Ulrika

Soñé que estaba en el porche de los Gattman mirando por la ventana. Era de noche y hacía frío. En el interior, la lámpara de techo brillaba sobre la mesa del comedor y bajo el círculo cálido de sus luces vi a Anders y a Åse, que estaban cenando con Jonatan, Max y la pequeña Hedda. Hedda estaba sentada en una trona y Åse le daba pedazos de una gran rebanada de pan. Anders estaba sentado al otro lado de ella. Los chicos estaban sentados de espaldas a mí. El olor a pan recién horneado llegaba hasta el porche.

Llamé a la ventana pero al parecer no se dieron cuenta. Entonces noté que el suelo temblaba bajo el peso de unos pasos que se acercaban y empecé a golpear con más fuerza.

Anders se levantó, se inclinó sobre la mesa y me miró asombrado. Åse puso su mano alrededor del antebrazo de él y lo mantuvo agarrado con fuerza. Con la otra le tapó los ojos a Hedda, como para protegerla de una visión inesperada y espantosa. Los golpes de las pisadas retumbaron en el suelo de madera del porche justo detrás de mí. Ellos primero me miraron a mí y luego, atónitos y horrorizados, a algo que había detrás de mí. Cerré los ojos y me agarré con fuerza al alféizar de la ventana.

Al despertar, tardé un rato en darme cuenta de dónde estaba. Sentí que despertaba de un sueño y entraba en otro.

Estaba a oscuras. La ventana de la habitación no se encontraba en el sitio correcto. Vi la otra cama junto a la pared y recordé que estaba en casa de los Gattman. Me había metido en la antigua cama de Anne-Marie sobre las cinco y ya debía de haber oscurecido o tal vez era de noche. Sentí una gran confusión.

Ahora no podría conducir hasta mi casa. Fue una locura entrar, incluso venir aquí. Lo mejor que podía hacer era volver a dormirme y marcharme a casa en cuanto amaneciera.

Pero no podía dormirme. Hacía frío en la habitación. Me levanté y, al quitarme la manta, empecé a temblar. De pronto caí en la cuenta de qué era lo que me había producido tanta confusión al despertar. ¡El olor a pan recién horneado del sueño seguía aún allí!

Me quité los zapatos y la chaqueta, salí de la habitación y bajé la escalera empinada de la buhardilla. Me detuve al llegar al piso de Tor y Sigrid. Sí, realmente olía a pan recién hecho. También percibí un ruido, leve y difícil de identificar, como gotas de una lluvia ligera, o el ir y venir de un ratón.

Bajé los escalones uno a uno. A veces se interrumpía el ruido y cuando me quedaba quieta un momento, esperando escucharlo, empezaba de nuevo. Rápido, lento, rápido. Me di cuenta de que ese ruido no podía producirlo la lluvia ni un ratón. El ruido de la naturaleza no suena así, la naturaleza es más decidida, no vacila tanto. Ese modo de avanzar, de detenerse y volver a insistir solo podía provenir de una persona.

Pasé el vestíbulo de la planta baja. La cocina y el comedor estaban a oscuras. El ruido procedía de la habitación de Karin y Åke. Entré allí. Me detuve en la entrada mirando el origen del misterioso ruido. Me asombró un poco que no lo hubiera reconocido antes, ya que era un sonido que yo también producía a menudo. El discreto e irregular repiqueteo procedía del teclado de un ordenador portátil. Aparte de la luz de la pantalla, la habitación estaba a oscuras; el hombre que escribía me daba la espalda. Hizo otra pausa, se dio la vuelta y me vio. Yo entendí perfectamente su reacción. Él empezó a temblar con violencia, como impulsado por descargas eléctricas.

—Soy yo, no te asustes —me apresuré a decir.

Busqué a tientas el interruptor de la luz y lo encontré.

—¿Quién demonios eres? —dijo al iluminarnos la luz de la lámpara.

Entonces lo reconocí. Llevaba gafas de montura roja ovalada y tenía el pelo gris. Era curioso ver ese tono sobre su cabeza rubia como una capa de polvo fino y mate. Tuve la sensación de que si soplaba se lo quitaría. Por lo demás estaba igual. Las cejas oscuras, el rostro bronceado y un aspecto saludable. Tenía algún kilo de más y los rasgos más pronunciados.

—Jens —dije—, no sé qué decir. Te pido disculpas.

Se sobresaltó al oír su nombre, pero no tanto como antes. No me había reconocido aún. ¿Y por qué iba a hacerlo? La última vez que nos vimos yo tenía quince años y ahora treinta y nueve. Por pura lógica supuse que podía ser Jens, ya que antes vivía aquí. Pero para él no fue tan fácil deducir que una desconocida que bajaba de repente por la escalera fue su vecina y huésped de esa casa veinticinco años atrás.

Le di un poco de tiempo, pero seguía sin reconocerme. Me dolió, no sé por qué. ¿Por haber envejecido? ¿Por haber significado tan poco para él? No, no sé por qué me dolió. Era completamente normal que no me reconociera.

Yo estaba acostumbrada a presentarme, pero no bastó con decir el nombre y los apellidos, tuve que recordarle también la casita de verano donde vivían mis padres, que yo era la mejor amiga de Anne-Marie durante las vacaciones, y que viví en su casa el verano de 1972. No le dije nada del saco de dormir en Kannholmen para que él también aportara algo de información.

Asintió lentamente. Ahora sabía quién era yo, pero seguía teniéndome miedo. Me miraba atentamente todo el tiempo, como si fuera una loca que pudiera hacer algo peligroso si me daba la espalda.

—Lamento haberte asustado. No sé por qué lo he hecho. Se me ocurrió venir. Cogí la llave que estaba en la caracola. No he tocado nada, solo quería mirar y de pronto he sentido mucho sueño. Anoche me acosté tarde. Me tumbé en la cama de Anne-Marie y me quedé dormida.

Se relajó un poco.

—¿Te acostaste en la antigua cama de Anne-Marie?

Miró hacia el suelo, se rascó la barbilla y cuando levantó la vista sus facciones se habían suavizado. Casi se le podía intuir una sonrisa en una de las comisuras de los labios.

—¿Probaste alguna otra cama antes? ¿Igual que Ricitos de Oro y los tres osos? Una vez hicimos un anuncio de eso.

—¿El de la cama del oso? ¿Primero una cama grande y dura, después otra tan blanda que ella casi se hundía dentro y al final una adecuada?

—¿Lo has visto?

—Sí, era bastante divertido.

—Fue idea mía.

—¿Así que trabajas en publicidad?

—Sí. ¿Quieres un té? He hecho pan. Creo que se habrá enfriado ya.

Jens preparó el té mientras yo lo miraba sentada junto a la mesa de la cocina. Llevaba unos vaqueros y un suéter de punto azul marino con un cuello desgastado que daba a la prenda aspecto de ser de segunda mano, aunque probablemente era de marca. Había cambiado las gafas ovaladas de montura roja por unas redondas y anaranjadas. Charlaba relajado y de buen humor mientras sacaba la tetera y las tazas. De vez en cuando me echaba una ojeada rápida por encima del hombro. Tenía una especie de elegante corrección natural, pero guardaba las distancias. ¡Cómo envidio a la gente que puede ser agradable de ese modo! Yo, en cambio, soy como una almeja, dura y cerrada, hasta que alguien me abre y toda la masa viscosa sale a la vez. ¡De golpe! No es nada agradable.

Encima de la mesa había dos candelabros de estaño con dos velas. Jens las encendió, apagó la lámpara de techo, se sentó a la mesa y sirvió el té. Unté mantequilla en una rebanada de pan y dudé un momento antes de llevármela a la boca, como suelo hacer cuando como algo preparado por desconocidos. De pequeña no comía nunca cuando nos invitaban en alguna casa, aunque fueran galletas, helado o tarta. Parecía una niña consentida, y a mi madre le daba vergüenza. Ahora sé que era una reacción natural. Comerse la comida de desconocidos es algo muy serio. Cuando los alimentos llegan a mis intestinos ejercen un poder sobre mí. Comer lo que otros han preparado es signo de confianza. Por ese motivo los hechizados se negaban a comer la comida de los troles, aunque tuvieran mucha hambre.

—¿Así que seguís manteniendo la casa? —dije.

El pan estaba todavía caliente, además de tierno en el centro, y muy rico.

—La propietaria es mi madre, pero no está nunca aquí. Vive en la isla de Gotland. Podría decirse que se ha ido a un convento, aunque ahora ya no se llaman así. Ella dice que está en una comunidad o algo parecido. Vive con otras siete mujeres católicas en una granja en la que crían ovejas y cultivan verduras. Hace años que no la veo, no quiere que vaya, pero a veces hablamos por teléfono. Creo que está bastante bien, su voz suena más alegre que antes.

—¿Y Åke? ¿Dónde vive?

—Åke murió.

—Leí hace un tiempo que tuvo un infarto.

Recordé los titulares y las fotos de Åke, muy delgado junto a una mujer rubia de aspecto vulgar.

—Pero entonces sobrevivió. Fue una lástima que no muriera en esa ocasión. Sí, de verdad. Entonces aún era respetado. Le habrían dedicado bonitas necrológicas, todos los personajes de la cultura hubieran hablado de él en las entrevistas, y al preguntarles qué recuerdo tenían de Åke Gattman solo recordarían un montón de cosas agradables. Nadie mencionaría que habían transcurrido unos años desde lo último que publicó. Al principio era increíblemente productivo. Tal vez lo habrían tomado como si hubiera muerto en medio de una especie de pausa creativa.

»Pero se salvó. Mona, con la que vivía, lo encontró en el baño y lo llevó al hospital, donde volvieron a ponerlo en forma. En los periódicos aseguró que había estado más muerto que vivo y que había resucitado. Tal vez un poco dramático, creo que exageraba. Pero después me he preguntado con frecuencia hasta qué punto benefició a Mona esa resurrección. A partir de entonces su vida con él fue un infierno. Se hundió por completo en la bebida y al final, cuando ella no pudo más, ya no tuvo descanso. No dejaba de beber. Todo se vino abajo. Vivía en un suburbio, en un cuartucho pagado por la Seguridad Social. Después ni siquiera eso. Terminó en la calle y murió de frío en mil novecientos ochenta y nueve. ¿Puedes imaginártelo? Mi padre era un vagabundo, aunque no lo entendimos hasta que leímos el certificado de defunción. Los últimos años no tuvimos ningún contacto con él ni mi madre ni mis hermanos ni yo.

Traté de imaginarme a Åke Gattman como un vagabundo. Para mi sorpresa, no resultaba tan difícil. Podía ver su rostro sonrosado más sonrosado aún, hinchado, sin afeitar; su pelo rubio alborotado más alborotado aún, gris, enmarañado; esos modales levemente arrogantes que tenía, ese estilo ampuloso que a mí me parecía sinónimo de seguridad en sí mismo y que después he visto también en otros alcohólicos, como queriendo demostrar que son «alguien», que no son la basura que aparentan ser en un arranque de autoafirmación. Se me ocurrió que podía haberlo visto alguna vez en un banco en Brunnsparken o en alguno de esos sitios. Un bulto descuidado y maloliente al que procuré adelantar con paso rápido. Åke Gattman. Cielo santo.

—Entonces ¿quién cuida la casa? Está muy bien conservada.

—Eva y su marido. Ambos trabajan en una universidad popular en Småland, pero pasan aquí algunas semanas todos los veranos y ordenan las cosas. Además vienen Lis y Stefan algunos fines de semana, pero ellos tienen su casa en las Koster. Y una gran familia de cuatro hijos, así que no tienen demasiado tiempo. ¿Quieres que corte más pan?

—Sí, gracias. Está muy bueno.

Se llevó una de las velas al fregadero para ver mientras cortaba el pan. Su enorme sombra se movió sobre las puertas azules de los armarios.

—Tuve que hacer pan. No puedo ir a la tienda sin coche.

—¿Y Anne-Marie?

—Anne-Marie vive en Estados Unidos No ha venido a Suecia desde hace unos diez o doce años. No le gusta esto. No, la casa está vacía la mayor parte del tiempo.

—Es curioso que todo se conserve tan bien. ¿La tela del sofá que está allí es la misma de siempre? Casi no está gastada, así que tiene que ser de muy buena calidad.

—Será porque nadie se sienta allí.

Puso la vela sobre la mesa y la cesta con el pan cortado. Luego sacó a oscuras una botella y dos copas de vino de un armario. Hizo una hendidura en la envoltura de metal y metió el sacacorchos girándolo con rapidez y habilidad.

—Es una pena, la verdad —añadió en tono sombrío mientras extraía el corcho.

—¿No habéis pensado nunca venderla? ¿O alquilarla?

Él sacudió la cabeza y sonrió sin decir nada mientras echaba vino en la copa.

—No, mi madre no ha dicho nunca ni una palabra acerca de eso. A veces me pregunto si se habrá olvidado de que tiene una casa en Tångevik. No ha estado aquí desde hace unos veinte años. Aquel verano de mil novecientos setenta y dos que pasaste aquí fue el último que estuvimos todos juntos.

Probé el vino.

—Me he preguntado a menudo qué ocurrió con Maja. ¿Aprendió a hablar?

Jens sacudió la cabeza.

—No, nunca. Mis padres se separaron, como sabes. Mi padre se mudó a Gotemburgo. Se fue a vivir con Mona, luego la dejó y después volvieron a juntarse. Después de muchos viajes y muchas mujeres, siempre volvía a ella. Hasta que eso también se acabó y lo único que le importaba era el alcohol. Mi madre tenía la custodia de Maja. De repente, Maja era su única hija. Anne-Marie se había marchado a Estados Unidos y se quedó allí. Eva y Lis ya iban encaminados hacia su edad adulta. Yo me quedé un año más, hasta que terminé la escuela secundaria, solicité becas de estudios y pude valerme por mí mismo. Cuando me fui, la casa de Bromma resultaba demasiado grande para mi madre y Maja. La vendió y se compró un apartamento en Kungsholmen. Renunció a su puesto en el Dagens Nyheter y lo cambió por un contrato como freelance. Al principio la diferencia no era tan grande, ya que siempre había trabajado bastante en casa. Pero le dedicaba mucho más tiempo a Maja que antes. La llevó a muchos médicos y al final le diagnosticaron autismo. No sé si era realmente así, pero estaba claro que Maja no era normal y había que llamarlo de algún modo.

»Maja requería cada vez más la atención de mi madre. La Seguridad Social sueca le concedió subvenciones por cuidarla, y ella redujo sus artículos que, además, al periódico ya no le interesaban. Cada vez escribía más sobre religión y cuando se trataba de budismo o de religiones primitivas eran aceptables, pero cuando lo hacía sobre el cristianismo eran insoportables. Cesaron sus encargos para el Dagens Nyheter y se dedicó a escribir para revistas cristianas. No eran tan generosas y su nivel de vida empeoró, pero creo que no le importó demasiado. Solo se dedicaba a Maja y a reflexiones religiosas. Una vez le presté dinero para un viaje. Ella y Maja solían viajar a países del sur de Europa para visitar monasterios y lugares sagrados. Viajaban del modo más económico, en tren y haciendo autostop. Solicitaban becas y vivían en conventos, donde realizaban tareas domésticas como pago.

»Mi madre siempre estaba buscando nuevas formas de ayudar a Maja. Durante un tiempo puso sus esperanzas en un hipnotizador que intentaba que Maja volviera a su infancia en el orfanato de Bangalore. No lo logró. Entonces intentó que reviviera el verano en que estuvo desaparecida. Tampoco lo logró. Nunca había conocido a una persona tan insensible a la hipnosis.

»Cuando Maja tenía doce años, ella y mi madre se fueron a vivir a Varberg. Mi madre se había puesto en contacto con un médico especializado en autismo que estaba realizando un proyecto de colaboración con el hospital de Varberg. Mi madre creía mucho en él y llegó a conocerlo bastante bien. Tal vez mantuvieron algún tipo de relación, quién sabe. De todos modos fue el motivo de que ella se mudara a Varberg, donde buscó un apartamento de dos habitaciones cerca del hospital. En cualquier caso no logró ningún resultado visible con Maja, aunque así constara en sus informes. Un año después dejó su proyecto de autismo y se fue a vivir a Estados Unidos. Creo que era un hombre ambicioso. Pero mi madre y Maja se quedaron en Varberg unos años más. Me parece que se aislaron mucho, lo que no benefició a ninguna de las dos.

»Pocos años después, mi madre sufrió una especie de crisis y la internaron en una clínica mental. El médico con el que hablé en esa ocasión dijo que se trataba de una depresión de síntomas compatibles con la neurosis. Mientras tanto Maja vivió en un hogar de acogida, que durante años sirvió de alivio a mi madre.

—¿Dónde está Maja actualmente? —pregunté.

—Se fue a vivir a una casa compartida cuando cumplió veintitrés años. Sigue viviendo allí. Creo que le va bastante bien. Y a ti ¿cómo te va, Ulrika? ¿A qué te dedicas?

—Soy etnóloga. Investigo el tema del encantamiento. Separada, dos hijos de seis y nueve años. ¿Y tú?

Él se rio.

—¿Eso es todo?

—Puede que haya algo más después —dije sosteniendo la copa de vino—. Recuerdo que estudiabas Ciencias Naturales. ¿Resultó un buen comienzo para la profesión de publicista?

—Oh, sí, ya lo creo. Los conocimientos me han servido muchas veces. Al principio no tenía la menor intención de ser publicista, por supuesto, ni tampoco de hacer ninguna carrera científica. Simplemente me parecía lo más difícil y quería ver si era capaz de hacerlo. Después estudié Filosofía durante un semestre y luego comencé Periodismo. Mientras hacía la carrera publiqué un libro de poemas. Gracias a ese libro aparecí en un artículo periodístico.

—Vaya. No sabía que habías escrito un libro de poemas —dije.

Me extrañó no haber leído esa noticia, ya que solía sorprenderme cuando veía el apellido Gattman en el periódico. Pero probablemente fue en una época en la que yo estaba muy ocupada conmigo misma.

—O tal vez no solo se debió al libro de poemas, sino también a mi apellido. Jens Gattman, el hijo de Åke Gattman. Creo que ese artículo fue lo que decidió mi destino.

—¿De qué modo?

—A alguien del periódico se le ocurrió la brillante idea de reunir a la élite del futuro. Se preguntó «¿A quiénes vamos a escuchar el día de mañana?», y salió a buscar un grupo de jóvenes que hubieran destacado en distintos campos. Nos invitaron a la redacción y se encargaron del viaje y del hotel. Luego nos reunieron, hicieron una foto del grupo y nos entrevistaron. ¡Vaya pandilla!

Soltó una carcajada.

—Había una niña pálida de trece años que componía sinfonías. Apenas dijo una palabra. Recuerdo también a un chico de Dalarna, un gordito de diecinueve años que iba a ser el nuevo Jussi Björling. Paseaba de un extremo al otro de la habitación con las manos en la espalda y sonaba al hablar como el gruñido de un oso.

»También había una chica que tenía una seguridad tremenda en sí misma y formaba parte de la federación juvenil del Partido Conservador y estaba convencida de que iba a ser la primera ministra de Economía de Suecia. No primera ministra, sino ministra de Economía. De hecho tenía la solución perfecta para los problemas económicos de Suecia, así como para el resto de las cosas, y además era capaz de responder a todas las objeciones con rapidez, elocuencia y una gélida sonrisa. Oírla producía escalofríos.

»Y también era un grupo increíble, ya lo creo. Estaba el nuevo Stenmark de Växjö. Tenía nueve años y viajaba todas las semanas a las pistas de esquí de los Alpes italianos, deporte que practicaba desde los dos.

»Luego estaba una chica espantosa que nos tiraba del pelo y sacaba pecho y tenía pinta de espabilada. Había hecho carrera en una organización estudiantil y decía ser feminista. No recuerdo en qué área se decía que podría llegar a despuntar.

»Y claro, obviamente también había uno de esos vendedores menudos y escurridizos, ya me entiendes, de esos que consigue engañar a sus amigos para quitarles el dinero semanal y roban las manzanas a uno de sus vecinos para vendérselas a otro, y que además llevaba cuatro años embolsándose los beneficios de la venta del periódico de Navidad.

»No los recuerdo a todos, éramos quince. Y yo representaba al escritor del futuro. Era algo totalmente absurdo. Primero nos hicieron las fotos. Nos llevaron a unos veinte kilómetros, a una autopista en construcción que había por allí. Tuvimos que colocarnos de pie en una carretera recién asfaltada, que desaparecía en medio del campo y que aún estaba cerrada al tráfico, y mirar con gesto triunfal a la cámara. Parecíamos el Dream Team. Después volvimos a la redacción y nos entrevistaron en privado. Tuvimos que sentarnos en una sala de espera mirándonos unos a otros y luego entrar de uno en uno a hablar con un periodista. Y después, la grabación del debate del grupo en el que los quince hablamos del futuro. Surgieron varios discursos razonables y llenos de sentido común. Nadie discutió excepto la feminista, que entabló una especie de pelea con el nuevo Jussi Björling y estuvo a punto de lanzarse contra él. No entiendo el motivo, ya que el chico apenas dijo nada y era muy apacible aparentemente. Pero ella se mostró tremendamente ofendida. Estoy convencido de que ante él sentía algo así como complejo de Edipo.

»Por la noche hubo una gran cena en una sala de fiestas alquilada. Y allí estábamos los pequeños genios: el pequeño Stenmark, el pequeño Jussi y toda la pandilla. La intención era que fuéramos nosotros mismos y que nos relajáramos, pero los periodistas no podían contenerse. Miraban por la puerta, nos saludaban con la mano y sonreían. Seguramente querían oír por casualidad algo de lo que se suponía que iba a decirse en esa brillante conversación entre talentos. Nadie dijo una palabra. Fue la cena más silenciosa que recuerdo. La chica del Partido Conservador miraba de vez en cuando hacia los periodistas que estaban en la puerta, pero cuando se dio cuenta de que nadie se iba a hacer eco de sus sabias palabras pensó que no valía la pena abrir la boca. La feminista parecía haber vaciado la pólvora y simplemente tenía aspecto de cansada. Recuerdo que comimos pavo y que los cubiertos sonaban al chocar contra la porcelana.

—Ahora tienes que contarme quiénes eran —dije.

—¿Te refieres a cómo se llamaban? Cielo santo, no me acuerdo.

—Pero ¿ninguno de ellos llegó a ser conocido?

—No, ni siquiera uno de los quince. Al menos no tan conocido como para que se haya oído hablar de ellos. No he visto a ninguno en los medios de comunicación, y es bastante obvio. Que te nombren parte de la élite del mañana es más que suficiente para hundirte. Yo me sentía mal cada vez que veía la foto de ese grupo en las páginas centrales y un poco más adelante la mía; un poeta joven y serio de mirada melancólica oculta por un rebelde flequillo rubio. Y luego la presentación, con los nombres de mis padres, incluso el de mi abuelo.

Llenaba las copas mientras hablaba. Las sombras rojas del vino se mecían sobre la mesa. Al otro lado de la ventana y de la puerta del porche solo se veía una penumbra compacta, sin el menor indicio de luz.

—Estuve a punto de ponerme enfermo por ese artículo —continuó Jens—. Estaba estudiando segundo curso de Periodismo y en ese momento preparaba mi segunda colección de poemas, pero decidí no hacerlo, no, nunca más. Dejé la facultad a mitad de curso, empecé a trabajar en una oficina de correos y cuando logré reunir algo de dinero me largué y estuve viajando durante unos años. Marruecos, India, Australia, lo de siempre.

»Una vez, cuando volvía a casa, tuve que quedarme un día entero esperando en el aeropuerto de Singapur antes de coger el avión. No me importó mucho. El aeropuerto era como una ciudad, se podía vivir allí toda la vida. Fui dando un paseo por las distintas plantas. En una de ellas estaban haciendo publicidad de una marca de coches japonesa. Los enormes anuncios estaban por todos lados y yo tuve que verlos el día entero. Y pensé en la cantidad de personas que lo hacían también, en los cientos de miles que pasaban por allí y se fijaban en esa marca japonesa. Estaba tumbado en un banco con la cabeza apoyada en mi mochila, mirando a la multitud y a los anuncios, mientras pensaba cómo se sentiría alguien capaz de influir en cientos de miles de personas, en vez de en las doscientas que leían mis versos. ¡Qué poder! Decidí trabajar en publicidad cuando llegara a casa. Y es lo que hago desde entonces. Doce años en una agencia de publicidad y luego en una empresa propia.

—¿Y es tan maravilloso como creías? —pregunté.

Se inclinó hacia delante. Los ojos le brillaban detrás de las gafas redondas.

—Mejor aún. Era publicidad, era… ¡la fruta prohibida!, lasciva, comercial. Y lo de influir sin ser visto me iba perfectamente. Mis padres habían sido famosos y eso no me llamaba la atención. Me gusta ir por la ciudad sin que me reconozcan y ver enormes anuncios con mi idea y percibir que todos los miran, pero nadie me mira a mí.

»También he hecho otras cosas —añadió—. He escrito para la televisión, he hecho publicidad para revistas, telenovelas, estudios de mercado. Todo lo que puede hacerse, he compuesto incluso la letra de una canción para un festival. Hoy en día no hay ningún problema por trabajar en esas cosas. Ya no soy un niño travieso, y de algún modo hace que sea menos divertido. El otro día me entrevistó una chica de la universidad que estaba escribiendo sobre los roles de género en las telenovelas. Creí que me iba a venir con ínfulas, pero no fue así. Me preguntó acerca de mis métodos de trabajo, de mi investigación, del modo en que elaboraba los caracteres. Y escuchó muy seria lo que le decía, con toda atención. Me trató con respeto, casi con veneración, como al viejo maestro de un gremio artesanal exclusivo. Y de algún modo lo soy, pero me molestó. Últimamente tengo cada vez más ganas de escribir algo totalmente distinto, así que cogí mis bártulos y me vine aquí. Me trajo mi mujer en el coche, con provisiones y la promesa de que vendría a buscarme el lunes. Está en un curso en Copenhague.

—Por eso no vi tu coche.

—Sí, estoy completamente aislado —dijo riéndose—. O lo estaba —añadió.

—Te molesto.

—No.

Extendió rápidamente la mano por encima de la mesa y la dejó un momento sobre mi antebrazo.

—Es agradable tener alguien con quien hablar. Estaba empezando a sentirme raro. Sí, la verdad es que pensaba que era raro llegar a casa después del paseo y notar que estaba cerrada. Y cuando crujieron los escalones y te vi de pie en la oscuridad creí que iba a morirme de miedo.

—Lo entiendo perfectamente —dije—. Me da una vergüenza tremenda. La verdad es que no entiendo por qué vine hasta aquí y entré. Hace poco estuve con mis hijos. Quería enseñarles este lugar, la casa de verano donde viví de niña, la playa donde me bañaba, la casa donde vivían mis amigos, ya me entiendes. A los niños tal vez no les interesaba. Como la mayoría de ellos, no se pueden imaginar que sus padres fueron niños también. Lo saben, claro, pero no se lo imaginan, no se lo pueden creer del todo.

—Sí, lo sé —dijo Jens—. Mi madre me hablaba a menudo de su niñez. Cuando me la imaginaba de pequeña veía su cabeza de adulta en un cuerpo de niña. Lo del cuerpo más pequeño podía entenderlo, pero no que tuviera otra cara.

—Antes hay que ser adulto —dije—. Experimentar los cambios del cuerpo y de la personalidad para realmente darse cuenta de que todos nos transformamos. Por lo tanto, lo que les conté a mis hijos era totalmente abstracto. En esta playa me sentaba a jugar en la arena. Esa piedra negra era una fortaleza y yo cavé un foso alrededor, etcétera. Supongo que para ellos resultó tan divertido como ver tumbas vikingas y piedras rúnicas. Como a mí en su momento, el pasado les parecería irreal y muy poco interesante. En realidad, sabía que iban a reaccionar así. Lo había planeado como una excursión de pesca. Nos llevamos la caña de Jonatan. Cuando vi la cabaña donde pasábamos el verano no sentí nada. Estaba muy cambiada, totalmente reformada. El terreno se había parcelado y había varias cabañas alrededor. Pero cuando llegué a vuestra casa noté algo muy fuerte, como si se tratara de la verdadera casa de mi infancia. ¿Sabes que siempre he querido formar parte de vuestra familia?

Elevó sus cejas oscuras con gesto de asombro.

—¿Por qué?

—No lo sé. No porque fuerais famosos ni nada por el estilo, sino porque teníais esto, una casa familiar.

—Vosotros también la teníais, como cualquier familia, aunque todas las casas son distintas.

—Sin embargo, yo no he podido identificarme nunca con la casa de mis padres. No me reconozco en ella, pero sí en la vuestra; algo que me sucedió casi al momento de entrar. Durante un tiempo tuve una ilusión, que consistía en que encontraba un papel que demostraba que yo era la hermana gemela de Anne-Marie y que Karin y Åke me habían dado en adopción al nacer.

—¿Cómo se te pudo ocurrir algo así?

Dejó la copa y me miró.

—La mayoría de los niños tienen ese tipo de fantasías. ¿No es bastante normal que duden si son realmente hijos de sus padres? Tengo entendido que es una especie de proceso de liberación. Fue un sueño bonito aunque con un fondo desagradable. Si me habían dado en adopción, ¿por qué motivo lo habrían hecho? ¿Y por qué se quedaron con Anne-Marie y no conmigo? La respuesta era, naturalmente, que yo no valía. Se quedaron con Anne-Marie porque era más bonita, más alegre, mejor que yo.

—¿De dónde diablos has sacado eso, Ulrika?

—¿De dónde se sacan las cosas? De dentro, naturalmente. Era una sensación. Sentía mucha afinidad con todos vosotros. Con vuestro interés por la cultura y por lo social, con vuestro modo de discutir y de hablar, de vincular lo grande y lo pequeño, con vuestro modelo de vida. Eso no lo veía en mi casa. Nunca hablábamos de esa manera. Con vosotros descubrí algo muy importante que luego desapareció de repente. Desaparecisteis de mi vida. Recibí un par de postales de Anne-Marie, y poco después no volví a saber nada más de vosotros.

Yo hablaba deprisa, con entusiasmo, y me trababa alguna vez.

—Creo que desde entonces os he buscado, aunque no era del todo consciente de ello. ¿Sabes que incluso he decorado mi cuarto de estar casi igual que el que tenéis aquí? No lo había pensado hasta que me asomé por la ventana y lo vi cuando vine con los chicos.

—Tal vez te resulte divertido descubrir que a veces me hubiera gustado cambiarme por ti —dijo repartiendo las últimas gotas de vino entre los dos—. Cuando veía a tu padre pensaba que era uno de esos hombres amables que podían ir a las reuniones de padres sin que te avergonzaras de ellos. Había muchas cosas buenas en mi familia, llevas razón, y agradezco la infancia que tuve. Pero me he propuesto algo, por el bien de mis hijos: no ser nunca alguien famoso. Tener padres famosos se hizo insoportable. Era como si los demás supieran siempre más de ti que tú mismo.

»En la escuela secundaria tuve un profesor de Historia que aparentemente sabía todo sobre mis padres. Había leído todos los libros, todos los artículos de prensa, había visto todos los programas de debate en televisión en los que participaban. Como es natural, sabía que simpatizaban con la izquierda y si era por eso o por otra cosa no lo sé, pero era evidente que los odiaba. Cuando estudiábamos la historia de Rusia, decía que millones de personas fueron víctimas del terror de Stalin, y luego se dirigía a mí y me preguntaba: «¿Te lo había contado tu padre, Jens?». Podía hacer alusiones a cualquier debate público en el que mi padre estaba involucrado y hablarme como si yo estuviera familiarizado con el tema, lo que naturalmente no era así. Me daba vergüenza. Me avergonzaba de no saber en qué se metían, me avergonzaba de que, al parecer, hicieran algo escandaloso, me avergonzaba de no poder defenderlos.

»Cuando yo estudiaba bachillerato hubo un debate en la prensa sobre una película con escenas de sexo, y obviamente, en ese debate intervino mi padre. En su artículo escribió una frase algo provocativa que contenía una palabra obscena, sin duda muy consciente del efecto. Otros expertos se enfadaron, el debate adquirió proporciones cada vez mayores y la frase con la palabra obscena se empezó a citar por todas partes y la conocían hasta los niños que jugaban en el patio de recreo. No el contenido del debate, como es natural, sino la frase que mi padre había escrito. Las chicas decían que mi padre era asqueroso. Yo deseaba con todas mis fuerzas tener un padre normal, con un trabajo normal, y poder decirles a los demás lo que hacía mi madre en vez de que ellos me lo dijeran a mí. ¿Lo entiendes?

—Sí —contesté—, claro que sí.

—¿Qué hiciste después de ese último verano? —preguntó él.

—Fui al instituto. Tal vez me vino bien que Anne-Marie se marchara. Antes solo soportaba la escuela gracias a su recuerdo. A partir de entonces tuve que hacer amigos en clase. Luego estudié un montón de asignaturas en la universidad. Al final encontré lo que quería hacer. Escribí una tesis doctoral en Etnología sobre el mito del secuestro a través del encantamiento. Después he seguido investigando sobre ello. Lo he ampliado un poco y lo he comparado con relatos modernos de secuestros en naves espaciales. Me gustaría ir a Estados Unidos, ya que allí hay muchos relatos de encantamientos, pero tendré que esperar hasta que los niños sean mayores.

—Creo que no sé del todo lo que es un encantamiento —dijo Jens.

Entonces se lo expliqué, y ya que parecía interesado le conté también varias historias de encantamiento. La de las marcas de uñas en el alféizar de la ventana, la del minero encantado y muchas otras. Si nadie me detiene, puedo seguir indefinidamente. Y Jens no me detuvo. Estaba sentado frente a mí, al resplandor de la vela, escuchando. Me callé cuando se apagó la luz y su rostro desapareció en la oscuridad, a mitad de la noche.

Nos dimos las buenas noches y Jens se fue al antiguo dormitorio de Karin y Åke, donde se había instalado. Yo subí las escaleras que crujían bajo mis pies y me acosté de nuevo en la cama de Anne-Marie en la gélida buhardilla. Encendí un calefactor que me había facilitado Jens y estuve un rato escuchando su ruido susurrante hasta que me dormí.

Hay una historia de encantamiento que no le conté a Jens, una historia que él conoce. Y estoy segura de que era en la que había estado pensando todo el tiempo.

* * *

Desperté en un mundo de sol y silencio. La superficie nacarada de las conchas del móvil brillaba débilmente en la ventana. Había dormido mucho tiempo. Me vestí y bajé. El sonido irregular del tecleo seguía allí, pero ahora me producía risa. Tendría que haber reconocido ese ritmo enseguida. Fue en esta casa donde lo oí por primera vez. El repiqueteo de la máquina de escribir de Karin en el porche. Rápido y lento, seguro e indeciso. El ritmo de una persona que busca y reflexiona. Un ritmo que he hecho propio.

—¡Coge lo que quieras de la cocina! ¡Yo he desayunado ya! —gritó Jens.

En la cocina no había el menor rastro de su desayuno. Ni una migaja, ni una cuchara de café. El escurreplatos estaba vacío, el fregadero seco y brillante. Era raro que ayer me pareciera que la casa estaba deshabitada cuando él andaba deambulando por aquí.

Corté una rebanada del pan de Jens y preparé café.

En el banco de la ventana había un papel doblado. Lo desdoblé. Era el recorte de un artículo de periódico. En el titular se leía «Encuentran a una mujer muerta después de veinticuatro años», y había una foto de las rocas de la playa de Musselstranden tomada desde el mar. Lo leí mientras se hacía el café. Ponía que unos niños «hicieron el macabro hallazgo mientras jugaban». El recorte debía de ser de Bohusläningen. No había visto la noticia en el Göteborgs-Posten. A Max y a Jonatan les gustaría tener ese artículo. Había sido una gran desilusión para ellos contar su descubrimiento en la escuela y que ni el profesor ni los compañeros de clase se lo creyeran.

La noche anterior había estado a punto de contarle el incidente a Jens, pero me abstuve en el último momento. Esa mujer desapareció el mismo año que Maja, y no sabía si Jens quería que le recordaran la desaparición de Maja, las terribles semanas que pasamos y lo desequilibrados que estábamos cuando volvió la niña. No era necesario decirle que había un esqueleto en el sitio donde la encontraron porque él lo había leído. Tal vez se había hecho la misma reflexión que yo, ya que había guardado el artículo. Lo doblé y lo volví a dejar en la ventana.

Cuando acabé de desayunar me puse otra taza de café y me la llevé a la sala de estar. El sol de la mañana caía en rectángulos de luz amarilla sobre los tablones del suelo. Miré hacia el fiordo. La vista seguía siendo hermosa.

Fui al dormitorio donde estaba Jens. Me tomé el café apoyada en el marco de la puerta, mirándole la espalda mientras escribía. Llevaba una camisa de cuadros. Había bajado los estores para que el brillo del sol no se reflejara en la pantalla. La superficie transparente, amarillenta y encerada de la tela me recordó las semanas llenas de tristeza que pasamos cuando Maja estaba desaparecida. Miré la pantalla, pero desde el sitio donde yo estaba no podía distinguir ninguna palabra.

—Eres muy trabajador —dije.

—Sí, pero ahora voy a hacer una pausa.

Apagó el ordenador y se volvió hacia mí. Se quitó las gafas, se restregó los ojos y se las puso de nuevo.

—Tengo que moverme. ¿Vamos a dar un paseo?

—Creo que es hora de que me vaya a casa —dije.

—¿No puedes esperar un poco? Hace buen tiempo. Podríamos dar un largo y delicioso paseo otoñal.

Lo miré por encima del borde de la taza, indecisa. Otra vez me dieron ganas de soplarle en la cabeza para quitarle ese polvo mate del pelo.

—Me gustaría decirte algo mientras paseamos —añadió.

—De acuerdo.

En el exterior hacía buena temperatura, casi calor. Nos pusimos unos suéteres de hilo, sin chaqueta. Fuimos caminando un rato por la carretera principal y luego doblamos por un sendero. Las arañas habían entretejido miles de redes entre las matas de brezo marchitas de color marrón con tanta fuerza que parecía que una sola y enorme hubiera caído del cielo durante la noche y hubiera atrapado todo el entorno. Los hilos cubiertos de rocío vibraban por todos lados movidos por la leve brisa.

—He pensado en lo que me has contado acerca de tu fantasía —dijo Jens—. Que te hubiera gustado ser una hija que Åke y Karin habían dado en adopción. ¿Alguien te ha hablado de eso aquí?

—No —respondí con una leve sonrisa—. No comprendo por qué te ha impactado tanto. Es una fantasía común en los adolescentes. Forma parte del desarrollo normal. ¿No lo sabías?

—Te voy a decir por qué te lo pregunto. Unos años después de morir mi padre, Mona, la mujer con la que vivía, se puso en contacto conmigo. Me dijo que tenía unos papeles de Åke en su casa y no sabía qué hacer con ellos, y me preguntó si yo los quería. Le pedí que me los enviara y tuve que ir al correo a retirar una caja grande. Por lo visto tenía intención de volver a trabajar como escritor. En la caja había borradores y notas, todo sin terminar. No se parecía en nada a lo que había hecho antes. Era más personal, más íntimo. El estilo era distinto, humilde y vacilante. A veces me pregunto qué hubiera sido de él de no haber bebido tanto.

—¿Estaba escribiendo una novela? —pregunté.

—No sabría decirte. Eran cosas poco estructuradas, anotaciones breves hechas en papeles sueltos. Textos crípticos. Algunos parecían poemas, otros estaban más del lado de la prosa. Pero todo giraba en torno al mismo tema: un bebé dado en adopción.

—¿Qué bebé?

—Eso precisamente es lo que yo me pregunté. Si tal vez estaría pensando en Maja. Mi madre era la que tenía la custodia de ella, la que dedicó todo su tiempo y energía en procurarle una buena vida, mientras mi padre perdía por completo el contacto con ella. Pero no era Maja. Puse todos los trozos de papel en el suelo como si fuera a hacer con ellos un puzle. Y comprendí que se trataba de un bebé de piel clara. Repetía mucho lo del color blanco: piel blanca, batas blancas, calles blancas, nieve blanca, plumas blancas.

»Había una gran pena en esos textos. Sentí que mi padre había estado escribiendo sobre algo de lo que nunca había dicho nada, algo que no podía decir por esa manera directa que tenía de hablar. A través de los trozos de papel, de esas frases sin terminar y esos tachones, buscaba un nuevo modo de expresión.

»Llamé a Mona por teléfono, pero ella no tenía ni idea de qué se trataba. Mi padre nunca le había mostrado nada, ni ella estaba especialmente interesada en lo que escribía. Tampoco le había hablado de ningún bebé.

»Entonces fui a ver a mi madre. Se había ido de nuevo a Estocolmo, fue después de que viviera en Varberg y antes de que se marchara a Gotland. Nos veíamos en contadas ocasiones. Ella solo se relacionaba con las amigas de la comunidad católica. Vivía en un apartamento de una habitación con pocos muebles, y en la pared solo había un crucifijo. Tomamos el té en su minúscula cocina. Le hablé de las notas de mi padre y le pregunté si sabía algo de un niño que hubiera dado en adopción. Ella dijo: «Por supuesto, se refiere a Lena». Le pregunté quién era Lena y su respuesta fue obvia: «Tu hermana».

—¿Tu hermana? —repetí.

—Eso dijo. Yo sabía que estaba algo rara últimamente, retraída, melancólica, muy metida en la religión y cosas así, y luego, al verla, me di cuenta de que el asunto era serio. Pensé que estaba loca. Pero ella me lo contó todo. Con tranquilidad y tomando distancia, como si hablara de otra persona y no de sí misma.

Jens hizo una pausa mientras se detenía para quitarse el suéter. Hacía calor. Se lo puso por encima de los hombros y se ató las mangas delante. Esperé con impaciencia que continuara.

—Sabía que ella y mi padre se conocieron y se casaron cuando eran muy jóvenes. Mi madre solo tenía diecisiete y tuvieron que pedir permiso al rey.

—¿Porque estaba embarazada? —pregunté.

—La idea siempre ha estado ahí. Pero Eva nació varios años después, así que yo creía antes que ese primer embarazo había acabado en aborto o que simplemente fue una falsa alarma.

»Pero no fue un aborto, el bebé nació. Una niña con un defecto grave. Mi madre no me dijo exactamente en qué consistía, pero según el médico no iba tener nunca una vida normal. Mi madre no la pudo ver. Le pregunté el motivo y me contestó: «O era una especie de monstruo y querían protegerme del choque, o era tan bonita que yo no iba a poder darla en adopción».

»Pero el médico había decidido apartarla de ella. Mi madre se negó. El médico habló con ella durante un buen rato, también con mi padre y logró convencerlo. Él habló con sus padres y con los de mi madre. Y todos, a su vez, trataron de convencer a mi madre. Era tan joven, casi una niña también. Arruinaría toda su vida. Ella, que tenía tantas dotes naturales, no iba a poder darle a la niña la atención que necesitaba. Había instituciones especializadas en cuidar a esos niños. Los argumentos cayeron sobre mi madre, que estaba aislada en el hospital. Cada cuatro horas le llevaban un sacaleches. Varias veces al día entraba alguien, un familiar, un médico, un experto, para decirle que era lo mejor para ella, para el bebé y para mi padre. Ella no quería hacerlo, pero al final mi padre le dio un papel y lo firmó. Si no lo hacía, él la dejaría. No se lo dijo pero ella lo notó. Se acababan de casar, pero él no se habría quedado si mi madre hubiera seguido con el bebé, estaba convencida de tal cosa.

»Cuando lo firmó, él la besó y casi salió corriendo de la habitación con el papel en la mano. Entonces a ella le dio una especie de ataque de nervios. Se puso a gritar y a llorar, haciendo pedazos las sábanas y la funda de la almohada. Luego rasgó la costura de la almohada y se salieron todas las plumas. Cuando volvió mi padre con una enfermera se la encontraron en la cama sacudiendo la almohada. Toda la habitación estaba llena de plumas. Parecía que estuviera nevando allí dentro. Esa escena debe de ser la que se repetía una y otra vez en los intentos de mi padre de hacer poemas.

—Pero entonces ¿la niña fue dada en adopción? —pregunté.

—Sí, la ingresaron en una clínica de recuperación. Mis padres no fueron nunca a verla, ni una sola vez. El médico consideró conveniente que no la «confundieran» con sus visitas. El personal la llamaba Lena y mis padres confirmaron ese nombre a través de una firma. Lena murió a los cinco años a consecuencia de una gripe. Tenía muy pocas defensas. Por entonces mi madre ya estaba embarazada de Eva.

»Cuando mi madre me lo contó tuve la sensación de que era algo que ya había terminado y comprendí que había estado trabajando con eso todo el tiempo. Sus cavilaciones, sus visitas a los monasterios eran un modo de expiación de esa firma. Y ahora, al parecer, había sido perdonada. O dicho de otra manera, cuando me habló del momento en que vio a mi padre con el nefasto papel en la mano, llegó incluso a reírse un poco. Hablaba casi con afecto de la debilidad y del miedo que vio en su rostro. Parecía que había llegado al final de un largo camino. El mismo camino que mi padre acababa de iniciar al escribir sus torpes anotaciones. Pero él nunca pasó de ahí.

—¿Y cuándo inició Karin ese camino? —pregunté—. ¿Cuándo adoptaron a Maja?

—No sé lo consciente que era por entonces.

Recordé la foto del periódico: Maja con el biberón atado a los barrotes de la cuna, las moscas.

—Pero cuando estaban en la sala del orfanato de Bangalore y vieron a la niña en la cuna, debieron de acordarse de la otra niña cuando estaba en el otro orfanato, ¿no crees? —pregunté.

—Es probable. Aunque creo que también pensaban muchas otras cosas. Estaban allí como periodistas y tenían que obtener material, tenían que informar. Supongo que consideraban que en ese contexto sus vidas eran totalmente irrelevantes. Habían transcurrido muchos años desde el nacimiento de Lena, tenían otros cuatro hijos y se habían convertido en dos profesionales de prestigio. No, no creo que pensaran en Lena en ese momento. Tenían una perspectiva más amplia. Veían con mirada crítica y aguda al mundo y a las demás personas, no a sí mismos.

Fuimos andando por un sendero estrecho que anteriormente había sido una carretera, por la que antes circulaban coches, tractores y carretas con heno. Ahora había una carretera nueva y mejor en las proximidades. Ya no podíamos ir uno al lado del otro. Yo iba delante mirando al suelo y veía todo el tiempo la antigua carretera, la que ya no existía: los surcos blanquecinos, desgastados y brillantes de arena apisonada y, en el centro, la hilera de hierba con llantén.

—Eso me recuerda las historias de intercambios —dije—. Me refiero a los troles que se llevan a un bebé que está en la cuna y lo reemplazan por el suyo. La mayoría tienen el mismo final: la madre le hace algo terrible al hijo del trol, como quemarlo o cosas por el estilo, y entonces aparece la madre del trol para protegerlo y devuelve el hijo a sus padres. No podemos imaginarnos las tragedias que hay detrás de esas historias. Niños que eran aparentemente normales al nacer y que después sufren una discapacidad importante. Selma Lagerlöf escribió una variante más cristiana y humanista de esa historia, de la madre que intenta portarse bien en esa despiadada situación del intercambio y que, cuando finalmente se la premia devolviéndole a su hijo, resulta que este ha vivido en una especie de existencia paralela guiado por los actos de su progenitora. Cuando ella no puede más y pega al hijo de los troles, la madre del mismo, que tiene al de ella en la montaña, lo maltrata también, pero cuando lo cuida, la otra madre hace lo mismo con el de ella.

—Sí, lo leí hace tiempo —dijo Jens—. Es una historia fuerte.

—Creo que la adopción de Maja puede verse como una de esas historias de intercambio de niños.

—¿Te refieres a que mi madre, al cuidar a Maja, trataba de procurarle una existencia agradable a Lena en el orfanato? ¿Crees que intentaba influir en algo que ya había pasado?

—Sí. Sé que es imposible, pero ¿no es lo que hacemos continuamente? ¿No consiste la vida adulta en recrear los hechos que ocurrieron en la infancia y en la juventud? En repetirlos, mejorarlos, pulirlos y retocarlos hasta que coinciden con el concepto que tenemos de la moral, de la felicidad y de la estética. Naturalmente no somos conscientes de ello. Yo, por ejemplo, no era consciente de que había amueblado mi sala de estar como la que tenéis vosotros aquí.

—Pero si fuera así, si mi madre intentaba recrear la vida de Lena dándole cariño a otra niña abandonada, debió de ser terrible para ella que Maja no correspondiera a su cariño. Maja la rechazaba. No quería que la abrazaran ni que la acariciaran. Mi madre debe de haberlo vivido como un castigo.

—Y lo más terrible de todo es que esa niña también desapareció de su vida —añadí.

Él guardó silencio un instante. Solo se oían sus pasos detrás de mí en el sendero. Luego añadió:

—De hecho hablé de ello con mi madre mientras tomábamos el té en la cocina en aquella ocasión. Era la primera vez que hablábamos de la desaparición de Maja. Nunca la habíamos mencionado antes. Nos parecía absurdo, todo era inexplicable. Solo teníamos preguntas sin respuesta. Pero en ese momento ella misma la mencionó. Dijo que sabía por fin dónde había estado Maja durante ese lapso. Me sorprendió mucho y le pregunté dónde y, ya que ella se había expresado todo el tiempo de modo sensato y racional, yo no me encontraba preparado para su respuesta. Sonrió con semblante tranquilo y me dijo: «¿No lo entiendes? Estaba con Lena, por supuesto». Yo me quedé paralizado, porque en ese momento me di cuenta de que estaba loca. Traté de tranquilizarme y le pregunté con toda la calma que pude: «¿Por qué lo crees así?». Y ella me respondió: «Por la pluma que tenía prendida en una de sus coletas. Esa diminuta pluma blanca era un saludo de Lena». Cuando lo dijo parecía estar tranquila y feliz, así que no quise protestar.

—Debió de considerar que las plumas de la almohada desgarrada eran lo único positivo de lo que ocurrió aquella vez —comenté—. Esa nevada frenética y rebelde era su modo desesperado de protestar, la negación que no llegó a expresar.

Seguimos caminando por el sendero y volví a ver ambas sendas, la actual y la antigua, como una imagen doble. A veces se separaban y el sendero nuevo tomaba otros atajos, o se desviaba para esquivar arbustos que no estaban antes allí. Noté que los matorrales nos llevaban todo el tiempo hacia la izquierda. El bosque ejercía una especie de presión que el sendero no podía resistir. Poco a poco, este fue separándose por completo del trazado de la antigua carretera, ahuyentado por la vegetación. Comprendí cómo había ocurrido eso al arañarme con un zarzal de moras y di un paso a la izquierda. Después, cada vez que veía uno me iba hacia la izquierda antes de tropezarme con él. Poco a poco alcanzamos un prado y dejamos el sendero a la izquierda.

—Ahí arriba está la charca en la que cogíamos ranas. ¿Lo recuerdas? —preguntó Jens.

Abrimos una verja, entramos en la pradera y comprobamos que no todo estaba cubierto de maleza. Debían de pastar caballos allí porque había excrementos por todos lados. Ese paisaje otoñal y amplio de hierba amarillenta, paredes bajas de piedra y arbustos encendidos de rosa mosqueta me recordó a Inglaterra. Si no fuera por las montañas grises de alrededor, en cualquier momento podrían llegar cabalgando una partida de cazadores.

—Hay otra cosa más en la que he pensado mucho —prosiguió Jens.

Iba caminando a mi lado, así que podía verlo mientras hablaba.

—Fue en la primavera de mil novecientos setenta y tres, es decir, un año después de la desaparición de Maja. Mi padre se había ido a vivir a Gotemburgo todo el invierno. Mis padres aún no estaban separados y no sabíamos qué iba a ocurrir, si él volvería con nosotros, es decir, con mi madre, Maja y yo, o si se quedaría allí. De todos modos fuimos a verlo a Gotemburgo. Lo del viaje fue idea suya, pero no quiso recibirnos en su casa, y además no sabíamos dónde vivía, así que quedamos en un sitio. Dijo que iba a invitarnos a cenar en un restaurante chino. No habíamos visto a mi padre desde que se había ido de casa el otoño anterior, solamente habíamos hablado con él por teléfono.

»Desde el principio todo salió mal. No encontrábamos el restaurante. Mi padre nos había dado unas indicaciones algo vagas, pero decía que era fácil verlo, que estaba cerca de la avenida y que todos sabían dónde estaba el restaurante Ming. La gente a la que preguntamos no lo conocía, y cuando al fin llegamos mi padre se había bebido unas cuantas copas de sake mientras esperaba. Además, los dos discutieron durante toda la cena. Mi padre estaba borracho y montaba jaleo, y mi madre gritaba. Maja y yo nos levantamos y les dimos granos de arroz y trozos de carne de pato a los peces de colores del acuario. Los chinos fingían no darse cuenta de nada, solo iban de puntillas alrededor de nosotros, recogieron los cristales de un vaso que mi padre había tirado al suelo y siguieron haciendo reverencias y sonriendo. Éramos los únicos comensales. Al ir a pagar, mi padre no tenía suficiente dinero, así que tuvo que ponerlo mi madre.

»Cuando nos despedimos de mi padre y mi madre, Maja y yo íbamos a la estación, pasamos por casualidad por delante de una pequeña galería de arte. Estaba en el sótano y nunca la hubiéramos visto de no ser porque Maja se quedó quieta delante del escaparate y se negó a seguir. Había descubierto algo que le interesaba allí dentro. Faltaba mucho para que saliera el tren, ya que no habíamos previsto que la reunión con mi padre iba a terminar de ese modo, así que mi madre propuso que entráramos.

»Era una exposición rara, compuesta por distintos objetos hechos en su mayoría con materiales naturales. Recuerdo un cráneo de corzo con una caperuza de papel de aluminio y plumón en los cuernos. Nidos de pájaro llenos de bolas de cardo y avisperos. Una jaula de ramas en la que había un ala de pájaro y otra con un huevo dorado. El esqueleto de un pez grande envuelto en hierba trenzada e hilo plateado. Todo hacía pensar que esos objetos habían sido fabricados en algún poblado primitivo. Aun así, los tonos dorados y plateados de los envoltorios y el papel de aluminio hicieron que los asociara con la era espacial.

»Mi madre estaba entusiasmada, y nos preguntábamos quién los habría hecho. La galerista nos dijo que la artista se llamaba Kristina Lindäng. Mi madre le preguntó si había alguna folleto informativo y la mujer señaló una mesa que había al fondo. Sobre ella había un retrato en un portafotos. Era de una chica joven de pelo largo peinado con raya en medio, ojos grandes y mirada seria. Parecía que estuviera en un altar. En la mesa había también un montón de folletos informativos. No era la relación habitual de escuelas de arte, becas y exposiciones, sino unas pocas líneas con el nombre de la artista, su fecha de nacimiento y su lugar de residencia, así como un dato muy desconcertante: la artista llevaba desaparecida desde mil novecientos setenta y dos y probablemente había fallecido.

Mi madre le preguntó cómo había conseguido las obras de arte, y ella le contó que una trabajadora social del hospital de Lillhagen le sugirió que expusiera las obras. La artista había sido paciente de ella.

»Pero lo más raro de todo fue la reacción de Maja. Karin la había llevado muchas veces a museos, teatro para niños, de todo un poco, pero Maja nunca había mostrado interés. Esa vez fue diferente. Parecía totalmente hechizada por esas obras. Al principio fue lentamente de un objeto a otro, mirándolos durante un buen rato con los ojos muy abiertos, extendiendo la mano para tocarlos con cuidado. Luego nos pareció que estaba buscando algo, dando vueltas por la exposición, y al no encontrarlo quiso ir a la oficina de la galerista. No se lo pudimos impedir, quería entrar a toda costa. Una vez dentro, se puso a buscar debajo del escritorio y en los armarios, en el trastero y en el baño. Chasqueaba la lengua sin parar, como una ardilla. Nunca le habíamos oído hacer ese ruido. Su comportamiento era muy extraño. Cuando teníamos que irnos se negó a acompañarnos. Tuvimos que llevarla al tren casi a la fuerza mientras nos mordía y nos daba patadas.

Ya habíamos cruzado la pradera y habíamos llegado a las montañas. Volvíamos hacia el norte. El intenso olor a hierba seca y a plantas en descomposición nos acompañó un rato y luego fue reemplazado por el del mar.

Me molestó un poco que Jens fuera a Gotemburgo en aquella ocasión sin ponerse en contacto conmigo. Me hubiera alegrado mucho que me hubiera llamado para que nos viéramos un rato. Yo habría ido corriendo a cualquier sitio y habría dejado a un lado todos los demás planes. Ver a Jens habría sido casi tan maravilloso como ver a Anne-Marie.

La caminata requería más esfuerzo físico y la conversación se interrumpió. Volvimos a ir uno detrás del otro. Noté que sus movimientos eran poco flexibles e incluso jadeaba. Cuando se le abría la camisa con algún movimiento se le notaba que estaba empezando a engordar, lo que me sorprendió. Hasta ese momento lo había tenido por una persona saludable y en buena forma. Lo adelanté y me di cuenta de que tenía dificultades para mantenerse a mi altura, lo que me agradó aunque me avergüence reconocerlo.

Me detuve a esperarlo en lo alto de una loma, fingiendo con delicadeza que estaba admirando el paisaje. En realidad no necesitaba fingir, pues la vista era fantástica: el fiordo que se abría hacia la enorme extensión de mar abierto. Islas con alguna casa de vez en cuando, como terrones de azúcar bajo el sol. Mientras esperaba de pie, recordé el nombre de Kristina Lindäng. Sabía que lo había oído antes pero no recordaba dónde.

Reemprendimos la marcha, y cuando íbamos bajando una empinada ladera reconocí la grieta llena de matorrales que había debajo de nosotros. Era la grieta que llevaba a Musselstranden. Habíamos dado un largo rodeo pero habíamos llegado de todos modos. Fuimos abriéndonos paso a través de robles pequeños, enebros y enredaderas de madreselva. Volví a reflexionar en lo raro que era saber que estabas a kilómetros y kilómetros en el interior de un bosque y a la vez notar ese fuerte olor a agua salada, algas y mejillones.

Atravesamos el camino de enebros por el único sitio posible, justo al lado de la montaña. Jens también lo recordaba porque fue directamente al lugar correcto. Nos quedamos de pie en la playa deslumbrados por el brillo del sol. La marea estaba baja y podían verse los bancos de mejillones en la bahía. En la orilla se amontonaba espuma de mar sucia y espesa. Contemplé las grandes rocas que había a lo largo de las laderas de la montaña. La superficie fracturada de la montaña que se extendía delante, el sitio donde una vez habían estado adheridas las rocas brillaba bajo el sol con sus tonos caoba, distinguiéndose del resto. Entonces recordé de repente dónde había oído el nombre Kristina Lindäng. Así se llamaba la mujer que Max encontró debajo del bloque de piedras. El esqueleto.

Le hablé a Jens de nuestro descubrimiento.

—¿La encontraste tú? —preguntó asombrado.

—Max, mi hijo —aclaré.

—Lo leí en el Bohusläningen. Compré el periódico en una gasolinera cuando venía. Leí su nombre y me acordé de la exposición. Entonces no estaba seguro del todo, pero me parecía que la chica que hizo esos objetos extraños se llamaba así, Kristina Lindäng. ¿Es verdad que la encontraste tú, Ulrika?

—Mi hijo —repetí.

—Es raro que no la haya encontrado nadie antes —murmuró.

—Tú y yo somos de las pocas personas que conocen esta zona —dije—. Y en barco apenas se puede llegar. Se quedan junto a los bancos de mejillones para coger almejas, pero no alcanzan la costa porque es una zona muy baja. Y no es precisamente una playa. Creo que no viene casi nadie por aquí.

Se sentó en la roca junto a una de las enormes hondonadas. Estaba llena de agua. Había algas en su interior. La sal se había acumulado sobre la superficie del agua formando anillos brillantes.

Lo observé y me pregunté si Anne-Marie también tendría el pelo gris. No podía imaginármelo.

—¿Entraste tú ahí? —preguntó.

Yo sacudí la cabeza haciendo una mueca.

—No, no lo hice. Fueron los niños los que estuvieron ahí.

—Yo sí entré —dijo.

Lo miré asombrada.

—¿Tú? ¿Cuándo?

—El otro día. Sí, no pude evitarlo cuando lo leí en el periódico. No podía creer que hubiera realmente un pasillo y que nosotros no lo hubiéramos visto. Fui arrastrándome hasta llegar arriba. Hay pequeños huecos y grietas por todos lados, así que no está demasiado oscuro, pero sí resulta muy estrecho cuando lo atraviesa un adulto. Al llegar arriba hay un espacio bastante grande y plano. Al parecer fue allí donde la encontró tu hijo. Hay una abertura que da a la ladera de la montaña, a la altura de la cornisa donde estaba Maja.

Se levantó y dimos unos pasos hacia delante para ver la pared de roca que caía al mar en picado al otro lado de los bloques de piedras. Era difícil ver la repisa por la incidencia de la luz en ese momento, pero una hilera de gaviotas que estaban allí apretadas indicaba el lugar.