Ulrika
Era sábado por la mañana. Yo no tenía que ir a por los chicos hasta el lunes por la tarde. Solemos arreglarlo de modo que Anders los lleva al colegio el lunes por la mañana, después de su fin de semana, y yo voy a buscarlos al centro de actividades extraescolares por la tarde.
Me desperté temprano y mi primera sensación al abrir los ojos fue de sorpresa. No suelo despertarme temprano por mí misma y ni siquiera con la ayuda del despertador me levanto a esas horas. Había olvidado bajar las persianas por la noche, y el resplandor rojizo del sol que acababa de salir caía sobre las puertas blancas de mi armario.
Luego recordé la visita a Mickey’s Inn la noche anterior y me di cuenta de que había bebido demasiado y de que el motivo de despertarme tan temprano era ese, no las persianas.
Después de una noche así no suelo dormir como hacen otros hasta avanzada la mañana, sino que duermo de un modo muy ligero, me despierto varias veces durante la madrugada y al amanecer desisto del intento de dormir y me levanto fresca, espabilada y llena de energía. Me pongo a limpiar, hago yoga, voy a natación y los engaño a todos, incluida a mí misma. Hacia las cuatro o las cinco de la tarde caigo rendida, como muerta, y duermo veinticuatro horas. Ahora estaba completamente despierta porque en realidad no había llegado a dormirme. La fiesta continuaba en mi cuerpo, y en los sueños de esa noche no se sucedieron las ideas ordenadas como ocurre durante el sueño profundo, sino que eran más bien secuencias rápidas, bruscas e inconexas, como anuncios publicitarios de productos totalmente distintos.
Me duché y desayuné. Una rebanada de pan de trigo ligeramente tostada, con queso, tomate y albahaca, zumo de naranja y café. Oí en la calle el ruido estridente de un camión antiguo, y tuve la sensación de que estaba en el extranjero y me había levantado temprano porque me iba a algún sitio.
¿Y por qué no? ¿Por qué no irme a algún sitio? Mi coche estaba aparcado una calle más abajo, con el depósito de gasolina lleno, no debía volver hasta el lunes por la tarde. Tenía tiempo suficiente para viajar a Copenhague, y más lejos aún.
Pero no quería ir a Copenhague. Bajé a la lavandería, metí la ropa y mientras se lavaba di un largo paseo alrededor de Slottskogen, durante el secado preparé un almuerzo abundante, y cuando llegó el momento de sacar la ropa ya sabía adónde iría.
Las secuencias de los sueños etílicos de la noche anterior me llevaron a ese lugar. Había estado allí recientemente con los chicos, pero en el sueño sucedía en otro momento, y la casa que unas semanas atrás encontramos vacía y abandonada estaba en mi mundo de sueños habitada por las personas que una vez vivieron allí.
De repente sentí un deseo irresistible de volver a mirar por la ventana del porche y abarcar con la mirada el armario pintado de azul de la cocina, los sofás de rayas anchas, el cuadro de la nave, la lámpara de techo y la mecedora blanca con su almohadón oriental. Era como si no fuera suficiente con lo que había visto la vez anterior. No estaba lista. Quería volver a verlo sin los chicos, con tranquilidad.
Tenía la autopista casi para mí sola y conduje deprisa, como si la casa fuera a desaparecer si llegaba tarde.
Aparqué debajo del gran roble. El tiempo era apacible, los árboles aún estaban verdes pero se notaba que ya era otoño. El aire cristalino y las sombras profundas creaban un mundo de apariencia casi surrealista.
En esta ocasión tampoco se veía ningún coche fuera de la casa.
Subí la escalera de troncos. Fui rodeando la casa y llegué al porche. Me quedé un momento inmóvil, de espaldas a la casa, disfrutando de la vista por encima del fiordo, algo sorprendida por esa belleza que de joven no aprendí a valorar.
En esa ocasión no me resultó tan desconcertante mirar por la ventana, pues estaba ya preparada. Mientras permanecía allí con la nariz pegada al cristal de la ventana como una niña en el escaparate de una juguetería, me acordé de repente de la caracola.
No sé de dónde venía ese olor raro a mar estancado, a algas podridas y a pescado pasado, a brea, a humedad y a oscuridad, pero siempre había olido así debajo del porche de los Gattman. Olía así mientras Anne-Marie y yo nos arrastrábamos por esa losa de piedra el primer verano que jugamos juntas y yo veía su cara entre las franjas de luz de las rendijas del suelo. Olía así cuando nos escondíamos para espiar a las hermanas mayores y a sus novios, o cuando alguna que otra vez teníamos que agacharnos a buscar un cuchillo de mesa o un bolígrafo que se había caído entre las tablas del suelo. O cuando, en escasas ocasiones, la casa estaba cerrada y había que ir buscar la llave que dejaban dentro de una gran caracola en la parte de atrás, junto a la primera piedra. Y también olía así ahora que yo ascendía por la montaña fría y húmeda, tratando de encajar todos esos recuerdos.
Vi algunas trampas para peces antiguas, un rastrillo para mejillones y una trampa para langostas, seguramente era eso lo que olía a pescado podrido. Y allí estaba la caracola grande, cubierta de una capa de musgo delgada y verdosa pero por lo demás intacta y bien conservada. Seguramente procedía de alguna playa extranjera. La cogí y la sacudí con cuidado. Se oyó un temblor hueco y de su interior misterioso y perlado se deslizó una llave que fue a caer en mi mano.
Parecía que la llave no se hubiera utilizado en mucho tiempo. Tuve que raspar una capa de óxido antes de poder introducirla en la puerta de la parte delantera de la casa, pero una vez dentro resultó fácil girarla. Con la mano en el picaporte me quedé escuchando un momento. Todo estaba en absoluto silencio. No se oían ruidos de motores de coches ni de barcos, tampoco pasos ni voces en el interior de la casa. Empujé el picaporte hacia abajo y entré.
Encontrarse allí era como un sueño y andar por esas habitaciones, que estaban exactamente igual que hacía veinticuatro años, me producía una sensación sobrenatural. Como los olores, cada cosa desprendía un recuerdo. Algunos eran tan fuertes e insistentes que tuve que apartarlos de mi mente, ya que me acechaban con toda una serie de sucesos, de voces y emociones envolventes. Otros eran más débiles, apenas perceptibles, y causaban un ligero estremecimiento en algún lugar profundo dentro de mí.
La sensación de irrealidad desapareció poco después. Descubrí que habían cambiado ciertas cosas. Faltaba algún que otro mueble, aunque no estaba segura de cuál, y también todas esas cosas pequeñas que se esparcen con rapidez en los sitios donde vive gente. Las habitaciones parecían más espaciosas, y me di cuenta de que eso era lo que le aportaba a la casa su ambiente mágico.
En el piso de Sigrid y Tor no faltaba nada, excepto la cómoda que se llevaron Lis y Stefan en aquella ocasión y un cuadro que recuerdo que Åke decía que era demasiado valioso como para colgarlo en una casa de verano sin vigilancia.
El pequeño rincón de la buhardilla, que una vez fue la habitación de Anne-Marie, estaba lleno de escombros. Pero la habitación de las chicas mayores que el último verano fue de Anne-Marie y mía se conservaba igual que entonces. El sol había descolorido las colchas estampadas de tonos azules y blancos. Retiré la de la cama más alejada a la pared, la de Anne-Marie. Debajo de la colcha la cama estaba hecha, con una de esas fundas nórdicas intemporales que suelen utilizarse en los hoteles. ¿Estaba ya por entonces? No lo recordaba. De todos modos parecía ser totalmente nueva, suave y de un blanco brillante, como si no la hubiera usado nadie. Mientras estaba allí junto a la cama sentí de repente lo cansada que estaba. Miré mi reloj de pulsera y entonces comprendí que eran las cinco menos diez, precisamente la hora en que generalmente tengo que volver a mis obligaciones como madre. Como en la casa del cuento Ricitos de Oro y los tres osos, me metí en la cama desconocida. Observé que el móvil de conchas de mejillón seguía en la ventana y cerré los ojos.
Antes de dormirme tuve una visión de Anne-Marie con la boca llena de cerezas. Su hermosa boca hacía muecas, escupía tres huesos y se reía. Por su frente y sus mejillas revoloteaban sombras verdes.