Kristina

Eran las pastillas. No tendría que habérselas tomado.

Se habían quedado dormidas las dos, como siempre, muy juntas en la cueva de paredes color albaricoque.

Fueron siguiendo el camino de tierra y, como hacía mucho calor, después de subir la montaña estaban agotadas. Mientras ascendían vieron a dos hombres que se dirigían a un velero que estaba amarrado abajo, en una caleta. La niña se agachó rápidamente y se escondió detrás de una roca. Se quedó allí acurrucada hasta que pasaron los hombres. Kristina no la había visto antes esconderse de la gente, pero fue así.

En la cueva, la pequeña la mantuvo despierta un buen rato, haciéndole cosquillas con plumas y riéndose las dos. Pero finalmente se tranquilizó y Kristina oyó su respiración regular mientras dormía.

Cuando despertó el mundo había cambiado. Por las grietas de las rocas ya no entraba ningún rayo de sol que produjera destellos en las paredes, solo una luz grisácea de atardecer que dejaba casi toda la cueva a oscuras.

A su lado, el sitio de Maja estaba vacío. Era la primera vez en seis semanas que se despertaba sin el calor de su pequeño cuerpo junto a ella.

Kristina buscó a tientas a su alrededor. Palpó la cama de plumón y de helechos de un lado a otro. La niña no estaba allí.

Oyó ruidos fuera. Gritos, el motor de un barco. ¿Cómo había podido dormir con todo ese ruido? Normalmente se hubiera despertado, pero sin duda eran las pastillas.

Fue arrastrándose hasta la abertura que daba a la empinada pared de montaña donde solían posarse las gaviotas a mirar.

No había gaviotas, pero encima de una cornisa estaba la niña, completamente inmóvil, con la espalda apoyada contra la pared y mirando hacia abajo, al inmenso mar. En la cornisa apenas había espacio suficiente para que pudiera mantenerse en pie.

Kristina chasqueó la lengua como solían hacer cuando se llamaban una a la otra. La niña la miró con los ojos muy abiertos, aterrada, pero no se movió. No se atrevía a volver. No podía. Debió de llegar a la cornisa metiéndose por la estrecha abertura que había entre las rocas. Habría ido a parar a algún sitio en medio del acantilado y luego habría continuado subiendo, apoyándose con manos y pies en las grietas y salientes de la roca, escalando mientras miraba hacia delante. Para regresar tendría que descender apoyando primero los pies, sin ver dónde los ponía. Se encontraba en un punto al que se podía llegar con mucha suerte y habilidad, pero del que no se podía volver.

¿Cuánto tiempo llevaría allí? Probablemente se despertó antes que ella e incluso es posible que intentara despertarla sin conseguirlo. A través de la abertura habría visto las gaviotas en la cornisa y habría querido llegar hasta ellas.

Kristina reflexionó sobre el modo de salvar a la niña. Si hubieran estado las dos solas le habría sugerido que saltara. Estaba en un sitio muy alto, pero el mar era profundo en esa parte de la pared de montaña y la niña nadaba como un pez. Kristina iría nadando hasta allí y la esperaría abajo, en el agua, y la convencería del mismo modo que una hembra de frailecillo común convence a sus polluelos para que se atrevan a saltar entre las rocas. Y cuando la niña ya hubiera saltado, Kristina nadaría junto a ella, muy cerca, y nadarían juntas alrededor de la enorme roca hasta llegar a la playa. Eso es lo que habría hecho si hubieran estado solas. Habría resultado bien. La pequeña tal vez no se hubiera atrevido a saltar al principio, pero lo habría hecho finalmente. Tenía suficiente confianza en ella.

Pero no estaban solas. Desde el lugar donde se encontraban, debajo de la roca, no podía mirar hacia el mar, pero oía voces agudas e indignadas y el ruido de un motor fueraborda.

Enseguida se oyeron más motores de barco, más voces, y pudo ver a alguien que había llegado a la cima de la montaña.

Cayó la noche, y las luces de las linternas y de los focos iluminaron la roca. La niña estaba de pie, apoyada contra la pared de la montaña, acribillada por los rayos de luz como un insecto pinchado con alfileres. Estaba muerta de miedo, pero en completo silencio.

Por medio de una cuerda de salvamento deslizaron a un hombre hasta la cornisa donde se hallaba la niña. Logró agarrarla y sujetarla con firmeza, y luego lo izaron con la pequeña entre sus brazos. Las voces de alegría de la gente resonaron en el fiordo.

Los motores de los barcos rugieron y se fueron alejando. Las voces que se oían en la montaña desaparecieron. Todo quedó en silencio. Ella se había ido.

* * *

Siguió haciendo lo de siempre. Remaba por el fiordo y salía en dirección al islote cuando el tiempo lo permitía. Vagaba por montañas y prados. Buscaba tesoros y los metía en su cesta. Se sentaba junto a la mesa y ensamblaba restos de naturaleza, dando vida a lo que estaba muerto. Iba a la tienda en bicicleta, lavaba la ropa, amasaba pan.

Pero ya no tenía esa sensación de viajar en una torre de cristal y de luz. Kristina sentía soledad y era una nueva sensación para ella. Siempre había creído que tenía todo cuanto necesitaba. Sus problemas habían consistido en defenderse de lo innecesario, protegerse de lo que le hacía daño. Generalmente se quería alejar de las personas, pero por primera vez en su vida echaba de menos a una. Era la primera vez que sentía la falta de alguien.

Un vaho de tristeza empañaba su mundo. Todos los sitios donde había estado con la niña, las piedras donde ella se había sentado, los montes por los que había subido, los prados y las playas por las que había corrido, todo estaba empañado por ese vaho.

El verano llegó a su fin. El fiordo quedó en silencio. El agua se oscureció y la lluvia se arrastró entre las montañas.

Cada vez que despertaba entre las mantas del suelo quería alargar la mano y tocar a la niña. El reflejo seguía ahí, aunque lo supiera. En ese momento, antes de estar completamente despierta, era cuando el recuerdo de la niña —su olor, su piel suave, el soplo de su respiración haciéndole cosquillas— se hacía más fuerte. Permanecía un rato con los ojos cerrados para retenerlo. Al abrirlos solo veía un espacio vacío. Pero las paredes estaban llenas de pequeñas figuras de aves.

Fue oscureciendo lentamente a su alrededor.

Subió el kayak, lo cubrió con la lona y lo ató a la pared de la cabaña.

La oscuridad calaba en ella profundamente. Ya no era impenetrable. Se hundía en ella, la dejaba vacía, el hueco vacío que tenía en el pecho era cada vez más profundo.

Las cosas nunca le habían hablado del modo en que lo hacían últimamente. Podía oír sus voces en cuanto entraba en la cabaña. Susurraban y gritaban desde los cajones. Las ponía sobre la mesa: cáscaras de centollo, alas de urraca, pieles, el fino esqueleto de una gaviota. Le hablaban de envejecimiento, de descomposición, de deshidratación, de desintegración.

«Tócanos», pedían. «Despiértanos. Danos vida».

Ella las cogía, las pegaba con cola y las juntaba con hilo de cobre y tiras de cuero para que sus voces se unieran y fluyeran, para que surgieran nuevas voces.

«Protégenos, fortalécenos», susurraban.

Y les pintaba signos protectores, les hacía jaulas trenzando ramas, les ponía cascos de aluminio y los envolvía en hierba trenzada e hilos de plata.

Trabajaba hasta que ya no podía más y luego se acostaba en el suelo y dormía mucho tiempo.

Un día se preparó un termo de té. Lo metió en la mochila con la caja de pastillas y fue caminando por las montañas empapadas de lluvia hasta la playa de la cueva de rocas. Entró y subió arrastrándose hasta el lecho de plumón. Por una rendija que había entre las rocas pudo ver una gaviota grande que se ahuecaba bajo la lluvia en la pared de la montaña.

Se puso un poco de té caliente y fue tragándose las pastillas, una a una con sorbos de té. Se tomó el tiempo necesario y no cesó hasta que no quedó ninguna en la caja. Entonces se acostó. Ya no tenía frío.

La cueva estaba cada vez más oscura. Era la gaviota que se había quedado justo en la rendija. El plumaje se movía por efecto del viento y parecía que estaba temblando. La mirada de sus ojos era vidriosa, amarilla, indiferente.