Ulrika
Eran más o menos las ocho de la mañana cuando Anne-Marie y yo bajamos al barco la víspera del solsticio de verano. El embarcadero de los Gattman descansaba aún bajo las sombras alargadas de las montañas, pero el brillo del sol en el agua era tan fuerte que deslumbraba. Las golondrinas daban vueltas gorjeando alrededor de la bahía. El mar estaba tan sereno que reflejaba las montañas.
Lis y su novio estaban ya allí pasándole el equipaje a Jens, que lo iba acomodando en la lancha. Mårten, el amigo de Jens, paseaba por la orilla con pantalones cortos y camiseta de tirantes, lanzando pequeñas piedras al agua. Anne-Marie y yo le dimos nuestras cosas a Jens, que las colocó apretadas junto a los sacos de dormir, las tiendas de campaña y las estufas.
—¡¿Me da tiempo a bañarme antes de marcharnos?! —gritó Mårten.
—No —contestó Jens.
Pero Mårten iba ya corriendo hacia el agua y se zambulló pese a ir con los pantalones cortos y la camiseta puestos.
Un momento después apareció por un lado del barco y trató de subir a bordo. El resoplido del motor indicaba que ya estaba en marcha. Jens se dispuso a soltar el cabo de cuerda trasero y Lis, sentada, a aflojar el cabrestante.
—Basta ya —dijo Jens—. Ve al embarcadero y salta desde allí si quieres venir.
Pero Mårten no se rindió. Se quedó un buen rato junto al barco tratando de subir a bordo por ahí hasta que, agotado, fue nadando a la playa y chorreando de agua saltó a bordo desde el embarcadero. Se echó a reír, probablemente pensando que esa ocurrencia era solo un anticipo de las bromas que gastaría por la noche. Hizo que nos retrasáramos diez minutos, lo cual puede parecer insignificante. Era muy temprano, y las tiendas de Hallvikshamn no abrían antes de las nueve, pero mirando hacia atrás siempre me ha parecido que tal vez todo hubiera sido distinto de haber salido diez minutos antes.
En el preciso instante en que Mårten se sentó en uno de los bancos, donde el agua de sus pantalones formó un charco, y Jens le hizo a Lis la señal de soltar amarras, en ese mismo momento apareció una pequeña figura anaranjada que bajó las escaleras de la montaña, continuó por el embarcadero y no se detuvo hasta llegar al borde del mismo.
—Mírala, cree que se va a venir —dijo Mårten en tono burlón.
—¡Vete a casa, Maja! —gritó Anne-Marie.
Pero ella se quedó allí. Con el chaleco salvavidas encima del conjunto de felpa marrón y todas las correas ajustadas y cerradas cuidadosamente. Sus dos coletas de pelo negro estaban desechas, probablemente porque había venido corriendo directamente desde la cama, sin que a Karin le diera tiempo a peinarla. Dirigió sus ojos oscuros a Anne-Marie.
—¡Vete a casa!
Todos gritamos para ahogar el ruido del motor del barco y agitamos las manos en señal de rechazo como si quisiéramos defendernos de una avispa obstinada. Pero Maja seguía allí.
—Yo la subiré a casa. Esperadme aquí —dijo Anne-Marie.
Jens apagó el motor y Anne-Marie acercó el barco y saltó a tierra. Cogió a Maja de la mano y empezó a tirar de ella por el embarcadero en dirección a las escaleras. Pero la niña era terca. Se agachó para resultar lo más pesada posible y no dio ni un paso en la dirección de Anne-Marie, que la fue arrastrando centímetro a centímetro por los tablones del embarcadero. Era una lucha silenciosa; lo único que se oía era el jadeo de Anne-Marie.
Mårten había conseguido un par de pantalones vaqueros secos. También había encontrado una bolsa de patatas, que abrió y pasó al resto de los que estaban en el barco.
—¡Le haces daño! —gritó Lis a Anne-Marie—. Se le están clavando las astillas de los tablones. ¡Levántala!
Anne-Marie intentó levantar a Maja en sus brazos y recibió inmediatamente una bofetada y un buen tirón de pelo. Enfadada, soltó a Maja, que cayó de golpe.
—¡Pero Dios mío, Anne-Marie! —exclamó Lis—. ¡Ve a buscar a mamá!
—Mamá no podrá levantarla —dijo Jens—. Si Anne-Marie no puede, no podrá nadie. Quiere estar contigo, Anne-Marie.
Maja se había puesto de pie y estaba otra vez al borde del embarcadero. Se había dado un golpe al soltarla Anne-Marie. Apretaba la boca con fuerza y se frotaba la pierna, pero no hacía el más mínimo ruido.
Mårten empezó a tirar patatas fritas a las gaviotas.
—Es una chica fuerte —dijo riéndose.
—Llevémosla, de lo contrario no nos vamos a ir nunca —suspiró Jens—. Sube a decírselo a mamá.
Anne-Marie puso los ojos en blanco y fue tambaleándose por el embarcadero como si estuviera totalmente abatida y a punto de desplomarse.
—¡Data prisa! —gritó Jens.
Anne-Marie se encogió de hombros resignada y subió las escaleras a grandes zancadas. Un instante después estaba de regreso.
—¿Vale? —preguntó Jens.
—Vale.
Anne-Marie levantó a Maja y la metió en la lancha y luego saltó ella con la cuerda.
Karin contó después que ella no le había dado su consentimiento, que estaba durmiendo en la cama y no tenía la mente despejada cuando Anne-Marie la despertó. Que no llegó a entender lo que le decía.
Según Anne-Marie, Karin estaba acostada pero despierta. No tenía el sueño pesado, y es muy probable que la despertara el motor de la embarcación y el vocerío de los jóvenes. Åke dormía profundamente en la cama de al lado, pero Karin estaba despierta y contestó, de mala gana pero con toda claridad:
—Sí, sí, puede acompañaros.
Anne-Marie se sentó en el suelo con Maja en las rodillas. Jens volvió a arrancar, metió marcha atrás y salió de la bahía haciendo un amplio giro.
* * *
Nos detuvimos en Hallvikshamn a por provisiones. El puerto estaba lleno a pesar de que eran solo las nueve y media de la mañana. La mayoría de las embarcaciones había llegado el día anterior. Los barcos estaban amarrados entre sí, uno al lado del otro, y casi ocupaban la dársena. La gente desayunaba sentada en ellos o tomaba el sol tumbada en cubierta, mientras los vecinos de las naves pasaban por encima de sus cuerpos de camino al muelle. En el agua brillante de aceite había también un montón de medusas atrapadas entre los barcos que, junto con los desperdicios, formaban una capa espesa.
—Qué asco estar aquí tumbado —gruñó Stefan con desdén.
—A ellos les gusta, ya ves. A la gente le gusta apretujarse como sardinas en lata —dijo Mårten.
—La gente es imbécil.
Ellos no se consideraban «gente». Ninguno de nosotros lo hacía por entonces.
Puesto que era imposible atracar, Jens nos dejó en la escalera debajo de la bomba de combustible y luego se alejó para volver a recogernos media hora después. Compramos comida y cerveza en la tienda, helados en el quiosco, y llenamos el bidón de diésel en la gasolinera. Anne-Marie quería comprarle un sorbete a Maja, pero Mårten la obsequió con un gran cono Storstrut.
—Se le va a derretir antes de que se coma la mitad —protestó Anne-Marie.
—No importa. A los niños hay que comprarles helados grandes —dijo Mårten.
Luego, cuando Maja ya no podía más, se lo terminó comiendo él.
Tardaron bastante más de media hora debido a la cola que había en la tienda, y Jens tuvo que dar varias vueltas con la lancha antes de que estuviéramos listos para partir.
En la tienda no vimos a ningún chico conocido, pero en la playa de Kannholmen había ya dos barcos.
Kannholmen es la más distante de un grupo de islas e islotes, a tres cuartos de hora de un tranquilo paseo en barco desde Hallvikshamn. Es la única isla de esa zona en la que se puede levantar una tienda de campaña. El resto solo son rocas peladas. Pero Kannholmen tiene una zona de césped completamente llana, donde el suelo proporciona suficiente profundidad para que se sujeten las estacas de la tienda. Esa mancha de hierba está rodeada de montañas. Es un lugar bueno y seguro. Hay que conocerlo, pues desde el mar no se ve.
Dentro de la isla hay una playa pequeña y en sus límites rocas planas, suaves y redondas donde te puedes sentar a ver la puesta de sol en el mar. El resto de la isla está compuesto por montañas, desfiladeros, charcas y pantanos de playa. No es una isla grande, apenas se tarda una hora en recorrerla.
Ya habían levantado dos tiendas, y sus ocupantes estaban fuera sentados en la hierba bebiendo cerveza. Montamos las nuestras; Lis y Stefan tenían una, Mårten y Jens otra, y Anne-Marie y yo otra.
Llegaron algunos barcos más y se alzaron más carpas, por lo que el césped se convirtió en un campamento colorido lleno de pequeñas tiendas para dos personas.
Almorzamos de modo sencillo, un poco de pan cortado en rebanadas gruesas, melocotones y cerveza. Después, Anne-Marie, Maja y yo fuimos a bañarnos. Lis y Stefan se metieron en la tienda de campaña. Mårten y Jens pusieron la cerveza a enfriar al borde del agua y luego desaparecieron por las montañas en dirección al interior de la isla.
Yo no conocía a ninguno de los otros. Anne-Marie sabía sus nombres y los conocía de vista a través de sus hermanos. Intercambió unas palabras con algunos de ellos. Muchos chicos querían hablar con ella. Yo lo entendía. Anne-Marie resultaba realmente guapa andando entre las tiendas de campaña con su biquini y con Maja de la mano. Piernas largas, esbeltas. Pelo largo meciéndose al viento. Piel bronceada, brillante.
Yo llevaba mi biquini rosa chicle. Había tomado el sol a toda prisa los últimos días para estar bronceada la fiesta del solsticio, y como resultado mi piel lucía el mismo color rosa que el biquini. De repente me di cuenta de que esos dos tonos se fundían en uno solo y de que yo, con mis kilos de más alrededor de la cintura y los muslos, parecía un cochinillo escaldado. Mis pesados pechos brincaban y se bamboleaban como si tuvieran vida propia, dos lechones rebeldes que se mecían en las cunas de la parte superior del biquini.
Me ahuequé el pelo con los dedos para que no se aplastara y noté que empezaba a ponerse grasiento, a pesar de que me lo había lavado la noche anterior a última hora. Pensé con tristeza que al bañarme se me llenaría de sal y por la noche lo tendría pegajoso. Traté de mantener la cabeza fuera del agua, pero era imposible porque Anne-Marie buceaba todo el tiempo y tiraba de mis piernas para que me sumergiera con ella.
Después del baño, Anne-Marie quiso que nos echáramos la siesta. Yo también notaba que tenía que descansar. Nos habíamos levantado temprano, el sol quemaba y habíamos bebido cerveza. Tendimos los bañadores en las cuerdas de la tienda roja de campaña para que se secaran, entramos en ella arrastrándonos y extendimos las toallas de baño sobre los sacos de dormir. Después nos tumbamos en bragas y camiseta con la pequeña Maja que estaba desnuda entre las dos.
Estaba exhausta y me dormí enseguida. Me desperté pocas horas después. Había dormido profundamente y no había soñado. Me sentía cansada aún y no lograba despertarme del todo. Permanecí tumbada en una especie de sopor mirando a las otras dos, que seguían durmiendo a mi lado. Hacía mucho calor y el aire estaba cargado, pero ya me había acostumbrado y no me molestaba.
Recuerdo perfectamente ese momento en la tienda de campaña. La cálida penumbra reinante, la lona roja que daba un mágico resplandor a los cuerpos que dormían, el olor a hierba y a sudor. Anne-Marie de lado, vuelta hacia mí, con la boca entreabierta, el brazo doblado y la mano sobre la toalla de baño. Los dedos largos, levemente doblados, relajados; una mano que era para dibujarla. Los labios, sonrosados por la rara luz, las suaves curvas del arco de Cupido. El pelo húmedo retirado de la frente. Su rostro como una fruta suave y madura. Maja dormía a su lado, algo más abajo, con la cabeza a la altura del ombligo de ella. Estaba de espaldas, con los brazos a los lados como suelen ponerlos los niños. Totalmente desnuda, con esa piel marrón brillante, como de seda. Oí las voces de los jóvenes fuera, la armónica de Jens en algún lugar alejado y el chillido de las gaviotas. La lona de la tienda se movía con suavidad. Las durmientes respiraban tranquilas a mi lado, dos fetos en el interior de una matriz roja y segura.
Maja se despertó de repente, se arrastró con rapidez hasta la abertura de la tienda de campaña y desapareció como un rayo.
—Tendrá ganas de hacer pis —murmuró Anne-Marie—. Yo también. ¿Cuánto tiempo hemos dormido? ¿Qué hora es?
Eran las cuatro y veinte. Nos levantamos para celebrar el solsticio.
No sé qué expectativas tenía yo de esa fiesta en Kannholmen. Lo único que recuerdo es que estaba emocionada. Que había pensado con todo detenimiento qué ropa me pondría, es decir, qué pantalones vaqueros gastados, qué camiseta descolorida y qué suéter deformado llevaría. No me gustaba ningún chico en especial ni nada por el estilo. Creo que solo tenía una vaga percepción, un presentimiento de que algo iba a ocurrir, de que yo sería otra Ulrika cuando volviera a casa.
Sin embargo, mis expectativas incluían que pasaría toda la noche con Anne-Marie, de eso estoy segura. Que nos acercaríamos la una a la otra, que compartiríamos secretos y aventuras que después nos unirían. No fue así.
Anne-Marie se movía como pez en el agua entre la gente desconocida. Hacía amistad con unos, luego con otros. Era voluble y escurridiza, discutía y bromeaba.
Entablé conversación con dos chicos mayores que yo. Me preguntaron acerca de un montón de cosas profundas y respondí del modo más inteligente que pude, me gustó que me escucharan, hasta que de pronto tuve una fuerte sensación de desagrado y, al mirar sus rostros, me di cuenta de que se habían burlado de mí todo el tiempo. Interrumpí la conversación y me marché.
—¡No, no, espera! ¡¿No nos lo vas a decir?! —gritaron detrás de mí—. ¡¿Qué estabas diciendo?! ¡Oye, te has dejado la cerveza!
Me senté al lado de Lis y Stefan, pero solo tenían ojos el uno para el otro, así que me fui con un pequeño grupo de chicas que estaban asando salchichas en la playa. Hablaban y se reían, pero cuando me senté con ellas el ambiente se enrareció.
—¿Eres la hermana de Lis y Eva? —preguntó una de ellas.
—No, la hermana es Anne-Marie. Yo soy amiga de Anne-Marie. Vivo en su casa.
—Ya entiendo —dijo la chica, que al parecer consideró que ya había hablado bastante conmigo. Retomaron su alegre charla sin darle importancia a mi presencia.
De repente se pusieron en pie para ir a la orilla a bañarse y nadie me preguntó si quería acompañarlas. No me pareció correcto ir detrás. Tal vez se marcharon tan deprisa precisamente para evitarme.
Me quedé sentada un momento junto al fuego agonizante mirando el brillo de las brasas en la ceniza. Un chico borracho como una cuba que daba vueltas por allí se inclinó hacia mí con la mirada turbia.
—¡Dios mío, qué triste estás! —dijo sacudiendo la cabeza y luego se fue.
Intentó volver a hablar con Anne-Marie. Ella tonteaba por ahí entre las tiendas de campaña, borracha pero impresionantemente hermosa en vaqueros cortados y camiseta blanca, flotando sobre la admiración y el deseo de los otros. Cuando me senté en la hierba recostada en la loma de la montaña y la miré, me vino una palabra a la mente: riqueza. Ella era rica, rebosaba belleza y seguridad en sí misma. Era autosuficiente, no necesitaba a nadie y menos a mí. Yo me veía como un agujero negro y vacío, una cueva oscura de soledad y fealdad. A mi lado había una pareja besándose.
Maja corría alrededor, siempre desnuda a pesar de que ya había anochecido. Alguien le había peinado el pelo revuelto, le había hecho la raya en medio y se lo había recogido con esmero en dos coletas altas.
El pie de la montaña donde estaba recostada había acumulado el sol de todo el día e irradiaba calor como un gran animal. Me apoyé contra él y cerré los ojos.
¡Oh, Anne-Marie! Mi dorada Anne-Marie, mi Anne-Marie de miel. ¿Dónde estás? Esa no era mi Anne-Marie, era una desconocida. «¡Regresa, Anne-Marie de miel!», pensé.
—Caramba, estás triste de verdad.
Era aquel chico otra vez, y yo miré hacia otro lado; pero él se quedó ahí dándome la lata.
—¿Vas a ponerte a llorar? ¿Te ha dejado tu novio? Sí, estás realmente triste. Nunca había visto a nadie tan triste.
Volví a levantarme y me marché. Vagué por las montañas, de un lado al otro de la isla. Del mismo modo que antes intentaba relacionarme con distintos grupos de personas, huía ahora de ellos en busca de soledad. Cuando veía a alguien u oía voces, me alejaba rápidamente por otro lado.
Me quedé un momento en la orilla mirando el mar abierto y los pequeños islotes que se perfilaban bajo el cielo rojo de la noche. Unas aves graznaban en algún lugar fuera del agua. Entre sus chillidos oí las largas y vibrantes notas de un blues en una armónica.
Jens, Mårten y un chico que yo no conocía estaban sentados en un rincón, apoyados en las suaves curvas de los acantilados, escondidos del mundo exterior, mirando la puesta del sol en el mar. Junto a ellos había una caja de cervezas. Al verme, Jens hizo una pausa, me saludó con la mano y siguió tocando.
Me dirigí hacia allí y me senté en un montículo sin decir ni una palabra. Por primera vez en esa noche no me sentí apartada, marginada ni ridiculizada. Me quedé allí observando el mar, que se iba tornando más pálido y gris conforme oscurecía, y escuchando las notas temblorosas de la armónica. De pronto, mi tristeza me resultó casi agradable.
Las aves giraban sin cesar sobre nosotros, al principio a lo lejos, luego se fueron acercando poco a poco.
—¿Suelen estar despiertas las aves a estas horas? —pregunté.
Jens miró hacia arriba e interrumpió la melodía.
—No lo creo.
—No, parece algo raro —admitió Mårten—. Suelen estar en silencio por las noches, ¿no es así? Creo que las aves no graznan de ese modo.
—Las aves se quedan en silencio al ponerse el sol —dijo el tercer muchacho en tono pausado y filosófico.
—Entonces ¿por qué están aquí graznando y volando? —preguntó Mårten.
—¿Qué aves son?
—Gaviotas o golondrinas de mar, pero también podrían ser de otra especie.
—Es interesante ver cómo vuelan todas juntas —dijo el tercer muchacho.
De repente, una de las golondrinas se lanzó al agua en picado. Pasó tan cerca de nuestras cabezas que pudimos oír su aleteo, a la vez que el agudo sonido que emitía, casi ensordecedor.
—Cielo santo —murmuró Mårten.
—Les pasa algo raro esta noche —dije yo.
—No, lo raro es que estemos aquí —dijo Jens—. La isla es de ellas. Seguramente tienen nidos con polluelos en las grietas. Quieren que nos vayamos, pero tendrán que soportarnos hasta mañana.
Nos quedamos sentados y enseguida nos vimos envueltos por toda una nube de golondrinas que no paraban de trisar. No nos hacían daño, solo volaban alrededor de nuestras cabezas, girando unas en torno a las otras, cada cual en su órbita, como planetas de un complicado sistema solar. Una de ellas lanzó su excremento blanco encima del hombro de Mårten. Jens se echó a reír y los demás también. Permanecimos sentados en medio de todas esas alas batientes, agachados con las manos en la cabeza y riéndonos.
El tercer muchacho dio un grito. Un ave pasó volando muy cerca de él. Era una simple golondrina de mar, pero de cerca parecía un ave mucho mayor. Sus alas barrieron el aire de la noche en grandes oleadas hacia nosotros y por un breve instante sentimos su olor, una mezcla de pescado, heces y plumas.
—¡Me ha picado en la cabeza! —gritó el muchacho.
Huimos por las montañas hacia otra grieta. Las aves nos siguieron y continuaron dando vueltas por encima de nosotros pero a distancia.
—Estábamos cerca de algún nido —dijo Jens—. ¿Qué tal tu cabeza?
Examinamos la cabeza del muchacho pero no vimos ninguna herida.
—Me habré asustado —murmuró él.
Las gaviotas estaban encima de las rocas mirándonos, pero no se acercaban.
—¿Habéis visto qué ojos tan repugnantes tienen? —dijo Mårten—. Como las rapaces. ¡Uf! Me parecen asquerosas.
—Tal vez tú a ellas también —dijo Jens.
—Me voy a dormir —anunció Mårten—. Esto empieza a parecer una película de Hitchcock.
Él y el chico al que le habían picado en la cabeza se levantaron y se marcharon. Jens y yo nos quedamos.
La noche del solsticio era clara y extrañamente tranquila. El mar no estaba del todo oscuro, parecía más un día gris, y la superficie del agua tenía tonos metalizados.
Entre Jens y yo había estado sentado Mårten. Poco a poco fuimos llenando ese espacio vacío y acercándonos uno al otro mientras hablábamos. Jens apoyaba una mano sobre sus rodillas dobladas y cuando yo miré esa mano que se perfilaba contra el mar, recordé la de Anne-Marie en la tienda de campaña durante el descanso del almuerzo. Los dedos largos, las muñecas delgadas: tenían las manos idénticas.
Observé su rostro a hurtadillas. Estaba mirando al mar y tan absorto en su propia conversación que no se daba cuenta de que lo observaba. Fue en ese momento, cuando el crepúsculo gris alumbraba los perfiles, cuando me di cuenta de lo mucho que se parecía a Anne-Marie. Su pelo era algo más oscuro, pero lo demás estaba allí: las cejas oscuras, los pómulos, la boca bien delineada.
Él se volvió hacia mí y nuestros ojos se encontraron. Me rodeó con un brazo y me atrajo hacia él, mientras me acariciaba un brazo de arriba abajo.
—¿Tienes frío? —me preguntó.
—No —mentí.
—Tienes la piel de gallina, lo noto.
—Yo no lo noto.
—Voy a buscar mi saco de dormir. Podemos dormir aquí esta noche. Es mucho más agradable que la tienda de campaña.
Desapareció por los acantilados y regresó con uno de los sacos de dormir de la familia Gattman, pesado y de color verde militar. Lo sacó de la funda, lo desplegó y pensó un momento dónde ponerlo. Lo llevó de un lado a otro hasta encontrar un sitio apropiado.
—Creo que estará bien aquí, ¿no crees?
Su tono ceremonioso me asustó un poco. Bajó la cremallera, se tumbó y me hizo una señal para que lo siguiera.
—No voy a poder entrar —dije.
—Inténtalo, ya veremos.
Tuve que acurrucarme a su lado. Me ayudó apretándome contra él con una mano y subiendo la cremallera que estaba a mi espalda con la otra.
—¿Ves? Funcionó —dijo triunfante.
El saco de dormir estaba caliente y lleno de olores. Olía a sal, a tierra, a hierba, a cada sitio por el que había pasado. Su rostro estaba tan cerca del mío que me pareció completamente natural que me besara.
El saco desprendía una fuerza que nos empujaba a abrazarnos de modo suave pero firme. Era imposible resistirse. Boca contra boca, pecho contra pecho, sexo contra sexo. Mi corazón latía con tal fuerza que me parecía un objeto extraño, un animal que se había quedado encerrado en mi cuerpo. La lengua de Jens se movía en mi boca como si siempre hubiera estado allí. Sus piernas, que se habían metido entre las mías, parecían haber encontrado su lugar. Nuestros límites corporales habían desaparecido. Ambos formábamos un solo cuerpo cobijado en la tibieza del saco de dormir.
De pronto oí un chillido corto. Abrí los ojos y vi una enorme gaviota gris posada en una roca encima de nosotros. Jens me había desabrochado los pantalones y me los estaba quitando. La gaviota, a solo un par de metros y vista desde tan cerca, parecía gigantesca. Nos observaba y pude apreciar en la oscuridad su modo de hacerlo, que me resultó totalmente extraño. No había en sus ojos nada de esa segura oscuridad marrón que tienen en la mirada perros y caballos, nada parecido al misterio del amarillo verdoso de los gatos ni a la viveza negra y el brillo perlado de ratones y hámsteres. La mirada de esos ojos acuosos era fría, casi parecía malvada, pero estaba más allá del mal, más allá de todo lo humano y comprensible. Una ventana tras la cual solo había vacío, desolación.
La gaviota abrió el pico, levantó la cabeza y volvió a graznar. Y el chillido hizo que me elevara, sentí que escapaba de esos cuerpos juntos y melosos y me quedaba fuera, mirando a la pareja que se movía en el saco de dormir. Me parecieron estúpidos, no quería tener nada que ver con ellos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jens con la boca pegada a mi garganta—. ¿Otra vez los pájaros?
De pronto sentí agobio por el calor y la falta de espacio del saco de dormir. Noté cómo volvía a ser dueña de mí misma y bajé la cremallera para poder salir. El aire de la noche refrescó la parte desnuda de mi cuerpo y me subí rápidamente las bragas y el pantalón vaquero.
La gaviota batió las alas y se posó unos metros más allá.
Me senté en una roca mirando al mar.
—Está amaneciendo —dije.
El silencio reinaba al otro lado de la isla, donde estaban las tiendas de campaña. En ese momento me di cuenta de que había oído ruidos procedentes de allí todo el tiempo: risas, gritos, música de transistor. Las aves también permanecían en silencio.
Amanecía y yo estaba ahí sentada mirando la lenta transformación del mundo, que no constituía un cambio radical, sino lleno de matices vibrantes. El mar recobró su resplandor, las rocas sus tonos rosa y albaricoque. Los picos carmesís de la pequeña bandada de gaviotas que se distinguía en la superficie del agua estaban cerrados por fin, en silencio.
Jens se había quedado dormido. Me tumbé junto a él en el saco y allí, pegada a su espalda, abrazada a su cintura, en un mundo que absorbía el color del aire, me dormí.
Me despertaron risas y gritos. Unas chicas se bañaban desnudas un poco más abajo, rodeadas por ondas que iban formando al moverse en la superficie serena del agua. Las miré somnolienta y después debí quedarme dormida de nuevo, porque recuerdo que las chicas habían desaparecido y hacía mucho más calor. A pleno sol, nuestros cuerpos se hacían pegajosos por el sudor.
Los del campamento iban de un lado a otro, con resaca y cansados. Mårten y el chico que había sido atacado por un ave estaban sentados junto a la tienda de campaña de Jens, bebiendo Coca-Cola sin gas y comiendo obleas de vainilla. Jens se sentó con ellos y compartió su nada apetitoso desayuno.
Fui en busca de Anne-Marie. La encontré en nuestra tienda de campaña durmiendo bajo la luz roja. Estaba acurrucada de lado y solo llevaba las bragas. Los pezones de sus diminutos pechos parecían capullos de rosa hechos de mazapán. Tenía el pelo enredado. Toda la tienda apestaba a cerveza, a sudor y a mal aliento.
Salí arrastrándome hacia atrás, pero me enganché en la abertura y la lona de la tienda cedió, lo que la despertó.
—¿Adónde te fuiste? —preguntó con ojos entornados.
—He dormido fuera esta noche. Al aire libre, junto al mar. ¿Se ha despertado Maja?
—No lo sé. Supongo que sí. —Anne-Marie se puso una camiseta y salió arrastrándose.
Stefan estaba de rodillas junto a su tienda de campaña, hirviendo agua para hacer té sobre un quemador de alcohol. Cuando Lis nos vio preparó dos tazas de plástico con bolsas de té y nos las ofreció. Parecía estar espabilada y descansada, con el espeso cabello castaño recogido en una coleta en la nuca. Stefan también tenía buen aspecto. Ya no bebían sin control, como adolescentes. Desde que se conocieron bebían como adultos, dos o tres cervezas en una noche, no más.
—El agua estará en un momento —dijo ella—. Podéis despertar a Maja. He puesto una naranja a refrescar en la playa para ella.
—¿Sigue durmiendo?
Anne-Marie entreabrió la lona de la tienda de Lis y Stefan y miró en su interior.
—No está aquí —confirmó—. Habrá salido ya.
Lis se dio la vuelta, sosteniendo el asa del hervidor de aluminio lleno de agua. Miró a Anne-Marie con una expresión pensativa. Tenía un color de ojos poco común, entre verde y marrón, como las algas.
—¿Por qué iba a estar en nuestra tienda? Ha dormido en la vuestra, ¿no es así? —preguntó después de una pausa.
Se hizo otro silencio. Del hervidor de agua salía humo. Lis se dio cuenta de pronto de que el asa estaba muy caliente y lo dejó en el suelo rápidamente. Anne-Marie miró a uno y a otro, como si buscara ayuda.
—No —dijo al fin—. No, no ha dormido en nuestra tienda.
—¡Jens! —gritó Lis—. ¡¿Ha dormido Maja con vosotros?!
Jens se encogió de hombros con la boca llena de obleas.
—¿Sí o no? —preguntó mirando a Mårten.
—No, al menos yo no me he dado cuenta —dijo Mårten—. Björn, ¿has visto tú a esa niña morena?
Björn, el chico al que le había picado la gaviota en la cabeza, se encogió de hombros. Tenía pinta de no estar del todo despierto y parecía que no entendía de qué hablábamos.
—Entonces ¿dónde ha dormido? ¿Dónde está? —preguntó Lis, y acto seguido se fue a hacer un rápido recorrido por las tiendas de campaña y por las lomas más próximas.
—Anne-Marie —dijo Stefan con calma—, piénsalo bien. ¿Verdad que Maja durmió contigo?
—No lo creo.
La voz de Anne-Marie era débil y forzada, como si no tuviera costumbre de hablar.
—Ulrika, ¿verdad que durmió en vuestra tienda?
—No lo sé —respondí—. Yo no dormí allí, dormí fuera.
Lis regresó sin aliento y sin Maja.
—De acuerdo —dijo sosegada—. Tenemos que buscar bien. ¿Dónde la vimos por última vez?
—Iba corriendo por aquí entre las tiendas —contestó Stefan.
—¿La ha visto alguien en otro sitio? —preguntó Lis.
Nadie la había visto.
—Yo le puse el chándal de felpa. Era bastante tarde —dijo Anne-Marie—. Entramos en la tienda, le puse el chándal marrón y luego se volvió a ir corriendo.
—Echemos un vistazo por las tiendas para preguntarle a todos dónde la vieron por última vez —propuso Lis.
El ambiente somnoliento del campamento se transformó en pocos minutos en actividad frenética.
Que Maja no estaba en ninguna tienda de campaña fue un hecho que pudo constatarse rápidamente. Todos recordaban haber visto a la niña corriendo entre las tiendas, pero nadie pudo precisar en qué momento había desaparecido. Al parecer había andado toda la noche por allí mientras que los demás estaban despiertos, pero nadie sabía en qué tienda había dormido.
Lis los reunió a todos en la playa y les dio instrucciones.
—Vamos a rastrear cada uno una parte de la isla. Revisad todas las grietas. No esperéis que conteste al llamarla. Maja no contesta nunca cuando se la llama.
Unas treinta personas recorrimos la isla de un extremo al otro. Era una mañana calurosa y apacible. Buscamos por todos los rincones, detrás de rocas y arbustos.
Poco a poco sentíamos que había que darse prisa. La incertidumbre resultaba insoportable y aceleramos la búsqueda para acortarla. Nos pusimos a correr. Recorrimos impacientes las distintas zonas, impulsados por la desolación, el calor y el pánico. El sol temblaba con su brillo sofocante, el cielo ardía azul como una llama de gas, las bayas de corneja resplandecían con sus llamativos tonos verdes y escarlata, como un cuadro de Inge Schiöler. Sentíamos correr el sudor por nuestros cuerpos. Bebíamos con avidez las botellas de gaseosa caliente que llevábamos y nos acercábamos al agua para enjugarnos el rostro, refrescarnos y continuar la búsqueda.
Buscamos una hora tras otra hasta que tuvimos que enfrentarnos a la realidad. Habíamos rastreado la pequeña isla varias veces, no una vez sino diez, veinte veces. No quedaba ningún recoveco. Maja no estaba allí.
Uno a uno fuimos bajando a la playa entre los barcos. Dirigimos nuestras miradas hacia el mar y, sin decir palabra, comprendimos que era allí donde debía de estar.
En algún momento de la noche habría salido corriendo de la tienda de campaña. Tal vez se había resbalado en una roca y había caído al agua. Tal vez había ido a bañarse al mar y se había alejado demasiado. ¿Habría gritado? Maja no pedía nunca socorro. Gritaba cuando se enfadaba, y raras veces cuando le dolía algo, pero nadie la había oído gritar de miedo. Solía hacer de tripas corazón, luchar en silencio. ¿Lo habría hecho también en esa ocasión? ¿Habría podido oírla alguien en tal caso? No entre los ruidos de tantos jóvenes que vociferaban borrachos, el sonido de los transistores y los graznidos de las aves.
Y ninguna de nosotras era su madre porque, de haber estado ella allí, aun en medio de su embriaguez, su lujuria, su alegría, pena o rabia, habría pensado en su hija y se habría preguntado dónde estaba. El instinto maternal habría girado sin cesar como la antena de un radar, registrando el menor movimiento de la pequeña. Así es como funciona, lo sé porque yo también soy madre. Los hijos siempre están ahí, bajo nuestra atenta mirada, en los pensamientos, en los sueños. Cuando vas a relajarte y sabes que tu hijo está al cuidado de otra persona, los radares giran con la misma rapidez. No es posible apagarlos. En eso consiste la maldita falta de libertad.
Pero entonces éramos libres, no teníamos hijos. Y, como la mayoría de los jóvenes, estábamos totalmente absortos en nosotros mismos. En nuestros amores y decepciones, nuestras experiencias recientes, música, muslos gruesos, pechos demasiado pequeños o grandes, espinillas, michelines, eso era todo lo que llenaba nuestro mundo.
No corría ni un soplo de aire. Los barcos flotaban con las velas flácidas, inmóviles, como atrapados en el hielo. El mar, suave y misterioso, no desvelaba lo que escondía bajo su luminosa superficie.
A las cinco empezamos a desmontar las tiendas de campaña en absoluto silencio. Uno tras otro fuimos alejando los barcos de la playa. La lancha de los Gattman fue la última en abandonar Kannholmen. Al llegar pediríamos ayuda, pero ¿qué se podía esperar?
Recuerdo que Anne-Marie y yo íbamos sentadas una enfrente de la otra durante el viaje. Ella miraba a lo lejos por encima de mi hombro. Yo me fijaba en el suelo, en las planchas de madera peladas y con burbujas de barniz, en la maraña de piernas, las bolsas de plástico, las tiendas de campaña y los sacos de dormir. Justo a los pies de Anne-Marie, medio escondido debajo del banco, estaba el chaleco salvavidas color naranja de Maja. Anne-Marie debió de notar alguna reacción en mi cara, porque siguió mi mirada y lo descubrió. Con un gesto rápido e intuitivo dio una patada al chaleco, que desapareció debajo del banco.
* * *
Debería haberme ido a casa, naturalmente. Pero los primeros días nadie se daba ni cuenta de que yo estaba allí. Era un caos total. El helicóptero zumbando en el cielo azul cobalto. El teléfono sonando. Los hombres del servicio de Emergencias sacudiendo la cabeza. Los que salían en sus pequeñas embarcaciones y volvían con rostro apenado. Anne-Marie tumbada en la cama de la habitación que compartíamos, de espaldas a la mía y con la cara hundida en la almohada, paralizada por la culpa y la desesperación. Yo intentaba quitarme de en medio y hacerme notar lo menos posible.
Karin y Åke Gattman eran personas conocidas. Incluso Maja lo era de algún modo. A través de los artículos de Karin en el Dagens Nyheter y de un reportaje para la televisión, la niña se había convertido en una especie de hija adoptiva del país, un papel que durante el último año se había ido desvaneciendo.
Los periodistas se mantuvieron expectantes las primeras veinticuatro horas. La noticia de la desaparición de una niña de cuatro años en una isla en las inmediaciones de Hallvikshamn se publicó con discreción, y no se mencionó en la radio ni en los informativos televisivos.
Al segundo día, el periódico local decidió publicar el nombre de la niña desaparecida y el de sus padres, y pocas horas después se pusieron en marcha los periódicos sensacionalistas, haciéndole fotos a Karin en el embarcadero protegiéndose del sol con la mano y mirando al mar, como la estatua de la mujer del marinero que espera su regreso. Al día siguiente, su imagen apareció en la portada de todos ellos. El resto de la prensa publicó una foto de Lis y Jens llorando abrazados. En las páginas centrales podía verse la foto de un oso de peluche tirado en el suelo delante de la casa de los Gattman, mirando con sus ojos redondos y vacíos de botón de nácar y con los brazos patéticamente extendidos hacia el cielo. Enseguida reconocí a Brumle, el viejo oso de peluche de Anne-Marie, y me acordé de la visita misteriosa de un hombre con un gran bolso al hombro que había aparecido el día anterior por la cocina y nos había pedido que le enseñáramos los juguetes de Maja. No pude ayudarlo, ya que Maja no jugaba nunca con juguetes, pero él mismo fue a buscar la caja que contenía los juguetes de los hijos mayores y me pidió con toda amabilidad que le prestara uno de ellos, a lo que accedí. Por lo visto, Brumle era exactamente lo que el fotógrafo buscaba. Y ahí estaba, en las páginas centrales, resucitado después de dormir muchos años en el baúl, con los brazos abiertos esperando a una niña que ni siquiera le había dirigido una mirada.
Al tercer día se modificó el objetivo de la búsqueda. Nadie lo dijo, pero todos lo sabían: ya no buscaban a una niña viva, sino un cadáver.
Y después se interrumpió incluso la búsqueda. Kannholmen se encuentra fuera del archipiélago, en mar abierto y con fuertes corrientes. La conclusión fue que la niña, a pesar de la investigación, no estaba ni muerta ni viva, simplemente había desaparecido.
Los familiares se fueron retirando uno tras otro. Åke se encerró en la cabaña donde escribía, aunque no se oía la máquina de escribir. Iba a la cocina de vez en cuando a buscar una botella de vino. Sus padres, Tor y Sigrid, permanecieron en su habitación en el segundo piso. Karin seguía sentada en una hamaca en el embarcadero mirando al mar durante horas. Lis estaba casi todo el tiempo en casa de Stefan. Jens se fue en moto a ver a un amigo a alguna parte. Anne-Marie se quedó en la cama.
Karin nos acusó únicamente en una ocasión, cuando le molestó mucho un artículo publicado en un periódico insensible, y no tuvo tiempo de contenerse antes de que se le escaparan las palabras de los labios.
—¿Cómo es posible? ¿Cómo pudisteis olvidaros de ella? —gimió.
Era por la mañana, muy temprano, después de pasar una noche desvelados. Estábamos Anne-Marie, Jens y yo sentados en la escalera cada uno con su taza de té, al día siguiente del suceso. Ella estaba de pie en el escalón superior de la escalera y nosotros observamos su cara desde abajo, que se había vuelto casi irreconocible después de varios días de llanto incesante, hinchada, enrojecida y arrugada. Nos sentimos terriblemente mal al oír su acusación, precisamente porque lo había callado tanto tiempo. Nos encogimos, mirándonos unos a otros como cachorros avergonzados. Jens, que estaba a mi lado, puso su brazo sobre mis hombros y Anne-Marie, que estaba sentada en un escalón más abajo, apoyó la cabeza en mis rodillas.
Mi padre viajó hasta allí. Aparcó el coche debajo del roble, subió las escaleras de troncos y llamó a la puerta con golpes tan tímidos y discretos que nadie lo oyó. Estuve a punto de empujarlo sin querer cuando abrí la puerta por casualidad para salir.
No lo reconocí. Hacía tres semanas que no lo veía y desde entonces habían sucedido muchas cosas, aparte de que no estaba preparada para encontrármelo en la escalera de ese modo. No había podido avisar de su llegada, debido a que la familia Gattman desconectaba el teléfono y solo lo conectaba un momento cuando Karin efectuaba sus llamadas diarias a salvamento marítimo.
En un primer momento pensé que era un periodista más o un candidato a voluntario. Estuve a punto de despedirlo con cualquiera de las frases ambiguas y distantes que había aprendido en la última semana, pero me di cuenta de quién era. Por un momento sentí vértigo. Había cogido tanto apego a la familia Gattman que no supe qué hacer al ver a mi padre. Mi propia familia, mi padre, mi madre, la casita de verano, el chalé donde vivíamos, todo se había desvanecido para mí en ese tiempo.
—No pude comunicarme por teléfono. Supongo que no querrán contestar. Pero tú sí querrás volver a casa. No está bien que te quedes aquí con todo lo que ha ocurrido.
Su camisa de manga corta tenía grandes manchas de sudor a la altura de las axilas. Noté la diferencia de color entre sus brazos pálidos y el bronceado de los míos. Le dije que entrara y atravesamos la casa hasta llegar al porche que estaba en el otro lado. Le pedí que se sentara mientras yo iba a sacar zumo fresco del frigorífico. Nos sentamos uno al lado del otro y bebimos zumo de endrinas de la cosecha del año anterior debajo de la sombrilla amarilla.
—Tiene que ser terrible para ellos. Para ti también —dijo mi padre removiendo el zumo con la cuchara mientras tintineaban los cubitos de hielo—. He leído unas declaraciones tuyas en algún periódico.
—¿Mías? —pregunté asombrada.
Yo sabía que había dicho algo, pero había hablado con muchos periodistas. Sin duda, alguno de ellos me había mencionado.
—Sí, dijiste que cuando estuvisteis buscando por la isla había sido el peor día de tu vida.
—Sí —afirmé—, sin duda lo fue.
—Lo comprendo —dijo mi padre—. Por cierto, ¿dónde están los demás? ¿No están en casa?
Me puse a pensar. Durante los últimos días me había acostumbrado a estar sola la mayor parte del tiempo, mientras los otros se encerraban o se marchaban. Ya no había comidas en común. Cada uno iba a la cocina a por algo de comida cuando tenía hambre.
—Querrán que los dejen en paz —dije.
Mi padre asintió y se bebió un buen sorbo de zumo.
—Esta familia está de duelo —dijo—. No debes quedarte aquí. Vamos a recoger tus cosas, luego te despides de ellos y nos marchamos.
—No sé —susurré entre dientes—. No me parece correcto. Es como si me escapara.
—¿Escaparte? —repitió mi padre—. ¿De qué?
«De la culpa», pensé. Primero me había escapado de la responsabilidad. Todos habíamos eludido la responsabilidad. Y lo que ocurrió después me había ligado a esa familia. Ahora era uno de ellos. Sí, por primera vez era realmente un miembro de esa familia, como había deseado tanto tiempo.
No respondí. Permanecimos en silencio, uno al lado del otro, en el pequeño espacio de sombra que ofrecía la sombrilla, mirando al fiordo por el que pasaban embarcaciones de distintos tamaños. Una leve brisa jugaba con los flecos de la sombrilla y, a través de la puerta abierta, podíamos percibir el olor cítrico de los geranios rojos que había en la encimera de la cocina.
—Bueno, será mejor que prepares tus cosas, Ulrika. Me gustaría decirles unas palabras a Åke y a Karin, pero si no consideras conveniente… Los llamaré por teléfono en otra ocasión. Puedes despedirte tú de ellos. Te espero en el coche —dijo mi padre levantándose y entrando en la casa.
La casa parecía estar en total penumbra al volver del porche soleado. Al principio veía tan poco que no me di cuenta de que había alguien en un tramo del pasillo entre la cocina y vestíbulo. Grité asustada al notar que alguien me cogía del brazo. Entonces vi que se trataba de Anne-Marie.
—No te marches, por favor, no lo hagas. No sé qué voy a hacer si te vas —susurró.
Entonces logré verla mejor. Iba sin maquillar, tenía el pelo alborotado y llevaba solo la ropa interior y una camiseta sucia. Tenía el aspecto de una chica mucho más joven. Al parecer había estado escuchándonos a oscuras a través de la puerta abierta del porche. La abracé y le acaricié el pelo largo y enredado.
—Si tú lo deseas, me quedaré —dije.
Mi padre fue lentamente hacia el vestíbulo. Pude verlo por encima del hombro de Anne-Marie, en la luz tenue que se filtraba por el estor. Tenía los músculos del cuello tensos y se miraba la uña del pulgar. Fui hacia él.
—No puedo irme ahora —dije.
Él asintió con la cabeza rápidamente.
—No, claro. Si tú lo dices. Llámanos por teléfono en caso de que cambies de opinión.
Luego se volvió hacia Anne-Marie y pensó en algo que decirle. «Mi más sentido pésame» no era correcto, ni tampoco otra cosa que estuviera relacionada con la esperanza.
—Si Ulrika os causa alguna molestia la podéis mandar a casa. Saluda a tus padres de mi parte. Entiendo cómo lo estáis pasando —añadió. Lo cual, naturalmente, no podía ser cierto.
Anne-Marie y yo nos quedamos una al lado de la otra en la débil luz del vestíbulo oyendo el coche arrancar y alejarse. Luego subimos juntas a la buhardilla y nos tumbamos abrazadas en la cama deshecha de ella. Nos quedamos dormidas en el calor sofocante de la habitación y, un momento antes de quedarme dormida, noté la mejilla de Anne-Marie descansando junto a la mía y su pelo rubio sobre mi frente, cayendo por mi cara.
* * *
El mes de julio fue muy caluroso ese año. Los estores amarillentos de todas las ventanas estaban bajados. Los habitantes de la casa se movían por las habitaciones como en un continuo atardecer de color ámbar, pasando unos por delante de los otros sin hablar, como peces en un acuario turbio. A lo lejos se oía el ruido de los motores de las embarcaciones de recreo.
No sucedía nada. El servicio de salvamento no tenía nada que decirles. Los periódicos habían perdido el interés. Maja estaba desaparecida. Ni muerta ni viva, simplemente desaparecida. Vivíamos en una especie de vacío. No podíamos afligirnos ni alegrarnos. Nos encerrábamos, no nos esforzábamos, controlábamos nuestros sentimientos. El olor a geranio impregnaba la planta baja, junto con el hedor a restos de comida podrida. Había vasos y platos sin fregar por todos lados, latas de cerveza y botellas de refresco vacías.
Karin se sentaba en la mecedora y se abrazaba a sí misma. En la pared que había detrás de ella podía verse la ampliación en blanco y negro de una foto de Maja con la corona de la fiesta del solsticio de verano. Åke se encerraba para beber en la cabaña donde antes escribía. Lis pasaba la mayor parte del tiempo en casa de Stefan. A veces aparecían en el coche del padre de Stefan con comida del supermercado ICA de Hallvikshamn, costillas de cerdo y pollos asados, fresas, jamón, verduras para ensalada, comida que no requería esfuerzo. Jens desaparecía en la moto y volvía por la noche o al día siguiente.
Los padres de Åke, Tor y Sigrid, pasaban la mayor parte del tiempo en la segunda planta. Cuando bajaban la crujiente escalera a intervalos regulares para prepararse la comida, siempre iban juntos. Si yo entraba en la cocina mientras estaban allí, me invitaban a comer con ellos, aunque siempre me negaba. La pareja de ancianos eran los únicos que comían con normalidad. Pelaban patatas, utilizaban las cacerolas, comían, fregaban los platos, barrían y realizaban sus tareas juntos y en voz baja. Después volvían a subir la escalera y cerraban con cuidado la puerta de su dormitorio. Yo tenía la sensación de que eran ellos los que aportaban peso y estabilidad a la casa. Sin la presencia tranquila de ellos, todo se desintegraría y se perdería en la irrealidad.
Anne-Marie encontró en el hueco de la escalera montones de ejemplares antiguos de Fantomas y de Seriemagasinet y los subió a nuestra habitación. A partir de entonces pasaba los días tumbada en la cama en ropa interior y con su sucia camiseta, leyendo sin cesar, con los tebeos esparcidos por el colchón. Se metía en las historias como en una madriguera protectora, y cuando terminaba una serie y tenía que volver a su propio mundo, cogía sin mirar un tebeo nuevo con una de las manos, a la vez que se deshacía del anterior con la otra. A mí me daba la impresión de que se los leía muchas veces.
Juntamos las camas e hicimos una doble. Por la noche podía notar que las páginas de los tebeos se pegaban a mi cuerpo húmedo de sudor. A veces, ella se deslizaba junto a mí y me apretaba con fuerza, rígida y llena de angustia.
Una tarde estábamos tumbadas en las camas sin hablar. Empezaba a anochecer, pero allí nadie encendía ya la luz. Dejábamos fuera al sol durante el día y por la noche dábamos la bienvenida a la oscuridad que tanto habíamos echado de menos. Cuando ya no se podían leer las letras de los globos de los personajes, Anne-Marie soltaba el tebeo, cerraba los ojos y dejaba que los contornos se disolvieran en la oscuridad.
La escalera de la buhardilla crujió y se oyó un golpe ligero en la puerta, que se abrió poco después. Jens estaba allí, pero no entró enseguida, sino que se quedó esperando un momento en la penumbra.
—¿Molesto? —preguntó en voz baja.
—No, entra —dijo Anne-Marie.
Él cerró la puerta tras de sí con cuidado, casi sin hacer ruido, y se sentó en una de las dos sillas junto a la pared. Sacó la armónica y se puso a tocar un blues. La armónica gemía y se quejaba en un placentero y repetitivo lamento de dolor, mientras él marcaba el ritmo con un pie en las tablas del suelo. Anne-Marie estaba recostada en la almohada, inmóvil, con los ojos cerrados y los brazos y las piernas estirados como si estuviera muerta. Solo movía la palma de la mano derecha con la que, de modo casi imperceptible, se golpeaba el muslo al ritmo del pie de él.
Tras un último tono, largo y vibrante, Jens dejó la armónica encima del escritorio. Lio un cigarrillo y lo encendió. Se sentó al borde de la cama, dio una calada al cigarrillo y se lo pasó a Anne-Marie. Ella levantó la cabeza de la almohada y dio otra antes de pasármelo a mí, parpadeando por el picor del humo que olía a especias.
—La primera vez no vas a notar nada —dijo Jens al ver que yo dudaba—. Se requiere tiempo para encontrar esos sentimientos dentro de uno mismo.
Me llevé el cigarrillo a la boca y luego nos lo fuimos pasando. Cada vez que alguno daba una calada, el cigarrillo brillaba en la oscuridad como un ojo rojo y parpadeante. Cuando era el turno de Anne-Marie y ella sacudía la cabeza yo pensaba que lo mejor era imitarla, aunque yo no sentía nada.
—¿No os parece raro que seamos la misma familia que éramos antes de llegar Maja? —preguntó Anne-Marie de repente—. A mí me parece que somos completamente distintos, una familia diferente. De esas que aparecen en los libros o se ven en las películas.
—A mí siempre me ha parecido que sois ese tipo de personas —dije—, aunque ahora la película es otra.
«Una película en la que yo participo», pensé.
La ventana estaba abierta y las polillas chocaban contra el estor por la parte de fuera produciendo un suave golpeteo. El cigarrillo que Jens tenía en la mano se había consumido tanto que ya no podía sostenerlo. Dio una última calada y lo apagó en la suela del zapato. Después se quitó los zapatos y la camiseta, hizo un rollo con la misma y se tumbó en la cama a nuestro lado. Nos quedamos en silencio. De vez en cuando oíamos el zumbido monótono y aburrido, como el de un abejorro, de alguna lancha rápida allá a lo lejos, en el mar.
—He pensado en esa noche, es decir, en la del solsticio de verano —dijo Jens poco después—. ¿No os parece que había algo raro en las aves?
—Es una isla de aves —respondí—. Las aves no están acostumbradas a las personas. ¿Crees que se puede acampar allí?
—Probablemente no. Pero solo es una vez al año. Y ni siquiera tocamos los nidos. He estado allí antes y no pareció molestarlos lo más mínimo. Se fueron volando simplemente. Pero esa vez noté algo extraño. Parecía que nos controlaban. Incluso que nos atacaban.
—Se debió sin duda a que estábamos en la parte alta. Ahí es donde tienen sus nidos, como bien sabes —subrayé.
—En el campamento sucedió lo mismo —dijo Anne-Marie—, aunque no reparamos en ello. Venían aves de todas partes y se posaban en las colinas. Ahora lo recuerdo.
—Pero ¿no es lo habitual? —pregunté—. ¿No hay siempre aves en el entorno? ¿Golondrinas haciendo giros en el aire, gaviotas que se posan en las rocas, eíderes cerca de los barcos y de los muelles? Siempre están a nuestro alrededor, ¿no es así?
—Sí, por supuesto —dijo Jens—. Las aves son las espías perfectas. Siempre están volando a nuestro alrededor, pero nunca pensamos que están ahí. Por eso Odín tenía dos cuervos que exploraban el terreno.
Me acordé de la gaviota que vi posada en la roca cuando Jens y yo estábamos en el saco de dormir. La vi con toda claridad delante de mí y no estaba segura de que en realidad fuera un recuerdo o algo más que eso. Me miró fijamente con sus brillantes ojos de hielo y graznó de un modo que me hizo sentir que me elevaba. Al recordarlo tuve la misma sensación, debido a que estaba un poco más animada de lo normal por algún motivo.
—Es como si te elevaras —dije asombrada.
—Sí, es algo parecido a eso —respondió Jens riéndose.
—Es por lo que se le llama subidón —dijo Anne-Marie.
Jens se puso en pie y volvió a tocar la armónica mientras nosotras nos quedamos escuchando en la oscuridad. Yo sentía que los tonos entraban y salían de mi mente como una herramienta que modifica y da forma a la materia, como algo tangible. Por un momento me pareció que los tres hablábamos entre nosotros, que la conversación que manteníamos era muy interesante y que yo quería decir algo importante, pero mientras buscaba las palabras me di cuenta de que no estábamos hablando, sino que era la música que entraba y salía de mí. Anne-Marie dormía a mi lado y Jens se había marchado, pero la música seguía en mi cabeza.
Yo también me dormí y tuve un sueño maravilloso en azul y rosa en el que Anne-Marie y yo estábamos sentadas en la proa de un barco, una al lado de la otra, con los pies en la barandilla. Íbamos hacia una puesta de sol en el mar, rápidamente pero sin hacer ruido, con los pies sumergidos en una cascada de agua escarlata.
Me desperté a media noche y vi a Anne-Marie durmiendo con la mano debajo de la mejilla. La atmósfera del sueño se mantenía. Una sensación de movimiento, como si nos desplazáramos hacia delante impulsadas por una fuerza silenciosa.
Cuando volví a despertarme, la luz de la habitación era grisácea. Todo tenía un aspecto triste y estancado.
Eva volvió de Israel al día siguiente. Venía de fuera y se metió en la casa de las cortinas echadas. Allí estaba, con la mochila en el suelo, bronceada, pecosa y con un pañuelo alrededor de su pelo castaño. Había dejado una casa en la que puertas y ventanas estaban casi siempre abiertas, cuyas escaleras crujían todo el tiempo bajo el peso de unos habitantes que iban y venían sin cesar. Regresó a una casa llena de silencio donde las personas permanecían inmóviles en un continuo crepúsculo amarillento, como insectos prehistóricos atrapados en ámbar. Había dejado la habitación limpia y fresca que compartía con Lis, con flores recién puestas y las colchas estampadas en tonos azul y blanco extendidas sobre las camas, y se encontraba un revoltijo de sábanas sucias y arrugadas, tebeos, latas de Coca-Cola y recipientes de papel de aluminio que contenían restos de costillas asadas enmohecidas. Eso fue lo primero que pensé cuando oí que nos llamaba desde debajo de la escalera. Me levanté de la cama, miré toda la basura que había allí y pensé: «Oh, Dios mío, le hemos estropeado la habitación».
Pero Eva ni siquiera entró en la habitación que antes era suya y de Lis y que ahora ocupábamos Anne-Marie y yo. Se instaló en la cabaña de invitados. Metió allí su mochila y desenrolló el saco de dormir encima de la cama, como si aún fuera voluntaria en un kibutz.
Después intentó hablar con Åke. La oí dirigirse a la cabaña donde escribía él y quedarse en la puerta un buen rato. No sé si estaría demasiado borracho para que viera a su hija o si simplemente dormía, pero Åke no le abrió. Yo estaba en la ventana de la buhardilla y la vi de pie frente a la puerta hasta que se rindió, se dejó caer sobre una roca y se puso a arrancar hierba de la tierra con desesperación, como una extraña entre su propia familia. Debe de ser raro irse de viaje unas semanas y al regreso encontrarlo todo tan cambiado y que una hermana se haya ido y otra ocupe su lugar.
Pero tenía una especie de fuerza interior. Eva era la que preparaba la cena y nos reunía a todos en una comida común en el porche. Hablaba de su trabajo en el kibutz, de las enormes malezas en los campos de algodón y de cuando ella y un compañero inglés se fueron a Eilat haciendo autostop. De hecho, consiguió que se iniciara algún tipo de conversación en torno a la mesa. Pero esa misma noche lo estropeó todo al sugerir que fuéramos a Kannholmen y que le hiciéramos a Maja una pequeña ceremonia de recuerdo. Nadie quería participar de algo así. Åke se fue de allí y Karin fingió que no había oído nada.
Jens, Anne-Marie y yo seguimos fumando cigarrillos de marihuana durante todo el verano. Siempre estábamos los tres y no permitíamos que entrara nadie más.
* * *
El viernes 4 de agosto encontraron a Maja.
Rolf y Ulla Magnusson se fueron en bote a echar las redes con Reine, el hijo mayor de ambos. Hacía buen tiempo y el mar estaba en calma. Partieron de su casa poco antes de las ocho de la tarde y serían alrededor de las ocho y cuarto cuando pasaron por delante de Musselstranden la primera vez. En esa ocasión no percibieron nada, ya que iban mirando al frente en dirección a la siguiente bahía, donde tenían intención de lanzar las redes, y además estaban entretenidos hablando entre ellos. Tal vez la luz caía también de otro modo, ya que antes de la puesta del sol cambia con bastante rapidez. Dejaron las redes donde lo hacían habitualmente y en el trayecto de regreso a casa fue cuando la vieron, al volver a pasar por delante de Musselstranden. Poco después del final de la playa, donde la montaña desciende casi en vertical y se adentra en el agua, en una especie de cornisa, vieron el cuerpo de un niño. Tal vez no lo habrían visto si los rayos del sol no hubieran caído precisamente allí por casualidad. La piel oscura de la niña, su pelo negro y el chándal marrón casi se fundían con los tonos de la montaña.
Ulla Magnusson fue quien la descubrió. De inmediato pensó que no era cierto lo que veía.
—No podía creer que hubiera alguien allí, ni niño ni adulto —dijo poco después al contar su reacción.
Según pudo advertir desde el barco, era totalmente imposible que una persona permaneciera estable en ese sitio. Esa parte de la montaña era tan lisa como una pared y parecía que los pies de la niña no se apoyaban en nada, sino que flotaban en el aire justo delante de la montaña. Pero cuando le dijo a su marido lo que había visto y se acercaron al lugar, vieron que la niña estaba apoyada en una cornisa estrecha en la que solo cabían sus diminutos pies. No se veía a nadie en las proximidades, ni en la playa, ni en la cumbre de la montaña ni en ningún barco.
—Era terrible ver a una niña tan pequeña en una situación tan peligrosa. Podía caer al mar con un solo paso que diera en falso o un movimiento imprudente que hiciera. Estábamos dispuestos a saltar al agua y nadar hasta donde estaba para intentar salvarla, y lo discutimos en el barco porque creíamos que iba a caerse en cualquier momento —dijo Ulla—. Pero la niña no se caía. Estaba totalmente inmóvil, algo poco habitual en los niños. Su cuerpo se apoyaba en la roca y parecía que miraba hacia el barco donde estábamos.
»Rolf apagó el pequeño motor fueraborda y el barco se quedó flotando junto a la pared de la roca. Los tres que estábamos allí gritamos para advertir del peligro a los padres en caso de que anduvieran cerca y pudieran oírlo.
Pero no apareció nadie, y comprendieron que tendrían que salvar ellos a la niña.
Entonces fue cuando se dieron cuenta de que era prácticamente imposible hacer algo. No había modo de llegar a la cornisa en la que estaba. La roca era tan abrupta por debajo como por encima de ella. ¿Cómo había podido llegar hasta allí? ¿Se habría caído por el borde superior y habría ido a parar a la cornisa en una trayectoria espectacular? Parecía increíble, la cornisa era demasiado estrecha.
Su hijo Reine fue a la costa. Saltó desde la proa a las aguas poco profundas de los bancos de mejillones y luego fue corriendo por la playa, subió atravesando las malezas de enebro hasta llegar a la montaña. Se acercó al borde con cuidado, examinó la pared escarpada que lo separaba de la niña que estaba más abajo, y pudo constatar que la repisa era tan estrecha como les había parecido desde el mar.
Mientras tanto, Rolf y Ulla habían divisado una lancha de mayor tamaño que pasaba por allí y llevaba radio a bordo. El equipo de rescate acudió rápidamente, pero a ellos también les resultaba difícil acceder a la niña, que al caer la noche continuaba de pie en la cornisa. Toda una flota de barcos de recreo de distintos tamaños se reunió alrededor de Musselstranden, donde permanecieron anclados o dando vueltas en pequeños círculos mientras seguían el drama que se desarrollaba en la montaña. Las linternas se reflejaban en las aguas oscuras. Los motores zumbaban formando ondas en la superficie tranquila. La gente hablaba a gritos y también le gritaba a la niña, que parecía estar paralizada, como pegada a la pared de la roca hacia donde se dirigían las potentes luces de los faros. Arriba en la montaña había un gran número de personas. El rumor de que habían encontrado a una niña en Musselstranden se extendió con rapidez. Yo estaba allí junto a la familia Gattman, apretujada como los demás entre ramas de brezo. A la luz de la linterna pude reconocer muchos rostros. Eran los mismos que se solía ver alrededor de la cruz de mayo en la pista de baile y en la fiesta de fin de curso de la escuela a finales de julio. El mismo grupo grotesco y heterogéneo de veraneantes y residentes a partes iguales, unidos por una sola noche, la misma sensación de comunidad, expectación y fiesta. Era absurdo.
Todos contuvieron la respiración cuando finalmente lograron que un bombero descendiera hasta la cornisa. Luego volvieron a tirar de él, que logró llegar a la cumbre de la montaña con la niña en brazos. Cuando alcanzaron el borde con la ayuda de los demás, se desató el júbilo entre la gente que esperaba en la montaña, en la playa y en los barcos que había abajo.
Karin abrazó a Maja, llorando y temblando, y luego la apartó y la sostuvo con los brazos extendidos para verla. Miró a la niña durante un rato, como si no pudiera creer lo que veían sus ojos. El milagro que tanto había pedido se había cumplido. Había recuperado a la hija que creía muerta, y estaba sana y salva. Acarició su cuerpo diminuto, la cara oscura, las manos, el pelo, como si el testimonio de sus ojos no fuera suficiente y tuviera que comprobarlo con los dedos.
—Maja, ¿eres tú? —preguntaba una y otra vez.
Claro que era Maja. No había ninguna duda de ello. Parecía la misma, tal vez era por lo que Karin dudaba. Si una niña desaparece de un islote alejado en el mar, y aparece seis semanas después en una cornisa inaccesible de una montaña, cabe esperar algún tipo de cambio en esa niña. Que la encuentres sucia, hambrienta, herida, conmocionada, cualquier cosa excepto en calma.
Maja estaba tranquila y silenciosa en medio de ese caos de bomberos y policías, veraneantes y residentes, ruido de motores de barco, gritos y luces de linterna. Vestía el mismo chándal marrón de felpa que cuando desapareció, completamente limpio, sin una mancha. Iba descalza, como la noche anterior al solsticio de verano. Llevaba el pelo recogido en dos coletas altas, algo revuelto en la parte de atrás por haber estado apoyada en la montaña, pero la raya la tenía derecha. No había adelgazado ni parecía tener heridas ni lesiones. Su apariencia era exactamente la misma que cuando la vimos por última vez.
Y aunque Karin pedía precisamente eso, que Dios se la devolviera intacta y en buenas condiciones, parecía no entender que los ruegos habían sido escuchados. Subía y bajaba las manos sin cesar por el cuerpo de Maja. Le bajó la cremallera y le quitó la ropa buscando posibles heridas. Le frotó las manos y miró con detenimiento los ojos negros de la niña. Buscó en su cuerpo algo que no estuviera como debía, alguna marca que no tuviese antes.
Y finalmente encontró algo: una pluma diminuta, blanca como la nieve, clavada justo encima de las bolitas de color rojo cereza que sujetaban su coleta izquierda. Eso era todo.
* * *
Nos reunimos en la cocina para buscar rápidamente algo que Maja pudiera comer. Encontramos gusanitos de queso, galletas de chocolate, yogur y media tarrina de helado. Karin puso la mesa para ella y nos sentamos todos alrededor para verla comer. Maja probó todo cumplidamente, pero no parecía tener hambre. Åke la llevó en brazos al dormitorio y la acostó en la cama que compartía con Karin.
Los hermanos Gattman y yo nos quedamos unas horas más hablando en la cocina. Estábamos abrumados, no podíamos creer que Maja hubiera vuelto. Anne-Marie reconoció haberle rezado a Dios todas las noches, por lo que el regreso de Maja le parecía una muestra de que Dios existe y que escucha nuestras plegarias.
Empezaba a amanecer cuando finalmente decidimos irnos a la cama. Me disponía a entrar en la buhardilla para acostarme al lado de Anne-Marie cuando oí que se abría la puerta del porche debido a la brisa que corría allí abajo. Bajé las escaleras y la cerré.
Los pájaros habían iniciado su concierto de amanecer y las montañas, al otro lado del fiordo, tenían un tono rosáceo. Al volver pasé por el cuarto de estar. La puerta de la habitación de Åke y Karin estaba abierta. Ambos dormían acurrucados en la cama de matrimonio y Maja estaba en medio de los dos. Habían retirado las fundas de edredón y las habían enrollado alrededor de ella como protección. Los dos adultos descansaban tranquilos en la levedad del sueño, pero pude ver brillar los ojos de Maja a la luz del amanecer y distinguir su cabeza oscura apoyada en la almohada. Estaba despierta, inmóvil y en silencio, mirando la habitación.
Cuando subí a la buhardilla, Anne-Marie había separado las camas y volvían a estar cada una a un lado de la pared.
Unas horas más tarde bajaron Tor y Sigrid. Solían ser los primeros que se despertaban y se preparaban el desayuno que luego comían en el porche. Estaban durmiendo durante el tumulto de la noche y nadie se molestó en despertarlos, así que no tenían ni idea del regreso de Maja.
Me los imagino sentados al sol de la mañana bajo la sombrilla amarilla, Tor con su sombrero de paja, Sigrid con uno de sus amplios vestidos batik. Mientras los demás dormíamos profundamente ellos tomaban el té, quitaban la parte superior de la cáscara a los huevos pasados por agua y dejaban en un plato las espinas de las anchoas. Tor pellizcaba su sándwich y tiraba los trozos por la barandilla del porche, que caían en las rocas y eran atrapados por las gaviotas. Sabía que a Sigrid no le gustaba e intentaba evitarlo, pero como últimamente andaba algo despistado se le olvidaba.
—¿Has traído el periódico? —preguntó Sigrid.
Tor solía ir a los buzones a por el periódico mientras que Sigrid preparaba el desayuno. Era una costumbre que, después de la desaparición de Maja, habían añadido a las que ya tenían. Antes de eso era Maja la que solía ir corriendo a buscar el periódico.
—No. ¿Quieres que lo traiga?
Se levantó, pero Sigrid le puso la mano en el hombro.
—Siéntate. Puedes traerlo después.
En ese instante llegó Maja con el periódico en la mano. Lo dejó encima de la mesa junto a la taza de té de Tor y lo miró con esa mirada rara e inexpresiva que tenía.
Tor también la miró. Temblando, trató de levantarse, pero las piernas no le respondieron y volvió a dejarse caer en la silla, torpe y pesado. Para evitarlo se agarró al borde de la mesa con tal fuerza que las tazas de té se volcaron, manchando el periódico, las bermudas que llevaba y sus piernas llenas de venas azules. Maja se asustó, volvió a entrar en la casa a toda prisa y subió a la buhardilla.
Cuando me desperté estaba acurrucada a los pies de la cama de Anne-Marie. Se movía haciendo que rebotara el colchón, con el fin de despertarla a ella con el balanceo. Cuando lo logró, saltó rápidamente al suelo y se quedó esperando.
Sigrid y Karin llevaban un rato hablando en voz baja en el vestíbulo. Tor permanecía en el porche y, cuando salimos a verlo, se había derrumbado sobre la mesa. El sombrero de paja se le había caído y apoyaba el rostro en el periódico mojado. Tenía los ojos abiertos pero una mirada extraña, y no respondía cuando se le hablaba.
Karin llamó a una ambulancia. Åke y Sigrid la acompañaron al hospital de Uddevalla. Åke telefoneó sobre el mediodía para decir que Tor iba a quedarse ingresado. Había sufrido un derrame cerebral.
Karin se sentía culpable por no haber preparado mejor a Tor y a Sigrid, pero cuando nos comunicaron que la niña estaba en la cornisa de la montaña era muy tarde y, además, nadie se planteaba en serio que pudiera tratarse realmente de Maja. Karin y Åke no quisieron despertar falsas esperanzas en los ancianos, y cuando Maja volvió a medianoche todos estaban aturdidos y cansados. Suponíamos que Maja estaría igual de cansada, que dormiría tanto como nosotros. Se nos había olvidado que ella apenas necesitaba dormir y que, por más tarde que se hubiera acostado la noche anterior, siempre se despertaba al amanecer y enseguida salía de la casa. Recordé el brillo de sus ojos en la oscuridad del amanecer, y pensé que tal vez no durmió por la noche y se quedó allí tumbada entre Karin y Åke, inmóvil y expectante, hasta que oyó crujir los escalones bajo los pasos de los abuelos.
Unos días después trasladaron a Tor al hospital Karolinska, y Sigrid se marchó al piso que tenían en la calle Valhallavägen para poder visitarlo a diario. Se le había paralizado el lado derecho y había perdido el habla. El médico que lo atendía era hijo de unos amigos de Tor y Sigrid. Mantuvo una larga conversación con Åke y le dijo que era posible que se recuperara, pero que teniendo en cuenta sus ochenta y dos años no había que albergar grandes esperanzas.
El retorno de Maja no resultó ser el regalo fácil que esperaban los periódicos. Karin y Åke habían aprendido bien la lección después de la invasión que produjo la desaparición de la niña. Karin, que había trabajado toda la vida en la prensa matutina, era la primera vez que experimentaba el modo tan distinto que tienen de trabajar los periódicos vespertinos y le sorprendieron sus métodos. Por eso estaba alerta. Se cerraron las puertas, se desconectó el teléfono, y toda la familia asumió el compromiso de no hablar con periodistas.
Los comentarios de la policía eran escuetos. La información que facilitaban era demasiado breve y carecía de dramatismo para ponerla en portada o en las páginas centrales, por lo que solo se publicaron algunos artículos menores en los que simplemente se comunicaba que habían localizado a Maja sana y salva y que se interrumpía la búsqueda. Sin especificar dónde ni de qué modo la habían encontrado.
La noticia amortiguó parte del dramatismo de la desaparición. Creo que a la mayoría de la gente le parecía que los periódicos habían exagerado, que en realidad no debió tratarse de una verdadera desaparición, sino más bien de una disputa por la custodia, de alguna pelea o discusión entre los padres, que repercutió en la niña.
Y el verano seguía su curso. Una revisión médica demostró que Maja no había sufrido lesiones ni abuso sexual de ningún tipo. Ella se mostraba silenciosa, inaccesible, difícil e inquietante en una extraña mezcla, es decir, como se había mostrado siempre. Tal vez estuviera un poco más triste, más pensativa…
Karin al principio se dedicaba mucho a ella. Se sentaba en el sofá azul y blanco del cuarto de estar y Maja se quedaba de pie delante de ella. Karin le hacía preguntas, la consolaba, le acariciaba la mejilla, la abrazaba. Y Maja permanecía de pie, dejándose abrazar, mirando a Karin con ojos vacíos y gesto de aburrimiento. Y cuando Karin ya no podía más, cuando se echaba hacia atrás sonriendo y suspirando desesperada, Maja se iba corriendo al jardín o subía a la buhardilla en busca de Anne-Marie.
—¿Cómo voy a poder consolarla si no sé lo que le ha sucedido? —decía Karin.
Estábamos en la cocina tomando el té. Karin había dejado a Maja en la cama de la habitación de ellos.
—No quiere que la consuelen. Maja no ha necesitado nunca consuelo —dijo Jens.
—Es evidente que ha tenido que estar con alguien —añadió Karin—. Alguien que le ha dado de comer, la ha peinado y le ha lavado la ropa.
—Alguien que la dejó encima de una cornisa en medio de una roca, a quince metros del agua y luego se marchó —dijo Åke—. Algún chiflado. La foto de la niña salió en las primeras páginas de todos los periódicos. No hay duda de que esa persona sabía que estábamos buscándola.
—De todos modos, quienquiera que fuera la cuidó bien —murmuró Karin levantando la tapa acolchada de la tetera para servirles más té.
Mientras lo hacía, Lis vio un trozo de papel doblado encima de la mesa. Nadie lo había visto debido a que estaba debajo de la tetera.
—No encontré el salvamanteles de corcho —dijo Eva a modo de disculpa.
Lis desdobló el papel con manchas de té y lo examinó con ceño fruncido. Karin se inclinó hacia ella y se ajustó las gafas.
—Es algo que ha dibujado Maja —dijo Karin—. Sigue haciendo sus dibujos, creo que es una buena señal. Hoy ha estado un rato largo dibujando sentada en la escalera. Como de costumbre, cosas muy chiquititas.
Todos los que estábamos alrededor de la mesa nos acercamos al papel que Lis sostenía bajo la luz de la lámpara.
—¿Qué es? —pregunté.
—Son pájaros —dijo Jens señalando—. ¿No lo veis? Picos, alas, pájaros volando.
—Qué raro. Un momento, voy a ver si los demás papeles están aún en la escalera.
Karin fue al vestíbulo y volvió con los brazos llenos de bolas de papel arrugado.
—Los he encontrado. Ella los arrugó para tirarlos y cayeron entre la tapa del váter y la pared.
Karin apartó las tazas de té, dejó las bolas de papel sobre la mesa y las alisó. Todos los dibujos representaban lo mismo. Figuras diminutas de pájaros, de uno o dos centímetros de altura, en hileras y desplazándose en diagonal por el papel de izquierda a derecha. A veces dejaban la fila y se agrupaban formando un revoltijo de alas extendidas y picos.
—Espera —dijo Karin—. Hay más papeles debajo de la cama.
Entró en silencio en el dormitorio y volvió con montones de papeles llenos de polvo.
—Son los papeles que utilizo para escribir a máquina. ¿Cómo habrá podido entrar allí? —preguntó Åke.
Karin los extendió sobre la mesa bajo la luz de la lámpara. Todos los papeles estaban llenos de las mismas figuras pequeñas hechas con bolígrafo. Pájaros caminando, en los nidos, volando. Bandadas de pájaros formando círculos. Miles de pájaros.