Ulrika
—Si quieres escribir, puedo hacer yo la comida —dije.
Jens estaba al lado de la despensa mirando con gesto pensativo lo que había allí.
—Excelente —dijo volviéndose, agradecido—. Mi mujer vendrá a buscarme mañana y me gustaría terminar antes de que llegue.
Me puse un delantal de cuadros de ajedrez que estaba colgado en un gancho de la puerta, miré el contenido de la despensa y del frigorífico y usé mi imaginación para preparar algo interesante con lo que había. Vi un buen surtido de pastas y de especias orientales, así como raíces de distinto tipo. Hice un guiso de coliflor, nabo, calabaza, zanahorias, manzanas y tomate en conserva y lo condimenté con curry y pimienta. Preparé cuscús para acompañarlo. Busqué un salvamanteles y puse la olla encima de la mesa, saqué una cerveza del frigorífico, y finalmente revolví los granos esponjosos de cuscús con un poco de mantequilla.
—¡La comida está lista! —grité.
—Hummm… Voy en un momento —contestó.
Parecíamos un matrimonio convencional y se me ocurrió que podríamos haberlo sido. Si Maja no hubiera desaparecido aquel verano, si la familia no se hubiera disuelto tan de repente, si todos hubieran vuelto al año siguiente y me hubieran vuelto a invitar a ir y yo hubiera ido con la seguridad que ya había adquirido, y el interés por los chicos que, aunque algo tarde, se había despertado en mí…
No, no podía haber sido así. Porque una relación de juventud difícilmente hubiera conducido al matrimonio y, de haberlo hecho, el matrimonio no habría durado tantos años. Habría acabado hace mucho tiempo.
—¡Ven si no quieres que se enfríe! —grité.
—Ya voy.
Empecé a comer. El discreto teclear que se oía en la habitación fue reemplazado por el zumbido monótono de la impresora.
—¿Las tienes que llevar para comer? —pregunté cuando por fin apareció.
Se había puesto las gafas de montura naranja. Volvió y cerró la puerta del dormitorio.
—Vale ya, ¿no?
Durante la comida habló de ese modo desenfadado, agradable y profesional, acompañado del ruido sordo de la impresora. Cuando esta cesó, de repente, él hizo una pausa y luego siguió hablando. El sol de otoño caía sobre la madera vieja del tablero de la mesa y transformaba en oro la cerveza del vaso.
Después de comer entró en el dormitorio y volvió con un montón de papeles.
—Aquí te traigo algo para que lo leas mientras lavo los platos —dijo—. Creo que hace suficiente calor para sentarse en el porche.
Fue al armario del vestíbulo a por una hamaca, la sacó al porche y la desplegó.
—Ya está —dijo haciendo un poco de presión para comprobar que estaba firme.
Me puse el chaquetón por los hombros y me senté en la hamaca con el montón de papeles en las rodillas. El agua del fiordo parecía teñida de un tono azul oscuro indefinido y cambiante, como si alguien hubiera extendido una capa de seda gruesa y antigua entre las montañas. Oía a Jens que enjuagaba los platos en la cocina. Por lo demás, todo el mundo estaba en silencio.
Bajé la mirada hacia la primera hoja. Solo había una palabra escrita: Kristina. En el folio siguiente empezaba el texto: «Va viajando por un mundo gris. El sol no ha salido aún. Ella adora ese mundo que carece de luz y de oscuridad, un mundo sin sombras, sin colores, en el que en realidad no hay nada visible ni oculto, solo presentimientos, confusión».
Leía distraída mientras que, de vez en cuando, levantaba la vista hacia el fiordo y la montaña. Después, la historia me fue absorbiendo cada vez más. Al finalizarla, el sol había bajado y el porche estaba en sombra. Sentí frío.
Plegué la hamaca y me la llevé dentro de la casa. La cocina estaba vacía. La mesa retirada. Los platos secos y recogidos. No había ni una gota de agua en el fregadero.
Fui al vestíbulo para guardar la hamaca en el armario de debajo de la escalera. Al intentar meterla chocó con algo que se vino abajo. Pude distinguir una pila de tebeos en la oscuridad interior. Los habían metido allí de cualquier manera, aunque algunos podían tener actualmente mucho valor.
Vi a Jens sentado en la mecedora del cuarto de estar mirando por la ventana. Tenía la nuca apoyada en el pequeño cojín oriental con borlas y se balanceaba lentamente. Su mirada estaba lejos de allí, al otro lado del fiordo, en las cimas de las montañas donde el sol seguía brillando aún y producía nuevos matices en las rocas. Si es que lo veía. No llevaba ni las gafas naranjas ni las rojas. Había una tetera encima de la mesa, con la vieja tapa acolchada de cuadros que la familia utilizaba antes y dos tazas de té de cerámica.
—¿Crees que ocurrió así? —pregunté sosteniendo el montón de folios de papel—. ¿Una secuestradora loca que se mueve en un kayak silencioso?
—Podría ser.
—Es una buena suposición —dije dejando los folios sobre la mesa—. Parece razonable.
—Al menos más razonable que tus historias de encantamientos. Y no es solo una suposición. He investigado un poco. Por teléfono.
Miró el teléfono móvil que estaba encima del baúl marinero.
—He seguido la pista de la dueña de la galería de arte que expuso los objetos de Kristina Lindäng. Y a través de ella he localizado a la trabajadora social, Gudrun Samuelsson, la que tomó la iniciativa de hacer la exposición. Ambas eran amigas, por lo que la galerista se dejó convencer. Sabía que era una exposición en la que no iba a vender nada. Mantuve una larga conversación con Gudrun Samuelsson. Se ha jubilado ya, pero recuerda muy bien a Kristina.
—¿Estás escribiendo esta historia a partir de la información que te proporciona ella?
—En parte sí. ¿Quieres té?
Asentí con la cabeza y me senté en el sofá de rayas azules y blancas. Quitó la tapa y sirvió el té. En la oscura taza de cerámica no podía diferenciarse el color, pero por el sabor me pareció que era té verde.
—Me facilitó una serie de datos sobre los antecedentes de Kristina. Me contó que Kristina vivía en el mismo lado del fiordo que nosotros, en el extremo del cabo. En la isla de Kalvön, como se le suele llamar, aunque en realidad no es una isla actualmente. Está a solo veinte metros de tierra y, aunque es un sitio aislado, ha estado siempre comunicado. Hay muchos pastos.
—¿Has estado allí?
—No, pero Gudrun Samuelsson sí estuvo allí hace años y según dijo no merece la pena ir. La cabaña la demolieron hace mucho tiempo. Alguien la ha comprado, ha construido allí una lujosa mansión y ha cerrado a las personas no autorizadas todos los accesos por carretera.
—¿Conoció bien a Kristina?
—Creo que nadie la llegó a conocer bien, pero sabía bastante de sus antecedentes e intentó mantenerse en contacto con ella cuando se fue a vivir allí, aunque era difícil porque no tenía teléfono.
Gudrun le contó que se había preocupado mucho cuando Kristina desapareció. Las últimas veces que la visitó la notó muy deprimida. Se limitaba a tumbarse en el suelo encima un montón de mantas y mirar a la pared. Había colgado trozos de tela delante de las ventanas, por lo que la cabaña estaba casi a oscuras. No limpiaba y apenas tenía comida en el frigorífico, lo que sorprendió a Gudrun. Kristina había sido siempre una persona ordenada.
—Pero todo eso no lo había visto enseguida. Lo primero que observó al entrar fueron los objetos. Había cientos de ellos. En todas partes donde se podían poner estaban esos objetos raros hechos con plumas, huesos, hierba y caracolas. No los veía muy bien porque la cabaña estaba a oscuras, pero sí lo suficiente como para darse cuenta de que ya no se trataba de un trabajo terapéutico inocuo. Era, según ella misma dijo, «un arte impresionante que afectaba profundamente».
»La oscuridad de la cabaña le produjo además una ilusión extraña. Le parecía que las cosas vibraban de algún modo. Solo un poquito. Que respiraban y temblaban, que adquirían vida realmente. Mientras que ella tenía la sensación contraria. Que estaban muertas, que eran los objetos más muertos que había visto en su vida. Eran, por citar de nuevo a Gudrun Samuelsson, «como la muerte misma». Irradiaban muerte. Se respiraba la muerte. Así percibí yo las cosas que había en aquella exposición. Exactamente así.
»Al principio creía que estaba sola en la cabaña. Y al ver a Kristina entre las mantas lo primero que pensó fue que había muerto. Le habló y no obtuvo respuesta. Entonces Gudrun se inclinó sobre ella para comprobar si estaba viva. Ella miraba fijamente la pared, y Gudrun vio lo que observaba: pequeñas figuras de aves que alguien había garabateado con un bolígrafo.
»Le pedí que me describiera las aves, pero tenía dificultades para recordarlas. Eran muy pequeñas y las habían dibujado «al azar», según dijo. Le pregunté si podría haberlas hecho alguien más aparte de Kristina, ¿un niño tal vez? Según Gudrun Samuelsson no era posible, ya que Kristina no recibía visitas en la cabaña. Le pregunté si los dibujos le parecían infantiles y me dijo que sí, pero también dijo que «Kristina era infantil en muchos aspectos». Y que «su expresión artística podía cambiar rápidamente». Si los objetos que Gudrun vio en la cabaña eran el resultado de un explosivo desarrollo artístico, tal vez esos dibujos repentinos significaran una recaída igualmente repentina. Un modo de expresión de la depresión mental en la que, al parecer, se encontraba.
—¿Le preguntó a Kristina sobre los garabatos?
—No se podía entablar una conversación con ella. Gudrun Samuelsson tenía la impresión de que Kristina tomaba más pastillas de las debidas. Cuando volvió a casa decidió dos cosas: que Kristina necesitaba atención médica y que se debía mostrar su arte al público en una exposición.
»Pero nunca recibió atención médica. Cuando Gudrun volvió acompañada de dos conductores de ambulancia, Kristina había desaparecido. No encontraron ninguna caja de pastillas en la cabaña a pesar de que, según su médico, debían quedarle dos de la última receta. Sin embargo, el bolso y sus cosas personales estaban allí. Todo apuntaba a un suicidio.
»Para los padres, el hecho de que no se hallara el cuerpo fue una doble tragedia. Gudrun había mantenido contacto con ellos desde que se ingresó a Kristina en el Lillhagen. Fue, entre otras cosas, por ellos por lo que Gudrun había insistido tanto en realizar su sueño de una exposición de arte. Después siguieron en contacto. El padre ya no vive, pero había hablado con la madre poco antes de que yo llamara. Estaba contenta de que se hubiera encontrado a Kristina y de que pudiera tener un entierro adecuado.
—Pero ¿no vio a ningún niño en casa de Kristina?
—No, pero ella no iba en verano. Solo iba a verla una o dos veces al año.
—¿Y nada en la cabaña le indicaba que había un niño allí cuando fue las últimas veces?
Sacudió la cabeza.
—Se lo pregunté, pero no podía recordar nada por el estilo.
—¿Has hablado con Maja de esto?
—No, y no creo que tenga sentido.
—¿Dónde está ella ahora?
—Al norte de Stenungsund. En un apartamento que comparte con otros adultos con problemas de conducta. Tienes aquí tu coche. Podríamos visitarla mañana. Sí, sería estupendo, así la podrás ver. Intentaré localizar a Susanne para decirle que vaya a buscarme allí, y tú puedes seguir el viaje hasta Gotemburgo.
—Tengo que recoger a los niños antes de las seis en el centro de actividades extraescolares.
—No habrá ningún inconveniente.
Jens cogió el móvil y llamó, pero había algún tipo de interferencia y tuvo que intentarlo más tarde. Fue a buscar un viejo juego de cartas y nos pusimos a jugar a algo que creíamos haber olvidado, pero que íbamos recordando poco a poco según jugábamos. A veces decíamos: «No puede ser así, de este modo no puede ganar nadie». O de pronto nos dábamos cuenta y comentábamos: «¿Qué puntuación tiene esto?». Y entonces alguno de nosotros recordaba cómo era y el otro recordaba un poco más, y así nos las fuimos arreglando. Aunque parezca raro, lo pasamos muy bien.
Al atardecer encendimos unas velas y abrimos una botella de vino. Jens localizó a su mujer y acordaron que ella iría a buscarlo al día siguiente a las tres en punto en la estación de servicio Shell de Stenungsund.
Me acordé de llamar por teléfono a los chicos para darles las buenas noches, ya que la noche anterior no lo había hecho. Estaban bien. Habían ido al Palacio del Agua de Lerum y por la tarde habían visto dos películas seguidas en el vídeo, así que no se dieron cuenta de que no había llamado por teléfono. Jens me había facilitado recortes del Bohusläningen y les prometí a los chicos que se lo daría a ellos cuando llegara a casa. Anders se puso al teléfono.
—¿Dónde estás? —preguntó directamente.
—Estoy visitando a un amigo de la infancia de Tångevik —dije.
—Anoche no llamaste.
—Ya lo sé, pero a los chicos se les ha olvidado.
—Alguien te vio en el Mikey’s Inn con un tipo de aspecto vulgar. No tiene nada que ver con esto, pero ¿sabes qué clase de sitio es? ¿Sabes quiénes van allí? Alcohólicos que se esconden y gente que busca relaciones. Bastante patéticos la mayoría de ellos.
—No tenía ni idea. No había estado antes, pero parece que tú lo conoces bien.
—Me importa un bledo lo que hagas, Ulrika. Solo pienso en los chicos. Sabes que Åse es una mujer que vale mucho y que cuando están aquí no les falta de nada. Lo sabes, ¿no? No tienes que preocuparte, pero no sé lo que tú haces.
—Claro que lo sabes. Investigo el mito del encantamiento.
Resopló ruidosamente.
—Supongo que mañana irás a buscarlos cuando acaben las actividades extraescolares.
—Por supuesto.
—Ni siquiera suenas sobria —dijo antes de colgar el teléfono.
Jens estaba en el porche y fui hacia él. Había un espléndido cielo estrellado, de esos que solo se ven en el campo en otoño, y cuanto más lo mirabas más estrellas veías. El mar parecía invisible en la oscuridad, pero su presencia se notaba por el frío salado que golpeaba el rostro.
—¿Recuerdas cuando me enseñabas las constelaciones? —pregunté.
No lo recordaba. No recordaba siquiera los nombres de las constelaciones y la única que podía señalar era la Osa Mayor.
—Me pareció revelador el hecho de que las constelaciones fueran una invención humana, solo una interpretación. Luego hice mis propias constelaciones. El caballo, por ejemplo —comenté.
Y se la señalé. Él no podía ver ningún caballo por mucho que se lo explicara.
—¿Qué vas a hacer con lo que has escrito? —pregunté.
—No lo sé. Voy a dejarlo a un lado durante un tiempo. Después lo retomaré y seguiré trabajando en ello. Tal vez edite un libro, ya veremos.
Lo miré mientras permanecía bajo la tenue luz de la luna y las estrellas. En realidad, no era una luz, era algo parecido a las sombras blancas del negativo de una foto. Estaba de pie, inclinado hacia delante, con los antebrazos apoyados en la barandilla del porche y la copa de vino entre las manos.
Había hablado de muchas cosas. Sin embargo, curiosamente, él no aparecía en esos relatos. No había dicho casi nada de su vida actual. Había mencionado de paso a dos hijas adolescentes y a una esposa que estaba en Copenhague en un curso. Me preguntaba quién era en realidad. Hábil, correcto, agradable, minucioso, no dejaba ni una migaja en la cocina. Tenía fantasía, ya que se había adentrado en el mundo de una mujer enferma. No sentía claustrofobia, pues se había arrastrado hasta llegar al final del pasadizo por debajo del bloque de piedras.
Tenía dos formas de hablar. Una, de cara a la galería. Me daba la sensación de que había contado esas cosas cientos de veces y del mismo modo a distintas personas, como cuando hablaba de su forma de elegir la profesión, de los anuncios del coche en el aeropuerto de Singapur, del artículo periodístico sobre la élite del futuro. Pero cuando hablaba del hijo que Karin y Åke dieron en adopción sonaba de modo distinto. Como si fuera la primera vez que lo contaba. Como si se dirigiera a mí, no a un público.
Se dio la vuelta y me miró de manera inquisitiva, tal vez tenía los mismos pensamientos acerca de mí. Se me ocurrió que yo también había sido reservada en lo concerniente a mi persona. Había hablado mucho de mi investigación, pero casi nada de lo personal. Y en realidad no importaba. Nuestra vida actual carecía de importancia donde nos encontrábamos.
—Es curioso que estemos los dos aquí —dijo—. Y que hayan pasado tantos años. No parece real.
Entonces hice lo que había querido hacer desde el principio. Me incliné hacia delante y le soplé lentamente en el pelo.
* * *
Desperté en la casa de verano de la familia por tercer día consecutivo. Me había acostumbrado ya a la cama de Anne-Marie y a la habitación de la buhardilla, por lo que al principio eché de menos el móvil de conchas y el frío húmedo. Luego vi el portátil cerrado y la impresora encima de la mesa, y recordé.
Jens se había levantado ya, pero el lado de la cama donde había dormido él aún estaba caliente. Me di la vuelta y me puse ahí, donde permanecía su olor, con la cara en la almohada. Olía increíblemente bien. Con esas gafas de diseño, esas camisetas caras y su minucioso modo de fregar daba la impresión de que no olía a nada en absoluto, pero no era así. No tenía la menor idea de ello hasta la noche en que me acerqué a él y le soplé en el pelo. ¿Olía igual cuando era joven? No podía recordarlo. Tal vez, el olor era algo que había ido evolucionando con los años, como el pelo gris y su anhelo de escribir algo más que textos publicitarios.
Estoy convencida de que nos guiamos por los olores. Siempre encontramos un montón de razones de por qué nos gustan o nos disgustan ciertas personas, pero todas son mentira. Simplemente nos movemos a través de los olores. Antes de conocer a Anders viví con un hombre egocéntrico y aburrido que estaba haciendo el doctorado y elaborando su tesis acerca de las condiciones de vida de los hijos de inmigrantes, que por cierto creo que no ha terminado aún. Cada vez que estaba a punto de romper con él, volvía a caer de nuevo porque el chico olía irresistiblemente bien. Era como una droga. En realidad, ese es también un tema para una tesis: «La importancia del olor en las relaciones humanas». Probablemente sea un área que está completamente sin explorar.
Pero en ese momento olía a café. Y yo subí al piso de Tor y Sigrid a ducharme. Me sequé con la húmeda toalla de baño de Jens, que colgaba de una silla en el vestíbulo. No sabía qué aspecto tenía su mujer, pero apostaba a que era bastante delgada. Por su modo de abrazarme pude darme cuenta de que no estaba habituado al cuerpo de una mujer algo rellenita. La mayoría de los hombres prefieren mujeres llenitas para tener relaciones íntimas, pero para mostrarse en público les gusta tener a su lado a una señora esbelta; las esposas delgadas son signo de estatus, y además les suele quedar mejor la ropa.
Me apliqué el rímel que llevaba en el bolso delante del espejo en el que Anne-Marie y yo nos estuvimos pintando juntas una vez. Me hubiera gustado tener ropa para cambiarme, pero ¿cómo iba a imaginarme cuando vine para mirar por la ventana del porche de los Gattman que me iba a quedar tres días?
Desayunamos y fregamos los platos entre los dos. De vez en cuando nos acariciábamos levemente, sin decir nada; el silencio era agradable.
Finalmente empezamos a preparar las cosas para la partida. Jens dobló las sábanas de la cama de matrimonio y las puso dentro de una maleta exclusiva de aluminio acanalado. Introdujo el portátil en un maletín especial y la impresora en otro. Solo tardó un par de minutos y dejo la habitación impecable. En una bolsa de plástico guardó la comida que había quedado en la cocina. Mi único equipaje consistía en el recorte de periódico y el manuscrito que me había dado Jens.
Metimos las cosas en mi coche. En el último segundo recordé la llave oxidada de reserva que estaba en el bolsillo de mi chaqueta. Fui a la puerta de atrás y me agaché para dejarla en la caracola. A Jens le pareció innecesario, pues pensaba que ni Lis ni Eva recordarían ya ese escondite, pero insistí en dejarla en su sitio. Mientras estaba a cuatro patas percibiendo ese olor extraño a mar y a tierra y buscaba a oscuras la caracola, caí en la cuenta de que al decir «innecesario» tal vez se refería a «inapropiado».
—No te preocupes —dije después de sacudirme las rodillas y los brazos y cerrar la puerta del coche—. No pienso volver a utilizarla. Solo considero que hay que dejar las cosas donde estaban.
Él sonrió, pero no dijo nada, y entró en mi coche.
Desde lejos, la casa parecía un chalet sencillo y modesto de una planta. Estaba algo aislada en una zona llana cubierta de prados que empezaban a amarillear. Más allá podía apreciarse una bahía larga y poco profunda en la que nadaban unos cisnes.
Al rodear la casa se podía constatar que era mayor de lo que se intuía en un principio. Dos estructuras idénticas sobresalían del primer piso como dos alas y rodeaban una terraza de tablas grises y brillantes y una chimenea de ladrillo. Desde ese lado, el edificio se veía mucho más abierto y atrayente, con muchas puertas y ventanas.
Jens cruzó la terraza y dio unos leves golpes en una de las puertas. La cortina de la ventana que había al lado se corrió apenas. Entonces la vi, medio escondida tras la tela de algodón blanco. Tal vez se debió al contraste de la cortina blanca con la oscuridad de su pelo y de su piel o precisamente a que los cubría, pero el rostro que surgió al otro lado del cristal de la ventana me pareció tremendamente extraño y exótico. En mis recuerdos no tenía la piel tan oscura.
Uno de sus ojos se clavó en nosotros; el otro lo escondía tras la cortina. Me acordé de las gafas rotas de juguete que llevaba la última vez que la vi, que producían esa misma impresión, como si tuviera un solo ojo.
La cortina se volvió a cerrar y la ocultó por completo. Oí pasos en el interior acercándose a la puerta. Una pregunta no formulada, que se iba mezclando vagamente entre mis recuerdos por el camino, cruzó mi mente con una claridad repentina: ¿no sería peligrosa, violenta? Lancé una mirada rápida e interrogante a Jens. Él contestó con un guiño y una sonrisa algo forzada de complicidad. Luego miró la puerta entreabierta.
—Hola, Maja —dijo.
Yo miré hacia allí. Ella había abierto con tal sigilo que no la había oído. Estaba de pie delante de nosotros, muy delgada y frágil, con la piel tan oscura como la de una africana. Llevaba el pelo, fosco y algo ondulado, recogido en una coleta que le llegaba hasta más abajo de la cintura. Vestía vaqueros y una sudadera roja estampada en blanco, barata y fea, probablemente comprada en cualquier supermercado, pero el color oscuro de su piel daba brillo a la tela roja, y las letras blancas resplandecían como signos ocultos. Llevaba unas zapatillas de gimnasia. No parecía que tuviera veintiocho años. Era tan esbelta como una chica de catorce.
—Esta es Ulrika. Supongo que la recordarás de Tångevik, ¿no? —dijo Jens.
Le ofrecí la mano con cierta inseguridad. Solo la mantuve así un momento, pero se me hizo una eternidad hasta que, lentamente, levantó el brazo. La mano que salió de la manga de la sudadera era la más delgada que había visto nunca. La apreté con cuidado porque me daba la sensación de que podía hacerle daño si la apretaba demasiado fuerte. Estuve a punto de reír al pensar que me había llegado a preocupar pensando que esa mujer podía ser violenta.
Jens la saludó poniendo la mano suavemente sobre el brazo de ella.
—¿Podemos entrar un momento? —preguntó.
No había nada en su rostro que denotara desaprobación o alegría. Parecía que no hubiera oído la pregunta. Pero Jens no la repitió, solo se limitó a esperar pacientemente. Entonces Maja abrió la puerta lateral y se hizo a un lado con suavidad, para que pudiéramos pasar.
—Muchas gracias —dijo Jens.
Entramos directamente en su habitación. Era sencilla y estaba muy bien amueblada, con maderas claras y telas de color rosa, amarillo y verde lima pálido. Había una pequeña cocina y un cuarto de aseo con ducha e inodoro. La habitación era grande. Yo pensaba que, como mucho, tendría espacio para una cama y un escritorio, pero había sitio incluso para una mesa de comedor, un sofá y, algo que me sorprendió, una librería que iba desde el suelo hasta el techo y contenía tantos libros que algunos estaban colocados horizontalmente encima de los otros.
—¿Lee…? —Busqué el pronombre adecuado. Hablarle a Maja en tercera persona tal vez era una descortesía. Por otro lado, Jens era el único que iba a contestar. Me dirigí a Maja de todos modos—. ¿Lees?
Maja se quedó como si no me hubiera oído. No se apartó, pero su rostro era totalmente inexpresivo.
—Devora los libros —contestó Jens.
—¡Oh! —exclamé sorprendida.
Leí los títulos de la estantería. La mayor parte era literatura de ficción, obras conocidas de las que se encuentran en todas las librerías.
—Qué bonito lo tienes todo —dije.
Lo decía de verdad. Todo lo que había en la habitación era de buen gusto, armonioso y agradable. En un aparador había una maceta con brezo seco. De las paredes colgaban acuarelas de Bohuslän. En lo único que se notaba que no era una casa normal era en la falta de alfombras, según me di cuenta después. El suelo estaba cubierto de una de plástico que parecía mármol blanco, que daba a la habitación un aspecto sureño que contrastaba con los muebles nórdicos.
—¿Cómo estás, Maja? —preguntó Jens—. ¿Bien?
La pregunta le cayó a ella como una piedra en un pozo.
—Maja —dije—, ¿has estado alguna vez en casa de una mujer que se llamaba Kristina, que hacía cosas con conchas, con huesos y alas?
Hice una pausa.
—Una mujer de pelo largo —continué—. ¿Viviste en su cabaña cuando eras pequeña? ¿Te llevó en el kayak?
Se oyó un ruido procedente de sus fosas nasales al exhalar un largo suspiro. Por un momento supuse que era el comienzo de una opinión. Cuando volvió a jadear la noté tensa. Respiró por la nariz del mismo modo lento. Sonaba como una persona que duerme profunda y serenamente, pero tenía los ojos abiertos y no apartaba la mirada. Me miraba directamente. La expresión de su cara denotaba que estaba escuchando, expectante. Como si fuera ella la que había formulado una pregunta y yo la que tenía que contestar.
Pasaron los segundos y el silencio se hacía cada vez más pesado, al final casi insoportable. Sentí alivio cuando Jens lo rompió.
—Ulrika no había venido antes. Tal vez quiera curiosear un poco. ¿Crees que podemos dar una vuelta por aquí?
Le dio tres segundos a Maja para que mostrase su desaprobación o nos impidiera salir. Luego tomó su silencio como un consentimiento.
—Entonces la daremos. Ven, Ulrika.
Salimos por otra puerta y llegamos a un pasillo. Maja se quedó en su habitación.
—¿Cuándo aprendió a leer? —pregunté.
—Creo que tenía once años o algo así. Mi madre la sacó de la escuela de educación especial porque no funcionaba. Ella misma le enseñó. Probó distintos métodos de lectura. Maja no estaba interesada, no quería escribir ni una letra. Mantenía su lenguaje de dibujos.
—¿Y cómo fue?
—Mi madre descubrió más tarde que sabía leer, que se sentaba a mirar libros y periódicos. Al principio creyó que la estaba engañando. La puso a prueba escribiendo pequeños mensajes sobre cosas que tenía que ir a buscar. Y Maja volvía con las cosas que había escrito mi madre.
—¿Escribe también?
—Ni una palabra. Igual que con el lenguaje. Solo recibe, no emite.
Se detuvo delante de una puerta abierta. Dentro había un hombre joven frente a un ordenador. A su lado había otro ordenador que nadie utilizaba.
—Han intentado que utilice estos ordenadores —dijo Jens—. En uno de los programas hay que escribir un mensaje para que el ordenador haga lo que quieres. A ella no parece interesarle especialmente, pero puede sentarse un rato y ver qué pasa en la pantalla. Pero en cuanto tiene que escribir algo lo deja. Ni siquiera quiere comunicarse con el ordenador.
—¿Crees que ha leído de verdad todos esos libros? —pregunté.
—Sí, por lo menos la mayoría.
—¿Y entiende lo que lee?
Él se encogió de hombros.
—Le aportarán algún beneficio. Creo que sí los entiende. De hecho creo que entiende todo lo que lee y que oye perfectamente. Es como si pensara: «Vale, conozco vuestro mundo y acepto que tengo que vivir en él, pero me niego a participar en este espectáculo».
Continuamos hasta llegar a una cocina, amplia y equipada con todos los electrodomésticos imaginables. Al lado del fregadero había una mujer gruesa, algo enfurruñada, que untaba algo con un pincel en unos bollos. Una mujer pelirroja sacaba los platos del lavavajillas. Jens saludó con una inclinación de cabeza. La del pelo rojo, que al parecer formaba parte del personal, intercambió unas palabras con él. La gorda, malhumorada, le lanzó una mirada fulminante.
Proseguimos nuestra visita a la casa y entramos en el lavadero de paredes de azulejos donde estaba en funcionamiento una lavadora grande. Jens me atrajo hacia él, me besó en la frente y se quedó rodeándome con los brazos, completamente quieto. Percibí su olor a través del perfume del detergente de lavar la ropa.
—¿Quiénes viven aquí? —pregunté por encima de su hombro.
—Personas jóvenes, es decir, de dieciocho a cuarenta años. Cuatro hombres y dos mujeres. Hay un muchacho, Andreas, que es autista, pero ha mejorado mucho los últimos años. De niño estaba completamente aislado en sí mismo. Ahora es prácticamente normal. Es un artista maravilloso. Ya verás sus cosas en el taller.
Hablaba junto a mi pelo y los dos girábamos lentamente de un lado a otro. Yo aspiraba su olor con una avaricia controlada, como si fuera una especie de droga.
—El resto son psicóticos, supongo. Pero todos están tranquilos y se portan bien. Es la condición para venir aquí. Que no tengan accesos violentos ni esas cosas. Aunque supongo que estarán bastante drogados con medicinas.
Salimos a una amplia sala de estar con ventana a la terraza. Allí había una chimenea encalada y sofás tapizados con diseños de Josef Frank. Entendí que evitaran tener a personas violentas.
Creía que la habitación de Maja la había decorado Karin o incluso ella misma, pero me di cuenta de que lo había hecho la misma persona que había decorado la sala de estar y tal vez también las demás habitaciones del edificio. Las paredes mostraban acuarelas similares a las que tenía Maja. Un profesional en diseño de interiores. Me decepcionó un poco. Me había parecido que la habitación de Maja expresaba algo de ella misma, pero ni siquiera había elegido los cuadros de la pared. Ni tan siquiera la ropa que llevaba, que probablemente fue lo primero que vio al entrar en el supermercado y ni se había molestado en buscar la talla correcta. Si es que la compraba ella, porque tal vez lo hacía otra persona. Cuando reflexioné me di cuenta de que nada de lo que había en su habitación era personal. Ni siquiera los libros. Eran superventas internacionales que algún club de libros le había regalado.
En el sofá había un chico sentado mirando la televisión que llevaba la cabeza rasurada y un aro en la oreja. Parecía impaciente y tenía el mando apuntando hacia la pantalla, preparado para cambiar de canal en cualquier momento. Era grande y musculoso, e hizo que me sintiera un poco incómoda.
—Hola, Andreas. Ella es Ulrika, una vieja amiga de Maja y mía. ¿Te gustaría enseñarnos el taller? —dijo Jens con amabilidad.
Andreas se levantó rápidamente y nos acompañó sin soltar el mando del televisor.
El taller era una habitación grande y luminosa. Una zona de la habitación estaba preparada para escuchar música, con cojines en el suelo y un sistema de sonido. En el resto del local había una mesa grande que hacía las veces de lugar de trabajo para distintas actividades: carpintería, pintura, cerámica. Dos hombres trabajaban juntos en la maqueta de un velero.
—¿Has hecho algo interesante desde la última vez? —preguntó Jens, y Andreas extrajo unos lienzos que estaban apoyados en la pared.
Eran diseños surrealistas, realizados con gran habilidad técnica. Personas en túneles, en escaleras de caracol y en torres altas. Le expresamos nuestra admiración.
—¿Ha hecho algo, Maja? —preguntó Jens.
Andreas se echó a reír.
—Tiene algunas cosas allí —dijo.
Se dirigió a una caja que había debajo de un banco y sacó de ella un montón de papeles. Jens fue pasando las hojas lentamente y me las fue dando conforme las veía. Eran pájaros. La misma clase de pájaros que dibujaba de pequeña. «Monótonos», como había dicho la trabajadora social, pero totalmente nítidos. Línea tras línea, hoja tras hoja, papel tras papel. Miles de pájaros.
—Vaya —dijo Jens—, no se ha renovado precisamente.
Andreas se echó a reír. Tenía una risa desagradable, ruidosa.
—Pinta treinta de esos al día, te lo prometo.
—Lo lleva haciendo desde que tenía cuatro años —dijo Jens—. Me pregunto cuántos serán en total. Probablemente un bosque entero.
—Y no hay dos pájaros iguales —señaló Andreas.
Volví a pasar las hojas para mirarlos. A primera vista parecían similares, como si estuvieran impresos con unos cuantos sellos. Pero al mirarlos de cerca siempre se podía ver algún detalle que los diferenciaba. Andreas tenía razón, no encontraban dos iguales. Aves caminando, empollando, apretadas unas con otras, volando, batiendo las alas, en distintas posturas, mirando hacia distintos lados. Unas parecían pequeñas y delicadas, podían ser golondrinas o gaviotas reidoras; otras eran más poderosas, gaviotas grises o, tal vez, eíderes.
Le pasé el montón de papeles a Jens y él los volvió a meter debajo del banco. La mujer pelirroja entró y nos ofreció bollos recién horneados.
En la cocina se reunían los habitantes de la casa alrededor de la gran mesa de pino. Maja fue la última en llegar. Antes de sentarse sacó un envase rojo de zumo del frigorífico y se sirvió un vaso. Por lo visto no tomaba café como los demás.
Era una reunión tranquila hasta que Andreas se empezó a meter con la mujer más gruesa, a la que se le puso la cara como un tomate. Cuanto más se enfadaba ella, más gracia le hacía a él. Los otros le pedían que parara. Al final la mujer se levantó, lanzó una sorprendente sarta de blasfemias y obscenidades y luego salió al pasillo con paso cansino. Poco después se oyó el golpe de una puerta.
Andreas estaba tumbado encima de la mesa, a punto de atragantarse con los bollos y la risa. Por los comentarios de los otros entendí que no era la primera vez que ocurría algo así. Los demás intentaban que dejara de reírse sin conseguirlo, ya que Andreas tenía una especie de ataque de risa que no podía interrumpir.
—Está diez años después —me explicó uno de los hombres.
Supuse que quería decir que Andreas era mentalmente diez años más joven que su cuerpo. Si por ejemplo tenía veintidós, por dentro tenía doce. Un hermanito burlón. Me pregunté qué edad mental tendría Maja. ¿Pensaría como una mujer de veintiocho años?
Maja levantó la mirada del vaso de zumo y miró a Andreas, que estaba encima de la mesa. En sus ojos no había ningún reproche. Solo lo miró abiertamente, sin expresión y durante un buen rato. Y la risa de Andreas se interrumpió como si alguien la hubiera detenido con un control remoto. Parecía estar confuso y aturdido. Se enderezó, parpadeó para quitarse una lágrima que le había producido la risa y se limpió las migajas de bollo que tenía en la boca.
El ambiente se relajó y alguien me preguntó a qué me dedicaba. Me ofreció la posibilidad, que no había buscado, de contar algunas historias de encantamiento, y la mujer pelirroja hizo su propia aportación con una versión local de las «Marcas de arañazos», entre otras.
Dimos las gracias por la invitación, nos despedimos de Maja y dejamos la vivienda que compartía.
El tiempo había cambiado. No era tan cálido y agradable como el día anterior, que se podía salir sin chaqueta y estar sentado en el porche. Hacía sol aún, pero más apagado, más metálico, y el ambiente tenía un punto invernal. Era agradable volver a entrar en el coche.
—¿Y bien? —dijo Jens mientras yo conducía por la carretera principal—. ¿Has reconocido a Maja?
—En algunos aspectos está igual que antes.
—No creo que mejore. Una mejoría como la de Andreas no se puede esperar.
—A veces es preferible el silencio —dije.
—¿Te has dado cuenta de lo fácilmente que le ha hecho callar?
—Sí, con solo una mirada.
—He estado pensando en eso —dijo Jens—. Ella no se deja influir por nadie. Sin embargo tiene una notable capacidad para influir en los demás. Aunque no haga nada, o tal vez precisamente por eso. Una vez visité un antiguo convento de monjas en Provenza que ya no estaba en uso. Se podía visitar y ver cómo vivían las monjas allí. En una de las celdas había un trozo de tela negra estirada por la parte exterior de la ventana. El guía nos contó que las monjas tenían prohibido utilizar espejos, ya que creían que incitaban a la vanidad y al pecado. Entonces, a alguna de ellas se le ocurrió lo de poner la tela detrás de la ventana. La superficie negra y brillante hacía posible que se vieran reflejadas. Ellas no debían sentirse especialmente orgullosas de la imagen que veían en ese espejo. Ya sabes que una ventana oscura produce un reflejo duplicado y extraño.
»He pensado que Maja funciona como uno de esos espejos negros. Por lo general, una persona es como una ventana a través de la cual se ve un mundo. Pero Maja no es más que una superficie brillante y oscura, y todo lo que se ve en ella es su imagen. Al preguntarle algo solo se obtiene su propia imagen como respuesta. Acabas de notar lo desagradable que resulta. Y al abrazarla no percibes ternura ni reciprocidad, solo tu propio anhelo. Si te enfadas con ella, recibes tu propia ira y frustración.
»Cuando ves a Maja únicamente tienes su imagen reflejada, pero no claramente como en los espejos comunes, sino oscura, borrosa, como fantasmal. Es una experiencia aterradora que no deja impasible a nadie.
»Creo que es lo que ocurrió en nuestra familia. Cada uno de nosotros nos vimos en ese espejo negro. Y cada uno reaccionó de un modo distinto.
* * *
Conduje hasta la estación de servicio Shell. Salí a poner gasolina y Jens se quedó sentado. Cuando me disponía a pagar, unas crudas ráfagas de aire frío y húmedo sacudieron los billetes. Al tratar de introducirlos en la máquina expendedora, que era exigente como un niño pequeño y los escupía una y otra vez, oí frenar un coche al otro lado de la misma y vi salir a un hombre. Ambos levantamos la manguera de combustible casi a la vez. Él me vio y me saludó con una sonrisa.
—Los troles no te han secuestrado aún, por lo que veo.
Era Jan-Erik Liljegren, el policía con el que había estado en el Mickey’s Inn.
—No —dije—, tengo cuidado. ¿Cómo estás?
—Estupendamente. La vida es maravillosa. Nunca he estado tan bien —contestó en voz alta mientras echaba la gasolina.
En el asiento delantero iba una mujer. Me pregunté si habría vuelto con su esposa o si se trataría de otra mujer. Tal vez, uno de los patéticos personajes del Mickey’s Inn.
—¡Me alegro! —grité para que me oyera a pesar del sonido de la bomba de gasolina—. Tienes muy buen aspecto. ¿Ha habido alguna novedad?
—Sí… o no. Realmente no. —Su respuesta parecía sorprenderlo incluso a él—. No hay ninguna novedad directamente. Más bien… —Se encogió de hombros y volvió a poner la manguera de combustible en su sitio.
—Hay que quitarle un poco de polvo al pasado —dije.
Él asintió con entusiasmo mientras apretaba el tapón del tanque de gasolina.
—Llevas mucha razón. Lo más importante ya ha sucedido. Hay que quitarle un poco de polvo al pasado. Así es.
Se metió en el coche riéndose y agitando las manos, lo puso en marcha y siguió camino hacia su vida maravillosa.
Quedaba tiempo de sobra para que llegara la mujer de Jens a buscarlo, así que conduje hasta un área vacía de la gasolinera. Apagué el motor. Miramos los relojes y luego nos miramos uno al otro.
—¿Qué pasa? —dijo.
—Estamos sentados en un coche en la estación de servicio de Shell en Stenungsund. Por lo que veo, eso es todo lo que pasa —contesté.
—¿Y después?
—Después vendrá tu mujer a recogerte y te llevará a Estocolmo. Y yo iré a Gotemburgo a buscar a mis hijos al centro de actividades extraescolares.
—¿Y después?
—No lo sé. ¿Qué quieres que ocurra?
Suspiró y levantó la vista hacia el techo del coche.
—No vine a Tångevik solo para escribir, sino también para pensar. Hay muchas cosas en mi vida que tengo que pensar. Estoy en una especie de encrucijada.
Volvió a suspirar y parecía estar preocupado. Intenté animarlo.
—Creo que estamos así permanentemente. Yo he vivido toda mi vida en una encrucijada.
Me puse a tararear en voz baja la canción de Edvard Persson y él esbozó una sonrisa.
—Estoy contenta de haber venido hasta aquí —añadí—. Te agradezco que me hayas dejado leer tu relato de Kristina. Las semanas durante las cuales Maja estuvo desaparecida fueron como una especie de vacío en mi vida. Tu relato lo ha llenado.
—Sí, en realidad era lo que intentaba hacer, pero no sé si lo he conseguido.
Me incliné hacia él y acerqué la nariz a su cuello.
—Hueles divinamente. Aunque supongo que ya lo sabes —dije.
—No —respondió riéndose—. ¿A qué huelo?
—A ti.
Me acarició la mejilla.
—¿No te había dicho nadie lo bien que hueles? —pregunté.
—No, la verdad es que no.
¿Sería verdad? Tal vez era yo la única que podía percibir ese olor.
Volvió a mirar el reloj. Sacó la cartera y buscó una tarjeta de visita con su dirección y número de teléfono. Yo también saqué una de las mías. Nos quedamos mirándonos el uno al otro y a nuestras respectivas tarjetas. Nos las dimos, algo vacilantes, como dos niños que intercambian los cromos que más les gustan. Cuando guardó la mía en la cartera, vio algo que hizo que se le iluminara la cara.
—Ah, mira, tienes que ver esto.
Me tendió una foto en la que se veía a una mujer rubia e increíblemente gruesa, que estaba de pie al lado de una barbacoa en el campo. Llevaba un pantalón corto y una camiseta de tirantes, y la grasa del cuerpo le salía por todos lados. Estaba delante de la parrilla, pero había girado la cabeza para mirar a la cámara.
—¿Sabes quién es? —preguntó Jens.
—No tengo la menor idea.
—Es Anne-Marie.
—¿Qué?
Se rio de mi asombro.
—No es cierto.
—Ya lo creo. ¿No la reconoces?
Me incliné hacia delante y miré la foto más cerca del parabrisas. Observé el rostro. Esa bella forma del arco de Cupido de sus labios. Sí, era la boca Anne-Marie. Haciendo una mueca, como si tuviera dentro tres cerezas y fuera a escupir los huesos en cualquier momento. Tenía una expresión de astucia en los ojos. Se me ocurrió que estaba jugando al escondite y se burlaba del espectador. Desde dentro de esa mujer enorme, Anne-Marie me miraba. Mi dorada Anne-Marie de miel secuestrada dentro de su grasa.
—Cielo santo, es ella —dije.
—Hablaste de viajar a Estados Unidos para entrevistar gente que ha sido secuestrada por un ovni. Si vas a Nuevo México puedes ir a verla. Estoy seguro de que se alegrará mucho. Llámala si vas, te puedo facilitar el número. No tiene sentido que le escribas, porque nunca contesta, pero llámala. O ve a verla directamente, es lo mejor. Te garantizo que te dirá que te quedes en su casa. Tiene mucho sitio.
—¿Tiene familia?
—Tres hijos, no sé si tiene marido. Se ha casado, se ha separado y ha vivido en pareja tantas veces que no puedo seguirle la pista. Siempre con hombres de dinero, con casas grandes y coches.
—Y mucha comida —dije.
—Comida grasa sobre todo, supongo. Está casi irreconocible, ¿verdad?
—De todos modos se nota que es ella. Está radiante —dije.
Porque lo podía ver incluso en esa foto de mala calidad, incluso dentro de ese cuerpo obeso había una especie de resplandor, un destello en la mirada, el trazo de su boca, algo audaz, atractivo e inaccesible. ¿O eran solo imaginaciones mías? ¿Fue cuando Jens me dijo que esa era Anne-Marie? Antes de decírmelo yo solo veía a una mujer madura con exceso de peso, nada especial. ¿Tal vez lo que brillaba era el nombre de Anne-Marie, lo que me traía a la memoria?
—Anne-Marie brilla y yo huelo divinamente —murmuró Jens volviendo a guardar la foto.
—Así es —dije—. Formáis parte de esa familia fragante y luminosa. La familia del brillo de miel y de zumo de manzana.
Lo besé y, en ese mismo momento, un pequeño coche japonés hizo un giro y aparcó junto al mío.
—Es Susanne. No, no hace falta que me ayudes, yo sacaré mis cosas.
Salió al mismo tiempo que la mujer del coche de al lado. Ella abrió la puerta del maletero y ayudó a Jens con el equipaje. Llevaba una chaqueta de hilo de un tono rojo oxidado y tenía el pelo corto y oscuro, cortado a capas de forma irregular en la frente y las sienes. Se movía con rapidez y agilidad. Ordenó rápidamente su equipaje y luego metió las cosas de Jens de modo que todo cupiera en ese espacio reducido. Estaba delgada como una cabra montesa.
Jens me indicó que bajara la ventanilla. Lo hice, y él después de agacharse me acarició suavemente la mejilla. Nos miramos, pero ninguno dijo nada.
Luego se dio la vuelta y se dirigió al coche de Susanne. Ella estaba ya en el asiento del copiloto, y Jens se sentó al volante y ajustó el asiento. Al parecer el cambio de conductor era algo obvio para ellos. Pero tampoco era raro, ya que ella venía de Copenhague y aún les quedaba mucho hasta llegar a Estocolmo.
Jens salió de la gasolinera y yo lo seguí.
Fuimos conduciendo uno muy cerca del otro por la autopista. A veces lo adelantaba yo, otras veces él a mí. No íbamos demasiado deprisa, no era una carrera. Solo nos adelantábamos el uno al otro y, de vez en cuando y durante una fracción de segundo, nos mirábamos a través de la ventanilla del coche.
En la entrada a Gotemburgo, se metió por otro carril y se perdió en la densa corriente de coches que tras la curva desembocaba en la E-20 que lleva a Estocolmo.
Una tenue neblina cubría la ciudad, sobre la cúpula de contaminación brillaba el cielo, blanco como el interior de la concha de un mejillón. Eran las cuatro menos veinte. Tenía tiempo de sobra para recoger a Max y a Jonatan en el centro de actividades extraescolares. Los echaba mucho de menos.