Ulrika
La primavera de 1969, Åke y Karin viajaron a la India a hacer un reportaje. Karin escribía artículos que se publicaban en el Dagens Nyheter y posteriormente se recopilaban en un libro. Åke escribía poemas que eran publicados en distintos suplementos culturales antes de ser editados en una antología de poemas que recibía una considerable atención. Pero el objetivo principal de su viaje, el que iba a ser crucial para la vida de ambos en el futuro, era Maja.
Karin describió su encuentro con ella en un artículo del periódico. El relato no se incluyó en el libro que escribió durante el otoño. Lo busqué en vano en el volumen que descubrí hace cuatro años en un anticuario. Tal vez quedó fuera por considerarse demasiado privado, tal vez los problemas con Maja eran ya tan evidentes que el brillo del primer encuentro se había desvanecido. Con todo, lo encontré en un microfilm en el archivo de la biblioteca de la Universidad de Gotemburgo. Resultó fácil, ya que pude saber bastante bien cuándo había sido publicado. Después del inicio de las vacaciones de verano pero antes del solsticio de verano.
Lo primero que vi cuando saqué el periódico del buzón fue el rostro oscuro de Maja. Una foto en la primera página, hecha por Åke, en la que se veía la cara de Maja entre dos barrotes en la cuna del orfanato. Sostiene en las manos un biberón que está atado a la cuna con una cuerda larga. La cámara de Åke la ha interrumpido mientras comía, y ella gira el rostro hacia la misma con una expresión impenetrable en sus grandes ojos, mientras unas moscas acuden a los restos de papilla que hay en la tetina del biberón. Un rayo de sol que se cuela por una puerta entreabierta cae sobre la cara, las manos, el biberón y las moscas; lo demás está en penumbra.
Hay veintinueve niños en esa sala, veintinueve cunas de niños indios pegadas unas a otras con biberones colgando de las cuerdas. Hay un par de enfermeras en sari que vigilan la sesión de fotos a pocos metros de distancia. Allí está Karin en pantalón corto y camisa, con la libreta húmeda de sudor en la mano. Y, obviamente, Åke, el fotógrafo. Pero a ninguna de esas personas se la ve en la foto, solamente a Maja. Sola. En medio de una gran oscuridad.
Una foto que se ha desvanecido en mi memoria y que se vislumbraba entre las otras que se le hicieron y adornaban las paredes de la casa de verano, fotos de Maja bien alimentada en prados bañados por el sol, playas y embarcaderos, en su ambiente familiar. Cuando, mucho tiempo después, reconocí esa foto en la hemeroteca de la Universidad de Gotemburgo, probablemente la primera que se le hiciera a Maja, pensé que era la más importante de todas. La foto de la pequeña y delgada Maja y la oscuridad que la rodeaba.
Yo me encontraba sentada, leyendo al borde de la cuneta entre los perifollos que había junto al buzón. Tenía doce años. Acabábamos de llegar a Tångevik. En ese momento estábamos mi madre y yo solas. Mi padre no tenía vacaciones aún y solo venía los fines de semana. Los Gattman no habían llegado y era raro, ya que solían estar aquí desde el comienzo de las vacaciones de verano. Ese año se habían retrasado debido al trabajo posterior a su viaje a la India.
Leí acerca del encuentro de Karin y Åke con una niña en un orfanato de Bangalore y del modo en que, lo que se preveía que fuera una visita como cualquier otra para hacer un reportaje, se convirtió en algo totalmente distinto. Leí que se quedaron en Bangalore y que Karin iba al orfanato un día tras otro. Que viajaron a Suecia para arreglar el permiso correspondiente y volvieron unas semanas después para llevarse a la pequeña. Que desde el aeropuerto atravesaron los prados amarillos cubiertos de diente de león hasta llegar a casa, donde la esperaban sus hermanos. Transcurría el mes de mayo, cuando canta el cuco, por lo que la niña se llamó Maja.
Doblé el periódico y me quedé sentada en la cuneta tratando de entender el contenido de lo que acababa de leer. Anne-Marie había tenido una hermanita.
Era algo inesperado. Karin había cumplido cuarenta y un años y ya tenía cuatro hijos. Yo no había oído nunca que, aparte de las personas que no podían concebir hijos, otras también pudieran adoptarlos. Y la adopción de niños extranjeros era poco habitual entonces.
Pero lo que más ocupó mis pensamientos fue una pregunta de índole puramente egoísta: ¿qué iba a significar eso en la relación entre Anne-Marie y yo? Durante los veranos que nos habíamos tratado, Anne-Marie había llegado a significar muchísimo para mí. En invierno, cuando ella vivía en Estocolmo y yo en Gotemburgo, la echaba de menos todo el tiempo. Mi vida estaba dividida en la parte de invierno y la de verano. El invierno era una época larga, oscura, llena de añoranza, aburrimiento y simulación. El verano era estar en compañía de Anne-Marie, eran conversaciones, juegos, aventuras y la posibilidad de ser yo misma.
No me sentía demasiado cómoda con mis compañeros de clase. Me parecían superficiales, aburridos, tontos. Hacía lo posible por integrarme en el grupo, hablaba poco, seguía a los demás, me vestía como ellos y escuchaba la misma música que ellos; sencillamente me ponía por debajo. Era cobarde, no quería sobresalir demasiado. Había visto lo que les pasa a los que transgreden las normas.
Tenía una mejor amiga, como suele decirse, porque así lo exigía la etiqueta social en mi clase. Ella era una chica tímida y sosa, aunque en realidad era muy bonita según me he dado cuenta después al mirar fotos antiguas de clase. Pelo largo y oscuro, piel de alabastro y rasgos perfectos, pero se las arreglaba de algún modo para hacerse totalmente invisible. Trabajábamos juntas en las clases, pasábamos juntas los recreos e íbamos una a la casa de la otra cuando debíamos hacer algún trabajo en equipo, pero nunca por otros motivos. Vivía sola con su madre, su padre había muerto. Admiraba a una cantante de música ligera de la que yo nunca había oído hablar y coleccionaba todos sus discos. Fuimos a la misma clase durante nueve años y no tengo la menor idea de quién era.
Teníamos una coartada, igual que antes los hombres homosexuales solían dejarse ver con una amiga en público y así mantener su secreto. Mientras fuéramos buenas amigas ante los demás se nos podía considerar «normales». No le hablé nunca de Anne-Marie ni de nadie que fuera importante en mi vida, y ella no sentía curiosidad. Guardaba sus propios secretos, que yo desconocía. Yo tampoco sentía curiosidad.
Durante el invierno, Anne-Marie y yo nos escribíamos esporádicamente. Yo hubiera preferido mantener correspondencia con más asiduidad, pero Anne-Marie tardaba siempre en contestar y luego, cuando llegaba mi turno, no quería parecer demasiado interesada y me demoraba casi tanto como ella. Por lo que cuando me ponía a escribir estaba llena de ideas que quería compartir y mis cartas eran largas, a veces de diez o doce páginas, y para enviarlas tenía que utilizar un sobre de mi padre de tamaño folio.
Todavía conservo las cartas de Anne-Marie. Son concisas y están escritas en páginas de cuaderno escolar arrancadas sin cuidado, o en papel de notas telefónicas: «Hola. Voy en el autobús. Nilla está a mi lado comiendo regaliz y tiene la lengua negra. Vamos a ver a un chico muy guapo que va a jugar al fútbol en un sitio que no sé cómo se llama. Ahora tenemos que bajar». Sus cartas casi nunca contenían más información, mientras que las mías, por lo que recuerdo, trataban complejas cuestiones existenciales, a la vez que evocaban lo que habíamos vivido durante el verano (¿Recuerdas cuando…?), y después una larga descripción de lo que habíamos hecho y lo que había dicho ella y lo que había dicho yo. No sé si a ella le agradaba leerlo, pero para mí era un gran placer escribirlo. Sus cartas siempre me llenaban de alegría, aunque fueran breves y descuidadas.
Nunca utilizábamos el teléfono. Era un acuerdo tácito desde la última vez que intentamos usarlo. Anne-Marie me llamó una tarde cuando yo estaba viendo la televisión. Me cogió totalmente por sorpresa. No supe qué decir. Ella tampoco tenía pensado nada especial, supondría tal vez que todo fluiría. Pero no había nada de qué hablar. Vivíamos en distintos mundos en invierno, éramos personas distintas a las del verano, y se notaba por teléfono. Después de unos pocos minutos colgamos las dos, bastante desilusionadas.
Mis sentimientos por Anne-Marie eran en muchos aspectos similares a un enamoramiento, con la diferencia de que no había un final. Yo notaba cada primavera las leves señales de la naturaleza; cada una de las pequeñas flores tusilago, los estorninos que volvían eran como flechas pequeñas que indicaban la dirección correcta, la del verano, la de Anne-Marie.
Y cada verano los mismos nervios al volver a verla. Esas primeras horas en que, aterrorizada, notaba que ella había cambiado, que era otra Anne-Marie. Otro peinado, otra ropa, una manifestación de la moda de Estocolmo que yo no sabía que seguía, todo era como una amenaza. Y luego el momento crucial en que una broma, un recuerdo en común o una explosión de risas volvía a establecer la comunicación entre nosotras.
Hay personas que tienen las llaves de nosotros mismos, que pueden abrir espacios que siempre hemos llevado dentro pero en los que no habíamos estado antes. Mantenemos una relación especial con esas personas y, si cumplen con nuestros gustos, nos enamoramos de ellas. De lo contrario nos convertimos en cautivos, dependientes o como queramos llamarlo, pero en realidad es lo mismo. Anne-Marie fue en mi vida una de esas personas clave, la primera que conocí. Por eso significa tanto para mí. Suponía que yo no significaba lo mismo para ella, y temía constantemente que desapareciera de mi vida de algún modo.
Y ahora ella acababa de tener una hermanita india de dieciséis meses. La diferencia de edad era demasiado grande, por lo que no era fácil que llegaran a tener en algún momento tanta complicidad como teníamos ella y yo. De todos modos me preocupaba. La familia Gattman me parecía tan completa, tan perfecta. Unos padres que tienen éxito, artistas. La herencia cultural de los abuelos. Hijos guapos, con talento, independientes. La familia dorada, resplandeciendo con su brillo de miel y de zumo de manzana. ¿Qué más se podía añadir? Nada. No había nada que pudiera mejorarla.
Los veía como una construcción llevada a cabo por distintas generaciones, y que ahora había alcanzado su máxima altura con Anne-Marie como un símbolo que brilla en su cima. Un edificio que yo podía visitar, pero sin aportarle nada. Esa familia no necesitaba absolutamente nada más. Cualquier otra piedra que se le agregara a esa construcción, por pequeña que fuera, haría que todo se derrumbara.
Me sobrepuse y decidí que mis temores eran infundados. ¿Cuántas veces había tenido celos de las compañeras de Anne-Marie de Estocolmo? De Pia y de Nilla y de todas las demás. Muchas veces había encontrado sus postales y cartas en el buzón de los Gattman, cuando iba a buscarles el correo de camino a su casa, y había sentido una fuerte tentación de romperlas. Me imaginaba a Anne-Marie yéndose con una de ellas a Tångevik, enseñándole nuestros sitios y contándole nuestros secretos. Pero todo eso carecía de fundamento. Anne-Marie era mi amiga de verano.
Una hermanita india no significaba nada para lo que había entre nosotras. Karin se encargaría de ella, como es natural. Anne-Marie y yo seguiríamos juntas como antes. No iba a cambiar nada.
Iba diciéndome eso a mí misma mientras subía nuestra parcela escarpada e ingrata con el periódico debajo del brazo.
* * *
En casa de los Gattman, la fiesta del solsticio de verano solía ser bastante sencilla. Filetes de arenque en escabeche y fresas de postre. Paseaban hasta el baile si hacía buen tiempo. Solamente estaba invitada la familia y quizá alguno de los compañeros de Estocolmo de Jens. Las hijas mayores celebraban el solsticio en la isla de Kannholmen con otros jóvenes.
La víspera del solsticio de 1969 fue distinta. Los dos hermanos de Åke, Sven y Dan, médicos ambos, estaban allí con sus familias, igual que la madre de Karin, una señora muy mayor y delgada a la que no había visto antes, que parecía compuesta de tendones, sombrero y bastón.
Estaba allí el artista Per Norin con su familia. Eran parientes lejanos de Karin, pero solían aparecer todos los años por la casa de los Gattman en agosto, para la fiesta del cangrejo.
También estaba Mårten, el amigo de Jens, y sus padres, quienes lo que hacían habitualmente era aminorar la velocidad de su gran lancha motora en el embarcadero, ponerla en punto muerto mientras que su hijo saltaba a tierra con sus cosas, y luego desaparecer como una estela de espuma a lo lejos. Pero en esa ocasión habían echado el ancla y tomado tierra, e iban a quedarse unos días.
En el prado que había al otro lado del camino aparecieron varias tiendas de campaña. Allí vivían los jóvenes, mientras los mayores se apretujaban en la casa y en los barcos.
En la cocina se preparaba un gran bufé compuesto por arenques. Podían sentarse a comer en el porche o encima de unas mantas que habían distribuido por el suelo. Per Norin iba de un lado a otro de la parcela tocando la flauta dulce. La hija de Sven Gattman cantaba canciones protesta americanas acompañándose con la guitarra. Todo el conjunto parecía una especie de mercado raro con tiendas de campaña, barcos, coches, perros, niños y mayores, así como la gran cruz de mayo que se alzaba a lo lejos en el prado.
Todos estábamos allí por la misma razón. Queríamos ver a Maja.
En 1969, adoptar niños extranjeros era aún algo nuevo y emocionante, sobre todo por el hecho de que fueran traídos de países lejanos. Hoy en día, en un cruce de calles del centro de Gotemburgo puedes ver pasar en un momento a somalíes, iraníes, gambianos, turcos, filipinos, etcétera, y ninguno de ellos nos hace volver la cabeza. Pero entonces no era así, y hay que tenerlo en cuenta para entender el revuelo que Maja despertó.
Habíamos visto en la televisión cómo vivían en otras partes del mundo. En Asia, en África. Personas que sufrían, pobres, hambrientas. El contraste con nuestro modo de vida, la terrible injusticia. Y ahora una pequeña parte de ese mundo, una de esas personas que habíamos visto en la pantalla del televisor, estaba con nosotros. Hacía poco más de un mes vivía entre moscas y polvo en la superpoblada India. ¡Y ahora estaba aquí!, en Tångevik, en un prado veraniego de Bohuslän, al lado de una cruz de mayo.
Ahí estaba ella, sentada en una manta, con una guirnalda de margaritas, ranúnculos y tréboles alrededor de su pelo negro. Llevaba un delantal de un amarillo chillón. Era morena, mucho más de lo que cualquiera de nosotros habría imaginado. Incluso el blanco de sus ojos era ligeramente marrón.
Karin estaba sentada a su lado, preparada para sujetar a Maja en caso de que se cayera, porque acababa de aprender a sentarse. Cuando llegó a Suecia siempre estaba tumbada, apática. Pero una vez que se repuso a base de comer y tuvo fuerzas aprendió a sentarse enseguida. No sabía andar aún, pero sin duda no tardaría mucho en corretear con sus piernas pequeñas y morenas.
Junto a su nueva familia tendría comida, abrazos y estímulo. Disfrutaría de agua salada para bañarse en una naturaleza salvaje, tendría vitaminas y proteínas, libros ilustrados y obras de teatro, puzles y tizas, hermanos y compañeros. ¿Cómo no iba a irle bien en su crecimiento con esas condiciones de vida?
La anciana abuela materna señaló a la pequeña con su bastón y dijo con voz ronca lo que todos pensábamos:
—¡Menuda suerte ha tenido! Podríais haberos traído a la de la cama de al lado.
—Somos nosotros los que hemos tenido suerte —añadió Karin sonriendo.
—Tardó una semana en aprender a sentarse. Tardará dos en empezar a andar —pronosticó Jens con optimismo.
Pero no fue así. No echó a andar en todo el verano. No empezó a andar hasta que cumplió los dos años. Y nunca aprendió a hablar.
El verano en que tenía dos años y medio a nadie le preocupaba que hablara o no. Maja iba retrasada y optaron por dejarla que se desarrollara a su propio ritmo, sin estrés. Pero cuando cumplió tres años y seguía sin decir una palabra, ni mamá, ni papá, ni agua, nada, se dieron cuenta de que algo andaba mal. Le hicieron un estudio auditivo completo que demostró lo que la familia sabía ya desde hacía tiempo: Maja oía perfectamente. No hallaron ninguna anomalía visible en sus cuerdas vocales ni en la lengua ni en el paladar. La psicóloga infantil de la cuñada de Åke visitaba a la familia con frecuencia, pero no pudo dar mejor respuesta que cualquier otro especialista.
—Tomároslo con calma. Esperad un poco —decía.
Se habló de daños cerebrales como consecuencia de una malnutrición precoz, pero no de retraso. Entendía lo que le decían, a veces tan bien que producía inquietud. Si Åke y Karin hablaban de ir al mar al día siguiente, por la mañana temprano ya estaba Maja sentada en la escalera del porche, con su chaleco salvavidas y con el cubo y la pala en la mano.
Tenía asimismo un talento impresionante para buscar cosas. Recuerdo cuando Lis perdió la púa y acusó a Eva de quitársela. Las chicas discutían en la buhardilla, y Anne-Marie y yo estábamos abajo sentadas junto a la mesa del comedor jugando a las cartas con Maja como espectadora. Al día siguiente, cuando Anne-Marie, Eva, Lis y yo estábamos preparadas para irnos a pescar en la lancha, de repente vimos a Maja de pie, en el embarcadero, con la palma de la mano extendida mostrando la púa de Lis. Lo que demostraba que había oído desde la planta baja a las chicas que discutían arriba, que entendía palabras como «púa» y que se las había arreglado para encontrar ese objeto tan pequeño.
Al principio, todos estábamos encantados de la habilidad casi mágica de Maja para encontrar cosas perdidas. La colmaron de elogios y le dijeron que era una «buscadora de objetos», como Pippi Calzaslargas. Poco a poco surgió la idea de que la propia Maja escondía las cosas para sacarlas en el momento adecuado. Pero nadie pudo demostrar nada, y solamente Jens lo expresó sin rodeos.
—Lo que quiere es que la elogien —dijo.
Es muy normal que un niño quiera que lo elogien, pero si el deseo de Maja era ese lo ocultaba muy bien. No parecía que los elogios lo afectaran lo más mínimo. Tampoco le producían vergüenza. La expresión de su rostro era tan impenetrable y vacía como de costumbre, sin una sonrisa, sin un parpadeo, la misma expresión que hizo que los médicos creyeran que era sorda. Cuando se le decía algo, daba la impresión de que era en vano, que le resbalaba. Luego te dabas cuenta de que lo captaba todo, hasta el más mínimo detalle.
Otra peculiaridad de Maja era su actitud de rechazo hacia Karin y Åke. Dejaba que la cogieran y la abrazaran, pero nunca correspondía a esas muestras de cariño. Se quedaba blanda como un guiñapo, con la mirada ausente hasta que todo pasaba.
A Karin y a Åke les resultaba tan doloroso que no podían ni hablar de ello. Generalmente eran abiertos, hasta tal punto que me sorprendían a menudo cuando se trataba de problemas de ellos o de los otros hijos, pero cuando Maja descansaba pasiva en los brazos de Karin, ella sonreía sin ganas, ponía los brazos de la niña alrededor de su cuello y decía:
—¡Qué bueno es abrazarse!
Resultaba horrible verlo, un abrazo dado por una sola de las partes no era un abrazo de verdad, porque no parecía natural. Karin la abrazaba una y otra vez esperando, en algún momento, compensación por parte de Maja, que solo le ofrecía flácidos abrazos. Karin comenzaba a aflojar poco a poco, pero dudaba y, esperanzada, volvía a abrazarla. Hasta que al final parecía entender que debía dejarlo y soltaba a Maja, que casi se le caía de los brazos y enseguida echaba a correr para alejarse de allí.
Anne-Marie era la única persona por la que Maja sentía apego. Tal vez porque Anne-Marie era la menor de la familia y la veía casi como a una igual, aunque se llevaban muchos años. O puede que le gustara la frialdad de Anne-Marie. No era tan cariñosa como el resto de la familia y casi nunca se enfadaba del todo, pero sí podía malhumorarse y era rencorosa. Además, manifestaba sus sentimientos con retraso. Su malhumor parecía a veces totalmente inexplicable, y yo me asombraba cuando conocía el motivo que lo había causado. Podía ser algo que yo había hecho o dicho hace mucho tiempo y que a ella en aquel momento le había producido risa. Es probable que esa incapacidad de mostrar sus sentimientos en el momento adecuado fuera algo con lo que Maja se identificara.
Sin embargo, creo que lo más importante era que Anne-Marie la dejaba en paz. No intentaba abrazarla, no la elogiaba como Karin, ni se enfadaba con ella como Eva, ni le hacía rabiar como Jens. En pocas palabras, la trataba como si fuera aire. Y yo creo que Maja quería que la trataran así.
A mí me resultaba a veces un poco pesada. Iba siempre detrás de nosotras y no participaba en nada de lo que hacíamos, pero estaba allí todo el tiempo, como una espectadora silenciosa y controladora.
Cuando salíamos a pescar en la lancha, ella se empeñaba en sentarse en la proa. No quería una caña, se conformaba con ver cómo pescábamos.
A veces, a Anne-Marie y a mí nos apetecía estar solas. Entonces, Anne-Marie cerraba la puerta de su habitación. Maja no protestaba pero, cuando salíamos varias horas después, estaba esperándonos debajo de las vigas de madera, en la oscuridad.
Lo mismo ocurría cuando íbamos a algún sitio y no queríamos que ella estuviera. «Tú no puedes venir», le decía Anne-Marie escuetamente. Y Maja, obediente, se sentaba en el borde del camino y seguía allí cuando volvíamos mucho más tarde, como un perro fiel. A mí me producía cargo de conciencia, pero Anne-Marie solo se encogía de hombros.
El verano que Maja tenía dos años y medio fue cuando triunfó como «buscadora de objetos».
Al verano siguiente nos mostró un nuevo talento.
Desde su primer día en la familia, Maja tenía a su disposición todo tipo de utensilios para dibujar y pintar, excepto rotuladores, ya que Karin consideraba que no eran creativos y que la inhibían en cierto modo ya que, si no recuerdo mal, decía que no se podían mezclar y obtener así matices nuevos. Maja no mostraba ningún interés por ellos. Sin embargo, le gustaba dibujar figuras abstractas con los bolígrafos que había en los escritorios. Podía dedicarle mucho tiempo a esa actividad, algo que preocupaba a Karin porque consideraba que las tizas y los colores pastel eran más apropiados para una niña de la edad de Maja.
Pero un día Åke miró por casualidad algo que ella había pintarrajeado en el papel y advirtió, muy sorprendido, que representaba algo. Animales pequeños de unos dos centímetros de largo, de cuatro patas, rabo y morro largo y delgado, que se distribuían por el papel en filas largas. Perros. O un perro en movimiento, como en una tira de película.
Animó a Maja a que siguiera dibujando pero ella, como de costumbre, pareció no oír. Solo dibujaba cuando ella quería. La familia esperó con impaciencia la siguiente ocasión.
Incluso esa vez fueron perros también. Algunos árboles. Una casa. Karin relacionó las figuras con el paseo que acababan de dar con Maja y la pequeña Lila. Le preguntó a Maja, pero en el rostro de la niña no había nada que confirmara que había acertado.
Realizó más dibujos, unos diez al día, y en las pequeñas figuras la familia pudo reconocerse a sí misma y también las anécdotas que habían vivido. La casa pequeña representaba el quiosco donde solían ir a comprar el diario vespertino y las golosinas. Maja dibujaba siempre todo en un tamaño minúsculo y en una fila larga. A veces repetía el mismo tema una y otra vez. Nadie entendía nunca el porqué. El perro podía estar en movimiento, pero ¿y el quiosco? Tal vez quería mejorar la técnica, o tal vez quería darle relevancia.
Ese modo de dibujar, pequeño y detallado, no se correspondía en absoluto con la edad de Maja. Y esos fueron los primeros dibujos simbólicos que le vieron hacer. ¿Dónde estaban esas figuras con la cabeza pegada a los pies? ¿Qué había sido de los primeros dibujos formados por cuatro círculos, dos para los ojos, uno para la nariz y otro para la boca? ¿Se había saltado los estadios normales? ¿O los había superado rápidamente y en secreto? En la época en que hacía garabatos solía tirar los dibujos después de hacerlos. Karin a veces los sacaba de la papelera y del cubo de la basura para ver si descubría algo en el desarrollo de Maja, pero no pudo rescatar los que Maja rompía en pequeños trozos y tiraba por el inodoro.
Maja perfeccionó su talento para el dibujo con rapidez. Yo no la había visto desde el verano anterior y quedé sorprendida, a pesar de que Anne-Marie me había contado sus progresos en una carta.
Maja dibujaba con rapidez y concentración. Cuando terminaba revisaba las filas de figuras. Luego parecía perder todo el interés por el dibujo y, si no había nadie que lo impidiera, iba al cubo de la basura y lo tiraba o lo escondía.
Igual que en lo referente a buscar cosas, los elogios no parecían interesarle. Le gustaba dibujar pero no enseñar lo que había hecho, ni tampoco escuchar alabanzas.
Sin embargo, lo más notable de los dibujos de Maja no era su técnica precoz, sino la composición de los mismos: figuras pequeñas alineadas. También destacaban por su contenido: la representación de lo que acababa de experimentar. No eran simples dibujos, sino un modo de comunicación, un lenguaje visual.
* * *
El verano de 1972 fue desde el principio un verano distinto. Mi padre tenía que preparar su disertación sobre la periodontitis y mi madre estaba ocupada haciendo habitable nuestro nuevo chalet, así que le alquilaron la casita de vacaciones a una familia de Borås que tenía hijos pequeños.
Acordamos con los Gattman que yo viviría con ellos durante las vacaciones. Les venía bien, ya que Eva se iba como voluntaria a un kibutz en Israel y por lo tanto tenían un hijo menos de lo habitual.
Yo estaba deseando poder vivir en casa de los Gattman como el miembro de la familia que siempre había querido ser. Durante la primavera se intensificó la correspondencia entre Anne-Marie y yo, y cambió el carácter de las cartas. Discutíamos detalladamente nuestros planes para el verano que se aproximaba, cómo dormiríamos —Lis se iría al pequeño cuchitril de Anne-Marie y así ella y yo estaríamos juntas en el cuarto de las niñas mayores—, qué ropa llevaríamos, qué haríamos durante esos días. Nuestras discusiones se centraban sobre todo en la acampada sin padres en Kannholmen, la víspera del solsticio de verano. Eva y Lis ya habían estado allí con sus amigos; Jens el año pasado, y ahora nuestros padres creían que Anne-Marie y yo podíamos ir también. Mis padres dudaron al principio, yo tenía entonces quince años, pero como iba a acompañarnos Lis, que tenía veintiuno y mis padres la consideraban una hermana mayor madura y de fiar, dieron su consentimiento.
El primer día de las vacaciones de verano, mi padre me llevó en coche a Tångevik. Todavía recuerdo el viaje de ida. El intenso verdor de los árboles, los prados cubiertos de perifollo silvestre, el olor del coche nuevo de mi padre, Gilbert O’Sullivan en la radio del coche. El día anterior había terminado la escuela primaria y me había despedido de mis compañeros de clase. Me recosté en el asiento suave y mullido sintiendo en mi pelo el viento que entraba por la ventanilla. Pensé que viajaba de lo viejo a lo nuevo. Al sacar el equipaje del maletero ya noté un cambio. La pequeña Lila no se acercó como de costumbre, correteando y oliendo la tierra. Había muerto ese invierno, tenía diecisiete años.
Karin se acercó, llevaba un pantalón corto, camisa de algodón y zuecos, me rodeó con sus brazos y me estrechó con fuerza.
—¡Ulrika! Qué alegría tenerte en casa todo el verano. Anne-Marie y los demás se han ido a bañar por ahí en la lancha. Estoy sola. Entra a tomar café. He preparado un pastel de ruibarbo.
Cuando mi padre volvió a la ciudad después de un rápido café con pastel y una breve charla de cortesía. Karin me acompañó a la buhardilla para mostrarme la habitación en la íbamos a estar Anne-Marie y yo.
La habitación me pareció realmente grande en comparación con el cuartucho de Anne-Marie. Dos camas con colchas estampadas en tonos azul y blanco colocadas a una distancia cómoda para la charla, con dos pequeñas mesillas de noche y una ventana entre ambas. En la ventana colgaba un móvil hecho con conchas de mejillones. En la pared con el techo inclinado, dos sillas blancas tapizadas con la misma tela azul y blanca de las colchas y un escritorio de madera de abedul con la tapa plegada. Sobre el escritorio había un jarrón con margaritas. En el papel amarillento de la pared podían verse las marcas de los pósteres que las hermanas mayores habían tenido allí.
Era un día caluroso, el sol había dado en la habitación todo el tiempo y estaba cargada y caliente como una sauna. Karin abrió la ventana y salió.
Yo me tumbé en una de las camas mirando la que estaba vacía mientras intentaba imaginarme en ella a Anne-Marie. Había dormido antes en su casa, por supuesto, pero no así, una noche tras otra, en una cama que iba a ser la mía todo el verano. Como una hermana.
Acababa de levantarme, abrir la maleta y empezar a colgar la ropa en el armario cuando oí el golpe del motor de la lancha al entrar en la caleta. Fui corriendo a la ventana de la escalera con un vestido en las manos, pero ya habían avanzado demasiado y la montaña los tapaba. Podía oír sus gritos mientras desembarcaban en el muelle. De repente, se me ocurrió resistir mis impulsos de bajar corriendo las escaleras y salir a su encuentro. Era la primera vez que pensaba de ese modo y la idea me sorprendió.
Me obligué a volver a la habitación, a nuestra habitación, y colgué el vestido en el ropero. Era de hilo indio. Lo había encontrado en una pequeña tienda oriental un día gris del invierno pasado cuando deambulaba sola por el centro. Me lo probé y me quedaba tan bien —la cintura alta, un amplio escote y muchos botones pequeños— que al día siguiente fui a comprarlo para el verano. De forma lenta y metódica, pero prestando atención a cada uno de los sonidos, seguí colgando la ropa.
Mi antigua preocupación de que Anne-Marie hubiera cambiado se hizo presente en cuanto oí sus pasos en la escalera de la buhardilla. Caminaba tan despacio que parecía no tener prisa por verme. Pero hacía calor y seguramente estaba cansada después de pasar un día en el mar, elucubré para consolarme.
Me obligué a permanecer inmóvil y con la mano extendida en el armario y de espaldas a la puerta, y no me di la vuelta hasta que la oí entrar en la habitación.
Estuve a punto de dejar la percha en el suelo. Esta vez sí que la noté cambiada. El óvalo redondeado de su cara era distinto. Las mejillas y la mandíbula destacaban de una manera que no había visto antes. Los dientes incisivos seguía teniéndolos separados, pero ya no resultaba gracioso e infantil, sino sensualmente atractivo cuando, ocasionalmente, levantaba los labios. Casi no tenía pecho y probablemente no lo tendría nunca, su cuerpo era parecido al de un chico, pero había algo nuevo en sus movimientos. Más seguros, más rítmicos. Estaba bronceada y llevaba un biquini. Aún tenía el pelo mojado tras el baño y se había puesto una toalla sobre los hombros.
Me paralizó una sensación de inseguridad. Me sentía pequeña, fracasada, torpe. De repente quería estar lejos de la habitación, de las camas de colchas estampadas, de esa chica bonita y elegante de quien yo nunca podría ser hermana.
Debió de notar mi sorpresa, ya que me miró con gesto divertido. Se echó a reír de manera suave y agradable, pero no del todo amable, y me abrazó. Olía a sal, y su pelo mojado refrescó mi mejilla.
—Ulrika —dijo simplemente y luego siguió riéndose.
Me pareció que su risa duraba demasiado y que se reía de un modo inadecuado. Se reía de mí, no conmigo. No era una risa a la que me pudiera unir y compartir con ella. Dolía, pero aun así era irresistible, y sentí un dolor ahogado en el corazón mientras correspondía a su abrazo.
—Vamos a quedarnos aquí. Bonito, ¿no? —dijo ella lanzándose en la cama todo lo larga que era, precisamente en la que yo me había imaginado que ella dormiría.
Me tumbé en la otra, de cara a Anne-Marie. La almohada tenía la mancha de la humedad de su pelo. Ella volvió su rostro hacia mí y nos miramos. La corriente que entraba por la ventana apenas mecía las conchas de mejillón del móvil, cuyo interior brillaba a la luz del sol. Lentamente volvimos a conectar, pero yo no alcancé a hacerlo del todo. En parte, la sentía lejana e inaccesible.
No sé si fue a la mañana siguiente o en alguno de los días sucesivos, pero de cualquier modo fue antes de la víspera del solsticio de verano. Yo estaba delante del espejo del cuarto de baño maquillándome, en ropa interior. Anne-Marie vino y se puso a mi lado. La miré de reojo en el espejo y seguí aplicándome el rímel. Anne-Marie también empezó a pintarse las pestañas, aunque en realidad no lo necesitaba. Tenía las pestañas largas y negras, las cejas oscuras y el pelo rubio claro natural. Una combinación maravillosa y poco común. Yo tenía las pestañas claras como las de los cerdos, y un color de pelo al que se le suele llamar ceniza si eres buena y color ratón si eres mala. Me pintaba las pestañas todos los días, pero en aquella época no se llevaba teñirse o aclararse el pelo. Solo lo hacían las camareras maduras.
Apreté el tubo con cuidado y salió un poco de sombra de ojos azul nacarado y me lo extendí por el párpado. Anne-Marie se puso brillo en los labios. Tenía una boca muy bonita. Los labios mostraban una graciosa inclinación hacia abajo, como si estuviera siempre un poco disgustada.
Me resultaba violento tenerla tan cerca de mí, y me subí un poco uno de los tirantes del sujetador para hacer resaltar la única parte del cuerpo en la que yo la ganaba. Pero en realidad no estaba especialmente contenta con que mi pecho fuera demasiado grande. Me parecía desproporcionado al resto de mi anatomía. Sabía que los hombres miraban los pechos grandes con ojos de deseo, pero, en las fotos eróticas que veía, los pechos así pertenecían a mujeres altas, esbeltas, no a taponcitos como yo. Parecían desentonar totalmente. El último año había oído a chicos y hombres mayores desconocidos hacer comentarios sobre ellos, lo que me confundía y hacía que sintiera mis pechos como un par de objetos extraños que colgaban de mí por error. Era como si esos hombres que sonreían con picardía al verlos los conocieran mejor que yo.
Anne-Marie no llenaba las copas del sujetador aunque llevara la talla más pequeña, algo que no parecía preocuparle especialmente.
Se cepilló el pelo. No se lo había cortado durante todo el invierno y le llegaba hasta más abajo de la cintura. Tenía el pelo fuerte a pesar de llevarlo tan largo, y le caía con suavidad, como dos olas, a ambos lados.
—Me gustaría ser rubia —dije.
—¿Cómo te quedaría? Veamos.
Se levantó el pelo de la parte derecha, lo puso sobre mi cabeza y acercó su mejilla a la mía de modo que su larga cabellera daba para las dos. Ahí estábamos con nuestras caras juntas, enmarcadas por la misma melena rubia. Sentía sus mejillas, su piel, la fragancia de su pelo que bajaba como una cortina sobre mi ojo derecho. Me produjo vértigo. Mi propio rostro desapareció en el espejo, se fusionó con el de Anne-Marie: me había convertido en una parte de ella.
Luego soltó una carcajada y yo recobré mi propia imagen. Sin embargo la experiencia, placentera y aterradora a la vez, quedó grabada en mi memoria.