Ulrika
Cuando Maja volvió quedaban dos semanas de las vacaciones de verano, dos semanas para que mi padre me llevara a nuestra casa de Gotemburgo, dos semanas para que yo empezara bachillerato en un centro totalmente nuevo y con nuevos compañeros. La familia Gattman regresaría a Estocolmo. Maja había vuelto y todo tenía que ser como antes.
Pero no lo era. Algo era distinto. Los miembros de la familia, que antes consideraban que Maja era el centro familiar, ahora casi parecían evitarla. La miraban con ojos dubitativos y la trataban de un modo distinto, con más cautela. Sin embargo ella parecía ser la misma. A veces tenía la sensación de que la causa era precisamente esa inmutabilidad, esa fortaleza casi misteriosa que, como una copa de cristal, la envolvía de forma invisible pero inexorable y la aislaba del resto de los suyos.
Seguía persiguiéndonos a Anne-Marie y a mí por todos lados, y me daba la impresión de que Anne-Marie estaba a la vez más molesta y más amable con ella que lo estaba antes. Generalmente permitía que nos acompañara y si alguna vez le pedía que nos dejara en paz, no lo hacía ya como si le diera una orden, sino eligiendo las palabras con cuidado.
Una noche vi que Maja seguía a Åke por el jardín cuando él iba desde su coche a la cabaña donde escribía llevando una caja de botellas de vino tinto que acababa de comprar en la ciudad. Ella lo perseguía muy de cerca. Cuando él se detenía ella también lo hacía. Se miraban sin decir una palabra. Luego, él comenzó a andar más deprisa y ella lo siguió pegada a sus talones. Åke fue corriendo el último tramo hasta que llegó a la cabaña, soportando en los brazos el peso de la caja. Se las arregló para abrir la puerta con el codo. Antes de entrar y cerrar la puerta miró por encima del hombro. Vi su rostro solo un instante, pero aún recuerdo su expresión. Le tenía miedo a Maja.
Karin le proporcionaba comida y atención, pero desistió de sus infructuosas muestras de cariño. Lo más parecido a una caricia era cuando pasaba levemente su mano por el pelo negro y brillante de la niña.
Los demás nos la solíamos subir en las rodillas cuando nos quedábamos a hablar en el cuarto de estar por las noches. Ella se sentaba sin protestar, se apoyaba en nuestro pecho como si fuera el respaldo de un cómodo sillón, y cuando teníamos que levantarnos se dejaba llevar gustosa en los brazos de otro de nosotros. Ahora estaba sentada sola en el sofá azul y blanco, rodeada de un pequeño halo de soledad.
Parecía un cachorro que volvía con su madre después de que la tocaran manos humanas. Nos alejábamos de ella como si oliera a algún animal de una especie rara.
Llevaba unas gafas de sol con montura de plástico rosa. Jens se las había comprado en una estación de servicio. Eran de muy mala calidad, como es lógico, y uno de los cristales de plástico oscuro se salió enseguida de la montura y no hubo forma de volver a meterlo. Pero a Maja le gustaban mucho y las llevaba a diario, hiciera el tiempo que hiciera, tanto dentro como fuera de casa. Tenía un aspecto raro con esas gafas con las que se le veía el ojo derecho cubierto de oscuro y el izquierdo brillando detrás de la montura rosa de las gafas.
Si a Maja le molestaba la desaprobación de la familia no lo demostraba, igual que hacía con los demás sentimientos. Ahí estaba, sentada en el rincón del sofá con las gafas de sol de un solo cristal dibujando sus figuras pequeñas y aladas.
Cuando digo que Maja no había cambiado no es del todo cierto. De hecho hubo un cambio, casi lo había olvidado. Quizá no era nuevo, sino que lo descubrimos precisamente entonces, pero lo vimos por primera vez unos días después de su regreso.
Anne-Marie, Maja, Jens y yo nos bañábamos en la playa. Maja estaba desnuda sentada en la arena jugando con el cubo y la pala. Poco a poco fuimos uno tras otro hacia el embarcadero y nos sentamos allí a dar patadas en el agua mientras hablábamos. De vez en cuando echábamos una ojeada para mantener vigilada a Maja. Repentinamente soltó la pala, fue corriendo por la playa, subió al embarcadero y saltó. Se sumergió en el agua profunda a escasos metros de donde estábamos, desapareció por un momento y poco después vimos emerger su cabeza negra en la superficie. Pataleando y con movimientos bruscos, atravesó a nado las aguas profundas y pasó por delante de nosotros en dirección a la orilla. Después subió a la playa, se puso en cuclillas y siguió haciendo hoyos con las coletas goteándole.
Todo había sucedido tan deprisa que apenas pudimos reaccionar.
—Saltó al agua desde el embarcadero y salió nadando —dije asombrada.
No habíamos visto nadar a Maja anteriormente.
—Bueno, yo no lo llamaría nadar. Yo diría más bien que pateaba en el agua —dijo Jens.
Mientras estábamos en la orilla discutiendo el asunto, Maja se levantó, fue corriendo al embarcadero y, antes de que nadie pudiera impedírselo, volvió a hacerlo. Saltó al agua y fue nadando a la playa a su manera. A partir de entonces lo hacía siempre que íbamos a bañarnos, por lo que nos acostumbramos a ello.
* * *
Una tarde que hacía mucho calor, Anne-Marie y yo charlábamos tumbadas en nuestras camas. La buhardilla volvía a estar limpia y aseada y había flores frescas en el jarrón de encima del escritorio. Las camas se hallaban ya en el lugar de siempre.
El largo pelo de Anne-Marie, recién lavado y peinado, le caía sobre los hombros desnudos como una cortina de seda. Había recuperado el bronceado, se había puesto brillo labial y despedía una fresca fragancia a desodorante. Era prácticamente imposible imaginar que un par de semanas antes se aferraba a mí sudorosa con el pelo sucio y enredado y que pasaba la noche llorando pegada a mi cuello.
Los tebeos habían desaparecido. Supuse que Karin los habría tirado, ya que estaban demasiado pegajosos y rotos para que pudieran interesarle a alguien y no formaban parte del tipo de literatura que solía leer la familia Gattman. Habían estado guardados en su oscuro rincón debajo de las escaleras y solo se sacaron cuando necesitábamos lecturas ligeras, como cuando los niños están enfermos en cama o durante una época de lluvias persistentes. Todavía recuerdo las aventuras que contenían, las viñetas enmarcadas en blanco y negro con grandes partes sombreadas y dibujos sorprendentes. Hombres de mandíbulas angulosas y mujeres de generosos escotes. La sombra de los rascacielos sobre los estrechos callejones y la oscuridad de la selva. Un mundo en tinieblas. No había leído antes ese tipo de publicaciones ni he vuelto a hacerlo después, y cuando las veo por ahí alguna vez siempre las asocio con el tiempo en que Maja había permanecido ausente.
Era la última semana que pasaba en casa de los Gattman. Mi madre acababa de llamar por teléfono para decirme que me habían admitido en el instituto de enseñanza superior que quería, ubicado en pleno centro de la ciudad, donde permitían salir durante el almuerzo, así que podríamos ir a alguna de las cafeterías de la avenida. Le conté a Anne-Marie lo contenta que estaba de haber entrado en ese instituto.
—¿Has podido entrar tú también en el que solicitaste? —pregunté.
—Sí —respondió—. Pero no voy a empezar.
—¿Y dónde vas a ir?
—A ningún lado. Me voy a tomar un año sabático.
—¿Cómo? ¿Estás diciendo que vas a quedarte en casa?
—No, tal vez acepte un trabajo.
Eso era cuando aún se podía «aceptar» un trabajo.
—O me iré al extranjero.
—¿Dónde vas a ir? —pregunté asombrada.
—No lo sé. Tal vez a Israel a trabajar en un kibutz, como Eva.
—Pero ella solo se quedó las vacaciones de verano.
—Allí puedes trabajar un año entero si quieres. Tal vez vayamos juntas, o tal vez yo me vaya a Inglaterra o a Francia a trabajar de au pair. Todavía no lo he decidido.
—¿Crees que Karin y Åke te lo van a permitir?
Ella se echó a reír.
—No van a impedírmelo. Uf, no me apetece nada ir al instituto, y menos aún la rama de ciencias, como Jens. Me parece horrorosa. Solo estudiar, estudiar. Pero a él le queda solamente un año, así que continuará.
—Tal vez sea mejor un año sabático —dije pensativa.
Yo no podía imaginármelo para mí. Empezar la secundaria un año más tarde, ser un año mayor que los demás. Sería como quedarse atrás de algún modo. Y yo tenía prisa. Quería adquirir una formación rápidamente. La escuela secundaria y luego la universidad. Tenía ganas de ir a la universidad. No me imaginaba quedándome atrás por un año sabático. Quería conocer mundo, pero tendría que ser en las vacaciones.
—Pero nos veremos el próximo verano, ¿verdad?
—Si todavía estoy aquí.
—¿No vas a venir aquí el próximo verano?
—¿Cómo voy a saberlo? Tal vez esté al otro lado del mundo. En Australia o por ahí.
—¿No acabas de hablar de Inglaterra y de Francia? ¿O de Israel? —dije desconcertada.
—No lo sé, Ulrika, no tengo la menor idea. No tiene importancia. Simplemente quiero irme lejos de aquí. Estoy cansada de todo.
—Pero Tångevik es el sitio más maravilloso de la tierra. Y nadie tiene una casa tan bonita como vosotros.
—¡Bah!
Me dolió su desdén, ya que me había encariñado con esa casa.
Uno de los días en que Maja estaba desaparecida me fui a dar un paseo sola hasta la casita que mi familia había alquilado, porque no había ido por allí en todo el verano.
La familia de Borås había dejado su huella en ese sitio. En el césped habían puesto una gran piscina de plástico que estaba llena de agua, habían comprado muebles nuevos para el jardín y, finalmente, habían logrado cultivar un pequeño huerto de verduras. Encima de la mesa de jardín vi la gran garrafa de vidrio española que solíamos tener en un rincón del cuarto de estar con flores secas. Ahora se había convertido en un acuario lleno de agua verde y de algas que probablemente contenía algún tipo de animal.
La mujer de Borås, que al parecer estaba embarazada, se refrescaba tumbada entre las hojas de las zanahorias. Estaba demasiado relajada para verme a mí, que la observaba desde la valla.
Se oyeron voces infantiles y aparecieron dos niños que venían desde el otro lado de la casa. Uno de ellos llevaba al otro en la vieja carretilla de mi padre y lo dejó al lado de la piscina, entre risas.
Recordé lo que le costaba a mis padres que creciera algo en ese terreno. Recordé los huecos subterráneos, que se tragaban un camión cargado de tierra tras otro. Me admiraba que esa familia estuviera allí cultivando verduras y jugando con la carretilla de trabajo. Tal vez ellos pertenecían a una raza más hábil, o tal vez simplemente la tierra baldía se había vuelto fértil al fin y ellos habían llegado en el verano correcto. En menos de dos meses, esa familia se había familiarizado más que nosotros con las cosas de allí. No podía imaginar que volviéramos algún día.
Mi corazonada se cumplió. Mi padre dedicaba cada vez más tiempo a su trabajo y, desde que habían comprado el chalé con jardín, mis padres pensaban que ya no necesitábamos tanto la casita de verano. Al invierno siguiente se la vendieron a la familia de Borås.
Pero yo desconocía todo eso cuando estaba al otro lado de la valla, naturalmente. Solo sentía una mezcla extraña de emociones. Nostalgia por algo que había perdido, aunque no lo había poseído nunca. Y una especie de confirmación explícita de algo que había sabido siempre: yo no pertenecía a ese sitio, ese no era mi lugar.
Regresé a casa de los Gattman y al verla oscura entre los robles de la montaña sentí en mi pecho la emoción del retorno al hogar.
—De todos modos, podemos escribirnos —dije a Anne-Marie.
—Sí, aunque sabes cómo soy para escribir cartas. Pero mantendremos el contacto, claro.
«Mantener el contacto», qué expresión más horrible. Miré a Anne-Marie, que descansaba sobre la cama. Estaba tendida boca abajo con las manos en la barbilla y la mirada fija en la cabecera de la cama, sonriendo. Pero lo que ella veía era otra cosa, algo que yo no podía imaginar. Ya estaba alejándose de mí.
Se oyó frenar un coche en la puerta. Eran Lis y Stefan que venían de la ciudad en el coche del padre de él. Habían ido a buscar piso y se habían decidido por uno de un dormitorio situado en un edificio para derribo que estaba en Gårda, en Gotemburgo. Entonces se hacía así: los jóvenes iban a la ciudad a buscar vivienda o trabajo. Pisos miserables, empleos tristes y mal pagados pero fáciles de conseguir. Ahora estaban buscando muebles y enseres domésticos, y le habían prometido a Sigrid que retirarían la cómoda del dormitorio de ella y Tor.
Lis entró un momento a saludarnos. Se apresuraban en volver a la ciudad, donde debían recoger o entregar una llave a alguien. Tenía las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes. Cuando pienso en ello me doy cuenta de que por entonces ya debía estar embarazada, aunque tal vez no lo sabía todavía.
Anne-Marie y yo permanecíamos tumbadas en nuestras camas y los oíamos luchar con el escritorio en el piso de abajo. Cuando al fin lograron bajarlo por las escaleras y sacarlo al jardín, Åke salió de su cabaña para echarles una mano. Iba desnudo de cintura para arriba y vestía unos pantalones cortos que daban asco de sucios que estaban. Lo miramos desde la ventana abierta, y Anne-Marie se echó a reír. Åke estaba demasiado borracho para poder ayudarlos. Se ponía delante de ellos y se colgaba del mueble, que era de por sí lo suficientemente pesado, mientras que Lis y Stefan hacían lo que podían para llevarlo al vehículo. Uniendo las fuerzas lograron subir la cómoda a la baca del coche y sujetarlo con cuerdas, con Åke balbuciendo alrededor continuamente. Se metieron en el coche en cuanto acabaron, cerraron las puertas, agitaron las manos diciendo adiós y pusieron el motor en marcha.
Cuando el coche estaba empezando a rodar, Åke se apoyó en la puerta para decirles algo por la ventanilla, por lo que fue despedido hacia un lado y cayó rodando por el suelo.
Lis y Stefan no se detuvieron. Tal vez no les había dado tiempo a verlo, o tal vez les daba igual.
Åke se puso lentamente en pie, sucio y con una herida que le sangraba en el brazo. Se quedó inmóvil un momento, agarrado al tronco de un roble. Luego miró a su alrededor, divisó la cabaña donde escribía y dirigió sus pasos vacilantes hacia allí.
Anne-Marie se rio a carcajadas. Åke la oyó y se detuvo en el sendero entre las peñas. Se dio la vuelta y miró en todas las direcciones sin lograr averiguar quién se reía, por lo que prosiguió su andar vacilante y se refugió en su pequeña casa.
Unos días después vino mi padre a buscarme. Me despidió una familia evidentemente diezmada. Un amigo de Åke vino a visitarlo. Se marcharon juntos a Gotemburgo para ir a un pub y desde entonces no habían regresado. Sigrid estaba cuidando a Tor, Eva buscando piso en Estocolmo y Lis ya se había mudado. Solo Karin, Jens y Anne-Marie me despidieron con un abrazo en la puerta de la casa.
Maja estaba sentada en la escalera. Levantó la vista y me miró con el ojo que tenía sin tapar. Yo me incliné hacia ella.
—Adiós, Maja. Espero que nos veamos pronto —dije dándole un beso en la mejilla.
Ella se estremeció como si le hubiera dado un mordisco y se metió corriendo en la casa.
* * *
Volví a mi casa en Gotemburgo y comencé la secundaria. Me sentía bien, por fin iba a aprender realmente. Ya no habría imbéciles ni alborotadores, por lo que los profesores podían dedicarse a enseñar durante las clases en vez de intentar mantener el orden. Tenía más compañeros que nunca.
En noviembre recibí una postal de Anne-Marie. Estaba en California trabajando de a u pair con una familia sueca. No me facilitaba su dirección, por lo que no le pude contestar. Un mes después recibí una tarjeta de Navidad. Había dejado ya a la familia sueca y trabajaba en Texas en una tintorería. Luego no supe nada más.
Durante varios años utilicé la marca de rímel que usaba Anne-Marie. No porque creyera que así tendría unas pestañas largas y oscuras como las suyas, sino como un modo de confirmar nuestra relación. También llevaba una blusa de algodón muy fino que había heredado de ella. Quedaba mejor cuando estaba recién lavada porque se ajustaba al cuerpo. Era burdeos, un color que nunca había estado presente en mi armario, pero que Anne-Marie solía llevar. Me ponía esa blusa siempre que podía. En invierno, cuando hacía frío en el viejo instituto, me la ponía sobre el cuerpo, debajo de los jerséis de lana y de las gruesas camisas de franela.
Como he dicho, me sentía muy bien desde que había empezado la enseñanza secundaria, por lo que no pensaba tanto en Anne-Marie como en inviernos anteriores. Mi añoranza se había esfumado, se había hecho invisible. La llevaba como llevaba la blusa burdeos, pegada a la piel, debajo de todo lo demás.
Cuando empezó a acercarse el verano, mi padre propuso que viajáramos a Mallorca. Era la primera vez que le parecía que tenía tiempo para ello y que se lo podía permitir. Había trabajado intensamente durante dos años, tanto los días laborables como los festivos, sin un solo día de verdadero descanso. Había terminado su estudio sobre la periodontitis, había logrado el puesto que siempre quiso y había decidido dormirse en los laureles durante unas semanas de vacaciones.
Yo tenía sentimientos encontrados acerca del viaje a Mallorca. Me entusiasmaba la idea de viajar al extranjero y conocer uno de esos lugares exóticos que había visto en foto en los folletos de las agencias de viajes, pero no quería estar lejos en caso de que Anne-Marie se pusiera en contacto conmigo y me pidiera que fuera a Tångevik. Aparte de las dos postales, no tenía noticias de ella. No sabía si habría vuelto a Suecia o seguiría en Estados Unidos. Podía llamarla por teléfono a Estocolmo y preguntar, pero teníamos una regla no escrita que era no llamar a la otra. Y si ella volvía y quería verme, era ella la que tenía que llamarme a mí. Yo estaba a la espera de esas eventuales llamadas o cartas, por lo que no demostré el entusiasmo que era de esperar cuando mi padre propuso el viaje a Mallorca. Él leyó mis pensamientos.
—Si estás pensando en los Gattman no deberías tener grandes expectativas. Åke y Karin van a divorciarse. Tengo entendido que él actualmente vive aquí con otra mujer. No creo que vayan a Tångevik este verano. Tampoco creo que Karin ni Åke quieran ir allí según están las cosas en este momento, y Sigrid tampoco querrá ahora que Tor ya no está.
Tor había fallecido durante el invierno, lo leímos en el periódico. También leímos que Lis y Stefan habían sido padres de un niño. Junto con las dos postales de Anne-Marie, esa era la única información que tenía hasta el momento de la familia Gattman. Lo del divorcio era una novedad que mi padre se había guardado. ¿Cómo lo habría sabido y dónde habría oído lo de la otra mujer? No era propio de él estar al tanto de ese tipo de chismes.
—Supongo que venderán esa casa tan grande. Pueden obtener una buena cantidad por ella. Con terreno a la orilla del mar, embarcadero y todo lo demás. O bien podrían alquilarla.
Así que viajé a Mallorca, hicimos excursiones guiadas, fui a la discoteca con dos hermanas gordas que eran de Falun, y cuando iba a la playa tenía detrás una cola de guapos chicos españoles. Esto último reforzó mi autoestima en gran medida, hasta que descubrí que el par de gordas también eran objeto de intenso cortejo. Ya lo creo, incluso mi madre, con ese sombrero de flores tan cursi que llevaba y su vestido de felpa de flores grandes, tenía un admirador con la mitad de años que ella, que le decía piropos en español cada vez que pasaba por delante de la terraza donde él solía estar sentado.
Una tarde en que mis padres y yo estábamos en un pequeño restaurante donde bailaban flamenco, oí que hablaban de la desaparición de Maja. Yo había puesto mi silla en dirección a la pareja que actuaba, por lo que estaba sentada de espaldas a mis padres. La orquesta tocaba y uno de los guitarristas cantaba en un tono tan alto que parecía que el techo retumbaba, por lo que mis padres creían que yo no oía lo que decían. Pero para oírse entre ellos tenían que levantar mucho la voz, y creo que les resultaba difícil apreciar su propio tono al haber bebido bastante vino. Como quiera que fuera, oí decir a mi madre que le parecía rara la desaparición de Maja y que era extraño que se publicara tan poco en los periódicos acerca de cómo la encontraron. Mi padre murmuró algo y vi por el rabillo del ojo que me miraba. Mientras escuchaba la respuesta de mi padre miré con los ojos bien abiertos a la pareja que bailaba flamenco, como si estuviera absorta en su estúpida danza. Expuso una teoría sorprendente sobre Åke y Karin que, según él, ya estaban separándose el verano anterior y que la desaparición de Maja fue el resultado de alguna forma de disputa por su custodia. Puede ser que Åke la escondiera en Gotemburgo en casa de su amante, o que Karin se la llevara a la casa de alguna amiga sin decirles nada.
Era algo tan descabellado que tuve que contenerme al máximo para no darme la vuelta y reírme delante de ellos. Hasta la desaparición de Maja, el matrimonio de Karin y Åke era perfecto, armónico y equilibrado, al menos yo lo consideraba así con mi poca experiencia. Ambos estaban tan profundamente apenados por la desaparición de Maja que no cabía la posibilidad de que alguno de ellos estuviera fingiendo. Además, mi padre olvidaba el sitio donde la encontraron, en una cornisa de montaña inaccesible en la playa de Musselstranden. ¿Alguno de los dos sería capaz de dejarla en una situación tan peligrosa? ¿Con qué finalidad?
No tuve que decir nada, ya que mi madre le planteó el mismo tipo de objeciones que yo albergaba. Pero, en las frases aisladas que capté, me di cuenta de que mi padre no se creía del todo la historia de la cornisa. Solo la había oído a través de mí y, evidentemente, consideraba que yo lo había dramatizado todo.
En cierto modo era humillante que no me creyeran, pero no me importaba demasiado. Era una historia difícil de creer, he de admitirlo. Hay que haberlo vivido todo, la pena, la culpa, y haber estado en la montaña la extraña noche en que Maja fue salvada por el equipo de rescate. Yo había pasado por eso, pero mis padres no; pese a todo, los perdonaba.
Fue la única vez que hicieron mención a la desaparición de Maja.