Kristina
Cuando le dieron el alta era invierno. Se negó a vivir con sus padres, y el médico que la visitaba de vez en cuando pensó también que debía intentar vivir sola. Tenía veintiún años y buen pronóstico. Ya no se ponía las manos en la cara, comía con cuchillo y tenedor y se comportaba como la gente normal. Era silenciosa y taciturna, pero siempre lo había sido.
Consiguió un apartamento pequeño no muy lejos del hospital. Todos los días iba en autobús a terapia ocupacional. Allí debía pintar, amasar y jugar al tenis. También leía los periódicos con otros pacientes ambulatorios y comentaba las noticias con ellos. No decía casi nada, pero tampoco se lo exigían. Bastaba con que se presentase allí las mañanas correspondientes y participara en las actividades.
Puesto que todo eso lo hacía bien, no tardaron en darle el alta por completo. Entonces quiso irse a vivir lo más lejos posible del hospital. La trabajadora social habló con ella acerca de su futuro y le preguntó cómo se lo imaginaba. Kristina dijo que le gustaría vivir en el campo. La trabajadora social realizó unas cuantas llamadas y arregló las cosas para que pudiera alquilar una cabaña.
Un día de verano, Kristina, la trabajadora social y una mujer del Ayuntamiento partieron hacia allí. La cabaña estaba alejada, casi aislada. En realidad no era un lugar tan apartado, porque habían construido un angosto camino de acceso sobre un valle de piedras. El sendero era demasiado estrecho para ir en coche, así que los últimos kilómetros los hicieron a pie, atravesando pastizales con vacas pastando, bosques de fronda y matorrales de endrino.
La cabaña se encontraba en un valle entre las colinas. Fuera había una mancha de césped sin cortar y un montón de trozos de madera, chatarra y trastos. Era una cabaña rara. La mujer del Ayuntamiento dijo que había sido construida, a principios de los cincuenta, por un trabajador de los astilleros que venía a la cabaña en su tiempo libre y clavaba un tablón de vez en cuando. Antes de la cabaña había una casa. El pozo con su losa de piedra pulida y una vieja bodega subterránea junto a la montaña eran recuerdos de ese tiempo.
En el interior, la cabaña constaba de una sola habitación en la que había una cocina eléctrica de dos placas oxidadas y un horno pequeño, un fregadero con desagüe y un frigorífico antiguo. El suelo de linóleo estaba adornado con diferentes mosaicos. La pequeña estufa de hierro se complementaba con un calentador eléctrico montado en la pared con las resistencias a la vista. En un rincón había unos muebles viejos y en las paredes cuadros con motivos marineros de colores llamativos, un poco absurdos.
El trabajador del astillero había aislado las paredes. En realidad, dejó de trabajar en el astillero para vivir en la cabaña todo el año y pintar cuadros. Sin embargo, su nueva vida de artista no funcionó muy bien. Su inclinación por la bebida pudo más que su afición por la pintura, y por ese motivo el Ayuntamiento había intentado ayudarlo. Se pasaba el tiempo en la cabaña bebiendo un día tras otro hasta que murió. Después, la cabaña quedó vacía y ningún heredero la reclamó.
La trabajadora social era escéptica. Sacudió la cabeza cuando la mujer del Ayuntamiento abrió la puerta del pequeño retrete situado en la parte trasera de la cabaña. Debajo del asiento del váter había un cubo que, al llenarse, tenía que ser vaciado y después enterrar su contenido.
A la trabajadora social le parecía una vivienda demasiado primitiva y aislada. Estaba lejos de las tiendas y de la parada del autobús, además no tenía teléfono. No, no quería enviar allí a ningún expaciente suyo.
Kristina sintió enseguida que todo encajaba. Apenas percibió la extraña asimetría exterior de la casa, los muebles desvencijados, los cuadros feos ni el olor desagradable. Vio la hierba, la montaña, los árboles. Oyó el canto de los pájaros, el chillido de las gaviotas y el susurro del viento. Quería vivir allí.
—Pero Kristina, es horrible. No hay lavadora, por ejemplo. Tendrás que lavar a mano las sábanas y todo.
Kristina miró a las dos mujeres desde el borde de un acantilado. Acababa de descubrir que abajo estaba el mar.
—Esto es muy bonito —dijo.
—Lo es ahora, pero piensa en el invierno —insistió la trabajadora social—. ¿Sabes lo oscuro que puede resultar sin luz?
—Sí, esto no es para quienes tienen miedo a la oscuridad —añadió la mujer del Ayuntamiento.
Kristina sonrió.
—A mí me gusta la oscuridad —dijo—. Siempre me ha gustado.
—No tienes coche ni carné de conducir. ¿Quién va a ayudarte si te ocurre algo? La casa más cercana está a dos kilómetros.
Pero Kristina insistió con una obstinación que la trabajadora social desconocía en ella. Y recordó lo bien que se le daban los quehaceres domésticos y las tareas prácticas cuando era paciente ambulatoria. Era mañosa, minuciosa y tenía paciencia. Lo único que no manejaba bien era relacionarse con los demás. Tal vez pudiera vivir allí si iban de vez en cuando a controlarla.
Así que se quedó en ese lugar. Lo único que dijo necesitar fue su bicicleta, de modo que su padre la colocó en la baca del coche y se la llevó. También, la cama, sábanas y mantas, enseres domésticos y otras cosas que sus padres creían que debía tener.
Kristina nunca había sido tan feliz desde su infancia como lo era entonces. Dedicaba gran parte del día a las tareas prácticas. Para hacer la compra recorría en bicicleta el largo trayecto que había hasta la tienda. Encendía la estufa. Se llevaba en una carretilla gruesos leños de madera de un prado en el que un campesino había talado y aserrado unos abedules. Después los cortaba en trozos más pequeños con un hacha. También hizo leña de su cama y la quemó. Prefería tener el colchón en el suelo con las mantas y las almohadas alrededor, como si fuera un nido. Ya el primer día hizo una hoguera con los cuadros horribles del trabajador de los astilleros.
Recorría las playas, las montañas y los prados. A menudo encontraba cosas bonitas que se llevaba a casa: conchas, plumas, restos de naufragios. Al principio juntaba todos los tesoros y los ponía en la ventana y luego, cuando ya no quedaba espacio, los colocaba sobre la única mesa que había en la cabaña, por lo que tenía que sentarse a comer junto al fregadero.
Hacía la comida, fregaba los platos y limpiaba el suelo lleno de parches con un cepillo de raíces. Lavaba la ropa al aire libre en un barreño de plástico que había comprado en la tienda y transportó hasta casa poniéndolo boca abajo encima del sillín y el portaequipajes de la bicicleta.
Nilsson, el campesino de la granja más cercana, solía pescar con red. Cuando conseguía mucho pescado avisaba a Kristina, al verla pasar por allí con la bicicleta, para que se llevara lo que quisiera. Ella solía pagarle con una barra de pan recién horneada que le dejaba dentro de una bolsa en los escalones de la entrada. Kristina utilizaba el buzón de los Nilsson como suyo, ya que no recibía cartas casi nunca y consideraba que no valía la pena poner uno propio.
La relación con los vecinos no tenía más complicaciones que esa. La gente de la zona era más bien poco habladora. Se conformaban con una inclinación de cabeza como saludo y unas cuantas frases hechas y cortas.
Gastaba muy poco dinero. Lo que le sobraba del subsidio por enfermedad lo guardaba en un bote en el armario.
Se avergonzaba cuando recordaba la época en que iba por el centro de la ciudad con máscaras de animales asustando a la gente. Todavía guardaba en la cartera un plano y fotos que se hizo en la Estación Central con la máscara del zorro. Podía ver sus propios ojos, tristes y asustados, detrás de esa imagen amenazante. Las máscaras no eran más que una penosa coraza, pero entonces las necesitaba. El zorro, el águila y el tigre se habían acercado a ella y le habían dado su espíritu. Las máscaras fueron destruidas, pero ella retuvo el espíritu del animal en su interior. Siempre que quería —en la cabaña, en la tienda o en los prados—, se convertía en uno de ellos y vería con los ojos del animal. Sonrió al pensarlo, porque esa facultad era su secreto.
De vez en cuando cambiaba sus rutinas. Dormía hasta la una del mediodía y por las noches vagaba por ahí. Seguía a los corzos por prados y montañas. Podía oír sus pasos delante de ella en la oscuridad, mostrándole el camino. A veces no oía nada porque se había equivocado de ruta. Entonces solo era cuestión de quedarse totalmente inmóvil y esperar en la noche cerrada hasta que volvía a oírlos. Iban a buscarla.
Las sendas de los corzos atravesaban prados, campos, montañas y bosques. Toda la zona formaba una red de caminos por la que transitaban. Ella vivía en el reino de los corzos. Y con el transcurso del tiempo la sorprendió y alegró a la vez comprobar que también poseía su espíritu, sencillo y temeroso.
A veces la rodeaban las sombras. Podía despertar una mañana y notar que estaban allí, en la cabaña, en la montaña, por todas partes. Tenues al principio, como humo gris, después más densas, más oscuras. Se acercaban a ella, se deslizaban por su piel, se le enroscaban por el cuello y los brazos, pero ella sabía cómo combatirlas. Tomaba la medicación, y cuando se aproximaban las sombras tenía que aumentar la dosis y tomar tres pastillas en vez de una. Resultaban tan efectivas que parecía mentira. Eran como una coraza, emitían un olor que las sombras rechazaban. No le agradaba tomar dosis tan altas, le producían sueño y descoordinación, pero las sombras desaparecían y en poco tiempo podía volver a disminuir la dosis.
Sus padres iban a verla. Ella respondía con monosílabos a sus preguntas vacilantes. Se sentaban en el borde de la silla, sostenían en las rodillas las tazas de té y se lo bebían con cautela, como si estuviera envenenado. Sus ojos vagaban ansiosos por la cabaña, mirando el nido de mantas que había en el suelo y los tesoros que ella había distribuido por las ventanas y la mesa. Cuando le preguntaron dónde estaba la cama sacudió la cabeza y no dijo nada más. No insistieron, no iban a darle consejos sobre lo que debía y no debía hacer. Se trataba de su mundo.
Kristina sintió entonces que le gustaban más que antes. Los llevó hasta la mesa para que vieran sus tesoros. Les mostró el cráneo de un corzo muerto, un nido de pájaros y los huesos frágiles de una musaraña, y dejó que los tocaran. Su madre tocó esos tesoros tan valiosos con manos temblorosas.
—¡Qué bonitos! —susurró mirándolos con atención—. ¿Dónde has encontrado todo esto?
—Ahí fuera. Aquí hay muchas cosas.
—Qué curioso —murmuró el padre, inclinándose sobre una cáscara de huevo de gaviota con un polluelo disecado en su interior.
Kristina les habló de todos los animales que solía ver en sus excursiones, de los corzos, las liebres, las urracas y las medusas. Sus padres la miraban asombrados. Nunca habían oído hablar tanto a su hija. Ella percibió el entusiasmo en sus caras. Por un momento pensó en contarles que había adquirido el espíritu de los corzos, pero se dio cuenta de que lo que expresaban sus rostros era alegría, no comprensión. Estaban contentos de que estuviera mejor y se sintiera bien allí, pero su mundo les resultaba extraño y todo lo que les decía era incomprensible para ellos. Kristina guardó silencio y fregó las tazas, y después los acompañó al coche atravesando el pastizal.
Vivió su primer año en la cabaña con los sentidos alerta. Los campos que dormían en la oscuridad y el desolador aullido de las sirenas de niebla. Los distintos matices cromáticos de la naturaleza que iban del amarillo al marrón. La nieve que caía pero no descansaba nunca. La sutil escarcha que disfrazaba las rocas de enormes animales peludos. El hielo que se congelaba por la noche en las calas y, tras deshacerlo las olas, volvía a formarse a la noche siguiente. El olor del humo de la leña de abedul en el aire frío.
Cuando la trabajadora social fue a visitarla para ver cómo se las arreglaba en esa época tan fría, Kristina salió a recibirla al pastizal cubierto de hielo, con las mejillas sonrosadas y vestida con una falda larga hasta los tobillos, dos jerséis de lana y una bufanda atada a la cabeza. En la cabaña, delante del fuego, la invitó a té y pan recién horneado con miel de la colmena de Nilsson. Le contó que se sentía bien y que había dejado de tomar las pastillas.
Por último le enseñó los tesoros, que habían cambiado desde la última visita y con los que había empezado a hacer cosas. Alrededor de la base de los cuernos de un corzo había puesto plumón y pintado un ojo grande en el centro del cráneo del animal. Un hueso lo había adornado pegándole pequeñas conchas de caracol y había dibujado una imagen complicada y sinuosa en su superficie.
—Eres toda una artista, Kristina —exclamó la trabajadora social. Y Kristina sonrió.
La primavera siguiente compró el kayak.