dejaba arrastrar por los celos.

—¿A quién te refieres, mi reina? —preguntó Luka.

Las pálidas mejillas de Wenhaver enrojecieron. Y como habían llegado a sus dependencias, la joven se detuvo.

—Hablo de la aprendiz de Merlín —dijo altanera—. ¡La zorra de Niniana!

—¿Estás mal de la cabeza? —preguntó Luka en actitud beligerante, acorralando a la reina contra la pared—. Has provocado la escena más inadecuada de la historia de Cadbury; te arriesgas a perder la cabeza y la vida de tu padre, ¿todo porque crees que Artor ha tomado a Niniana como amante?

—Sí… —balbució Wenhaver, y siguió peleando—. Sé que es así. Me dijo que el espantoso tatuaje que llevaba en la pierna la convertía en propiedad suya.

—Señora, puede que me odies por decirte eso, pero estás siendo terriblemente estúpida.

De manera eficaz, pero sin escatimar un solo detalle de cómo nació Niniana ni de cómo se vengó Artor del asesino de su madre, Luka explicó a la reina por qué la joven llevaba el tatuaje del Dragón.

—Pues debió explicármelo todo y entonces no habría habido discusión —se reprochó Wenhaver como un niño malhumorado.

—¡No, señora! Artor no tenía por qué contarte nada, porque es el rey. Ha matado personalmente a más hombres que criados tiene tu padre en palacio y es el único escudo que poseemos para protegemos de la invasión sajona. Está cansado, después de doce años de guerra y ha habido que persuadirlo de que se case con una niñata estúpida, que desde que ha llegado no ha hecho más que exasperarlo.

Luka sabía que Wenhaver no iba a entender hasta qué punto había soliviantado al rey. Y de nuevo intentó recurrir a la verdad para hacerle entrar en razón.

—Olvídate de las tonadillas de amor que imaginas alegran el matrimonio. Olvídate, también, de las mentiras que te han contado todos estos años. Artor es un hombre maduro y nunca se sentará a tus pies como un perrito faldero, ni te adorará por tu belleza. ¡Nunca! No te ama y dudo que te ame algún día. No tengo ni idea de las libertades que te ha permitido tu padre, pero Artor no es Leodegran, porque, si no, tu padre sería el rey supremo y no Artor. Artor no admite que se le diga lo que hay que hacer, no se lo admite a nadie, salvo, quizá, a Targo o a Myrddion.

—¿Ese viejo apestoso y ese… ese…?

—¿Qué? —preguntó Luka con tono amenazador.

—Iba a llamarlo bastardo, a Myrddion —replicó Wenhaver toda orgullosa.

Luka puso los ojos en blanco y volvió a intentarlo.

—El padre de Artor, Uter Pandragón, era un líder nato, de fuerza sobrehumana, cruel y despiadado hasta la médula. Fue Myrddion quien consiguió que Uter se mantuviera atento al gobierno en beneficio de los pueblos britanos. Y fue Myrddion quien encontró al joven Artor, quien lo pulió para que se convirtiera en rey supremo a la muerte de Uter, y quien lo ha guiado hasta ahora. No hay quien lo emule en inteligencia y sabiduría. Y en este momento, ese mismo hombre, ese hombre al que tanto desprecias y al que pretendes llamar bastardo, está intentando convencer a Artor de que eres demasiado estúpida como para que se te condene a muerte. Si no lo consigue, puede que te ejecuten antes de que amanezca.

Esto, por fin, logró callar a Wenhaver. Poco a poco se iba dando cuenta de que su persona no era tan sacrosanta.

—¿Qué es lo que te ha puesto tan en contra de Niniana esta vez? No finjas, Wenhaver. Te he estado observando. Estás tan celosa de su belleza que te sale espuma por la boca. ¿Qué es lo que ha hecho esa joven para molestarte tanto esta noche?

—No… Ella no… —Wenhaver se echó a llorar, pero Luka estaba implacable.

—¿Qué? Vamos a analizar qué bobada es la que ha provocado todo este lío.

—Me gustaba su collar. ¿Por qué tiene que tener una cosa tan bonita? —Wenhaver se limpió las lágrimas con el puño y se las ingenió para aparentar que tenía cinco años. Hasta Luka, un hombre bien duro, sintió pena por una niña tan egocéntrica, incapaz de entender las consecuencias que podían tener sus celos.

—¿Has arriesgado el reino por un collar? —repitió Luka—. ¿Un collar que no te podrías poner, porque no te quedaría bien con tu tono de piel?

—Pero es tan bonito. Artor debería habérmelo regalado a mí.

—Chiquilla, me da la impresión de que les ahorraría a todos un montón de tiempo y de disgustos si te estrangulara en este momento por las tonterías que sigues diciendo. El collar no lo regala Artor. Pertenece a la herencia de Myrddion y fue él quien se lo dio a Niniana, ¡no Artor!

—Pero yo lo quería —respondió Wenhaver sin más, como un niño cariacontecido.

—Pues no puedes tenerlo, querida. Artor adora a Myrddion y se preocupa de él mucho más de lo que nunca se preocupará de ti. A Myrddion le gusta Niniana y por eso le dio el collar a ella y no a ti. Tú le has tratado como a un leproso, ¿de qué te iba a dar nada? Si Artor quiere una mujer, la toma. Sus aventuras no significan nada, porque a Artor le arrebataron el corazón y lo perdió hace ya mucho tiempo, y tú no tienes la inteligencia suficiente como para cambiar el corazón de Artor.

Cogió a la muchacha por la barbilla.

—Sólo voy a decírtelo una vez, Wenhaver. Te recomiendo que hagas caso del consejo de un anciano y que dejes de llevarte por delante a todo el que encuentres por Cadbury Tor. La gente de este reino adora a Artor y si molestas al rey, te van a odiar al instante. Pero si eres lista y consigues dar a Artor un heredero legítimo, entonces te puedes convertir en la mujer más poderosa de occidente. Si fallas, pasaras a ser una don nadie, olvidada y abandonada. Y tienes que dejar en paz a Niniana, porque Artor realmente mató a nueve inocentes, y a un sólo culpable, para descubrir al guerrero que asesinó a su madre.

Luka miró fijamente a los ojos de Wenhaver para ver si había entendido algo del consejo que acababa de darle.

—¿Alguna vez ha habido alguien que mate a diez soldados por ti?

Luka solía ser el más sensible de los hombres, pero en esta ocasión dijo lo único que Wenhaver no perdonaría ni olvidaría jamás: puso en duda su valía. A Luka, Niniana le parecía realmente una buena chica y amaba a Myrddion; y por las ganas de pinchar el globo de la vanidad de Wenhaver, metió la pata.

Wenhaver cerró la boca de golpe y se aclaró los ojos. Sentía algo que nunca había sentido en el interior de su conciencia, un miedo a no ser realmente la mujer más bella o más valiosa del mundo entero. Como el ácido, el miedo la fue devorando por dentro hasta que encontró un rincón donde agazaparse y crecer. Wenhaver, a su modo, era tan valiente como su esposo e igual de despiadada si se le presentaba la ocasión, pero ahora esa férrea seguridad que tenía en sí misma comenzaba a resquebrajarse.

Wenhaver en realidad no había odiado a nadie hasta ahora, ni a nada, si es por eso. ¿Para qué perder el tiempo odiando, cuando nadie puede alcanzar el pedestal en que estás subido? Pero si Artor podía mandarla de vuelta a casa con su padre o mandar que la ejecutaran con sólo mover un dedo, entonces ella ¿qué valía? Y lo que era más, si una humilde aprendiz podía generar la admiración de reyes y cortesanos bien curtidos, y si el rey supremo había asesinado a diez hombres por Niniana, cuando ésta era sólo un bebé, entonces Wenhaver no podía reclamar ninguna superioridad ni física ni moral sobre ella.

—Quizá lo mejor sea que te vayas a la cama —dijo Luka—, y que reces para que Artor venga a verte. Yo rogaría además que Myrddion no tenga en cuenta los insultos que has vertido contra él y contra su ayudante, y que convenza a Artor de que te dé otra oportunidad.

Wenhaver siguió el consejo de Luka, pero en su cabeza rondaba un único pensamiento: «¿Qué valgo yo?»

DESPUÉS DE MUCHAS súplicas, de mucha zalamería y de una auténtica imposición por parte de Myrddion para que afrontara la situación, Artor se encontró a la puerta de las habitaciones de Wenhaver. Odin, que sabía todo y no decía nada, sonreía, a su manera un tanto extraña, mientras Artor esperaba apoyado en la pared intentando en vano recobrar un mínimo entusiasmo para el ejercicio de seducción que le tocaba hacer.

—Bueno, ¿qué hago? ¿Llamo a la puerta de mi propia habitación? —preguntó Artor a Odin, claramente irritado—. Tú que pareces saber de todo, Odin, ¿qué hago?

—Es una mujer —dijo Odin muy parco—. Y te está exasperando; así que, ¿qué más da?

—¿Qué más da, efectivamente? —murmuró Artor para sus adentros y abrió la puerta de una patada.

Entró a grandes zancadas y se introdujo en un caos total.

Myrnia, la doncella, intentaba ordenar las consecuencias del mal humor de Wenhaver, procurando por todos los medios no llorar de dolor. Le habían golpeado en la cara y con tal fuerza que tenía cortes en la mejilla.

La reina estaba echada en la cama, cariacontecida, vestida con una camisola vaporosa, excesivamente sofisticada, que con la que resultaría imposible dormir, pero que cuadraba con la idea femenina de lo que una mujer seductora debía ponerse en su noche de bodas. Artor se hizo idea de la situación en un instante, mientras que Wenhaver se acariciaba la melena muy sonriente, como si de súbito se le hubiera pasado todo el enfado.

Artor decidió que ya era hora de desconcertar un poco a esa zorrilla.

—¿Odin? Ven aquí —ordenó.

Wenhaver se quedó perpleja cuando Odin tuvo que agacharse para caber por la puerta. Por un instante pensó que la iba a estrangular, esa bestia inmensa.

—Ayuda a esta pobre chica a limpiar todo este lío tan improcedente y llévatela a que le curen la cara. Myrddion se ocupará de que no le quede cicatriz.

Sin decir nada más, Artor levantó el rostro de Myrnia y le pasó los dedos con suavidad por los moratones y los arañazos, que se veían claramente en uno de los lados.

Se le crispó un poco el rostro.

—Por favor, su Majestad. Ya estoy bien —balbuceó Myrnia, agradeciendo la delicadeza con lágrimas que le caían de unos dulces ojos pardos—. No hay necesidad de molestar a Lord Myrddion.

—Haz lo que te digo, Odin —ordenó el rey—. Y asegúrate de que esta bella muchacha se vaya a dormir pronto. Ha tenido un día muy difícil.

Wenhaver estaba con la boca abierta y frunció el ceño de manera amenazadora, pero la mirada gélida que le lanzó Artor la mantuvo callada. Myrnia se iba a enterar. Visto lo visto, ¿dónde iba a ir una criada?

Odin empezó a doblar telas y a colocarlas en el arcón que tenía abierto Myrnia. La chica resoplaba con los ojos llorosos intentando no hipar demasiado alto. Como los dos criados trabajaban al unísono, pronto la habitación estuvo ordenada.

—Llévate a Myrnia y haz lo que te he dicho —ordenó Artor con resolución—. Creo que me las podré arreglar sólo con una estúpida.

—Me ocuparé de la muchachita —respondió Odin con discreción y una sonrisita en la mirada, divertido de pensar lo que iba a pasar allí.

—Sé que lo harás bien —afirmó Artor cortés.

Cuando Odin y Myrnia salieron de la habitación, tras la correspondiente reverencia, Wenhaver se sentó al filo de la cama.

—Desnúdate, mujer —ordenó Artor sin más preámbulo—. Aunque estoy muy enojado contigo, Myrddion me ha hecho ver que fui un tanto negligente al no decirte antes de que se celebrara la boda para qué quiero una esposa. Y pretendo arreglar esta situación de inmediato.

Wenhaver habría discutido, pero Artor se puso un dedo en los labios obligándola a callar, con lo que tuvo que tragar saliva y aguantarse la necesidad de replicar.

—Mi esposa será siempre una anfitriona generosa y educada y nunca, nunca me llevará la contraria ni discutirá conmigo en público. Soy el verdadero hijo de Uter Pandragón y el rey supremo de todos los británicos. Y tú, te guste o no, no eres más que una mujer. ¿Me explico?

—Sí, pero…

—En mi casa ya no hay peros —sonrió con lascivia—. Y llevas una ropa ridícula.

Wenhaver intentaba mostrarse seductora, retirándose los peripuestos encajes de la camisola para dejar al aire los hombros, pero Artor hizo como si no la viera.

—He considerado la posibilidad de mandarte a casa con tu padre, pero Myrddion me ha obligado a darte una segunda, y última, oportunidad. Cree que quizá valgas la pena, pese a todo el trastorno que has causado. Si no demuestras que estás capacitada para ser mi reina, anularé el matrimonio. No creas que eres la única princesa presentable que hay en estas tierras.

Artor se quitó la camisa y la ropa interior. Tenía un cuerpo escultural, dorado y musculoso. Wenhaver se quedó boquiabierta al ver la piel tan extraordinaria que tenía.

—Ahora péiname. Tu obligación es ver que deseo para agradarme y no al contrario. No esperes ninguna amabilidad por mi parte hasta que aprendas a controlar tus modales y tu carácter.

Amedrentada por vez primera ante la desnuda masculinidad de su marido, Wenhaver salió disparada a buscar un peine de hueso y un cepillo de cerda de jabalí. Artor se sentó y se soltó las trenzas para que Wenhaver le desenredara los nudos. El cepillado le provocó una sensación agradable y la joven notó que mientras le pasaba los dedos por los rizos, al rey se le destensaban un poco los agarrotados músculos de la espalda.

Wenhaver estaba acostumbrada a que adolescentes y jovenzuelos la reverenciaran, pero Artor era el primer hombre realmente maduro que había conocido porque, en palabras de Wenhaver, su querido padre y tíos casi no contaban.

Cuando tuvo el cabello desenredado del todo, Artor se quitó los pantalones y las botas de cuero y se quedó de pie, desnudo frente a ella.

Wenhaver dio un pequeño gritito, porque no había visto nunca a un hombre desnudo, ni tenía rasero por el que evaluar la belleza masculina de Artor. Le habían dicho que el rey iba con frecuencia con mujeres y que las elegidas nunca se habían quejado ni de su cortesía ni de su pericia amorosa.

Pero Wenhaver no tenía experiencia y no estaba segura de lo que se esperaba de ella, ni qué decir, si había que decir algo.

—¡Ponte de pie, mujer!

Wenhaver obedeció. Por dentro estaba temblando, pero intentó dibujar una sonrisa de complicidad. A Artor no lo engañaba. Sabía que era una niña-adulta a la que tenía que dominar. Y entonces puede que madurara y dejara de tener esa insoportable arrogancia.

Extendió primero una mano, luego otra, recias y vigorosas; y en cuanto aquellas palmas rigurosas, acostumbradas a la espada, entraron en contacto con su piel, Wenhaver se sobresaltó. Entonces, el rey de un tirón rasgó su acicalado atuendo que dejó abierto hasta la cintura.

La delicada tela resbaló por los hombros de la joven y dejó expuestos sus amplios y exuberantes senos.

Wenhaver abrió la boca para decir algo, pero Artor volvió a ponerse el dedo en los labios.

Wenhaver temblaba.

—Quítate eso —bramó Artor.

Pese a su fingida afectación, Wenhaver nunca había visto a un hombre sexualmente excitado, y tenía miedo. Artor le pasó la mano por los cabellos y fue resbalándole los dedos por las orejas y por el cuello. Con un movimiento rápido le dio la vuelta hasta tenerla de espaldas y presionó su cuerpo contra las cálidas nalgas y la suave espalda de la muchacha. Le cogió los senos, ahuecando las manos, y empezó a excitarle suavemente los pezones.

Sorprendida, Wenhaver notó que los pechos se le endurecían y se contoneó para hundirlos aún más en las manos del monarca. Artor sonrió divertido y se lanzó a estimular y seducir a su esposa. No era Gallia, pero si no la miraba, podía imaginar que lo era. Con los labios le mordía suavemente el cuello y con las manos exploraba las suaves ondulaciones de sus nalgas. Como Wenhaver se estremeció, Artor la miró con ojos atentos y bastante crueles, pero Wenhaver no pudo verlo.

A medida que el rey iba descendiendo más, recorriendo con las sensibles yemas de los dedos el cuerpo de Wenhaver, la muchacha se dio cuenta de que el matrimonio tenía ventajas que nunca había imaginado.

—Tu cuerpo me pertenece, mujer; es mío para hacer con él lo que quiera. Y en presencia de toda la asamblea de nobles británicos juraste que me pertenecía, así que no te me resistas. Además, Wenhaver, eres bella; eres un melocotón ardiente y dulce que pienso devorar.

Lo decía con un tono monótono, como si estuviera comentando un plan de guerra o una excursión al campo. Wenhaver no tenía ni idea de qué hacer, ni si tenía que contestar.

Hasta entonces nadie se había atrevido a traspasar la intimidad de su cuerpo, por eso le sorprendía que Artor consiguiera tal magia de una forma tan diestra y tan distante. Después de un rato de caricias y suaves besos, a Wenhaver ya no le importaba si el rey pronunciaba siempre su nombre ni si le profesaba amor eterno. Nunca había pensado encontrar placer en el lecho nupcial, por eso se sorprendió cuando Artor la penetró. Y sin saber cómo, notó que su cuerpo, tras un breve momento de dolor, respondía gozoso a las artes del rey, abandonándose a sus incitaciones.

Artor sonreía, sin que el rostro reflejara el placer físico que estaba experimentando. Wenhaver respondía con tanta pasión como Gallia; incluso con más, porque estaba saboreando nuevas sensaciones y quería volver a sentirlas una y otra vez, a medida que Artor la adiestraba en las prácticas amatorias.

Era una alumna ávida y ansiosa.

—Eres una zorrita insaciable, ¿a que sí, mi reina? —murmuraba mientras la penetraba con fuerza, hundiéndola entre las sábanas—. Puede que seas novicia, pero vas a aprender pronto.

Wenhaver tenía el cuerpo empapado de sudor, mientras abrazaba con las piernas la cintura del rey, y se movía instintivamente con balanceos que le procuraban placer. Por un traicionero instante, al rey le pareció ver la cara de Gallia bajo su cuerpo, y eran los pechos de Gallia y los muslos de Gallia los que estaba estimulando cuando llegó al clímax.

Cuando ya no pudo más gritó el nombre de su primera esposa y aunque fuera sólo por esa sensación de placer físico, sintió que todavía tenía vivo el corazón, algo que no había sentido en muchos años.

Por un momento Artor estaba agradecido a su esposa, porque le había hecho sentir algo más que el puro deseo pasajero. En ese instante sí surgió la posibilidad de tener un matrimonio duradero y feliz, pero la joven no supo reconocer el agradecimiento que asomaba a la mirada de Artor. Estaba centrada únicamente en sí misma y en lo mucho que valía.

Instintivamente se dio cuenta de que en cuestión de sexo era una profesional en potencia. En las neuronas de su cerebro se mezclaron el regocijo de haber descubierto su maestría con el placer del acto sexual, pese a que todavía estaba jadeante, satisfecha y exhausta, experimentando esa dulce sensación de miembros y músculos derretidos. Pero su egocéntrico narcisismo reapareció en clave de venganza.

—¿Quién es Gallia? —reclamó, intentando respirar hondo.

Artor se volvió para el otro lado, dándole la espalda. Se sintió herido y abandonado y no quería que su esposa lo viera tan abatido.

—Fue la primera chica de la que me enamoré. Murió con dieciocho años; yo era algo mayor. No tienes por qué temer a un fantasma. Y si consigues llegar a ser la mitad de lo que Gallia fue como mujer, estaré satisfecho contigo.

Wenhaver debió notar que el rey hablaba con voz más grave. Y aunque había disfrutado mucho físicamente con el acto sexual y con el saber hacer de su marido, seguía debatiéndose interiormente con el miedo, alentado en parte por la abyecta alarma que le provocaba que Artor pudiera hacerle algo.

—¿Era tan guapa como yo? —preguntó sin malicia, aunque sospechaba que una de las mayores debilidades de Artor radicaba precisamente en los recuerdos y en la angustia que estos recuerdos le creaban.

Puede que Wenhaver fuera boba, pero demostraba tener buena intuición, sobre todo cuando se veía espoleada por el instinto de supervivencia. En la cálida oscuridad de la alcoba, decidió adoptar una actitud petulante y echar más leña al fuego.

—No era ni mucho menos tan bella de cara como tú, ni tenía un cuerpo tan bonito, Wenhaver —Artor suspiró—. Pero la gente la quería porque se reía mucho y odiaba la violencia, por encima de todo. Las hormigas y las arañas podían estar tranquilas, porque no las iba a tocar, pero era capaz de luchar como una leona, y hasta de matar, para defender a la gente necesitada. Cuando logres reproducir mínimamente este tipo de actitudes, entonces serás una auténtica reina.

—Si era tal dechado de virtudes, ¿por qué no fue reina de los británicos? —preguntó Wenhaver incisiva, soltando sin querer el desprecio que sentía y los celos que le provocaban unas cualidades que no tenía.

—Era romana —contestó Artor para cerrar el tema—. Y ahora déjame, que quiero dormir.

—¿Romana? —cacareó Wenhaver complacida, pese a que pretendía habérselo susurrado a las sábanas—. No creía que los reyes celtas aceptaran tener encima a una romana —se le escapó una risita, pero la contuvo medio tapándose la cara con la almohada.

Pero Artor la había oído.

Se levantó hecho una furia. Se le habían ido ya todos los sentimientos de gratitud y todos sus propósitos condescendientes. Nadie, nadie ni nada con un hálito de vida, iba a reírse de la memoria de Gallia.

Wenhaver se estremeció, cuando el rey empezó a hablar.

—¡Ándate con mucho cuidado, esposa! El placer de la cama no implica una fusión de almas y mentes. Tienes un largo camino por delante, para demostrarme que eres algo más que una mocosa mimada y estúpida, muy inferior a una pinche de cocina, y además mucho menos dispuesta y menos curtida. Mi hermano es romano, mi madrastra era romana y el cristal de esa ventana que tanto te gusta es romano. Pero a diferencia de los romanos, tú no te lavas lo suficiente y me repugnas.

Wenhaver se quedó helada, con la boca abierta, dando un gemido de sorpresa.

Como todas las celtas educadas, Wenhaver se lavaba el cuerpo en cacharros de agua cuando era necesario y la cara y las manos, todos los días. Nadie había osado decirle nunca que se aseaba poco.

Artor recogió su ropa sin preocuparse de vestirse, porque si un rey decidía estar desnudo en su casa, así estaba.

—Si te reclamo alguna noche, tienes que bañarte entera y lavarte el pelo con aceites limpiadores. No voy a compartir cama con una celta que se mofa de los hábitos romanos, y menos cuando está a años luz de ser perfecta. ¿Me entiendes?

Wenhaver estaba tan enojada, tan visceralmente enojada, que casi se muere, de la furia y la irritación que le ardía por dentro. No pensaba en nada; su obsesión era devolverle el golpe y herirlo más de lo que él la había herido a ella.

—Hemos consumado nuestro matrimonio, esposo. Ahora no me puedes repudiar. Si no te gusto como soy, a lo mejor no debíamos vernos.

Artor se arrodilló, bajó la cabeza y extendió las manos.

—Lo siento, esposa mía; echaría de menos ese cuerpo tan lozano.

Cuando levantó la cabeza la joven se dio cuenta de que se estaba riendo de ella, y que la observaba con mirada pétrea.

Artor se levantó y cada movimiento suyo era un insulto.

—Señora, sobreviviré sin ti.

NO HAY MAYOR impotencia que no poder devolver el golpe a quien te rechaza de plano. Puede que las personas habiten esta benévola tierra nuestra hasta el ocaso de los tiempos, pero hasta entonces seguirán siendo las mismas torpes, maliciosas y violentas criaturas de siempre, unas criaturas que quizá no hayan aprendido nada que las acerque un poco a la sabiduría.

La mañana siguiente a la tempestuosa celebración, Wenhaver se levantó temprano, con una cara que no mostraba especiales bondades.

Myrnia miró amedrentada el despiadado gesto de su señora y rezó para no estar presente en el momento en que se desencadenara la inevitable tormenta, que seguro que descargaría su furia sobre la cabeza de algún incauto. Probablemente la suya.

—Myrnia, necesito un balde enorme, como para meterme entera. Y que sea impermeable, si no quieres que te arranque la piel a tiras antes de que te toque limpiar todo el desaguisado —Wenhaver lanzó a la criada una sonrisa cruel—. Ya puedes procurar elegir bien, porque quiero lavarme a diario.

Myrnia se quedó helada. No tenía ni idea de por dónde empezar a buscar. Asintió con la cabeza, hizo una reverencia de cortesía y salió disparada de la habitación, intentando por todos los medios no llorar de frustración y de miedo. Mientras iba corriendo por el pasillo, oyó que su señora estaba llamando a gritos a las otras criadas.

—¿Qué hago? —murmuraba Myrnia, frotándose sus manos encallecidas, como si fuera una anciana—. Y ahora, ¿qué hago?

Cegada por las lágrimas, se dio de bruces con Myrddion y Niniana, que estaban discutiendo amigablemente. Musitó algo, se inclinó exageradamente, para excusarse y se habría esfumado de no ser porque Myrddion la cogió del antebrazo.

—¡Para un momento, hija! ¿Qué es lo que te apura tanto, que pareces un peligro público?

Myrnia tragó saliva y miró sucesivamente a Myrddion y a su ayudante con ojos aterrorizados. Y entonces, para espanto de Niniana, la chica estalló en un mar de lágrimas.

—Lo siento, Lord Myrddion, pero la reina me ha dicho que le consiga una bañera. Quiere que se la lleve a sus dependencias antes de mediodía y no sé dónde encontrar una. Siempre has sido muy bueno conmigo y ya casi no me duele la cara, pero no me puedo quedar a explicarte más… Si supiera lo que tengo que explicar. ¡No sé ni lo que es una bañera!

Las últimas palabras las pronunció entre gemidos de angustia.

—Volverá a golpearme si no se la llevo, señor —dijo llorando amargamente, todavía con las marcas entre morado y verde de los moratones que tenía en la mejilla.

Myrddion y Niniana se intercambiaron miradas de exasperación.

—Has tenido suerte de encontrarnos, bella dama —dijo Myrddion con una sonrisa—. Estoy seguro de que mi aprendiz sabrá exactamente dónde buscar.

Niniana casi fulmina a Myrddion con la mirada, mientras la joven mantenía los ojos bajos.

—Desde luego —dijo Niniana para tranquilizar a la aturullada muchacha—. ¿Pero para qué quiere un baño? ¿Por qué no se mete en el río?

—Supongo que el río y las pozas están muy frías, o no proporcionan intimidad —contestó Myrddion educadamente—. Lo que hay que averiguar es por qué la reina ha decidido de repente adoptar la costumbre romana de la higiene.

Myrnia se quedó como estaba, como si Myrddion hablara en chino.

—A lo mejor podríamos hacer una de madera —dijo Niniana, pensando en voz alta—. No, se iría el agua, a no ser que la untáramos con brea, y entonces no serviría para bañarse.

Siguió dándole vueltas al tema.

—Las bañeras no se venden en el mercado.

—¡Ajá! —dijo Myrddion que parecía sumido en sus pensamientos—. Vamos a ver.

—¿Ver, qué, señor?

—Venid conmigo.

Las dos mujeres fueron detrás de él, mirándose sin entender nada. Salieron de palacio, cruzaron el patio de acceso y descendieron por el serpenteante camino que llevaba a la ciudad. Myrddion saludó con una sonrisa de oreja a oreja a los soldados que holgazaneaban junto a las murallas. A Niniana le entraron ganas de darle un sopapo, para quitarle tanta altanería. En resumen, Myrnia estaba aterrorizada y Niniana muriéndose de curiosidad.

—¿Dónde vamos, señor? —preguntó, un poco falta de aliento por lo deprisa que iban.

—A ver a Glaucus, el que hace sarcófagos.

—¿A quién? —Niniana se paró en seco, igual que Myrnia, que estaba a punto de llorar del miedo y la ignorancia que tenía.

—Un sarcófago no es más que un nombre extravagante para un ataúd de piedra —explicó Myrddion, como si estuviera dando una conferencia—. Hay romanos que al morir no quieren que los entierren, sino que depositen su ataúd sobre el terreno, mientras que otros deciden yacer bajo tierra. Y también hay romanos, y muchos celtas, que quieren que se les incinere, la cremación.

—¿Pero cómo puede haber gente que desee yacer bajo tierra?

—Glaucus no tiene mucho trabajo, así que también hace utensilios de cocina y cosas para el mobiliario. Como buen empresario romano, siempre está atento a lo que salga.

Estuvieron dando vueltas por la ciudad, doblaron una esquina, luego otra, y pasaron por el mercado, donde los agricultores tenían su mercancía expuesta sobre la hierba. Manzanas, peras, frutos secos en cestas de mimbre, huevos envueltos en paja, pollitos vivos, conejos y patos en jaulas hechas con bastones de sauce, y todo tipo de panes y bizcochos llenaban la plaza de ruido, de olores y del bullicio propio de la compraventa.

Un hombrecillo cheposo y retorcido vendía palomas, pichones y codornices vivas; una mujer mayor, que se había levantado de madrugada para coger setas, líquenes, hongos y buen número de hierbas aromáticas, ofrecía su mercancía colgada de un poste de madera. La curiosidad de Niniana era tal, que se habría quedado allí, pero Myrddion hacía seguir a las niñas, como si fueran dos pollitos. Nada más entrar al mercado, las faldas que llevaban se les mojaron y se les ensuciaron por abajo del barro que había por las callecillas, aunque consiguieron evitar el estiércol de los lechones, las terneras, incluso de algún potro que había en jaulas.

Al rato, Myrddion se detuvo frente a una cabaña hecha de madera y yeso, alegremente pintada y miró admirado la cantidad de ataúdes que había fuera de la casa. Ocupando el lugar de honor había un receptáculo de cuarzo, con forma de cuerpo humano, y una tapa que semejaba a una mujer de amplias y redondas caderas. Se parecía muchísimo a la diosa Andrómeda.

Si le quitaban la tapadera, tenía el tamaño y la forma perfecta para lo que necesitaban.

—Creo haber visto esto antes —se dijo Myrddion para sus adentros.

Dio con su bastón de mando en la pared de la entrada a la cabaña.

—¿Dónde te metes, Glaucus, viejo bribón? Tienes clientela. ¡Sal ya y deja de holgazanear por ahí!

De las cabañas vecinas que había detrás de la casa principal llegaba un sonido de martilleo. Estaba claro que Glaucus tenía varios sirvientes con mucho trabajo.

El comerciante resultó ser un romano celta enorme y robusto de sonrisa empalagosa y manos grasientas. Llevaba un delantal de cuero que le cubría su más que considerable panza y atufaba a una mezcla de sudor, serrín y pescado.

—Lord Myrddion, mi humilde morada está abierta para todo lo que necesites. ¿En qué puedo servir a un hombre de tan exquisito buen gusto?

Myrddion se sentó al sol sobre la tapadera del ataúd de piedra y aceptó el vino que le ofrecían y trajeron al instante. Niniana mordisqueaba un higo, mientras que Myrnia parecía exactamente una efigie de piedra. Estaba a punto de estallar de lo nerviosa que se encontraba.

—Estoy interesado en el sarcófago de Andrómeda. Dicen que fue un encargo que el cliente no quiso aceptar. ¿Por qué no lo quiso? El comerciante se puso colorado y Niniana vio que estaba intentando rápidamente descubrir si se había metido en algún lío.

—La dama en cuestión deseaba un lugar para descansar, muy duro y muy duradero. Y para eso se usa normalmente el cuarzo, señor, porque todo el mundo sabe lo dura que es esa piedra. Pero no le gustaba el color. Le pareció ofensivo que fuera negro. ¿Y qué haces en esos casos, si eres decente? No quiso pagar el encargo y luego insistió en que lo quería de mármol, así que para cuando encontré ese material, apenas había ganado nada. Después esa cretina decidió que no le gustaban las vetas verdes del mármol, y yo le dije que eso o nada, y que estaba dispuesto a llegar hasta el rey supremo, si no me pagaba lo que me debía.

—Y por eso tienes aquí el sarcófago de Andromeda.

—Correcto, señor.

—¿Es impermeable, Glaucus?

—Absolutamente, señor. No podemos arriesgarnos a que los cadáveres vayan por ahí rezumando humores.

Myrddion musitó algo, expresando su conformidad, mientras Niniana intentaba no vomitar el higo que se había comido. Myrnia se limitaba a mirar con la boca abierta.

—¿Cuánto? —preguntó Myrddion.

Glaucus dijo una cifra que provocó una carcajada en el anciano.

—Estoy seguro de que el rey supremo te perdonará la broma y el intento que has tenido de engañarlo.

Al instante, Glaucus reconsideró el precio y llegó a una cifra que seguía pareciendo desorbitada, pero que Myrddion aceptó. El anciano se escupió en la mano para cerrar el trato.

—Pero el acuerdo implica algo más: tienes que llevar a Andrómeda a las dependencias de la reina antes de mediodía. Si llegas tarde, no hay trato. ¿Entiendes los términos que te presento, amigo?

El comerciante asentía con la cabeza de manera compulsiva.

—Sí, mi señor, porque tus deseos son órdenes. Pero ¿quién me paga?

—Mándame la cuenta a mí y yo se la entregaré en persona al rey supremo. Pero no me falles.

Glaucus parecía ofendido.

—Una cosa más, Glaucus. No necesito la tapa. Quiero que la destruyas y la tires. Personalmente. ¿Me explico?

—Sí, señor, tengo que deshacerme de la tapa.

—No deshacerte, amigo, quiero que la destruyas. Como alguien vea esa tapa, vas a pasarlo muy mal.

Cuando iban de regreso a la ciudadela, Niniana hizo la pregunta de rigor.

—¿A la reina le va a gustar bañarse en un ataúd? —preguntó—. A mi me encantaría usarlo, pero no me imagino a la reina Wenhaver disfrutando del baño en semejante receptáculo.

—Por supuesto que no pienso decirle que es un ataúd —contestó Myrddion muy contento—. Y estoy seguro que Myrnia tampoco le dirá a Wenhaver lo que es Andrómeda, ¿verdad, hija?

La criada negó con la cabeza, tan vigorosamente que Niniana creyó que se le iba a salir de cuajo.

—Bueno, pues como ninguno de los tres pretende contarle a Wenhaver nada relacionado con su bañera y como Glaucus va a destruir la tapa, estoy seguro de que la reina quedará satisfecha.

—Yo tendré la boca bien cerrada, señor —prometió Myrnia—. Y además, ni me acuerdo de cómo se llama eso.

La aventura del sarcófago, como lo llamaba Niniana, resultó ser una solución perfecta. Nadie en Cadbury Tor poseía un objeto de uso cotidiano tan bello, con lo cual Wenhaver estaba inmensamente complacida por la suerte que tenía.

No ocurría lo mismo con el personal de la cocina, que soltaba sapos y culebras por tener que calentar tantísima agua para llenar la bañera, ni con los soldados y criados que cumplían la tarea de llenar y vaciar el receptáculo en las dependencias de Wenhaver cada vez que a la reina le entraban ganas de utilizarlo. Como además en Andrómeda vertían pétalos de rosa, aceites y perfumes para suavizar la piel de Wenhaver y hacerla más atractiva, la reina se deleitaba con sólo pensar que tales placeres también eran exclusivos. Así que Andrómeda tenía un doble valor para la señora de la corte.

Cuando se bañó por segunda vez, Wehnaver ordenó a Myrnia que se acercara a las dependencias de Artor para dejarle un mensaje.

—Le dices que estoy impecable —ordenó a la aterrorizada criada que no entendió el significado de las instrucciones que le habían dado.

Cuando Artor se presentó en las habitaciones de Wenhaver en respuesta al críptico mensaje recibido, casi se ahoga por contener la risa.

Consiguió mantener el semblante y felicitó a su esposa por la compra que había hecho y por la rapidez con que había atendido a sus demandas.

Más tarde, hablando con Myrddion, Artor sacó el tema de la bañera Andrómeda.

—Myrddion, ¿qué habrá llevado a mi esposa a comprar un ataúd para usarlo de bañera?

—Es un sarcófago, señor —contestó su consejero sin inmutarse, con expresión aséptica.

—Ya sé lo que es, Myrddion, pero ¿de dónde lo ha sacado?

—He sido yo, señor. Encontré la bañera de la reina en el establecimiento de Glaucus. Pero lo que no entiendo es por qué lo quería.

Al final, Myrddion consiguió sacarle a Artor la historia de su desastrosa noche de bodas y se puso serio cuando supo lo que se habían dicho uno a otro, fruto del enfado.

—No cabe duda de que a la boba de la muchacha le dio una pataleta. No tiene sutileza ninguna, señor, y siempre te va a exasperar, pero me temo que tú debes cumplir con tu deber e intentar no herirla demasiado en sus sentimientos.

—No me censures, Myrddion. Eres lo más parecido que tengo a un amigo, después de Targo, pero no pienses que me vas a instruir en lo que tengo que hacer —Artor pronunció rotundamente las últimas palabras.

—Juro que no estoy criticándote, señor; simplemente sugiero que embarcarte en una guerra civil con Leodegran no es una maniobra muy sabia. Por mucho que te exasperen las tonterías, si pones en evidencia a su hija ante todas las tribus, tendrás que enfrentarte a él en la batalla. —Myrddion sabía que estaba cargando a Artor y luchaba con todas sus fuerzas para concluir con el tema, pero llamaron a la puerta insistentemente y tuvo que abandonar sus pensamientos. Era la criada de Wenhaver con un recado de la reina, invitando a Artor a que fuera esa noche a sus habitaciones.

—Malditas mujeres —murmuró Myrddion.

—Te he oído —contestó Artor con su habitual tono de naturalidad.

Pero a Myrddion no lo engañaba. A Artor había que aplacarlo.

Myrddion abrió sus brazos de par en par, bajó la cabeza y se arrodilló en el suelo, sobre las baldosas. Artor no reaccionaba. Esperaba que el estratega se enervara con él, o lo engatusara para algo, o intentara sobornarlo; pero lo que no esperaba era que se postrara de manera tan abyecta.

—¿Y ahora qué pasa, Myrddion? ¿Estás de broma?

—Mi rey, la culpa de todo este lío tan vergonzante ha sido mía en último término. Sí, señor, yo tengo la culpa. Wenhaver adora las joyas por encima de todo y yo fui muy incauto al regalarle a Niniana mi collar etrusco. No quería herir a nadie, porque el electrón difícilmente le queda bien a una mujer de la piel de Wenhaver. Pero la reina está tan acostumbrada a eclipsar a las demás mujeres en belleza, estilo y compostura que le traicionaron los celos.

Por un momento, Artor parecía tan enfadado y tan impaciente que Myrddion pensó que se había excedido en la actuación, pero al rato Artor suavizó el gesto. Comprendía las envidias femeninas, pero no las soportaba.

—¿Quieres que despida a Niniana, señor? —preguntó Myrddion al rey supremo—. Quizá fuera lo mejor.

Artor se quedó mirando fijamente el rostro de Myrddion, anciano y joven al mismo tiempo, que seguía mirando hacia abajo y parecía extrañamente afligido. Artor empezó a sospechar.

—¿Quieres que se vaya, Myrddion?

Myrddion negó con la cabeza.

—No, señor. Está tan llena de vida y tiene tantas ganas de aprender que me hace sentir más joven. La echaría de menos.

Artor evaluó el problema.

Por la ventana entraba el dulce aroma del aire fresco, aroma a flores y cosechas recientes. El rey repasaba todo lo que había construido y lo mucho que Myrddion había contribuido a que sus sueños fueran realidad.

De súbito y muy dolorosamente el rey supremo sintió enormes remordimientos.

—Yo soy quien tiene la culpa en último término, amigo, por haberte utilizado de confidente para ampliar mis metas. Te he exigido todo lo que podías darme durante estos largos años de lealtad en que has estado a mi servicio. La responsabilidad final siempre será mía.

—No. Eso no es así. Lo que he dado, lo he dado voluntariamente. Y estoy dispuesto incluso a prescindir de Niniana, si el reino lo exige.

Después de todo fui yo quien te presionó para que te casaras con Wenhaver inicialmente.

Artor ayudó a Myrddion a ponerse de pie y lo abrazó efusivamente.

—¡Al infierno, Myrddion! Si estás dispuesto a echar a tu valiosa aprendiz, yo por lo menos tengo que intentar concebir un hijo con esa niña mema. Pero Niniana se queda en Cadbury. Me gusta, admiro la inteligencia que tiene y lo valiente que es. Wenhaver tiene que aprender a comportarse como una reina, y puede que Niniana llegue a ayudar en eso, si mi esposa está dispuesta a aprender de la chica.

Myrddion torció un poco el gesto.

—No lo veo probable, señor.

Sabía que si Artor sugería que Wenhaver emulara la espontánea delicadeza y la naturalidad de Niniana, su aprendiz no duraría una semana.

—¿Vas a volver al lecho nupcial? —preguntó.

—Sí. Pero no prometo cumplir, sobre todo si empieza a hablar. No soporto a las mujeres que se quejan tanto.

Después de pensarlo mucho y de prepararse mentalmente, Artor se dirigió a las dependencias de la reina. No iba apresurado, ni especialmente risueño, pero ya no se sentía intimidado por la tarea que tenía por delante.

EN UNA TABERNA de las afueras de Cadbury los tres viajeros de antaño estaban tomándose tranquilamente unos vasos de humilde vino español, mientras los criados limpiaban las mesas de alrededor. Luka tenía los pies sobre la mesa, Myrddion se había desabrochado el cuello de su túnica negra y Llanwith parecía somnoliento, pero seguía bebiendo.

—Brindemos, caballeros —sugirió Luka y los tres hombres alzaron sus copas—. Brindo por nosotros, porque hemos conseguido evitar el desastre dos noches seguidas. Primero, me doy la enhorabuena por tener un pico de oro. Luego felicito a Llanwith, por el tacto que tiene. Y, finalmente, mi eterna gratitud a Myrddion por lo que ha contado de la historia de la bañera.

Los tres hombres hicieron chocar las copas.

Llanwith apartó a uno de los perros del tabernero. El perro había cogido particular afición a su pierna de repente.

—Esperemos que Artor consiga impresionar tanto a Wenhaver, que se quede muda, al menos durante un día o dos —dijo Luka—. Y no precisamente del modo en que lo hizo la noche de bodas.

—Y recemos para que se quede pronto embarazada, y tenga algo en lo que ocupar su cabeza de chorlito —añadió Myrddion.

—Artor ha demostrado su virilidad unas cuantas veces, así que no creo que tengamos dificultad en este aspecto de la sucesión, tal como la hemos previsto —con la mente en otro sitio, Llanwith acariciaba la cabeza del perro, que insistía en quedarse.

—Hum —Myrddion parecía cabizbajo y apesadumbrado—. Lo único que he aprendido de Wenhaver es que a su alrededor las cosas suelen marchar fatal, sí.

—Al menos, Niniana está a salvo —Luka intentaba animar un poco al taciturno de su amigo—. Maldita sea, ¡cómo me gusta esa chica!

—No me hagas caso —murmuró Myrddion—. Sigo sintiendo que se acerca una tormenta y que Wenhaver está metida de lleno en ella.

—Tú y tus presentimientos —dijo Llanwith bromeando—. ¿Estás seguro de que tu padre no era un diablo?

—Estoy completamente seguro. Si no, ya te habría convertido yo en sapo, grandullón.