CAPÍTULO IX

UNA TEMPORADA EN EL HADES

EL PEQUEÑO REINO de Myrddion era una especie de infierno. El hedor de los muertos era constante, no intenso, ni dulce todavía, porque la muerte era reciente, sino húmedo y denso, como el aire que queda en la habitación vacía, una vez que el paciente ha muerto.

Los hombres yacían sobre camastros improvisados en un círculo formado por carros. Con la mirada absorta por la adormidera, tenían heridas de diversa gravedad: muñones ensangrentados por amputación de hacha o espada; heridas de flecha, penetrantes, que olían como la propia muerte; y el delirium de las heridas craneales a las que pocos sobrevivían. Los que tenían heridas leves ya se habían reunido con sus compañeros, luciendo heroicos vendajes, puntos o cabestrillos, Preferían matar una y otra vez antes que regresar al hogar de los muertos vivientes de la colina.

Myrddion y sus ayudantes trabajaban sin descanso. Aunque tenía el delantal totalmente manchado de sangre seca y fresca, las manos estaban impecables, porque se había dado cuenta de que con las manos sucias la infección se propagaba. Había encargado que le trajeran regularmente agua del río hervida, pensando que el agua de las corrientes salobres estaría limpia. Además lavaban cualquier trozo de tela que usaban con un paciente antes de tocar a otro con él, exactamente igual que Myrddion se enjuagaba las manos antes de tocar a otro paciente. Había quienes morían, pero otros juraban que el hijo del diablo salvaba más vidas de las que perdía.

Myrddion estaba agarrándole la mano a un moribundo, haciéndose pasar por su padre y ofreciéndole una mentira piadosa para consolarlo, cuando llegó Odin ayudando a Artor a entrar en el círculo de los desahuciados. Myrddion palideció al verla cara tan sumamente demacrada de Artor, pero no varió el tono suave y cadencioso con que hablaba de los partos matutinos y de los terneritos pastando en los valles de arriba. Los ojos de su paciente tenían las típicas pupilas de adormidera y pronto se sumió en un sueño, arropado por el arrullo de su padre hablando de asuntos domésticos y cotidianos.

Myrddion le soltó la mano con suavidad y se agachó para besarle sus agitados párpados. El joven sonreía entre sueños.

—¿Vivirá, Myrddion? —preguntó Artor en voz baja, cuando el curandero se acercó a él, sumergiendo las manos en agua limpia.

—No. Lo han destripado. Morirá por la mañana, ya nada puedo hacer. Si los dioses le son compasivos, dormirá toda la noche, al menos mientras nos dure la adormidera, y prometo que no sufrirá dolor alguno.

La habitual serenidad que manifestaba el rostro de Myrddion reflejaba una infinita tristeza v Artor empezó a entender todo lo que conseguía su principal consejero en el campo de batalla. Si un moribundo necesitaba un amante, un amigo, una esposa o un padre, Myrddion adoptaba ese papel. Decía todo lo necesario para infundir paz y ofrecer un bálsamo afectivo a los que sufrían y permitía que los valientes murieran envueltos en los brazos de sus seres más queridos, que estaban lejos. Pese a no haber asestado un solo golpe, Myrddion Merlín tenía la gentileza y la dignidad de los héroes.

A Artor le empezó a dar vueltas la cabeza y casi se desmaya.

—Ven, Artor —ordenó Myrddion, que llegó a tiempo de cogerle para que no se cayera—. Tengo un camastro limpio para ti. Déjame ver qué te han hecho.

Artor retrocedió.

—No; no puedo estar aquí con estos hombres. No puedo estar enfermo, porque hay muchas cosas que se deciden en las batallas de mañana. Sácame la cabeza de la flecha y ponme un vendaje bien apretado. Que pase lo que tenga que pasar. Me tienen que ver al mando cuando el amanecer empiece a iluminar el día.

Myrddion sonrió con dulzura, entendiendo bien lo que decía.

—Si te estás muriendo, Lord Artor, te lo digo. Si no, harás lo que yo considere. Odin, desnuda a tu señor de cintura para arriba.

Por una vez, Odin eludió las febriles manos de Artor y obedeció a Myrddion. Le quitó la coraza, después el jubón de cuero y ambos hombres palidecieron al ver lo manchada que tenía la camisa de lana. Cuando tuvo el torso desnudo, enseguida advirtieron la cabeza de flecha.

—¿Qué tal respiras, señor? —preguntó Myrddion con delicadeza.

—Me duele, pero el aire sigue entrando y saliendo —contestó Artor con humor—. No, Myrddion, no tengo ningún colapso pulmonar, pero al hablar me duele.

Myrddion le examinó la espalda y presionó ligeramente sobre el músculo que tenía hinchado debajo del hombro. Pese a haber apretado los dientes, Artor dio un grito y palideció aun más. Targo estaba seguro de que su señor se iba a desmayar, pero Artor hacía lo posible por mantenerse erguido.

—¿Y bien, Myrddion? Me prometiste la verdad.

—La flecha te ha traspasado prácticamente el cuerpo. Tengo que hacerte una incisión por la espalda para sacar la cabeza y el asta que viene con ella. Creo que debes tener también la clavícula rota, por eso te duele, pero no, no es ningún colapso pulmonar. Esta herida te podía haber matado.

—Pues empieza a cortar, porque tengo que volver a mi puesto.

Myrddion se rió un poco.

—¡No, mi rey! Ahora estás en mis pequeños e infernales dominios, y creo que la herida es grave. Sí, te haré un remiendo para que al amanecer puedas reunirte con tus tropas, pero a no ser que quieras abandonar esta vida, debes dejar tu cuerpo a mi cuidado. Al menos por esta noche.

—¡Mierda! —espetó Artor, porque Myrddion rara vez mentía y a él nunca.

Dirigió la cabeza hacia Targo.

—Ocupa mi puesto en la línea de batalla, Targo —dijo con suavidad—. Dile a los que pregunten que Myrddion está cosiéndome una pequeña herida y que me reuniré con ellos al amanecer.

—¿Yo? Nunca he estado al mando. Ya sabes lo que pienso de los oficiales.

Artor apretó los dientes, cuando Myrddion le exploró la herida que tenía alrededor de la flecha.

—¡Haz lo que te digo! ¡Inmediatamente!

—¡Vaya mierda! ¿Yo, oficial? He estado cuarenta años o más intentando eludir esa responsabilidad.

—Te convertiste en oficial el día que a mí me nombraron rey supremo, o sea que no discutas. Limítate a obedecer las órdenes que te acabo de dar —Artor sonrió—. Y recuerda, si te equivocas, date por muerto.

—¡Por todos los dioses! —soltó un contrariado Targo, al salir del círculo de los heridos.

Myrddion seguía explorando la pequeña entrada de la herida que tenía Artor en el hombro.

—Ahora te voy a hacer daño, Artor. Puedes tomar adormidera, si quieres, pero preferiría que estuvieras despierto para saber si te estoy tocando algún punto vital. Odin te sujetará y quiero que aprietes esta cinta de cuero con los dientes, lo más fuerte que puedas. Lo último que quiero es que te muerdas la lengua.

Artor negó con la cabeza.

—Nada de adormidera. Lo haremos como tú digas, viejo. Lo único que te pido es que tengas cuidado de no equivocarte con el cuchillo, porque temo que Odin no sabría diferenciar.

Odin y otro de los curanderos ayudaron al rey a sentarse con la espalda erguida sobre el camastro, y le sujetaron bien los brazos al lado del cuerpo. Un tercer hombre, muy corpulento, se sentó sobre las piernas del rey, mientras Myrddion le metía la tira de cuero en la boca.

—No creas, tener que hacer esto me duele a mí más que a ti —le dijo Myrddion medio bromeando, mientras realizaba una incisión rápida en la espalda con una cuchilla estrecha y bien afilada.

Artor se estremeció todo él por el dolor repentino.

—Agarradlo fuerte —ordenó Myrddion, y volvió a cortar carne y músculo, esta vez más adentro, en el mismo sitio. A Artor le corría el sudor frío por la frente, mientras apretaba el cuero con los dientes todo lo fuerte que podía. Cuando Myrddion indagó en la herida abierta con un pincho desinfectado al fuego, sólo la enorme corpulencia de Odin impidió que el rey se moviera.

—¡Ajá! —gritó—. He encontrado la punta del metal.

Como Myrddion tuvo que meter el pincho todavía más dentro de la herida, a Artor se le nublaron los ojos y quedó inconsciente.

—¡Bien! Ahora tenemos que ir rápido.

Myrddion tenía los dedos resbaladizos por la sangre, pero no se los limpió. Prefirió hendir el pulgar y el índice en la herida, partiendo físicamente músculos y tendones para abrir un camino por el que pudiera salir la punta de flecha.

Entonces, de pie justo delante de su rey, el curandero se dispuso a realizar la tarea que tenía delante.

Con el cuerpo tenso y con la palma de la mano izquierda sobre el astil clavó el fragmento de madera roto todo lo que pudo en el hombro de Artor.

Odin vio con horror cómo aparecía la cabeza de flecha por la espalda del rey, a la altura del hombro. Por él, habría golpeado a Myrddion en ese momento, pero al ver la mirada que le dedicaba el sanador, se apaciguó.

Myrddion volvió a la herida abierta por detrás y agarró firmemente la cabeza de flecha con unas pinzas enormes. Después sacó limpiamente la punta y el astil roto por el hombro de Artor, en medio de una fuerte hemorragia de sangre.

La sangre manaba a borbotones de las dos heridas. Odin quería tapar la herida del pecho, pero Myrddion le dio un manotazo para impedírselo.

—No toques a nuestro rey, si realmente lo aprecias —espetó—. La sangre al salir limpia las heridas y nos facilita la tarea.

Hasta entonces Myrddion no se había parado para lavarse las manos. Lo hizo ahora.

—Necesito un trapo nuevo, Fynn. Que esté limpio y no se haya usado antes. Y también necesito la botella de bálsamo y el frasco de cristal que está en la bolsa del caballo. ¡Corre!

Fynn fue presuroso a uno de los carros de avituallamiento donde tenían unas cajas de madera impecables con los materiales necesarios para los sanadores en tiempos de batalla. Ayudándose de unas pinzas y con las manos limpias, sacó un paño doblado que le llevó a Myrddion. Después cogió un jarro de cerámica marcado con el número X romano y dejó los demás recipientes, marcados con otros números, en sus lechos de paja.

La otra cartera de Myrddion estaba en la banca de la carreta. Como si estuviera husmeando en la habitación privada de alguien, no sin cierto pudor, Fynn rebuscó por todos los compartimentos, sumamente ordenados, hasta que dio con un bello frasco de cristal. Concluida la tarea, volvió a donde estaba Myrddion con su noble paciente, excusándose en voz baja por el retraso.

—No, Fynn. Lo has hecho muy bien. Ahora mira con atención. Si me pasa algo, esto es lo que tienes que hacer.

El curandero limpió bien las heridas y vertió parte del contenido del frasco de cristal en cada una de ellas.

—Esto es licor de albaricoque —explicó a su ayudante—. Lo uso para matar esos humores que provocan infecciones en las heridas.

Se detuvo para examinar el resultado. A medida que el líquido se iba introduciendo en las heridas, se veían unas burbujitas que hacían un leve siseo.

—Ahora mezcla las cataplasmas de hierbas sobre dos paños limpios —añadió hablando casi como para sí mismo—. Pero no lo hagas con las manos. Hay una cuchara de madera limpia en el tarro. ¡Bien! ¡Muy bien!

Myrddion insertó con sumo cuidado un trocito de gasa de un repugnante color verdoso en la herida frontal y después colocó el segundo sobre la incisión que Artor tenía en la espalda.

—Ahora envolvedlo con ropa limpia y apretad bien. La presión ayudará a que los fragmentos de hueso se vayan uniendo y la cataplasma no se moverá de donde está. Usad la tela que necesitéis. Mejor usar más que menos.

Miró al juto, que observaba cuidadosamente el proceso quirúrgico con expresión atemorizada.

—Ahora puedes lavar a tu señor, Odin. Pero no le toques las vendas. Tápalo y que no pase frío. Lo demás ya queda en manos de Mitras.

Odin comenzó a lavar el torso del rey, quitándole la sangre. Cuando terminó, envolvió a Artor de cintura para arriba en un paño de lana fina y se sentó dejando que la cabeza del rey descansara sobre su pecho.

Mientras le tenía abrazada la cabeza, Odin entonaba una cancioncilla forastera que de algún modo parecía relajar los ánimos de aquellos incansables hombres del improvisado hospital de Myrddion, ahora rendidos por el trabajo.

Myrddion y Fynn se volvieron a la ardua tarea de atender a los enfermos.

Odin observaba que cuando morían otros hombres siempre era Myrddion el que les cerraba los ojos. Si llegaban nuevos pacientes cojeando, eran las manos de Myrddion las que les cauterizaba las heridas con hierros candentes; y eran los dedos de Myrddion los que extendían con suavidad una espesa capa de bálsamo sobre sus heridas ardientes. Los que podían irse andando, inclinaban la cabeza en agradecimiento al anciano sanador de blancos cabellos, mientras él seguía cosiendo heridas, abrazando a los moribundos y haciendo más fácil el tránsito a los que morían.

La noche seguía negra como el carbón cuando Artor se despertó, con los ojos aturdidos por el dolor. Myrddion se acercó al instante.

—¿Qué hora es? —murmuró Artor con voz ronca, mientras intentaba malamente escaparse del abrazo de Odin.

—Falta más o menos una hora para que amanezca. No te has despertado tú. Me he visto obligado a devolverte la conciencia, porque te di mi palabra, Artor.

—Te lo agradezco, amigo. ¿Me puedo vestir ya? Los guerreros tienen que verme fuera.

—Te he sacado la flecha, Artor. Te he limpiado las heridas y te he aplicado unas cataplasmas. Tuviste suerte porque la cabeza de flecha tenía unas aristas criminales. Nunca habría podido sacarla por donde entró sin haberte provocado serios daños.

Myrddion puso una pequeña cabeza de flecha muy aristada en los insensibles dedos de Artor, sujetándola para que no se le cayera.

—Ahora vamos a ver si sigo siendo un sanador —añadió, mientras indicaba a Fynn que le trajera el licor de albaricoque, el bálsamo y una nueva remesa de vendas limpias.

Al notar el aire de la noche sobre la piel, Artor empezó a sentir escalofríos, pero Myrddion le aseguró que en las heridas no se veía nada infectado.

—Con todo, tenemos que asegurarnos, señor —y vertió una nueva dosis del potente líquido sobre la carne, que enseguida hizo una ligera espuma por los alrededores de la herida.

El rey supremo chilló de dolor, aunque gracias al frescor de la cataplasma enseguida obtuvo cierto alivio. Repitieron el proceso sobre la incisión que tenía Artor en la espalda.

Como ya estaba advertido, Artor asió con fuerza la cabeza de flecha y su amuleto, con lo que aguantó el dolor con la mayor hombría que pudo. Una vez vendado de nuevo, Myrddion le ofreció una taza de té salobre, brebaje que Artor aceptó con recelo.

—El cielo saldrá pronto por el Este, mi rey, y tienes que volver necesariamente a tus obligaciones. He echado un poco de adormidera en ese té de hierbas, pero no te dormirás porque he puesto muy poca cantidad. Te quitará algo el dolor de la cabeza, lo suficiente para que la herida sane y tú sigas manteniendo el control de la batalla. Confía en mí, señor; sabes que nunca te miento.

Artor intentó esbozar una sonrisa y se tomó el repugnante mejunje.

—Ahora, que Odin te dé de comer, pero no puedes tomar vino, cuidado. Si puedes que te den carne roja y almohadilla un poco la coraza antes de ponértela. A mediodía te mandaré más té. No tengas miedo, porque estoy seguro de que veremos desmoronarse Caer Fyrddin los dos juntos.

El campamento sitiado era un nido de especulaciones; algunos aseguraban que el rey supremo había muerto, rumor que se sostenía al ver que era Targo quien estaba junto a las fogatas de guardia. Por mucho que el antiguo legionario jurara a los incrédulos que el rey estaba vivo, el miedo se expandió por los distintos estamentos con su olor característico, los soldados olían el amargo hedor de la derrota.

Con las primeras luces, cuando el sol comenzó a subir por el horizonte, Targo ordenó a los soldados que se levantaran para ocupar sus posiciones. Los guerreros obedecieron, pero un tanto alicaídos y lanzando miradas furtivas bajo el casco, por lo que Targo temía que algunos huyeran cuando aparecieran los sajones.

Desde el centro del campamento empezó a oírse una ovación irregular, que fue extendiéndose y aumentando de volumen, a medida que los hombres vieron a Artor acercarse con toda naturalidad al muro de escudos.

—¡Artor! ¡Artor! ¡Artor!

Los gritos resonaban hasta que las aves carroñeras que estaban disfrutando del banquete que les proporcionaban los cadáveres sajones salieron de estampida en una nube de alas negras. Pálido, algo demacrado de facciones, pero indudablemente vivo, Artor siguió andando solo, sin ayuda, ataviado de batalla, hasta que llegó a su lugar acostumbrado, sobre el montículo.

Cuando el ruido amainó, Artor se dirigió a los soldados. Los que no podían oírle recibían el mensaje, hasta que el último de los ciento veinte hombres que formaban el muro, heridos o sanos, recibió las instrucciones del rey.

—Vinimos a hacer justicia por la muerte de nuestros embajadores de paz. Vinimos para expulsar a los sajones occidentales por mar y para terminar con los años de guerra. Ahora es tiempo de hacer balance. El día será muy largo, pero somos el Ejército de los Muertos, ¿no?

Aunque tenían la garganta en carne viva, los hombres contestaron con un simple «¡Sí!».

—Trajimos arcilla y tintura añil para pintamos la cara. Pues hoy las vamos a usar, para que el enemigo vea calaveras bajo los cascos. Que cuando nos miren, se atemoricen.

Una vez más se oyeron vítores y gritos de lealtad, tantos que hasta las gaviotas se fueron y dejaron de buscar por allí carne fresca.

Entonces Artor se extendió arcilla blanca por el rostro, ya pálido, dejando un círculo alrededor de los ojos y la boca, siguiendo el contorno de los huesos. Odin le acercó el casco dorado y se lo puso sobre los cabellos recogidos; en estas primeras luces matutinas quien le devolvía la mirada era una calavera.

Los hombres gritaron enfervorizados al ver el rostro del rey y empezaron a pintarse unos a otros en forma de calavera. Fueron a buscar sus mantos oscuros y cubriéndose de negro azabache, se lanzaron a las líneas enemigas.

—Somos el Ejército de los Muertos. Intentad matarnos, ¡a ver si podéis!

El reducido ejército de Artor esperó a que volvieran los guerreros de Glamdring.

Targo se reunió con su señor y sus ancianos ojos reflejaron un brillo de alivio.

—Alabado sea Mitras. Demos gracias de que estés vivo y hayas podido venir. Sólo un rey supremo podía enderezar a los hombres un día como hoy. Defendemos un terreno muy pequeño, ojalá podamos mantenerlo hasta que caiga la noche.

—Resistiremos —respondió Artor distante y Targo percibió que los fieros ojos de su rey rezumaban más frialdad que de costumbre.

—Entonces, ¿la herida no era tan grave? —preguntó Targo, más para romper el agobiante silencio que por curiosidad.

—Venga, no me hagas reír que no puedo moverme mucho —contestó Artor recuperando algo de su antiguo sentido del humor.

—Alabado sea Mitras. Aquí vienen.

Los sajones se lanzaron como salvajes por encima de las barricadas construidas con los cadáveres de sus compañeros y arremetieron contra el muro de escudos. Se enfrentaban a la mirada de unas calaveras y hasta el más valiente de los sajones empezó a sentir los primeros escalofríos de miedo supersticioso.

Contra todo pronóstico, la línea de Artor consiguió resistir.

Los sajones volvieron al anochecer. Los hombres de Pelles utilizaron las últimas flechas de las que habían recuperado —y más— para atacar a los sajones antes de que estos impactaran en tropel sobre el muro de escudos. Suavemente, como si se tratara de una danza en un ritual de muerte, los hombres caían y se veían sustituidos por otros inmediatamente, incluso antes de haber retirado los cadáveres, que pasaban para atrás. Los sajones cayeron por cientos y sus cuerpos eran apilados en un montón junto a la muralla defensiva.

Después, al llegar la noche, los sajones se retiraron a sus propias líneas.

A estas alturas, el muro de escudos había quedado llamativamente reducido. Artor sabía que sus celtas estaban casi acabados. Aunque habían perdido pocos hombres en comparación con los sajones, había muy pocos celtas que no estuvieran lesionados con heridas graves y el muro de escudos había tenido que retroceder poco a poco hasta quedar al pie del montículo. Si Llanwith y Lot no llegaban por la mañana, el ejército de Artor sería aniquilado.

Artor se sorprendió al ver a Pelles entrar en su tienda lleno de alegría. El arquero tuerto se tiró sobre una banqueta y suspiró contento, descansando los pies, que tenía muy hinchados.

—Seguimos recuperando nuestras propias flechas, así que mañana ya tendremos algo para lanzarles a éstos —informó a su señor—. Pero como ahora parece que tengo más arqueros que flechas disponibles, a lo mejor puedo ofrecerte a veinte de mis muchachos para que engrosen tu línea defensiva. A mi juicio se ha quedado horrorosamente endeble.

—¿Por qué estás tan contento, Pinhead? —interrumpió Targo—. Lo mires por donde lo mires, aquí la situación es muy grave.

—Mañana es un día para morir tan bueno como cualquier otro. Yo creía que iba a ver terminar mis días hace muchos años y aquí estoy. Confío en la suerte de Artor, porque hasta ahora las apuestas siempre han salido bien. ¿Te acuerdas del botín que conseguimos en Anderida? ¡Joder! Eso sí que fue una batalla infernal. Pero ¿esto, con ese nombre? ¿Mori Saxonicus? Seguirán contando historias sobre el muro de escudos durante años, cuando ni tú ni yo estemos ya en el mundo —sonrió mirando al viejo veterano romano—. Y preferiría que no me llamarais Pinhead. A mi hijo no le gustaría.

Targo se quedó boquiabierto.

—Pero ¿qué mujer iba a tener hijos contigo? No sé si eres el guerrero más guapo de todos.

Pelles intentó mostrarse agraviado, pero le traicionaba el buen humor que se le transparentaba por su ojo nublo.

—Tengo mujer y dos hijos menores de doce años, niño y niña, así que se acabó lo de Pinhead, viejo.

—Esperemos que tu hija no haya salido a ti, amigo.

Pelles se fue al poco rato, para reunirse con sus arqueros, después de que Artor le elogiara sinceramente su trabajo. Tras Pelles llegó Keu, el hermanastro del rey, pidiendo permiso para entrar en la tienda.

Como Pelles, Keu estaba muy optimista. Su destacamento había sufrido el mayor número de bajas y el desgaste había sido horrible, pero Keu parecía querer olvidarse de la sangre y la destrucción que había visto a su alrededor. En todo caso, se mostró sumamente confiado en el momento de informar al rey.

La oscura capa de Keu estaba empapada de sangre, por lo que le caía por los hombros formando rígidos pliegues. Tenía los brazos y las manos limpias, porque Keu era tan escrupuloso como Artor, pero las botas reflejaban toda una historia de barro sanguinolento, de cerebros aplastados y de todo el horror que conlleva la lucha cuerpo a cuerpo. Artor le observaba distante y se dio cuenta de que el buen humor de Keu apenas traspasaba su mirada.

—¡Uf, hermano! Te va a quedar una cicatriz interesante de esa herida. Debes de ser el hombre más afortunado del mundo.

Keu observó detenidamente la herida y examinó con cierto morbo el trabajo que había hecho Myrddion, hasta que Artor empezó a sentirse incómodo ante la avidez con que le miraba su hermano.

—Si Llanwith y Lot nos fallan, Keu, siento reconocer que no volverás a ver a tus hijos —dijo Artor para distraerlo—. Y yo lamentaré enormemente las lágrimas que Antor verterá por ti.

Keu resopló.

—En todo caso, llorará por ti, no por mí. La sangre de mi madre se interpone todavía entre nosotros, como un muro de piedra. Y Julanna y los niños apenas me echarán de menos. Los dioses casi ni me conocen. He pasado años a tu servicio, hermano, pero no me quejo. A pesar de todo, he disfrutado de todos estos años contigo, cosa rara, teniendo en cuenta que siempre te he despreciado bastante. Ojalá las cosas hubieran sido distintas, lo cual no quiere decir que te desee la muerte. Todo lo contrario, en realidad. Por desgracia no puedo controlar mis sentimientos. Supongo que es una cuestión de celos, sin más; tú has conseguido tanto y yo tengo tan poco que mostrar después de lo que he luchado para conseguir la gloria…

Artor se quedó boquiabierto y enrojeció.

—Tienes esposa e hijos que alabarán tus proezas cuando te retires.

Cuando yo me vaya, no le importará a nadie, salvo a los pocos que hay por aquí y que son mis auténticos amigos. Y puedo contarlos con los dedos de una mano. Vives contrariado por el recuerdo del pasado, pensando cómo podría haber sido, sin preocuparte de ser un hombre de verdad.

El rey miró profundamente a los ojos de su hermanastro, como si quisiera rasgar el velo de silencio contenido que hacía de Keu un verdadero enigma.

—Y además, Keu, la gente habla con admiración del valor que tienes y de lo bueno que eres en la batalla. Obedeces órdenes, hasta las más difíciles o imposibles, como las que has tenido que realizar estos dos últimos días. Que te preocupes por mí o no, me importa poco. Eres un aliado valioso y un estratega capaz. ¿Qué más quieres?

Keu bajó la vista, con lo que Artor no podía ver lo que pensaba.

«¡Todo lo que tú tienes, hermano! ¡Todo! ¡El amor, el respeto… todo!».

Keu se rió irónicamente, momento en el cual Odin se levantó amenazadoramente de donde estaba sentado, detrás de Artor.

—Dile a ese perro de presa que se vaya, Artor, porque yo nunca te voy a hacer daño. Sé que sin ti no soy nada más que una bolsa vacía de tufo y humo. Sólo quiero que sepas que siempre he intentado servirte lo mejor posible y que te lo estoy diciendo, con toda sinceridad, la noche antes a lo que podría ser mi último día.

—Lo entiendo y te lo agradezco, Keu. Me gustaría confiar en que podamos seguir diciéndonos lo que pensamos en el futuro, porque valoro la honestidad más que cualquier alabanza o falsa amistad. Siempre te he considerado un magnífico líder y un guerrero capaz, por mucho que tú te consideres inadecuado. En todo caso, sigo pensando que es prematuro entregamos al oscuro pensamiento de que vamos a morir mañana.

Keu expresó una sonrisa burlona, sin pizca de humor, más bien como amenaza.

—Sí, todavía quedan sajones por matar, supongo. Es un consuelo, hay que admitirlo. Que duermas bien, Artor, y rezaré para que te siga acompañando la suerte —se dio la vuelta y salió por la puerta de la tienda.

Myrddion se retiró un poco, complaciéndose en el trabajo tan estupendo que había hecho. Veía el dolor que asomaba a los ojos de Artor, pero siguió a lo suyo, moliendo otra dosis de té de hierbas en un bol de piedra, con un macillo del mismo material gris.

—Ese hombre te va a causar problemas, Artor —susurró el anciano—. Keu todavía me pone los pelos de punta, pero hoy ha sido un día lleno de horrores. La verdad es que tiene razón. Por mucho que haya conseguido en esta tierra nuestra y por mucho que haya demostrado su valor mil veces, siempre imagino que los Severinii están detrás de él. También está en lo cierto cuando dice que tiene celos de ti, porque a ti tus hombres te quieren. Pero no sienten nada por Keu. Lo obedecen y lo respetan, pero nadie lo aprecia. Tiene algo que repele a la mayoría. Supongo que hay que tenerle pena.

Artor se estremeció un poco.

—Su padre lo sigue queriendo, independientemente de lo que crea Keu, y yo también lo aprecio y siento cierta pena por él. No sé por qué exactamente, pero es el único vínculo que tengo con mi niñez… con la anciana Frith y la señora Livinia… —a Artor le empezó a flaquear la voz y Myrddion temía que se echara a llorar, abatido por el dolor físico, las obligaciones del mando y la terrible responsabilidad de la espera.

Como sabía que el rey se iba a avergonzar si se le escapaban las lágrimas, Myrddion se dio la vuelta discretamente y echó un poco de agua al brebaje. Cuando volvió a mirar al rey, con una taza en la mano, Artor ya estaba recompuesto.

—Bébete esto, señor, y descansa. La noche será breve y Odin vigilará.

—Keu sigue siendo lo que siempre ha sido: una herramienta perfecta para mis propósitos. Siempre he sabido que había que utilizarlo en la batalla, donde llaman valor a su tendencia a la crueldad. Sólo lo temo en tiempos de paz.

—Bebe, Artor. Si Ironfist decide atacar por la noche, ya te despertará Odin. Mientras se mantenga el reino, tendremos una larga época de paz, así que Keu estará seguro durante muchos años.

Myrddion salió delicadamente de la tienda y se volvió a atender a sus moribundos. Por muy terribles que fueran sus tareas, el curandero sabía que no eran tan arduas, ni tan descorazonadoras como las que afectaban a su rey.

Artor se durmió, y la noche dio paso a un sol rojo y brillante, que asomaba por oriente.

GLAMDRING IRONFIST BUFABA enfurecido, intentando descansar en su tienda de campaña.

Echó de la cama a su mujer favorita con malos modos y amenazó con decapitar al primer sajón que se atreviera siquiera a mencionar el nombre del rey supremo.

—¡Artor, Artor, Artor! Lo único que oigo es ese maldito nombre. Esos asquerosos celtas con sus caras de calavera deberían estar todos muertos, y juro que servirán de carroña a las aves antes de que se termine el día de mañana. Pero ¿dónde está Wyrr, ahora que lo necesito?

Glamdring sabía que estaba haciendo una pregunta retórica. Él mismo había estado a las puertas de Caer Fyrddin, llorando el cadáver de su consejero. Ninguno de los sajones se había atrevido a moverse ni a hablar porque percibían que esa luz roja de la locura había invadido los ojos de Glamdring.

—¿Quién ha hecho esto? —aullaba—. ¿Quién ha matado a mi Wyrr? Que encuentren al asesino y lo desollaré vivo antes de quemarlo en la hoguera. ¡Traedlo!

Los guerreros de Glamdring se miraban unos a otros, sumidos en la más absoluta confusión. De entre el grupo de guerreros sólo Nils Redbeard se atrevió a dar un paso al frente para decirle la verdad a su señor.

—Han matado a nuestros dos centinelas, además de Wyrr, y el esclavo que se llamaba Perro ha escapado. Creemos que Wyrr lo sorprendió mientras cruzaba las puertas.

—¿Perro? —los enmarañados pensamientos de Glamdring se centraron en la única idea que emergía como cierta de su propio caos mental—. ¿Que Perro ha hecho esto? ¿Ese imbécil que limpia la sala ha asesinado al más leal y más valioso de mis sirvientes?

La ira de Glamdring iba en aumento a medida que pronunciaba las palabras; tenía la barba salpicada de saliva y los nudillos le sobresalían, blancos y tensos, de la fuerza con que empuñaba la espada. Los soldados se apartaban de él, estremecidos, mientras Nils Redbeard bajaba la vista rogando a todos los dioses que su señor le perdonara la vida.

—Sí, mi señor. He torturado a una de las sirvientas que era amable con él. No sabía nada… salvo que había aprendido a hablar nuestra lengua. Estoy seguro de que decía la verdad, porque le rompí los dedos de las manos y de los pies, uno a uno, y al final me habría dicho algo. No tenía ni idea de que pensara escapar.

—¡Matadla! ¡Matad a todos los sirvientes celtas de la casa, porque no quiero tener miedo de dormir en mis propias dependencias! Que cuelguen sus cabezas en palos sobre las puertas, en señal de advertencia. Porque Glamdring Ironfist no tolerará la desobediencia. ¡Y pasad a cuchillo a todos los guardias que estaban de vigilancia por la noche, que lo vean todos! No han cumplido con las obligaciones debidas a su tribu.

Las sangrientas ejecuciones apenas aplacaron mínimamente la furia de Glamdring.

Incluso ahora, una vocecilla burlona resonaba en su mente, mofándose de él y recordándole que sin el consejo de su pequeño e inteligente Wyrr, fracasaría.

Pero Wyrr ahora servía de comida a los gusanos.

Glamdring manoseaba la labrada empuñadura de hueso del cuchillo que llevaba colgado del cuello.

—Me queda el Cuchillo de Arden —murmuró en voz alta—. Y Wyrr estaba seguro de que nadie me tocaría, salvo quien empuñara el Cuchillo de Arden. Así que seguiré teniendo suerte hasta el final.

Sin embargo, Glamdring sabía bien que su fuerza original había quedado reducida a los cuatrocientos hombres que seguían sanos, con los que podía contar para la próxima batalla. Los heridos ascendían a unos cien, pero como los guerreros sajones eran reacios a retroceder en un ataque frontal, no solían sobrevivir a las tremendas heridas recibidas. Si abatían a un guerrero sajón, normalmente moría, porque a ellos nunca les faltaba valor.

Hoy iba a ser distinto, porque Glamdring sospechaba que los celtas también habían sufrido pérdidas inmensas. El jefe sajón se confortaba pensando que sus fuerzas, por reducidas que estuvieran, seguían superando en número a las huestes originales de Artor y además muchos de sus soldados no valían para nada, porque estaban perdiendo el tiempo acosando pequeños campamentos que carecían de importancia estratégica.

Se avecinaba el final, porque ¿cómo iba a conseguir este maldito Artor mantener su estrecha franja de tierra? El rey celta se encontraba en una situación desesperada; Glamdring Ironfist se llevaría la cabeza de Artor a Caer Fyrddin y la colgaría de un poste junto a las de los demás esclavos celtas para verla desde la sala.

—¡Los cuervos se comerán toda la carne de su calavera, hasta que quede hueca y encontraré a Perro! Para él tengo que pensar una muerte especial, más adecuada.

Pero a Glamdring Ironfist el viento marino volvió a traerle el olor a carne descompuesta en el aire de la mañana. Los celtas habían amontonado los cadáveres de sus hombres para formar barricadas que ralentizaban y frustraban sus ataques. E incluso ahora un miasma de muerte se filtraba por el campamento sajón, que socavaba la voluntad de los soldados. Glamdring advertía que los celtas debían estar rodeados de cadáveres sajones y suyos, y que el hedor que emanaba del campo de batalla vivía con ellos, noche y día. Y sin embargo, seguían manteniendo el muro de escudos en su sitio y no cedían un ápice cuando los sajones los incitaban al combate.

—Que los dioses acaben con ese hijo de puta —maldijo Glamdring.

Pero de todos los contratiempos de los últimos días, lo peor había sido la pérdida de Wyrr. Sólo Glamdring sabía lo importante que había sido para él ese mozalbete de prodigiosa edad a la hora de trazar estrategias o de planear acciones.

Llevado por el mal genio lanzó su jarro de cerveza por la tienda, que al caer al suelo se rompió en mil pedazos dispersando al aire un olor apestoso a cerveza amarga.

—¡El maldito Perro! —gritó Glamdring asqueado al recordar al que en su día fue su esclavo y el daño que le había provocado en la campaña—. Si algún día logro ponerle la mano encima a ese animal, morirá mil veces, enloquecido de dolor. Pero antes de morir, se lo entregaré a mis mujeres.

Glamdring sabía que no existía peor castigo, porque las mujeres, sobre todo las que habían perdido a sus seres más queridos en la batalla, superaban a los hombres en la frialdad con que aplicaban la crueldad. Eran capaces de mantener vivo a un enemigo para alargarle el sufrimiento mucho más que un hombre, que acabaría antes con él.

Sí, entregaría a Perro a las viudas de Caer Fyrddin.

¿Qué le habría aconsejado Wyrr? Este pensamiento le asaltó justo después de haber decidido la suerte de Perro.

Durante dos días las fuerzas de Glamdring habían mantenido una actitud titubeante ante el muro de escudos que utilizaban las defensas de Artor. Y cada vez resultaba más evidente que atacando directamente no iban a ganar. Quizá fuera más eficaz pensar en una estrategia alternativa.

Puede que Glamdring Ironfist fuera un ignorante, pero no era tonto.

Enseguida encontró la solución a su problema y se apresuró a vestirse. Movido por una ferviente impaciencia, salió a toda prisa en medio de la oscuridad previa al alba para levantar a sus capitanes.

—Vamos a atacar de noche, inmediatamente; en cuanto despertéis a vuestros soldados los mandáis a sus posiciones. Los celtas estarán dormidos, porque imaginarán que llegaremos cuando despunte la mañana. Si no hacemos ruido, contaremos con el factor sorpresa y podremos sortear las barricadas sin que nos alcancen esos arqueros infernales.

Los capitanes de Glamdring asintieron con la cabeza, sonriendo para sus adentros. Últimamente su señor había estado muy abstraído, y con su irritabilidad y falta de seguridad había inspirado en las tropas una honda sensación de desesperanza, acrecentada al ver que atacaban las posiciones celtas sin demasiado éxito. Ahora contaban de nuevo con el Ironfist de siempre, un Ironfist que derrochaba energía por todas partes, tanta, que hasta el aire literalmente bullía de entusiasmo a su alrededor.

Los capitanes se dispersaron para alertar a los soldados. Los búhos con sus enormes ojos observaban a los sajones, que empezaban a deslizarse por la franja de terreno abierto que separaba su vivac de las líneas celtas.

Desde la copa de un árbol, Gruffydd se despertó sobresaltado al oír que alguien un poco descuidado había quebrado una ramita con el pie poca distancia de donde estaba. Durante las tres últimas noches Gruffydd y sus compañeros habían estado vigilando el campamento sajón y matando a los incautos que se habían alejado de sus compañeros para hacer sus necesidades. Imitando el grito de una lechuza para alertar a sus hombres, Gruffydd bajó del árbol sigilosamente y se puso a gatear entre las sombras para llegar al lugar convenido.

A los pocos minutos se reunieron con él los demás vigías.

—Los sajones están planeando un ataque nocturno y ya se han empezado a mover. Si no avisamos a Artor, lo sorprenderán durmiendo. Tú, Kennett, ocupa mi puesto como líder del grupo, mientras llevo el mensaje al rey supremo.

—Te descubrirán en cuanto des un paso, Gruffydd. Si quieres dejarlos atrás tendrás que salir al descubierto. Y si te mueves por terreno abierto, tienes todas las de perder.

—Ya no soy joven, Kennett, y nunca me ha atraído mucho sufrir los males de la vejez, así que cierra el pico y cumple lo que te digo.

Dio un abrazo rápido a Kennett y empezó a moverse resueltamente en dirección a las líneas celtas. Al principio se mantuvo entre las sombras de la línea de bosque, pero al final tuvo que salir al descubierto y marchar deprisa silenciosamente con la extraña sensación de ser un espía bien adiestrado.

Como iba vestido de negro, Gruffydd sabía que no era fácil que lo vieran. De modo que al adelantar a una tropa de soldados sajones que se dirigían al flanco de Artor, empezó a chillar para alertar a los celtas.

—¡Arriba! ¡Despertaos! ¡Vienen los sajones! ¡Formad el muro de escudos! ¡Arriba! ¡Despertaos!

Gruffydd oía los pasos de los sajones justo detrás de él y procuraba correr lo más posible. Sabía que la oscuridad le protegía de las flechas o las lanzas, porque no era fácil apuntar bien, y que sólo caería si se topaba de frente con un sajón.

Corrió hasta que el corazón parecía que le iba a estallar.

En la primera línea de cadáveres sajones, tuvo que detenerse un poco para dar un rodeo y entrar por el pasillo que se abría entre las dos murallas de cuerpos. Casi le alcanza un sajón. Sintió que una mano le agarraba a tientas de un pliegue que le sobresalía de la capa. Consiguió desprenderse del ropaje, dejándole al sajón con el negro paño en la mano.

—¡Despertaos! —gritaba sin aliento—. ¡Despertaos! ¡Vienen los sajones! ¡Despertaos!

El vigía se abalanzó sobre la última fila de cadáveres, pero perdió el equilibrio y cayó sobre una mano rígida y deformada. Dejándose de miedos supersticiosos, se levantó con dificultad y subió pateando cuerpos los cinco metros de muralla hasta que alcanzó el otro lado y se sumió en la oscuridad que reinaba en el campamento celta.

—¡Abrid paso! ¡Soy el portador de espadas, Gruffydd! ¡Abridme paso!

Apenas podía respirar ya; los pulmones le estallaban y cayó contra los parapetos de hierro y madera. Alguien lo cogió y lo llevó en volandas por entre las líneas defensivas, como si fuera una pluma, mientras se recomponían las tres filas de soldados, con las lanzas clavadas en el suelo, preparados para la inminente carga sajona. Gruffydd no observó ninguna señal de pánico entre los celtas; únicamente rostros cansados, pintados como calaveras, con una oscura sombra hecha con arcilla alrededor de los ojos, y el blanco de tiza cubriéndoles el resto de la piel.

Artor surgió de las tinieblas, con Odin pisándole los talones. Gruffydd no se había fijado hasta entonces en lo cerca que estaba el muro de escudos al montículo, donde la caravana de avituallamiento formaba un círculo natural.

—¡Qué alegría verte entero, Gruffydd! —susurró Artor.

Gruffydd miró de reojo el pálido rostro de Artor, parcialmente iluminado por una luna cada vez más tenue. Como nunca había visto al rev tan pálido, se preguntaba si no estaría herido. Pero ni la talla ni el semblante del rey ofrecían pistas al respecto.

—¡Pelles! —gritó Artor y el hombrecillo vino corriendo—. A menos que sepas disparar flechas en la oscuridad, reúne a tus hombres en el muro para que actúen como cuarta línea de defensa. Dudo que tus hombres fallen el tiro de cerca, aunque no vean el blanco.

—Muy bien, mi señor. Mis hombres están deseando ver algo de sangre. No llevan bien estar todos a salvo, cuando tantos buenos muchachos han caído en las sombras de esta maldita explanada. ¡Lo harán bien!

Artor sonrió.

—Ten cuidado, Pelles. Eres el último de la Escoria de Anderida y llevaría muy mal que te arriesgaras innecesariamente. A lo mejor por eso empezaría a fallarme la suerte.

Pelles guiñó el ojo que tenía y sonrió.

—Eso no va a pasar, señor. Sé desde hace muchos años que cuanto mejor planeas las cosas, más suerte tienes. Pocos habrían tenido la prevención de ordenar a Gruffydd que se pusiera en un lugar desde el que pudiera avisarnos si Ironfist atacaba por la noche. Mantendrás la suerte, pero Llanwith y Lot ya podrían darse más prisa.

En las líneas que tenían delante de ellos se produjo la sacudida repentina de la primera embestida. En plena oscuridad, los sajones se lanzaban contra la línea celta en un ataque desesperado.

—¡Mierda! ¡Tengo que darme prisa! —renegó Pelles y salió corriendo a reunirse con sus arqueros.

—Gruffydd, convoca a los que no combaten, a los equipos de avituallamiento, los herreros y los sanadores que no estén ocupados. Llama incluso a las mujeres que sepan disparar con una honda. ¡Tenemos que mantener la línea!

Artor tenía la mirada distante.

—Ven, Odin. Ya es hora de que el rey añada su espada al combate. Targo, quédate aquí y mantenme informado de todo lo que resulte relevante.

—Señor, llevo catorce años cumpliendo tus órdenes y te he seguido de un extremo a otro del país, pero ahora no quisiera esperar la muerte sin hacer nada. Aunque sea viejo, sigo sabiendo matar.

—¡Como quieras!

Artor se infiltró en la segunda línea de defensa con el resto de los guerreros. Cuando el hombre que tenía delante se desplomó sobre sus armas, Artor le cogió el escudo y le sacó la enorme espada que llevaba, sin tener en cuenta el enorme sufrimiento que le subía por el hombro y el pecho.

A su alrededor los hombres estallaron en un grito de alegría. «¡El rey está con nosotros! ¡Artor, Artor!».

Mecánicamente, seguido de Odin, Artor se puso a horcajadas sobre el herido y empezó a utilizar la espada como si fuera una guadaña. Al chocar con la carne, la hoja penetraba hasta el hueso y lo atravesaba; los guerreros sajones se retiraban de su bucle mortal.

Cuando apareció un segundo sajón, casi abalanzándose sobre él, Artor tenía la espada en alto. Antes de que el hacha del bárbaro cayera sobre la desnuda cabeza del rey, Targo le atravesó el cuello con la daga y el hombre cayó al suelo.

Los sajones atacaban por oleadas; surgían de la oscuridad como enormes figuras borrosas, quebrantando las líneas celtas a machetazos. Poco a poco, a medida que se iba haciendo de día, el enemigo resultó más visible, con lo que los arqueros de Pelles empezaron a disparar por encima de la cabeza de Artor, abatiendo sajones antes de que llegaran a la línea defensiva.

Pero el enemigo seguía llegando en mareas interminables, desesperadas, y Artor sabía que la línea estaba a punto de romperse.

—¡Atrás! —rugió—. ¡Atrás, al montículo! ¡Por el oeste! ¡Recurrid al montículo!

Los guerreros celtas se retiraron ordenadamente por filas, peleando por cada palmo de tierra. Los sajones sentían que la victoria estaba próxima, pero a medida que la línea de celtas se hacía más estrecha, también se hacía más densa, y los soldados ahora luchaban sobre tierra firme en vez de sobre un terreno resbaladizo, inundado de barro y sangre, entrañas y moribundos. A pesar de todo, al amanecer, cuando ya el sol asomaba formando un círculo rojo sobre la línea de árboles, Artor no encontraba razones para tranquilizarse. El muro de escudos, encajonado entre el enemigo y el montón de cadáveres de sus propios hombres, ya no tenía espacio para desplazarse.

De repente, el aire se cubrió con una lluvia de piedras, lanzadas por encima de sus cabezas, con fuerza mortífera. Incluso aunque erraran el tiro, los proyectiles aéreos obligaron a los sajones a protegerse y abandonar su empresa. Subidas sobre los cadáveres de sus propias filas, grupos de mujeres de mirada enfurecida hacían girar las hondas al aire, gritando como endemoniadas, maldiciendo y chillando en plena furia, con ansia de muerte.

—¡Las mujeres! ¡Dios las bendiga! —murmuró Targo, abriéndose camino por entre las piernas de los guerreros sajones. Incorporado por encima de su pequeño sirviente, Artor sonreía, viendo que, utilizando el escudo como Bedwyr, había abatido a otro sajón segándole la mandíbula.

Artor oía también los gritos de los que no combatían, implorando a los dioses para que ayudaran a los suyos. Un herrero irrumpió en el muro de escudos empuñando una brillante barra de hierro candente, recién sacada del fuego. El golpe alcanzó a dos sajones, que se tambalearon y cayeron por el impacto, apretando los ojos del dolor. El herrero se retiró de nuevo a zona segura, sin darse cuenta de la herida que tenía en el muslo.

Artor tenía la espada ensangrentada y salpicada de vísceras, pero pese a que los dedos se le resbalaban a la hora de asestar golpes certeros, la enorme hoja parecía poseer vida propia. Los rayos de sol incidían sobre Escalibor, lanzando destellos al aire y transformando el arma en una macabra lengua de luz abrasadora.

En ese momento en que los arqueros de Pelles se encontraban encajonados contra el montón de cadáveres en descomposición, se oyó una trompa por el oeste, dando señal de llegada; le contestó otra por el norte.

—¡Por fin! ¡Por fin han llegado! —gritó Artor, mientras seguía asestando golpes con la espada, atravesando hueso y músculo del enemigo—. ¡Han llegado Llanwith y Lot! ¡Seguid luchando, guerreros de occidente! ¡Han llegado los caballos!

En cuanto oyeron los gritos de su rey, los desesperados guerreros de Artor encontraron nuevas razones para empuñar la espada. Las trompas volvieron a sonar y Targo repitió las palabras de Artor, a él lo siguió Odin y otros, hasta que todo el muro de escudos entonaba el mismo estribillo, mientras seguían matando enemigos y mientras desgraciadamente también los mataban a ellos.

—¡Ha llegado la caballería! ¡Ha llegado la caballería! ¡Ha llegado la caballería!

En la explanada Glamdring vio surgir a la colosal caballería al galope por los árboles que tenía detrás de él y chilló de impotencia y de rabia, al ver que por culpa de la audacia de Artor tenía que solicitar la retirada.

Por el cruce del río llegaban muchos más caballos, abriéndose paso por el ancho estuario. Glamdring observó que sus fuerzas quedaban atenazadas entre las dos formaciones de caballería. La estrategia de Artor revelaba auténtica maestría y Glamdring tuvo que aceptar, medio atontado, que le habían atrapado en una trampa mortal por su propia impaciencia y estupidez.

Se oyó otra trompa por el este y apareció Galván por la retaguardia sajona. Glamdring lo vio todo, a los soldados avanzando hasta donde antes se habían retirado, a los otadinos saliendo del río batiendo hachas y espadas y detrás de él a los implacables guerreros de la tribu de los ordovicos.

¡Cogido en la trampa! No había dónde ir. Glamdring Ironfist lanzaba al cielo su desafío, mientras reverberaban en su oído las advertencias de Gaheris: «Nunca aprenderéis… nunca cambiaréis… nunca aprenderéis».

El sajón se percató de que lo único que podía hacer era abandonar el campo de batalla y refugiarse en Caer Fyrddin.

—¡A mí! ¡A mí! ¡A mí! —gritó—. ¡Replegaos! ¡Replegaos! ¡Volved al bosque como podáis!

A medida que la fuerza sajona se fue replegando, Artor dejó caer la ensangrentada espada, porque había abusado demasiado de sus músculos pectorales y ya no podía sostener el peso de la enorme hoja. Se puso la mano bajo el jubón de cuero y descubrió que los vendajes de Myrddion estaban rebosando sangre.

—Ordena a los hombres que descansen, Targo. Han conseguido un milagro y occidente recordará esta gran batalla mientras duren estas islas.

Se volvió para mirar al portador de espadas.

—Coge a Escalibor, Gruffydd; límpiala bien porque ha vuelto a servir una vez más a occidente —miró a su alrededor, observando el nauseabundo baño de sangre—. Pero lo primero, antes de disfrutar de la victoria, debemos ocupamos de los heridos.

Allí en la explanada Lot y Llanwith estaban practicando deporte.

En cualquier batalla el enfrentamiento de la caballería contra la infantería siempre resulta desigual, pero ahora después de tres días de sanguinario combate, los sajones estaban agotados y deseando escapar. Los que aún podían correr formaron pequeñas bandas y se abrían camino entre los jinetes para escabullirse hacia el bosque y desaparecer como el humo. Sin embargo, muchos de los hombres de Glamdring vieron cortada su retirada; pronto quedaron congregados en grupos y rodeados por las columnas de relevo celta, cuyos hombres fueron abatiéndolos con toda facilidad.

La reina Morcadés contemplaba la carnicería desde una pequeña elevación que daba al campo de batalla, protegida únicamente por un guardia testimonial. Estaba sedienta de sangre sajona y se saciaba en cada uno de los desesperados intentos que los abatidos sajones hacían por huir del combate.

Se oían los alaridos de las múltiples refriegas que se estaban produciendo, pero por encima de todos la reina escuchaba el fiero grito de guerra de los exultantes guerreros otadinos: «¡Por Gaheris! ¡Por Gaheris! ¡Por Gaheris!».

Oculta tras su capucha, Morcadés lloraba, satisfecha por fin de haber podido vengar la muerte de su hijo. Cruzó a caballo las extenuadas líneas de defensa celtas, con el corazón palpitante de dolor y de victoria, y cuando llegó ante su hermano, le hizo un saludo con la cabeza.

Pero no se detuvo hasta que alcanzó la cima del montículo, donde desafió la ira de Myrddion regodeándose sobre los vivos, los moribundos y los muertos. Observó los cadáveres sajones, apilados en un montón de más de cinco metros de altura y sonrió calmadamente.

La muralla de cadáveres celtas ocupaba un lugar perfecto desde el que contemplar la masacre de los pocos guerreros sajones que quedaban y Morcadés se quedó impertérrita mirando desde su montura como si fuera un oscuro basilisco o una marmórea escultura funeraria.

Myrddion estaba asqueado al ver el placer con que la reina se deleitaba en la masacre. Parecía que cogía fuerzas con el sufrimiento que su marido infligía a los soldados, en venganza por la muerte del hijo común. Myrddion la habría expulsado de su pequeño reino, pero percibía algo en su mirada, oculto tras el deleite y el deseo de sangre, algo vulnerable y extraviado. Se alejó de ella, con el estómago revuelto. Sabía que la reina estaba provocándose un daño irremediable, que le afectaría a la mente y al alma.

Realmente Morcadés nunca volvió a ser una mujer poderosa. Algo esencial se había extinguido dentro de ella desde que contempló aquel campo de batalla junto a un río sin nombre. La reina vivió y siguió gobernando durante muchos años, pero a partir de entonces ya no fue más que un pálido cascarón vestido de negro, incapaz de saborear el verdadero placer de la vida.

—Todos pagamos nuestros placeres y nuestras venganzas —murmuró Myrddion para que le oyeran.

—¿Señor? —preguntó el paciente al que estaba atendiendo, con los ojos nublados por efecto de la última adormidera que Myrddion acababa de darle.

—Lo siento, chico. Estaba intentando encontrar solución a un enigma, pero supongo que es tontería creer que voy a conseguirlo. A ver… El brazo te quedará rígido para siempre, pero al menos podrás mover los dedos como te plazca.

Cuando terminó de coserle la herida y de vendársela cuidadosamente con gasa limpia, el curandero volvió a mirar a la reina. Seguía igual, una figura negra recortada sobre el azul del cielo, tan quieta que parecía no respirar.

—Que los dioses tengan compasión de ti, Morcadés —le dijo en voz muy baja—. Porque pagarás por lo que hoy has deseado.

Y así fue como la columna vertebral de los sajones occidentales quedó quebrada. La purpúrea mañana dio paso a un día aún más púrpura, y el Mori Saxonicus parecía llevar un caudal rosáceo, por el flujo de sangre diluida. Cuervos y cornejas se dieron un buen festín con los cadáveres abiertos de los sajones, hasta que Artor ordenó que quemaran los cuerpos apilados y descompuestos en grandes fosas comunes para reducir el riesgo de enfermedades.

Por su parte el rey Lot buscaba en vano el cuerpo del asesino de su hijo. Si Glamdring Ironfist había escapado, toda esta sangrienta campaña no habría valido de nada hasta que encontraran al sajón y lo ejecutaran. Lot echaba pestes y juraba venganza, pero la reina Morcadés se volvió hacia su hermanastro y al ver su inquebrantable mirada le leyó sus intenciones.

—No temas, marido —dijo con tono apagado—, que Artor no va a permitir que Ironfist salga con vida.

El propio Lot palideció al ver el rostro helado de su esposa.

Sin hacer caso a su hermana, Artor centró la atención en el campo de batalla y en cómo mataban a los sajones rezagados. Después se volvió hacia Targo.

—Busca a ese joven cornovio, Bedwyr, y tráelo ante mí. Lo necesito, porque vamos a Caer Fyrddin y conoce la fortaleza.

Dejaron al pequeño grupo de guerreros que había sobrevivido a la batalla del muro de escudos vigilando a los heridos y quemando los cadáveres de los guerreros fallecidos.

En cuanto le volvieron a vendar bien, Artor montó a caballo y se puso al frente de la caballería, camino de Caer Fyrddin, donde se habían refugiado los despojos de las huestes sajonas.

Y Bedwyr, el Cuchillo de Arden, cabalgaba en el grupo.