CAPÍTULO X

CAER FYRDDIN

BEDWYR HABÍA SOBREVIVIDO al terror de estar en primera línea en el muro de escudos durante tres milagrosos días y cinco ofensivas. Pasado el primer día, los hombres lo tocaban, buscando suerte, porque lo veían cubierto de sangre de pies a cabeza, pero sin un rasguño. Después del segundo día, les invadió un miedo supersticioso y apartaban los ojos —por si acaso— de su enlucido rostro, porque en la simulada calavera del guerrero la mirada refulgía con el fuego de la locura.

Durante el ataque nocturno Bedwyr luchó como si estuviera poseído. El mero olor a sajón le revolvía el estómago e inflamaba su furia. En ese osario que era la primera línea defensiva, el verdadero Bedwyr no existía; era Perro y estaba devolviendo cada golpe, cada desprecio, cada herida sufrida en el cuerpo de sus compañeros y cada uno de los gritos que salieron de sus gargantas heridas de fuego.

Cuando terminó la batalla y los sajones huyeron en retirada, el joven fue poco a poco volviendo en sí, y se sintió horrorizado ante lo que había hecho durante el combate.

Apestaba a sangre, fresca y seca. Le venía el hedor a muerte y tenía el pelo áspero y pegajoso con algo que ni se atrevía a nombrar. Asqueado y medio enloquecido por lo que había visto, Bedwyr salió disparado hacia el río, para bañarse en los bajíos. Pero incluso allí, comprobó que las aguas estaban enturbiadas con sangre diluida y restos de cadáveres que cabeceaban entre las pequeñas olas que bañaban la orilla.

Cruzó con dificultad la desembocadura del río hasta llegar al mar, haciendo crujir con sus botas el lecho de arena y guijarros. Una vez allí, se quitó toda la ropa mojada. En el agua salada se dejó llevar por las olas, que le besaban la piel mientras le despojaban del detritus de muerte que ennegrecía cada pliegue de su cuerpo. Desnudo, se tumbó en la orilla, sobre la arena húmeda, sintiendo cómo se le mecían los miembros, fláccidos, al vaivén de las olas. Y al poco rato se sumió en una especie de sueño reparador, que lo llevó a los bosques de Arden.

—¡Eh! —dijo una voz áspera—. ¡Tú, Bedwyr! ¡Te llaman!

Bedwyr no hizo amago alguno de levantarse. Lo único que ahora toleraba era el movimiento del mar, dulce como los brazos de su madre.

Unas botas sucias llegaron hasta él salpicando agua. Reticentemente Bedwyr abrió un ojo.

—Déjame en paz —protestó.

—No puedo, muchacho —contestó Targo en tono amable, mirándole a la cara con ojos entornados llenos de compasión—. El rey Artor te necesita, y no se caracteriza precisamente por su paciencia. Cuando un rey supremo ordena que vayamos, los mortales obedecemos.

—No voy a ningún sitio —dijo Bedwyr muy tranquilo, pero al ver la figura de Targo junto a él, pareció recobrar parte de su cordura. El anciano soldado le sonrió de nuevo.

—Glamdring Ironfist ha huido del campo de batalla y se refugia en Caer Fyrddin. La campaña no ha terminado, así que no tenemos tiempo de descansar ni de disfrutar. Como conoces bien la fortaleza, según nos dijiste en su día lleno de orgullo, te necesitamos, muchacho, y vas a venir, como si tengo que llevarte a rastras hasta Artor.

—Eso es imposible, viejo. Peso más que tú y soy más alto que tú.

Targo apenas varió el tono amable con el que estaba hablando.

—Yo no tendré nada que hacer. Pero Odin, sí, porque pesa más que tú y es más alto —Targo señaló a Odin, que dio un paso al frente y tapó el sol.

Bedwyr suspiró y se puso de pie torpemente.

—Entonces, no tengo alternativa, ¿no?

—No muchas —Targo sonrió—. Me han dicho que luchaste como un valiente en el muro.

Bedwyr bajó la vista de repente y Targo se dio cuenta de que el joven estaba a punto de llorar.

—Nunca habías estado en una batalla, ¿verdad, chico? —Targo le pasó un nervudo brazo por el hombro—. Creo que no. Esta batalla ha sido todo lo mala que un combate puede ser. Han muerto más de seiscientos hombres en sólo tres días. Hasta el guerrero más fajado estaría conmocionado con esta ordalía, y tú eres un neófito. Algún día te despertarás y pensarás que todo ha sido una borrosa pesadilla medio olvidada.

Odin ayudó a Bedwyr a vestirse con su ropa, que, aunque calada, estaba al menos limpia gracias al agua del río.

—Intenta no darle muchas vueltas, muchacho —dijo Targo, intentando confortar al joven—. La mayoría de los guerreros no podemos desprendemos de estos horrores, pero parece como si los escondiéramos en el fondo de la mente hasta que necesitamos algo de lo que nos han enseñado —le dio una palmada en la espalda—. Creo que Artor te quiere pedir que nos acompañes de vuelta a Caer Fyrddin. Sabe que si no mata a Glamdring ahora, tendrá que volver dentro de unos años y pasar otra vez por los mismos campos de muerte. Es mejor rematar el trabajo, de una vez por todas.

Artor había decidido que para tomar la fortaleza de Caer Fyrddin y matar a los que quedaban de las huestes de Glamdring bastaría con la mitad del destacamento de caballería comandado por Lot y Llanwith. La infantería se había ganado el descanso, tenían que dormir de modo continuado y cuidar de sus heridas. El resto de la caballería se ocuparía de quemar los cadáveres celtas y sajones y de levantar un pilar en honor de los héroes celtas que murieron en la desembocadura del río.

Al menos no se terminarían las raciones y los suministros, dado que las bajas habían sido tan grandes.

Lot y Llanwith habían conseguido sus respectivos objetivos; por eso Artor sabía que Glamdring no recibiría refuerzos de las villas sajonas, sólo refugiados.

Luka se pondría al mando de la mitad de la caballería de Lot y de los guerreros que habían luchado en el muro de escudos y quedaban vivos. Su tarea consistiría en trasladar a los heridos y a los soldados no combatientes a Venta Silurum, haciendo etapas cortas, y en escoltar el botín de guerra que habían recuperado de los sajones en Mori Saxonicus.

Cuando Artor salió para Caer Fyrddin, Keu ya estaba haciendo inventario de las armas sajonas que había amontonadas, de los aros, las insignias de oro y los anillos. Al ver a su hermanastro pasar, Keu le sonrió, como si la conversación que tuvieron en la tienda del rey supremo la víspera de la desesperada batalla nunca se hubiera producido.

Ya no importaba que Artor fuera en algún momento reacio a atacar Caer Fyrddin. Puede que sus murallas fueran sólidas, que tuviera mucha agua y suministros, o que estuviera rodeada de barrancos por tres de sus cuatro lados. Si Glamdring Ironfist no conseguía hombres para defender la fortaleza, Caer Fyrddin terminaría por ceder. Con la confianza que le proporcionaba haber librado una buena batalla, la caballería de Artor se tomó su tiempo en ascender por la primera colina que se elevaba sobre el valle, destruyendo a su paso algunas bolsas aisladas de resistencia sajona.

Al llegar a la cima del primer collado desde el que se obtenía una vista general del río y del mar, con las colinas al fondo, Artor comprobó la prosperidad que en su momento había reinado en esa comunidad. A lo largo de amplias calles, ahora agrietadas, se elevaban ruinas de murallas romanas, de casas particulares y de edificios dedicados al comercio.

—Lo que no les sirve, estos sajones lo destruyen —dijo Artor con tristeza—. Imagino que esto es todo lo que queda de Moridunum, el lugar en que nació Myrddion. A lo mejor algún día vuelve a resurgir y la raza empezará a importar menos que la tierra en la que viven hombres y mujeres.

—Mira, Artor. Allí —Targo señalaba las lomas de una colina, hacia las afueras, próxima al lado oeste de las ruinas—. ¿Ves? Me apuesto algo a que eso fue en su momento un teatro romano. Ni Glamdring lo ha podido destruir del todo.

—Bedwyr —Artor se volvió hacia el joven—. ¿En qué dirección está Caer Fyrddin?

El cornovio señaló hacia el norte, indicando con el dedo una cresta neblinosa que se alzaba más allá de las colinas bajas. Parecía que no había mucha distancia, pero era todo cuesta arriba.

Esa noche Artor le pidió a Bedwyr que dibujara en el suelo planos de Caer Fyrddin una y otra vez. El rey absorbía cada detalle de la información que le proporcionaba el joven acerca de los acantilados que vestían las murallas, del sencillo portón de madera guardado por el vigía de la torre, la gran sala, el pozo, las cochiqueras y los establos de vacas, los barracones de soldados o los enormes silos que escondían los cimientos de la antigua fortaleza romana.

—Si Ironfist hubiera decidido esperar tranquilamente, Caer Fyrddin podría haber resistido años. Domina todo el valle del río.

—Pero conseguiste sacarlo de su ciudadela, Artor —dijo Lot.

—Gran parte del mérito se lo debemos a Bedwyr, que privó a Glamdring de su consejero. Aunque no lo conocí, parece que Wyrr era un arma potente y, al no estar, tuvimos una enorme ventaja. De esas casualidades dependen las fortunas de las guerras —Artor estaba pensativo. Le volvían los recuerdos de Anderida, la primera batalla que ganó—. Bedwyr, ¿Glamdring se protege las espaldas?

—No entiendo que quieres decir, señor —Bedwyr se rascaba la mandíbula, de barba descuidada, tras la que se escondían las finas líneas de su rostro.

—¿Es posible trepar por las paredes del acantilado?

—Otra vez Anderida, no —se quejó Targo, en cuanto vio lo que el rey estaba pensando—. Odio las alturas, mucho más que el fango y las ciénagas.

Llanwith se echó a reír, recordando la trampa suicida que Uter Pandragón había tendido a su hijo años atrás.

El rey Lot parecía confundido, nada más.

Pese a que no era ni mucho menos el más listo, Bedwyr intentó evocar en su memoria los escarpados acantilados que rodeaban la antigua fortaleza.

—No, en principio, no. Pero, claro. Están las antiguas cloacas bajo la fortaleza.

Artor subió una ceja, con gesto muy expresivo y Bedwyr se apresuró a explicarse.

—Los sajones arrasaron el puesto romano inicial para construirse sus residencias y desarrollar su propio sistema defensivo. Pero las antiguas cloacas utilizadas por los romanos se convirtieron en una especie de vertedero que quedaba en las zonas inferiores del sistema, y por eso las utilizaron como graneros y áreas de almacenamiento a ras de suelo. Las cloacas originales se abren directamente a las paredes del acantilado, más o menos a medio camino desde abajo. No me preguntes cómo podían funcionar, porque no lo sé. Pero no creo que Glamdring sepa que la canalización esté ahí.

—¿Por qué sabes lo de las cloacas, Bedwyr? —preguntó Artor aparentemente tranquilo, aunque le brillaban los ojos de impaciencia.

—Mientras estuve prisionero, nunca dejé de buscar rutas para escapar, sobre todo cuando me di cuenta de que Glamdring ya no me veía como un ser humano. Descubrí que en Caer Fyrddin podía andar por donde quisiera, siempre que tuviera cuidado. Un día, intentando encontrar una vía de salida, bajé hasta los cimientos de la fortaleza. Encontré las cloacas de piedra y descubrí un camino que salía de allí y terminaba en un corte abrupto de las paredes del acantilado. No podía robar cuerda, porque ese tipo de material está siempre bien guardado. En aquel momento no pensé que esa vía de escape me fuera a servir de nada. Había demasiada altura para saltar al suelo.

—¿Tuviste miedo de la caída? —preguntó Artor abruptamente.

Bedwyr se puso todo colorado, hasta las raíces del pelo. Luego, ante la mirada escudriñadora de Artor, palideció y apenas le salía la voz, temblorosa, cuando por fin trató de explicarse.

—Tengo vértigo, Artor, mi señor.

Targo se echó a reír, hasta que se dio cuenta de que el joven estaba diciendo una verdad muy seria.

—Seguí buscando una cuerda lo suficientemente larga como para descolgarme por allí, pero siempre me alegraba de no encontrarla. Dios sabe lo que me habría pasado si tengo que descender por una cuerda al vacío. Y supongo que nunca lo sabré. Por curioso que parezca, no me importa subir, sobre todo si no veo el suelo. Cuando trepé hasta la torre vigía de Caer Fyrddin, lo hice tan deprisa y tan atemorizado que no tuve tiempo de pensarlo mucho y desde pequeño siempre he subido a los árboles. No entiendo por qué me daba tanto miedo bajar por el acantilado desde la boca de las cloacas, y me da vergüenza haberme quedado por miedo en un lugar tan espantoso.

Artor acarició fugazmente el hombro del joven.

—Lo has compensado con creces en el muro de escudos, muchacho, pero tenía que saber por que nunca utilizaste esa vía para huir.

Targo y Odin se miraron, con ojos de comprensión, pero Artor seguía con expresión adusta.

—Pues hay que superar pronto esa debilidad, Bedwyr. Aunque comprenda lo que has pasado, no tengo tiempo de atender a tus miedos. ¿Podríamos escalar por el acantilado hasta la boca de las cloacas, si consiguiéramos tender una cuerda desde dentro del túnel?

—Posiblemente —Bedwyr se quedó blanco como la pared—. Pero no me entusiasma mucho la perspectiva.

Artor estaba tranquilamente sentado, bebiendo una copa de vino. Lot y Llanwith lo observaban reflexionar.

—¿Gruffydd? Te necesito —dijo Artor a voces.

Gruffydd apareció por entre las sombras, sin hacer ruido.

—¿Gritabas algo, señor?

Artor hizo caso omiso a la ironía de Gruffydd, pero el rey Lot se ofendió al ver la familiaridad con que hablaba el portador de espadas.

—¿Crees que todavía podrías pasar por sajón? Supongo que Glamdring aceptará a todos y cada uno de los que se presenten voluntarios en este momento. Sus tropas deben haber quedado reducidas a unos cien hombres, pero aun así ese pequeño número de soldados pueden dar problemas a una fuerza de ataque.

—Si entrando en la fortaleza, vencemos a las tropas de Glamdring, hay que arriesgarse a todo —respondió Gruffydd—. Si no, me veo de vuelta dentro de un año o dos a luchar otra vez contra ese cabrón.

—Por desgracia, ésa es la verdad. ¿Piensas lo mismo, Bedwyr?

El corazón del celta palpitaba agitadamente.

—Gruffydd podría entrar en la fortaleza haciéndose pasar por sajón sin dificultad, pero Glamdring reconocerá que soy su perro, aunque sólo me vea de refilón. Se enterará de que he llegado en cuanto cruce las puertas de la fortaleza. Al fin y al cabo, fui yo quien mató a Wyrr, así que estará deseando matarme —miró a Artor—. Iré, si me lo pides, señor, porque es mejor escalar por una cuerda que caerte al vacío, pero necesito un buen disfraz. Estoy seguro de que soy el más indicado para encontrar la salida por las cloacas, pero si me descubren, descubrirán también a Gruffydd.

—¡Tranquilízate, Bedwyr! —intervino Artor, volviendo a un tono de conversación normal—. Todavía estamos a muchos kilómetros de Caer Fyrddin, así que seguimos hablando mañana.

Bedwyr empezaba a comprobar que el rey supremo casi nunca actuaba impulsivamente. En muchos aspectos, Glamdring y Artor compartían los mismos rasgos, orgullo, carisma y capacidad de mando, pero Artor era frío de mente y se guiaba por la lógica. Estaría dispuesto a sacrificar a sus amigos más íntimos, si la nación celta lo exigiera, pero sus sentimientos eran reales y consistentes. Era rudo en sus maneras, muy distinto del voluble Glamdring, pero lo más significativo era que la gente quería a Artor, hasta los que morían por él, porque no les exigía más de lo que se exigía a sí mismo. Bedwyr tenía claro que si Artor hablara bien sajón, habría sido el primero en buscar una entrada a la ciudadela de Glamdring Ironfist.

Al día siguiente, después de comer, los celtas tendieron una emboscada a cinco guerreros sajones y los eliminaron de inmediato. Artor ordenó que desnudaran los cadáveres y lavaran bien sus toscos ropajes hasta que no quedara ni rastro de sangre.

—¿Has oído hablar alguna vez del caballo de Troya, Bedwyr? —preguntó Artor cuando estaban por la noche junto al fuego.

—No, señor —contestó Bedwyr, un tanto confundido como siempre, ante la agilidad mental de Artor y la facilidad con que cambiaba de tema.

—Fue una treta que utilizaron en un lugar llamado Troya hace muchos, muchos años, a la hora de librar una batalla —le explicó Llanwith—. Mucho antes de que Roma fuera siquiera un poblado de cabañitas de barro, Troya era la fortaleza más importante del mundo conocido.

Bedwyr le miraba confundido.

—Hace muchos años —explicó Artor—, un hombre llamado Homero escribió que los antiguos griegos en cierta ocasión atacaron la ciudad de Troya en una guerra que se entabló, curiosamente, por una mujer. El ejército de Homero asedió la ciudad durante muchos años, con un inmenso número de guerreros, pero la ciudad se mantuvo inexpugnable y, pese al asedio, no consiguieron que los troyanos se rindieran. Al final un inteligente guerrero griego llamado Odiseo construyó un enorme caballo de madera, un animal sagrado para Poseidón, el dios de los troyanos. Y colocaron el caballo fuera de las puertas de la ciudad —sonrió ante la asamblea de guerreros—. Después los griegos en sus naves desaparecieron por el horizonte.

Lot torció el gesto.

—Entonces ¿los griegos se rindieron, sin más?

—No exactamente, Lot. Dentro del caballo Odiseo había dejado veinte hombres. Los troyanos introdujeron el obsequio en la ciudad para celebrar lo que consideraban su triunfo frente a los griegos, que se habían retirado por mar. Odiseo y sus hombres esperaron hasta que los troyanos estuvieron completamente borrachos y entonces salieron silenciosamente de su escondite. Unos cuantos abrieron las puertas de la ciudad para que entraran sus compañeros, que ya habían vuelto, mientras que los demás mataban a toda la población —Artor acompañó su frase con un gesto que remedaba el degollamiento—. Hay un viejo refrán que nos previene aún hoy de los griegos que vienen con regalos, porque pueden tener gato encerrado.

—De modo que Bedwyr y yo vamos a ser tu caballo de Troya —dijo Gruffydd.

—Para abreviar, sí. Y con vosotros irán otros tres guerreros que hablen sajón, porque hemos reunido uniformes suficientes para disfrazar a cinco hombres —Artor miró a Bedwyr—. Lógicamente tú no puedes ir con ese pelo rojizo, que delata de dónde eres. Si no podemos teñírtelo, tendrás que afeitarte, incluidas las cejas. Y sin barba, desde luego. Llevarás también un gran rollo de cuerda atado a la cintura, debajo de la ropa. El relleno te dará un aspecto más fornido y te ayudará a camuflarte mejor. Cuando superéis las cloacas y hayáis descubierto una vía de acceso en el acantilado, echáis la cuerda a nuestros soldados que estarán justo debajo.

Se detuvo hasta ver que Bedwyr asentía con la cabeza, mostrando que había comprendido la idea.

—Mis hombres atarán el cabo que les lancéis a una escala de cuerda, que vosotros alzaréis hasta la apertura del acantilado. La fijáis bien en la boca que hayáis descubierto. Una vez que tengamos allí la escalera, será muy sencillo entrar en Caer Fyrddin por las cloacas. Y Glamdring ni sospechará que estamos entrando por un camino subterráneo, bajo sus pies.

—Es un plan bárbaro —dijo Llanwith—. La perfecta estrategia del caballo de Troya, pero ¿tienes una escalera de cuerda suficientemente larga?

—A mí no se me da bien escalar —argumentó contrariado Lot, dándose una palmadita en la barriga mientras lo decía.

—¿Subirías la escalera en memoria de Gaheris?

Lot asintió, sintiendo que se le formaba un nudo en la garganta.

—Farryll, Camwy y Lucan, los tres hablan bien sajón —señaló Gruffydd—. Con ellos ya somos cinco.

Artor sonrió.

—Entonces es hora de que te corten bien el pelo, Bedwyr. Glamdring nunca te ha mirado de cerca, ¿no?

—No. Para Glamdring sólo era Perro. Pero sí reconocerá la marca del collar que llevaba como esclavo.

—Sólo si la ve —Artor se fijó detenidamente en la apariencia del joven cornovio—. Estoy seguro de que vas a parecer otro cuando te disfraces con otra ropa y te cambiemos el pelo. Y, desde luego, ocultemos las cicatrices que tienes.

—Claro que sí —corroboró Bedwyr en voz baja.

Comprendió que, pese a todos sus recelos, iba a volver a Caer Fyrddin, y lo aceptó con resignación. Como ya había dicho, prefería entrar en la fortaleza disfrazado que escalar por una cuerda al borde del abismo.

CUANDO ESTUVIERON YA cerca de Caer Fyrddin, Odin rapó la cabeza a Bedwyr con una cuchilla afilada. También le rasuró la barba de varios días y le disimuló el rojo de las cejas con un poco de tizne de carbón.

Bedwyr se sentía peculiarmente raro. Artor había conseguido en algún sitio metros y metros de soga gruesa que, enrolladas a la cintura, daban a Bedwyr un aspecto achaparrado, que en nada recordaba a su verdadera figura.

Era otro hombre.

Cuando los cinco espías estuvieron listos, con el uniforme y la armadura sajona, los escudos circulares y los llamativos cascos del enemigo, hasta Bedwyr tuvo que admitir que nadie los identificaría como celtas.

Artor sonrió al ver a los jóvenes.

—Vuestra misión es entrar en la ciudadela y anunciar a Glamdring que nuestras fuerzas están a dos horas de camino de Caer Fyrddin. Mientras vosotros estáis cumpliendo este cometido, nosotros situaremos a unos cuantos guerreros cerca del acantilado que queda debajo de la salida de las cloacas. En cuanto les hagáis llegar las cuerdas y la escalera esté bien sujeta, ya no habrá que fingir. ¿Podrás guardarte hasta entonces el odio que te inspira Glamdring?

—Sí. Puedo llegar incluso a adularle y a besarle los pies, si al final eso me permite cortarle el cuello —contestó Bedwyr irónico.

—Bien.

Sin pensarlo mucho, a la mañana siguiente cinco guerreros celtas disfrazados subían por la larga pista que conducía a la fortaleza de Caer Fyrddin. Se les veía de lejos; por eso cuando llegaron a la torre de vigilancia sabían muy bien que los arcos les apuntaban.

—Parece que Glamdring se ha dado cuenta por fin de la eficacia de sus arqueros —susurró Bedwyr.

—Yo hablo y tú te callas —le reprochó Gruffydd— Puede que Glamdring te reconozca por el tono de voz.

—Soy Cerdan Shapechanger y este hombre es Modrod of Forden —gritó Gruffydd a los sajones que vigilaban las murallas—. Y estos tres cretinos son nuestros criados. Nos hemos zafado de los escoltas de Artor y traemos noticias de Castell Collen. ¡Dejadnos entrar! Los jinetes de Artor nos siguen de cerca y sus tropas están sólo a unas horas de Caser Fyrddin.

Pese a reconocer el aspecto sajón de los cinco guerreros que tenían delante, los vigías no estaban por arriesgarse.

—Esperad. Vamos a llamar al jefe.

—Tanto mejor —masculló Gruffydd sarcásticamente en sajón.

Mientras Gruffydd y sus compañeros esperaban a las puertas de la fortaleza, chascándose los nudillos, Bedwyr observó que las cabañas del poblado habían sido abandonadas apresuradamente. Estaba claro que Glamdring había ordenado que todo hijo de vecino entrara en el recinto para incrementar las tropas de defensa.

Encima de las puertas veía unas cabezas que lo miraban con ojos vacíos. Fue duro ir reconociendo rostro tras rostro a los esclavos celtas de Caer Fyrddin, decapitados, pudriéndose colgados de los postes. Hizo un corte de mangas, dirigiéndose a las alturas.

Gruffydd se rió estrepitosamente y masculló entre carcajadas:

—¡Bedwyr, ríete, imbécil! Ahí habrá alguien vigilando a ver cómo reaccionamos.

Bedwyr intentó esbozar una débil sonrisa.

—Eran mis compañeros de cautiverio, todos, y los han asesinado uno por uno, hasta no dejar ni al último chaval.

—Por eso, ¡ríete, Bedwyr! —insistió Gruffydd—. Glamdring pronto pagará por sus pecados y ya no queda nadie que pueda traicionarte.

Bedwyr hizo un visible ademán hacia uno de sus compañeros y señaló la cabeza del más joven, un muchacho de catorce años.

—Pagará por el pequeño Gannett —dijo forzando sus carcajadas.

Como Llanwith había resumido a Gruffydd cómo cayó Castell Collen, cuando Glamdring apareció en las murallas, Gruffydd le pudo describir punto por punto la derrota. En varios momentos Glamdring asintió, lo cual hacía pensar que el caudillo ya conocía los detalles del saqueo de la fortaleza del norte. Bedwyr dio gracias al cielo de que Artor tuviera casi todo previsto.

—Decidme de nuevo cómo os llamáis —gritó Glamdring desde arriba—. ¿Quiénes sois y qué queréis de mí?

—Somos Cerdan Shapechanger y Modrod de Forden. Estos de ahí son mis criados —Gruffydd se detuvo para asegurarse de que todos los que estuvieran alrededor le oían—. Llevamos días eludiendo a los jinetes de Artor, pero ahora están a sólo unas horas de aquí. Mi familia vivía cerca de Castell Collen; han muerto todos, por eso venimos, para vengamos cuando comience aquí la batalla. Todo occidente sabe que por el sur sólo Glamdring Ironfist resiste al poder de Artor.

Glamdring se sintió un tanto halagado ante las palabras de Gruffydd.

Entonces señaló a Bedwyr con un dedo encallecido.

—¿Y tú, qué, Modrod de Forden, dónde rayos está eso? ¿Por qué has venido tú? No pareces muy desnutrido.

—Mi esposa e hijos han muerto, me han arrasado los campos y los hombres de Artor han asesinado a mis esclavos —Bedwyr elevó el tono de voz lo más que pudo—. Puede que esté algo rechoncho, pero tengo el brazo fuerte y lo ofrezco al servicio de Glamdring Ironfist.

En la memoria de Glamdring se despertó cierta sombra de sospecha.

—¡Quítate el casco, Modrod!

Glamdring observó concienzudamente a Bedwyr desde la torre vigía.

Bedwyr se alegró de haber reconocido las cabezas de sus compañeros de esclavitud. La ira le permitió enfrentarse a la mirada de Glamdring sin miedo. La decisión le hizo cuadrarse de hombros y elevar la barbilla, con aire retador, algo que Glamdring interpretó equivocadamente como un gesto que avalaba su deseo de venganza contra los celtas. En todo caso, Perro nunca habría mirado a su señor directamente a los ojos.

—Para ser sajón, no tienes pelo —señaló Glamdring con brusquedad—. No es corriente entre nosotros. ¿Por qué estás calvo?

—Por enfermedad, señor. ¡Puede que no tenga pelo, pero sí corazón sajón! Si no necesitas de nuestras espadas buscaremos un lugar seguro. Nosotros ya hemos cumplido con nuestro deber de advertirte de la llegada de los cabrones de los celtas.

—No corras tanto, Modrod. En tiempo de guerra, los rostros y las circunstancias desconocidas generan desconfianza. La fortaleza agradece la ayuda de vuestras espadas, así que pasad y sed bienvenidos como huéspedes.

Superado el primer problema, Bedwyr volvió a sus pensamientos y cruzó escéptico las puertas de Caer Fyrddin, un lugar que apenas había cambiado desde la noche en que huyó de su esclavitud.

—Podéis comer con nosotros cuando descanséis —anunció Glamdring desde donde estaba, encima de la muralla, sin dejar de mirar a los recién llegados que ya se adentraban en los confines de la fortaleza.

LA COMIDA DE la noche fue casi la perdición de Bedwyr.

La sala estaba tan asquerosa que Gruffydd empezó a temer que la comida estuviera contaminada. De la chimenea salía un humo denso, que se elevaba hacia las mugrientas vigas del techo, y las paredes estaban grasientas y manchadas, marcando los sitios que ocupaban los hombres al apoyarse contra los paneles de madera.

A lo largo de la sala se extendían mesas y bancos con restos de comida sedimentados de tiempo atrás. Glamdring y sus principales oficiales estaban sentados en una mesa más pequeña dispuesta a lo ancho en la cabecera de la sala. Gruffydd y los demás celtas se sentaron lo más lejos posible de la mesa principal. Comieron con celeridad y bebieron poco.

Los guerreros clavaban sus cuchillos en la carne de aquel aceitoso rancho, sin preocuparse demasiado de la grasa que les chorreaba por la barba. Toda la habitación apestaba a cerveza derramada. Los sajones se entretenían lanzando huesos a los perros por encima del hombro y contentándoles de cuando en cuando con un trozo de carne. Fue uno de los perros, el joven mastín gris, llamado Wind, el que casi delata a Bedwyr.

Como el perro se acordaba de él, le hizo muchas fiestas, lamiéndole las manos y poniéndose de pie para clavar las pezuñas en los hombros de Bedwyr.

—Eres un tipo curioso con los perros, amigo Modrod. ¿Siempre les gustas tanto? —Glamdring hablaba en broma, pero a través de sus turbios ojos azules brotaba un punto de sospecha.

—He criado animales desde que era niño, señor. Y reconozco que puedo convertir al más recalcitrante de los cachorros en un buen perro guardián.

Glamdring lanzó un silbido y la cabeza entrecana de su lebrel se giró desde el otro lado de la mesa.

—Vamos a ver lo que sabes hacer con este viejo Grodd —dijo Glamdring desafiante—. No deja que nadie le dé de comer más que yo.

Mentiroso, pensó Bedwyr. Cuando Glamdring se cansaba de cuidar a sus perros, a Grodd lo alimentaban regularmente los criados, aunque Bedwyr dudaba de que el sajón siquiera lo hubiera advertido.

Bedwyr cogió un hueso suculento, que rezumaba grasa, y llamó al perro por su nombre. Al principio, Grodd lo miró con hostilidad y gruñó al extraño que tenía delante. Glamdring empezó a reírse. Pero como el hueso era muy tentador, Grodd se acercó cautelosamente a Bedwyr.

Cuando llegó a un punto en que pudo reconocer el olor de Bedwyr, el perro recordó los momentos en que compartieron las sobras de comida y dejó que Bedwyr le rascara las orejas antes de coger el hueso. El celta hizo como si el perro hubiera intentado morderle y arrancarle un dedo.

—Buena pieza, señor. Ya veo por qué estás orgulloso de él.

El comentario aplacó un poco a Glamdring.

—Se ve que realmente se te dan bien los animales, Modrod. Esperemos que seas igual de eficaz con los celtas.

La cerveza corría como el agua, pero Bedwyr procuró beber poca y derramar mucha, sabiendo que iba a necesitar tener la cabeza clara a la hora de llevar a cabo la tarea que le habían encomendado.

Hubo otro momento delicado que Bedwyr superó por muy poco, cuando a una de las criadas casi se le cae la jarra de cerveza que llevaba en la mano al reconocer los inconfundibles ojos almendrados del celta.

Había conseguido que no la mataran porque era medio sajona y le habían obligado a compartir cama con Glamdring cuando tenía once años. Nadie consideró que era de la tribu de los démetas y que podría molestarse al tener que ocupar un puesto de servicio en la fortaleza.

Cuando Bedwyr se dio cuenta de lo consternada que se había quedado al reconocerlo, tiró de ella y la sentó sobre sus rodillas, antes de que la muchacha pudiera abrir la boca. Tocándole uno de sus enormes pechos con la mano, la obligó a besarlo, mientras él le acariciaba la oreja.

—¡Sonríe, mujer! Si valoras en algo tu vida, no me delates.

La mujer sonrió nerviosa, al tiempo que Bedwyr le rasgaba impulsivamente la andrajosa túnica que llevaba y empezaba a manosearle los pechos. Glamdring, siempre al tanto, estalló en una risa cruel, junto a sus oficiales. Bedwyr empezó a besarle los pezones, susurrándole al mismo tiempo.

—Enciérrate esta noche en la cocina y con un poco de suerte tú y tus hijos sobreviviréis a lo que aquí ocurra.

—Déjala ya, Modrod —ordenó Glamdring desde su mesa, elevada sobre las demás—. No es más que una criada y no vale para mucho, salvo para traemos buena cerveza. Si quieres una mujer de verdad, hay aquí unas viudas sajonas a las que les gustará cabalgar contigo, como nunca lo has hecho.

Glamdring levantó su copa en forma de cuerno para que se la llenara la chica, a la que todavía se le veían los pechos al descubierto a la luz del hogar. El sajón le retorció un pezón con toda la fuerza de su mano izquierda y la muchacha dio un grito ahogado de dolor. Después, cuando se marchaba apresuradamente a rellenar la jarra, se volvió y lanzó a Bedwyr una sonrisa rápida y enigmática.

—Gracias, mi señor, pero siempre me ha atraído la carne de las sirvientas femeninas. Hay algo en el miedo… que le da un poco de chispa al hombre.

Glamdring se echó a reír, manifestando coincidencia de pareceres, y la velada siguió su curso.

Al final, fingiendo que estaban borrachos, los cinco celtas se acurrucaron sobre la paja, a las puertas de la sala, mientras que los guerreros sajones que todavía podían tenerse en pie se marcharon a sus barracones.

Gruffydd estaba maravillado ante la confianza que había mostrado Glamdring. Pese a que le habían advertido de que el peligro acechaba, dentro de la fortaleza sajona se vivía como si fuera éste tiempo de paz.

«Así tenemos más fácil la tarea —pensó Gruffydd con sarcasmo—. La derrota en Mori Saxonicus no le ha enseñado nada a Glamdring. Ante la venganza de Artor está dispuesto a arriesgar los guerreros que le quedan sin preocuparse de reforzar la guardia. ¡Este tipo está loco!»

Mientras se hacía el dormido, tumbado en una paja llena de chinches, con el maloliente Wind bien apretujado junto a él, Bedwyr se maravillaba de la rapidez con que habían cambiado sus circunstancias. Hacía sólo una semana que había abandonado esa pila de paja y ahora estaba aquí otra vez, planeando derribar Caer Fyrddin y hacer caer sus pilares sobre la cabeza de Glamdring.

—Es hora de irnos —susurró Gruffydd.

Los cinco hombres y el enorme mastín se pusieron de pie.

—¿Tenemos que llevarnos al animal? —Gruffydd señaló su cuchillo—. Podría interferir en lo que hagamos.

Bedwyr se sintió horrorizado.

—Wind es mi perro y me lo pienso quedar. Lo he criado desde que era un cachorro, así que respondo de su carácter. Y si es posible me gustaría que no tocáramos a los animales. Los sajones suelen tratarlos mucho mejor que a las personas.

—Bueno, ¡pues a joderse! Pero ocúpate tú de que ese enorme tarugo no nos complique las cosas. Nos guías, Bedwyr.

La sala estaba tranquila, salvo por los ronquidos de algunos y por los grupos de perros que se revolvían de tanto en tanto. Pero Bedwyr no tenía más que susurrarles unas palabras y los animales se volvían a dormir.

A la cabeza del grupo de hombres, Bedwyr indicaba el camino con una pequeña antorcha en la mano. Gruffydd se quedó en la retaguardia, abriéndose paso en la oscuridad con otra pequeña antorcha. Los hombres fueron avanzando a través de estrechos y húmedos pasadizos que unían las cocinas y los dormitorios hasta que llegaron a unos barracones en pendiente y a una oscura entrada de escalones desgastados que conducían al abismo estigio.

—Son los graneros —susurró Bedwyr y empezó a bajar.

Bedwyr fue abriendo camino entre cestos de mimbre y tinas de almacenaje, hechas de cuero y madera, hasta que detrás de una pesada caja llena de diversas piezas de cerrajería, descubrió una minúscula apertura de piedra, curvada por arriba, que apenas tenía un metro de altura.

—A partir de aquí el corredor se va haciendo cada vez más pequeño a medida que avancemos.

Wind se mostró inicialmente reacio a entrar por el oscuro agujero, pero pronto se metió con dificultad, detrás de Bedwyr, no fuera que lo abandonaran allí. En la retaguardia Gruffydd siguió a sus compañeros, lanzando toda clase de juramentos sarcásticos, mientras gateaba.

Pasados unos noventa metros, el corredor de piedra se ampliaba hasta el punto de que podían ir de pie, aunque algo encorvados. Las paredes estaban cubiertas de porquería incrustada durante décadas y de cieno reseco. Gruffydd intentó por todos los medios no pensar en los desechos de las letrinas que habían alimentado este canal a lo largo de los años.

«Al menos tenemos que agradecer que las cloacas ya no se utilicen», pensó enfurruñado.

Las cloacas descendían cada vez más, estrechándose tanto en ocasiones que Bedwyr tenía que quitarse la cuerda para serpentear por un espacio tan reducido. La sensación angustiosa de que tenían toneladas de tierra y roca por encima de sus cabezas hacía creer a los celtas que llevaban años enterrados y que sus cadáveres estaban podridos tras décadas de inmundicia.

Pasaron una hora muy desagradable gateando.

Entonces, con la misma inmediatez con que se habían internado en la cloaca, llegaron al final. Un tenue rayo de luna se insinuaba al final del túnel descendente y los cinco hombres se encontraron en una salida llena de escombros que se abría vertiginosamente al vacío.

Al examinar la cavernosa apertura, Bedwyr observó que los romanos habían construido estas cloacas con piedra cuidadosamente labrada y la roca viva de la montaña. Pero al mismo tiempo, esos sagaces ingenieros, conscientes de la debilidad que aquello suponía para la defensa de la fortaleza, se esforzaron por instalar barras de hierro en la piedra, para impedir probablemente que algún enemigo tenaz los atacara por la espalda.

La mayoría de los barrotes se habían partido por el óxido o estaban rotos por el simple paso del tiempo, pero aún quedaban dos montantes de metal en el filo mismo de la salida, firmemente arraigados al suelo de roca. Para evitar arriesgarse usando sólo uno, Bedwyr utilizó los dos para asegurar la cuerda.

Gruffydd lanzó una piedra al tenebroso vacío que tenían delante.

Desde la oscuridad, allí abajo, alguien lanzó una maldición. Gruffydd sonrió dirigiéndose a Bedwyr.

—Creo que debo haberle dado a alguien en la cabeza.

Dejaron caer la cuerda y los hombres se volvieron a meter en la cloaca. Al rato notaron que tiraban del cabo y Bedwyr fue recogiendo de nuevo la soga, que venía con la escala sólidamente atada a ella, hasta la entrada de la cloaca. En cuestión de minutos la escalera estuvo también convenientemente amarrada a los montantes de hierro.

Bedwyr acarició la enorme cabezota de Wind, rogando al cielo que la escalera fuera lo suficientemente larga y fuerte como para aguantar el peso de los hombres.

La cuerda chirrió y se tensó cuando el primer escalador inició el ascenso. A la entrada de la cloaca los cinco hombres observaban angustiados, con el corazón en la garganta, viendo que el metal cedía un poco; pero los barrotes aguantaron.

Odin, el guerrero más pesado con mucho, entró a gatas a la cloaca.

Uno a uno fueron llegando los demás hombres. Artor miró a Wind con dulce curiosidad. El mastín enseñó los dientes por un instante, pero inmediatamente bajó la cabeza en señal de sumisión.

—¿Es tu perro, Bedwyr?

—Sí, mi señor. Y te agradecería mucho que cuando tomemos la fortaleza no mataras a los animales de los sajones. Son unos animales extraordinarios, buenísimos cazadores y guardianes. Puedo asegurarte que son lo único verdaderamente bueno que tienen estos sajones. Aunque los educan para asesinar personas, son criaturas nobles. Si alguna vez consiguiéramos educar nosotros este tipo de animales, conseguiríamos que nos fueran útiles a la causa.

Artor sonrió ante el rostro sincero y preocupado de Bedwyr.

—¿Los alimentabas tú cuando eras esclavo?

—Sí, mi señor.

—¿Te obedecerían?

—Sí, mi señor —Bedwyr acompañaba sus respuestas al rey con asentimientos de cabeza—. Y otra cosa, señor —continuó—. Hay una esclava en Caer Fyrddin que es sólo mitad sajona. No me ha delatado y le he prometido que ella y sus hijos serían liberados. Tuvo suerte de no ver su cabeza convertida en adorno de las puertas de Caer Fyrddin, como ocurrió con las de los demás esclavos celtas que estaban aquí cuando maté a Wyrr. Estos esclavos llevan años maltratados y ella está ya abatida del todo. Te pido que no la mates, si puedes. Le he dicho que se encierre en las cocinas y me espantaría verla sufrir por mi causa y por la de los míos.

—Muy bien, Bedwyr —contestó Artor—. Después de todo, esa mujer lleva algo de sangre celta en las venas.

Pasaron varias horas hasta que entraron en la fortaleza unos cien hombres. Tuvieron que subir uno a uno, porque los montantes sólo resistían el peso de un guerrero. Y contra todo pronóstico el viejo hierro resistió firme en la roca.

El resto de las tropas, bajo las órdenes de Llanwith y Lot, estaba preparado para lanzarse en tropel por las puertas de entrada en cuanto los necesitaran.

—Dinos por dónde, Bedwyr —ordenó Artor—. Odin irá inmediatamente detrás de ti, y después yo. Iré detrás de Odin porque somos los dos más corpulentos del grupo y los que tendremos más dificultad para pasar por estos túneles.

En cualquier caso, uno y otro casi se quedaron atrapados en las zonas más estrechas. Cuando por fin alcanzaron la relativa comodidad del almacén, tanto Artor como Odin decidieron para sus adentros que jamás se comprometerían a semejante ordalía.

Artor se volvió hacia Bedwyr.

—¿Dónde estamos ahora?

—Las dependencias de los guerreros quedan a tu derecha, según sales de este almacén —explicó Bedwyr, dibujando un plano en el empolvado suelo de piedra—. Habrá por lo menos unos cuatrocientos hombres acuartelados ahí.

—Odin, te ordeno que cojas cincuenta hombres y tomes el recinto de los guerreros. Mátalos y no pares hasta que mueran todos o accedan a dejar sus armas. No tenemos suficientes soldados para tomar prisioneros hasta que termine la batalla y la fortaleza esté bajo control. ¿Queda claro?

—Sí, mi señor.

Artor se volvió hacia Bedwyr, que seguía explicando.

—Al menos veinte guerreros más duermen en la gran sala con los perros. Aunque están borrachos y no deberían oponer especial resistencia, los perros pueden causar problemas, porque están entrenados para matar y cazar.

—¿Dónde estará Glamdring? —preguntó Artor con voz suave y peligrosa.

—Ironfist estará con sus mujeres, aquí —Bedwyr señaló violentamente con el dedo un punto en el improvisado mapa que estaba trazando—. Pero puede que se haya llevado consigo algunos hombres de su guardia personal, dado que está advertido de la amenaza de tus tropas. La torre vigía estará bien custodiada y a esos hombres habrá que matarlos si queremos abrir las puertas. Hay más guardias en las murallas, pero no creo que revistan mucha importancia.

Artor asintió.

—Contamos con la ventaja del factor sorpresa, así que deberíamos terminar la batalla rápidamente. Afortunadamente Glamdring no tiene medio de conseguir refuerzos. Yo me pondré al frente de una fuerza principal de veinte soldados y aseguraré la gran sala, mientras que tú tienes que escoger cinco hombres para sorprender a Glamdring y su guardia personal. Tu misión es capturar a Glamdring y matar a los guerreros que estén con él. Sin piedad.

Bedwyr asintió, indicando que lo había entendido.

—Gruffydd. Tú ponte al frente de los soldados que queden y captura la torre vigía. A la más mínima oportunidad, haz que algunos abran las puertas para permitir que Llanwith y Lot penetren en la fortaleza con sus soldados —Artor recorrió con la vista la asamblea de oficiales allí reunidos—. ¿Está claro el plan y estáis de acuerdo con lo que hay que hacer?

—¡Sí! —respondieron a coro.

En treinta minutos, los sajones fueron capturados o asesinados. Muchos decidieron morir en un acto de rebeldía final.

Llanwith, junto con Lot, introdujo a sus jinetes en Caer Fyrddin y fue abriéndose camino por entre los guerreros que escapaban del osario de la gran sala y de los barracones.

De los perros sólo Grodd prefirió morir. El cráneo del animal estaba partido en dos por el golpe que le asestó un hacha cuando intentaba defender a su dueño.

En cuanto descubrieron a Glamdring, desnudo y sorprendido, en la cama con su mujer, lo rodearon y lo mantuvieron apartado de sus armas. Estaba a merced de Bedwyr.

Liberaron a la sirvienta que se había encerrado en las cocinas, y a las demás esclavas. Al principio, se arredraron y lloraban, temiendo que les esperara el habitual destino de las mujeres apresadas durante una batalla, pero Artor recordó su juramento y las llevaron a la gran sala. Decidió que no sufriría daños ninguna mujer inocente de las que habían sido obligadas a trabajar en la fortaleza de Caer Fyrddin.

Las mujeres de Glamdring y las de los demás vasallos de la fortaleza eran capítulo aparte y tendrían que sufrir el destino de aquellas que, en último término, se ven convertidas en trofeo de guerra. Los niños sajones fueron agrupados para ser conducidos al oeste donde serían entregados como esclavos o dados en adopción.

Al sajón no se le permitió el honor de vestirse. Bedwyr lo sacó de la cama a patadas, desnudo y desconcertado, mientras que Gruffydd se ocupaba en acallar los gritos de su mujer. Bedwyr agarró a Glamdring por la cabeza y se la echó para atrás con fuerza tirándole de su sucia cabellera para arrebatarle el Cuchillo de Arden que llevaba colgado del cuello. Amenazándole con el cuchillo en la garganta, le obligó a caminar hasta la sala, dando tumbos, descalzo, resbalándose sobre la sangre derramada y con sus marchitas vergüenzas al aire, que levantaron todo tipo de procaces chanzas.

—Ahora ya no te jactas tanto, enano —dijo Bedwyr con aire despectivo, mientras Glamdring movía la cabeza, confuso, intentando recordar de quién era esa voz que le venía a la memoria—. Una mierda, mucha palabrería, nada más, ¿no?

—¿Quién eres? —preguntó Glamdring.

A decir verdad, el jefe nunca había temido a la muerte. Sólo al fracaso.

—¿No reconoces a tu perro fiel? Venga, Glamdring Jellyfish, gallina traidora, ¿nunca pensaste que volvería acompañado del ejército de Artor? ¡Sin Wyrr, que te decía lo que tenías que pensar, siempre has sido un inconsciente!

Desnudo, Glamdring estaba de pie en medio de su gran sala, furioso, intentando liberarse por todos los medios. Pero pronto se dio cuenta de que Bedwyr se complacía viendo sus infructuosos esfuerzos. Cerró la boca de golpe, hasta el punto que del esfuerzo se le marcaron todas las venas del cuello, pero se cuadró, levantó la cabeza y se mantuvo callado.

Los celtas lo rodearon y lo encerraron junto a los escasos sajones supervivientes en un círculo de hierro.

Pese a lo impotente que estaba, había algo noble en el rostro de Glamdring que avivaba su imperturbabilidad, esa misma nobleza que poseen los osos o los jabalíes cuando luchan con los perros, sabiendo que al final van a morir. Bedwyr se hizo el fuerte y se acarició la cicatriz que le marcaba el cuello.

Artor dio un paso al frente, con el pelo suelto, sin casco, luciendo una envergadura que eclipsaba hasta al gigante de Glamdring. Bajó la vista para mirar el rostro barbado del hombre que había decidido mantenerse erguido y cuyos ojos destilaban un odio implacable.

—En Y Gaer mataste a mis enviados, que llegaban con una propuesta de paz. ¿Qué excusa tienes para haber cometido semejante traición?

—¿Es que se puede traicionar a los celtas y a los cobardes bellacos? Esta tierra nos pertenece. Sois vosotros los usurpadores. Hemos vivido aquí durante generaciones, invitados por vuestro rey Vortigern. Como descendiente de Horsa reclamo mi derecho sobre estas tierras.

—Si te hubieras dignado a escuchar lo que te proponía, esta tierra seguiría siendo vuestra —Artor mostraba un auténtico pesar—. Estaba dispuesto a ofrecerte un pacto digno, entre iguales, en el que se admitía vuestro derecho sobre la tierra que conquistaron vuestros antepasados. Tú y yo somos británicos, como lo es Lucan, por mucho que su abuelo fuera ciudadano romano —Bedwyr señaló con indiferencia a uno de sus compañeros que se había hecho pasar por sajón para entrar en la ciudadela—. Habla sajón, exactamente igual que tú. Es más, tú mismo lo invitaste gustoso a entrar en la fortaleza. Pero es británico y está orgulloso de serlo. El rey Lot es descendiente de los Pictos, que gobernaban esta tierra cuando todos nuestros antepasados vivían en cabañas de barro y no sabían nada. Si hubieras aceptado que eres primero británico y luego sajón, no habrían muerto cientos de hombres. El error, Glamdring Ironfist, está en tus prejuicios y en tu soberbia.

Glamdring escupió a Artor, que se apartó. Artor sintió tristeza al ver a aquel hombre, desnudo, todavía tan poderoso y altanero pese a sudesnudez.

—Eras un enemigo digno, pero habrías podido ser un mejor aliado.

¿Cuándo va a aprender tu gente? ¿Cuándo van a contemplar estas montañas, estas llanuras y estos pastizales como lo que son? Un regalo que nos han legado los dioses, sobre todo si fuéramos capaces de vivir en paz y en armonía todos juntos.

—¡Nunca! —Glamdring gritó enfurecido—. Soy el heredero de Vortigern. Esta tierra es mía. Puedes matarme, si quieres, pero no voy a cambiar en nada.

Artor suspiró.

—¡Vortigern era celta, Glamdring, celta! ¿No lo entiendes? Hablas como si estuvieras loco, como si fueras un necio, y por eso lo que no te sirve, lo degradas o lo matas. Cualquier persona inteligente sabe que la crueldad siempre se vuelve contra uno y golpea cien veces más fuerte —miró a los oficiales que Glamdring tenía alrededor—. ¡Cuidaos de vuestros enemigos!

Llanwith dio un paso al frente.

—Has asesinado a todo soldado de la tribu de los ordovicos que haya puesto un pie en vuestras tierras. Y no mostraste compasión alguna. Regaste de sangre a tus propios jóvenes haciéndoles torturar a nuestros guardas de frontera. Nos robaste las mujeres y abusaste cruelmente de ellas. Exijo que mueras.

Glamdring le escupió.

Entonces se adelantó unos pasos el rey Lot.

—Tienes suerte de que mi reina no esté hoy aquí conmigo, porque exigiría que las mujeres celtas te desollaran vivo. Fui tu aliado, y aun así mataste a mi hijo porque no quiso romper un juramento de sangre. Cualquier hombre mejor y más sabio que tú habría liberado a mi hijo por el valor que demostró. ¡Exijo que mueras!

Gruffydd dio un paso al frente.

—Tus soldados mataron a mi familia y yo fui tornado como esclavo —Gruffydd se rasgó el sayo que tenía bajo la túnica para mostrar la cicatriz de lanza—. Llevo la marca sajona. Por tu culpa y por la de tu sanguinario padre me he visto obligado a matar a mucha gente buena de entre los sajones. Yo también exijo que mueras.

Por último, Bedwyr mostró su cabeza rapada. Se puso frente a Glamdring, con el perro Wind a su lado.

—Me llamabas Perro y me enseñaste a odiar. Vi cómo morían cruelmente mis compañeros y me tomaste como esclavo. Limpié tu escoria, aprendí tu lenguaje y me vi obligado a asesinar al brujo, Wyrr. Soy Bedwyr, de los cornovios, nacido cerca de los bosques de Arden y te odiaré siempre por la crueldad que has demostrado —sonrió triunfante ante Glamdring Ironfist—. También yo exijo que mueras, porque yo, Bedwyr ap Bedwyr soy el Cuchillo de Arden.

Al final Glamdring perdió la compostura y chilló, blasfemó, enrojecido de ira, y lanzando chispas por los ojos. Se negó a aceptar que había contribuido a su propia destrucción, porque ni él ni Wyrr valoraron nunca a un esclavo.

—Si he de morir, dejadme morir en combate —exigió—. Lucharé contra cualquiera de vosotros, o contra todos. Me da igual.

—No permitiste a Gaheris el honor de morir en combate —Artor afirmó sin miramiento alguno—. Por lo que hiciste con Gaheris, servirás de alimento a los buitres, como le ocurrió a él, y te verás privado de un entierro digno de tus cenizas.

Glamdring intentaba soltarse de sus ataduras.

—Por lo que hiciste a Gaheris y a Cerdic y a todos esos nobles guerreros que murieron en Y Gaer por tu traición, serás ejecutado como te mereces, como cualquier delincuente.

Artor miró a Glamdring, directamente a los ojos.

—Se te cortarán las manos, como a los ladrones y morirás ahí, donde estás ahora. Cuando mueras las manos que asesinaron a Gaheris le serán entregadas a su madre, la reina Morcadés, para que ella disponga de ellas como desee. Que los dioses tengan piedad de ti en las sombras de la muerte.

Artor hizo una señal con la cabeza a Odin, que se encontraba justo al lado de un vociferante Glamdring Ironfist. El propio rey Lot sostenía la cuerda que inmovilizaba las manos del sajón. De un estirón le pusieron las manos extendidas sobre una mesa.

—¡Ya!

La voz de Artor resonó firme y su rostro no revelaba más que el desprecio que sentía por Glamdring.

Cuando de un fuerte golpe de hacha Odin le seccionó las manos al sajón por encima de las muñecas, Bedwyr se dio la vuelta y a su pesar vomitó. Glamdring empezó a dar alaridos de espanto, de dolor y de furiosa impotencia.

Uno de los oficiales de Lot recogió la macabra reliquia y las metió en un saco de cuero, mientras Glamdring se contemplaba los muñones.

Siguió mirando y viendo cómo se iba desangrando poco a poco sobre la paja.

—En nombre de Gaheris y en su memoria, exhibiremos tu cabeza en un poste y la llevaremos por estas tierras hasta Cadbury Tor, donde los carroñeros terminarán de limpiarla. En mi lugar tú habrías hecho lo mismo conmigo. En ti no veo signo alguno de sensibilidad ni de decencia, tan sólo el instinto de las bestias, por eso no te perdono la vida. Dejarte existir así, sin manos, sería un castigo demasiado cruel y yo no soy como tú. Por tanto, yo, Artor, rey de los británicos, he resuelto: ¡hágase!

Glamdring inclinó su rostro lívido hasta que el cabello le ocultó las facciones. Como se estaba desangrando rápidamente, cayó sobre una de sus rodillas, como si al final estuviera rindiendo algún tipo de homenaje al rey supremo de los británicos.

Había llegado a creer que Artor sería compasivo.

Odin blandió de nuevo el hacha con fuerza y segó la cabeza de Glamdring. Cogió la lanza a uno de sus hombres, empaló la cabeza y la izó, ante la aclamación de todos los soldados celtas allí reunidos.

—El cuerpo de Glamdring será arrojado en mitad del campo, fuera de Caer Fyrddin, para festín de los buitres. Después despojáis a este apestado de todo lo que tenga de valor. Los niños y las mujeres que quieran someterse serán conducidos hacia tierras del sur donde comenzarán una nueva vida. Bedwyr se llevará los perros de Glamdring. Todo lo demás será arrasado.

Y así la fortaleza de Caer Fyrddin quedó reducida a cenizas y escombros.

Lejos de allí, en una carreta tirada por bueyes que transportaba heridos, Myrddion vio por el oeste una columna de humo negro. Y mientras la miraba, recordó cada una de las campañas de Artor con remordimiento. Incluso ahora, después de tanto tiempo, seguían muriendo hombres para asegurar la paz a la nación celta.

Myrddion se llevó la mano a las sienes para calmar un fuerte dolor de cabeza que empezaba a propagársele por todo el cráneo. Había tantos lugares fantasmales y era tan difícil acordarse de todos… Magnis, Lindum, Pontes y Causennae, donde estaban aquellas calzadas romanas tan rectas; en las colinas debajo de Ratae y en el río, en los alrededores de Vernemetum; los lugares se sucedían en su cerebro uno tras otro, en una larga y sórdida procesión de heridos, amputaciones y muertes terribles. Todavía olía las hogueras crematorias de Vindomora, donde fueron presas de un invierno que cayó con puño de hierro y los sajones y los pictos, esos guerreros azules, casi habían conseguido romper la línea de Artor hasta que logró conducirlos hacia el hielo que sus zapadores llevaban días debilitando y ocultando. Curiosamente, los sajones no nadaban.

Myrddion se esforzaba por recordar los nombres. Navio fue terrible, en las profundidades de la espesura que cubría las faldas montañosas. Los sajones y los celtas se habían estado persiguiendo durante todo el otoño, infame, largo e inútil, hasta que los sajones y los anglos se retiraron al territorio que se extiende más allá de Lindum. Y entonces, antes de que pudieran restañar sus heridas y recuperar fuerzas, Artor reunió a las dispersas tropas que le quedaban, infundió fuerza a aquellos hombres cansados y los obligó en una agotadora expedición a marchar tras el enemigo. En un vado sin nombre, los celtas hicieron correr ríos de sangre enemiga.

Está claro que, en las tempranas épocas de lucha, los sajones habían salido en masa de Anderida, donde dio comienzo la violenta campaña, aunque Artor había obtenido importantes victorias en Anderida Silva y al este de Noviomagus. Pese a todo, Anderida seguía siendo baluarte sajón, un bastión que vigilaba los mares de las Gallias, y llegaría el día en que ni siquiera la enorme fuerza de Artor podría detener su lento e inexorable avance. Cada verano los bárbaros extendían sus murallas y su esfera de influencia en tomo a Anderida. Myrddion era realista, como lo eran los ciudadanos de Noviomagus, Portus Adurni o de Clausentum. Un día, cuando Artor no estuviera, Anderida prendería fuego a todo el sur.

—Señor de la Luz, Myrddion de las Alturas, padre adoptivo y tocayo, te ruego ayudes a mi señor —susurró Myrddion—. El rey supremo no entiende que una paz frágil puede ser más destructiva que todos los feroces enfrentamientos juntos. ¿Pues quién detendrá la crueldad humana cuando todos los enemigos estén derrotados?

Pero el adivino sonreía dolorosamente ante sus reparos, porque en lo más profundo de su sabio y secreto corazón, se regocijaba al ver la magnitud que había cobrado la derrota sajona. Sí, los relatos de la gesta se expandirían como el fuego y crecerían, narración tras narración.

Y así se ganó la decimosegunda y última gran campaña de las guerras de Artor contra los sajones y comenzó la leyenda de Camlann.