XXXII
Ya era tarde para ir al cementerio. Nos despedimos de Madrina y salimos bajo un cielo café con leche que prometía nieve.
Mientras Elisa conducía en silencio, manipulando la radio en busca de una emisora que transmitiera música rock, yo torturaba el cinturón de seguridad y a mí mismo.
Mi madre no había creído en la verdad y se había matado. Yo había confiado en una mentira y había permanecido vivo, pero ¿a qué precio?
Le pedí a Elisa que me dejara delante de la casa de mis padres, vendida ya hacía tiempo.
Trepé con los ojos hasta la ventana del despacho de papá y evoqué una silueta de mujer en el alféizar, pero no tuve valor para mirarla. Pese al estorbo de los guantes, saqué el recorte de periódico para releer las últimas líneas.
El pequeño Massimo también se ha despertado, pero nadie ha tenido valor para decir que su madre ha muerto.
Había un pequeño error de imprenta. «Decir» en lugar de «decirle». Y había otro, mucho más grave: nadie había tenido valor para decirme cómo había muerto.
El secreto había resistido cuarenta años. Los que sabían no me habían dicho nada. Y después habían seguido sin decírmelo, quizá pensando que mientras tanto me había enterado por otros.
Papá y Madrina, Tiglio y Palmira, Giorgio y Ginetta, Baloo y Mi Tío, Madamìn, la Maestra y quién sabe cuántos más. Debería felicitarlos a todos por el éxito total del complot.
También ellos, como Belfegor, habían actuado por mi bien. ¿Qué habría pensado a los nueve años, si me hubieran dicho que mamá se había tirado desde una ventana del quinto piso?
Que ya no me quería.
Que debía de valer bastante poco.
El problema es que lo había pensado igualmente toda la vida.
Entonces, ¿cuál habría sido el momento adecuado para afrontar la verdad?
Volví la espalda a la casa de mis padres y me encaminé hacia la mía, buscando dentro de mí un dolor que ya no estaba o quizá no estaba todavía.
El pequeño Massimo también se ha despertado.
En eso el periodista se había equivocado. No me había despertado en absoluto.
Había tenido cuarenta años para descubrir las incongruencias de una historia absurda: una enferma terminal de cáncer que muere de infarto después de haberse fumado un cigarrillo. Y sin embargo, había fingido creerla, pese a que mi intuición sabía la verdad hasta el punto de sacármela de las vísceras durante la redacción de la novelita.
Durante un instante larguísimo, recorrí mi vida en busca de las señales que me había negado a percibir.
Los dos desconocidos que sujetaban a mi padre por las axilas junto al árbol de Navidad no eran médicos de urgencias, sino policías de paisano que habían ido a darle la noticia.
El grito de la abuela Giulia —«¿Qué le han hecho a mi hija?»— no podía referirse a un simple infarto.
Y luego, las continúas alusiones a «la desgracia», ciertos silencios húmedos de Mi Tío, el odio hacia la casa «maldita» que Ginetta había manifestado ante el féretro de papá.
Papá. No se había delatado ni siquiera en el lecho de muerte. Pero yo debería haberle obligado a hablar mucho antes, en vez de evitar el tema con él y sobre todo conmigo.
Había pasado noches enteras en los archivos del periódico, explorando hechos y personajes públicos. ¿Cómo era posible que no hubiese sentido nunca el deseo de ampliar la búsqueda al acontecimiento privado que había marcado mi existencia? ¿De hojear la memoria en papel de aquellos días, aunque sólo fuera por la curiosidad de ver la necrológica de mamá?
Me detuve en medio de la calle mirando a un niño que corría y la respuesta brotó con toda nitidez.
Sabía desde siempre cómo había muerto, pero había decidido inmediatamente no querer saberlo.
Habría sido demasiado. Y quizá lo era todavía hoy.
A lo largo de los años, el rechazo de la verdad se había extendido a todo lo demás. Se había adherido a los pensamientos como una segunda piel, convirtiéndose en mi modo de habitar la vida sin vivirla.
Nos sucede a los que albergamos a Belfegor en el estómago. Con tal de no afrontar la realidad, preferimos convivir con la ficción, haciendo pasar por auténticas las reconstrucciones retocadas o distorsionadas en las que basamos nuestra visión del mundo.
Muchas frases atribuidas a personajes históricos han sido inventadas por sus biógrafos. No obstante, las citamos con convicción. Para reafirmarnos en nuestros prejuicios, sólo leemos y escuchamos a los que piensan como nosotros. Y nos dejamos acunar la mente por historias falsas y versiones tranquilizadoras, interpretando la realidad de forma mítica y los mitos de forma literal.
La intuición nos revela continuamente quiénes somos. Pero permanecemos insensibles a la voz de los dioses, cubriéndola con el repiqueteo de los pensamientos y el estruendo de las emociones. Preferimos ignorar la verdad. Para no sufrir. Para no sanar. Porque, de lo contrario, nos convertiríamos en lo que nos da miedo ser. Criaturas completamente vivas.