Kristina
Ahora está casi en el borde.
Las golondrinas chillan y vuelan a su alrededor, con sus picos color rojo sangre en medio del aire gris del amanecer. Hay restos pegajosos de excrementos de ave en la cubierta del kayak.
Pero las gaviotas son las más audaces. Se lanzan en picado contra su cabeza, rozándola con sus poderosos picos. Ya la habían asustado antes. Tuvo que levantar la mano en un rápido gesto de defensa e inclinarse hacia un lado, por lo que perdió el equilibrio y volcó. Ya no se deja asustar y sigue remando tranquila hacia su meta.
Echa de menos los días en que no chillaban ni parecían amenazantes. Una vez que la reconocen saben que no quiere hacerles daño ni tampoco a sus crías, que lo único que quiere es quitarles algunas plumas. Ella no tiene el espíritu de las golondrinas ni el de las gaviotas, al menos por el momento. Hay un muro entre ellas, pero cada vez que atraviesa esa nube de chillidos las siente más cercanas.
Se desliza hacia el islote, al lugar preciso donde hay una roca sumergida en el agua. Gira el kayak con la proa apuntando en esa dirección y deja que las olas lo mezan los últimos metros. Una vez que está cerca, desciende de él con movimientos suaves y cautelosos. Va en pantalón corto y descalza, así que no le importa que el agua le llegue hasta las espinillas. La tierra que hay bajo sus pies está cubierta de algas rojas y resbaladizas. Deja el kayak y se aleja caminando sobre las rocas suavemente redondeadas, seguida por la nube de aves.
Se siente como cuando era pequeña. Entonces era así. No hacía falta decir nada. Corría por ahí percibiendo olores y sonidos, encontraba una pluma, se reía. Y los otros se reían también cogiendo la pluma y lanzándola al viento. Sus padres habían compartido su mundo, y los demás que estaban allí también.
Después, en algún momento de su niñez, le pareció como si todos la hubiesen abandonado. Fue como si su madre, su padre y las demás personas hubieran dado un salto grande y silencioso, todos a la vez, y se hubieran ido a otro mundo, dejándola sola. Y luego le exigieron que los siguiera, a lo que ella se negó.
Cada vez que hacía algo importante iban a molestarla con sus charlas.
—¿En qué piensas? ¿Por qué estás tan callada? Habla con nosotros. Dinos algo. ¿Por qué nos evitas? ¿Estás triste por algún motivo? Sabes que siempre puedes hablar con nosotros.
Era tímida en la escuela. No hablaba nunca ni levantaba la mano.
—Pero si tú lo sabes. En el examen escrito has contestado todo bien. ¿Por qué no hablas nunca? —preguntaban los profesores.
Hablaban y hablaban. Ella solo quería estar en paz. Había nacido en una época equivocada. Todo era pura cháchara. Se imaginaba que en épocas anteriores la gente apenas hablaba. Le hubiera gustado vivir en otro siglo, en el campo, entre personas que trabajaban mucho y hablaban poco. Levantarse al amanecer, ir a la granja a ordeñar las vacas que la recibirían con sus mugidos. Apretar sus pezones rosados, escuchar el susurro del hilo de leche cayendo en el cubo, el zumbido de las moscas. El ruido de las gotas de lluvia, la hierba suave bajo los pies, el crujir de la nieve en invierno. El eco del pozo. Le encantaba el ruido del pozo y estaba contenta de tener uno en vez de grifos. El sonido metálico del cubo de hojalata cuando se movía como si bailara por ahí abajo.
Tampoco le gustaba demasiado la música. Pretendía ser siempre hermosa, quería conquistarla. Quería aparentar que era libre, pero estaba hecha para personas. La música necesitaba tener un público, quería agradar y ella no aceptaba eso. En contadas ocasiones había disfrutado de la música.
Una vez oyó una pieza musical a través de los altavoces de una tienda de menaje del hogar. Estaba de pie delante de un estante de objetos de cristal y no se atrevió a moverse por miedo a perderse alguna nota. Sonaban zampoñas; y le pareció que la música, los cristales y la luz formaban un conjunto. Al acabar la melodía empezó otra pieza totalmente distinta, y ella se marchó. No sabía si lo que había oído era la radio o un disco, y no quiso preguntar. Tenían un tocadiscos en casa, pero ella no creía que esa experiencia pudiera repetirse. Estaba relacionada con la situación, con el cristal, con la luz y con algo que ella tenía en su interior; no era nada que pudiera grabarse en un disco.
Después de la secundaria era obvio que iba a seguir estudiando, ya que tenía talento. Sacaba buenas notas a pesar de que no hablaba nunca en las clases. El orientador le informó bien de los distintos centros y carreras que había. Ella se encogió de hombros.
Empezó a interesarse por Historia del Arte en la universidad. Admiraba a los artistas, esas personas que se expresaban con imágenes y no con palabras. Siempre había querido ir al Museo de Arte. Pero las clases no resultaron como se las había imaginado. Pensaba que podría ir por su cuenta, que escucharía tranquilamente las conferencias, que estudiaría en casa y luego haría los exámenes, más o menos como en la escuela. Pero había muchos ejercicios para los que los estudiantes se dividían en grupos de siete u ocho, y los profesores exigían que todos participaran en el debate. Le hacían preguntas, le pedían que opinara. Todos los que estaban alrededor de la mesa la miraban. No pudo soportarlo y lo dejó.
Buscó trabajo de limpiadora en hospitales. Allí podría quedarse callada. Había varios inmigrantes que no hablaban sueco y permanecían tan callados como ella. Realizaba su trabajo en silencio, sin que la vieran, sin que nadie le dirigiera la palabra. Bajaba al sótano todas las mañanas a buscar el carro, luego subía en el ascensor y comenzaba su sombrío viaje por las habitaciones y los pasillos del hospital. Se deslizaba por las salas dibujando ochos con la fregona sobre el suelo pulido, por debajo de las camas de personas enfermas y moribundas, por los pasillos, los despachos de los médicos que no la veían entrar y seguían grabando sus informes en sus magnetofones. Entraba y salía por todas partes, ligera y transparente como el agua.
Su relación con otras personas se limitaba a las breves reuniones matinales en las que el jefe repartía los cometidos y a las pausas para tomar café en el cuarto subterráneo que tenían, donde hablaba quien quería hacerlo y los demás podían quedarse sentados en silencio. Kristina, un joven turco y una mujer yugoslava se ponían siempre cada uno en un rincón, mirando sus tazas de café, y los demás ni siquiera intentaban dirigirles la palabra.
Así que, de algún modo, las cosas iban bien en el hospital. Sus padres le rogaban que retomara los estudios o que al menos buscara otro trabajo. Pero ella seguía levantándose varias horas antes que ellos, recorriendo cinco kilómetros en bicicleta para ir al hospital y arrastrar el carro de la limpieza. Era consciente de que ese modo de vida no iba a durar, que sucedería algo, aunque no sabía qué. La limpieza era un paso intermedio, un sitio donde observaba y escuchaba.
Trabajó casi dos años en el hospital. Luego le ocurrió algo.
No iba al trabajo. No podía ver a ninguna persona, ni a sus compañeros ni a sus padres, a nadie. La aterraban las miradas de los otros como si de un dolor físico se tratara. Las sentía como armas, como cuchillos. Verlos le resultaba una tortura insoportable. Cerraba la puerta y se quedaba todo el día en la cama tapada hasta la cabeza, casi sin comer.
Con el tiempo se sintió algo mejor, empezó a salir. Esperaba a que sus padres se marcharan a trabajar y entonces ella iba al centro de la ciudad en bicicleta, ya que evitaba sentarse cerca de las personas en el tranvía, por lo que dejaba la bicicleta en cualquier sitio y deambulaba por espacios donde había mucha gente. A veces acudía a la Estación Central a la llegada de los trenes, cuando pululaban por los andenes la gente que venía y los familiares que iban a esperarlos, y entonces solía ponerse en medio para sentir a su alrededor a toda esa muchedumbre, notar su roce en el espacio reducido y los empujones de sus maletas y mochilas, oír sus gritos y ver cómo se abrazaban. Se quedaba allí, como en el ojo de un huracán, hasta que el gentío se iba dispersando. A veces coincidía con trenes procedentes de Copenhague, oía a los que habían estado en otros países y pensaba que Gotemburgo era demasiado pequeño. Soñaba con París, Londres, Nueva York y Tokio.
Un sábado por la mañana, como sabía que en la ciudad habría mucha gente, se fue con su bicicleta y se metió entre el gentío. Vio una tienda de cosas raras importadas de países exóticos que acababa de abrir. La atrajo algo del escaparate y entró en la tienda, que era tan pequeña que apenas cabían los cinco o seis clientes que se encontraban allí. Había pendientes de metal, pulseras de cuero, piezas de tela africana y cestas, camisas y vestidos con lentejuelas, inciensos y carteles de vivos colores de dioses indios. En la pared colgaba una hilera de máscaras que representaban a distintos animales.
Cogió la de un zorro y se la probó delante de un espejo. Cuando encontró su propia mirada en esos agujeros oblicuos de los ojos del animal, experimentó una sensación de felicidad tan intensa que casi se quedó sin respiración. Se dio la vuelta y miró lo que había a su alrededor, a las personas que estaban allí dentro y al joven vendedor. Se sintió totalmente diferente. Ya no tenía miedo. Fue hacia el vendedor sin quitarse la máscara y le dijo que quería comprarla. Él le ofreció una bolsa de plástico, pero ella simplemente dejó el dinero sobre el mostrador y se marchó. Caminó mucho tiempo por la ciudad. Ya tarde volvió a casa en bicicleta, siempre con la máscara puesta.
Se ponía la máscara de zorro cuando iba a salir. Dejó la bicicleta para ir en tranvía. Nadie quería sentarse a su lado pero no le importaba. Se sentaba en los bancos de los parques y en los cafés y nadie intentaba iniciar una charla agradable con ella. Podía ir donde quisiera, cuando quisiera, ya no necesitaba buscar lugares concurridos ni acudir a ellos en un momento determinado. Podía estar en todas partes y con total libertad. Era una sensación maravillosa.
Se compró otras dos máscaras, una de águila y otra de tigre. Los tres eran animales depredadores y asustaban a la gente, pero se dio cuenta que eran distintos por naturaleza. Las colgó en la pared encima de su cama, y desde allí le susurraban cosas y la miraban fijamente con ojos vacíos y ciegos. La llamaban, le gastaban bromas, hacían que se enfadara. No pararon hasta que ella cogió una de las máscaras y la adhirió a su rostro. Entonces se llenó del espíritu del zorro, del águila y del tigre.
Sus padres intentaron convencerla de que no saliera a la calle con las máscaras. El día que se fue llevándose puesta la máscara de águila, sus padres descolgaron de la pared las otras dos y las tiraron. Cuando volvió habían desaparecido. Desde entonces llevaba siempre la de águila y se negaba a quitársela. Solo lo hacía por las noches, después de cerrar la puerta con llave y colgarla en la pared antes de dormir.
Le salieron rozaduras de tanto llevar la máscara. Puso en sus bordes gomaespuma de la que se utiliza para aislar las ventanas. No sirvió de nada. Le salieron llagas que le dolían y le supuraban. Sentía molestias en los ojos al tener limitada la visión lateral y le dolían por las noches.
Ya no quería comer con sus padres. Su madre le dejaba la comida encima de la mesa. Cuando terminaba de fregar los platos y se iba de la cocina entraba Kristina. Procuraba quedarse sola. Entonces vertía la comida por el suelo, se subía la máscara de águila y se ponía a comer a cuatro patas como un animal. Una vez, cuando la madre entró y vio a su hija arrastrándose por el suelo de la cocina, engullendo las hojas de col rellenas que había preparado con tanto esmero, se puso a gritar.
La madre le prometió a Kristina que la llevaría a un dermatólogo para que le recetara alguna crema para las rozaduras. El médico le pidió que se quitara la máscara para poder verle el rostro, pero ella no accedió al darse cuenta de que no se trataba de un dermatólogo sino de un psiquiatra. Se quedó sentada con la espalda muy recta frente a él, observándole desde el interior de la rígida máscara de águila. Ella sabía que sus ojos se transformaban con la máscara y adquirían el aspecto de los de un ave rapaz. El médico no pudo mirarla a los ojos, tuvo que evitar su mirada.
Unos días después fueron a buscarla dos hombres y una mujer y la obligaran a que los acompañara. Tiraron de ella intentando levantarla, y cuando se acurrucó en el suelo de la sala como un erizo le bajaron los pantalones y le pusieron un supositorio. La máscara de águila se le cayó durante la pelea, y ella pensó que fue eso y no el supositorio lo que la debilitó tanto como para que lograran meterla en el coche que esperaba fuera.
La llevaron a un hospital distinto adonde ella había trabajado como limpiadora. Estaba lejos del centro de la ciudad, rodeado de edificios antiguos con zonas especiales para personas mayores, tanto para los que habían perdido la memoria ya ancianos como para los que estaban así desde hacía tiempo, tal vez toda la vida. Había también un pabellón nuevo con gente más joven, que habían caído en la demencia por distintas causas, por las drogas, por el alcohol, por situaciones personales complicadas o sin motivo alguno. Kristina fue a parar allí.
No le devolvieron la máscara. Ella se metió en la cama y se escondió bajo el cobertor de felpa amarillo. Cuando oía el ruido del carro de la comida y percibía el olor nauseabundo de la comida de la cocina se ponía la mano en la cara, abría los dedos de modo que solo se le veían los ojos y entraba en la sala de estar. Cuando tenía que meterse el tenedor en la boca, abría los dedos dejando un espacio entre el anular y el meñique. Y si intentaba comer directamente del plato sin usar cuchillo y tenedor, le quitaban la comida.
Un día conoció a un hombre en la cafetería de los pacientes. Ella tenía dificultades para llevar la bandeja con una sola mano porque la otra la usaba para taparse la cara. Él fue hacia ella, le quitó la bandeja y la dejó sobre una mesa. Luego se sentó enfrente de ella. Era alto y corpulento y vestía ropa vaquera, tenía el pelo y el bigote rubio, y la cara algo enrojecida debido tal vez al sol, al alcohol o a alguna medicina. Sus ojos eran de un azul transparente. Hablaba sin cesar y, aunque Kristina detestaba cualquier tipo de conversación, no la molestaba. Las palabras de él se lanzaban como un rápido que salta entre distintas rocas, alternando ideas a su antojo. Unas veces imitaba el acento finlandés y otras hablaba directamente en ese idioma. Su charla pasaba por ser un ruido de fondo, no más molesto que el del agua al correr o el susurro del viento. Tampoco necesitaba ninguna respuesta.
Kristina entreabrió los dedos y lo miró. Le pareció guapo, con esa cara sonrosada y esos ojos de color azul claro. Él no le preguntó por qué se ponía la mano en la cara.
Salieron juntos al parque del hospital. Era un luminoso día de septiembre y tenían el parque casi para ellos solos. Las sombras de los árboles dibujaban redes sobre el césped.
Le propuso que jugaran al minigolf. Ella se retiraba la mano del rostro cuando iba a golpear con el palo. Era mala para meter las pelotas y él muy hábil. Sacudía la cabeza con gesto preocupado ante la torpeza de ella.
Para que aprendiera se puso detrás de ella, la abrazó y le ayudó a sujetar el palo. Ella sintió el cuerpo de él pegado al suyo. Percibió una sensación rara. Él le levantó brazos y manos y los hizo girar en un movimiento que procedía de él, no de ella. Era mucho más alto, más grande y fuerte que Kristina, que se notaba como si llevara encima un abrigo de pieles grande y pesado.
De repente, él se quedó en silencio. Ella notó la presión de su erección en la espalda. Se restregó contra ella, respiró profundamente en su oído y la abrazó con tal fuerza que ella dejó caer el palo de golf. Entonces la levantó en el aire para que sus pies no tocaran el suelo, y se la llevó rápidamente al césped bajo una jungla de cipreses. Ella iba colgando entre sus brazos cerrados. Los dedos de sus pies rozaban la hierba mientras él corría.
Aunque hubiera luchado no habría logrado nada. Era menuda y débil, y él grande y fuerte, pero no opuso resistencia. Una extraña parálisis se apoderó de ella y se quedó totalmente petrificada. Pensó en los animales paralizados por veneno de serpiente que se quedan inmóviles mientras las serpientes los engullen vivos. Se puso la mano sobre los ojos con los dedos firmemente unidos, sin aberturas para mirar. Podía hacer lo que quisiera con ella, percibía su voz susurrante y entrecortada, el olor raro y químico de su aliento y el perfume embriagador de los cipreses.
Cuando se marchó, ella permaneció un buen rato allí mirando el cielo azul de septiembre. Le asombró seguir aún con vida. La sensación de ser devorada había sido muy fuerte.
Después de ese incidente no volvió a sentir compasión por los animales capturados y devorados por los depredadores. Le parecía entender lo que sentían. Era como una especie de clarividencia en medio del espanto. Sometimiento. Quietud. El espíritu de los animales de presa.