XXVII
Lo inevitable me pilló desprevenido mientras preparaba la maleta para un viaje de trabajo.
Mi padre luchaba desde hacía tiempo contra un tumor y anunció por teléfono que su enfermedad se había agravado en el mismo tono burocrático que empleaba para recordarme el pago de una factura.
Noté una punzada en el estómago que me sorprendió por su intensidad. ¿Era sólo miedo de perderlo o acababa de descubrir lo mucho que lo quería?
Cambié el destino del equipaje y pasé el verano en Turín con Elisa, en la habitación donde mamá me había hablado por última vez.
Ahora, tendido en aquella cama estaba papá. Completamente inerme ante la muerte. Completamente distinto del hombre al que había temido toda la vida.
Una tarde de agosto, miró el sol ponerse al otro lado de la ventana y comprendió que no volvería a verlo. Me asió de la muñeca.
—Sólo he querido a tu madre, ¿sabes?
—Espero que también a tu hijo.
—Nunca te he entendido. Pero sí, te he querido. He confiado en ti.
Intentó sonreír, pero la tos se lo impidió.
—Todavía me siento culpable por lo que ocurrió. Si aquella noche no me hubiera vuelto a dormir...
—¿Qué dices, papá? Tú eres Napoleón, de acuerdo, pero ni siquiera él habría podido desactivar un infarto fulminante.
Iba a replicar, pero terminó cerrando los ojos. Cuando volvió a abrirlos, ya flotaba en otro mundo.
—Después de la muerte de tu madre, estabas muy solo. Debería haberte regalado un perro.
—Me habría conformado con una tata decente. Pero dejemos eso ahora, descansa...
«Perro» sería su última palabra. No se la había oído pronunciar hasta entonces y atribuí la rareza a los efectos de la fiebre. Mi padre era insensible al encanto de los animales.
La capilla ardiente fue instalada en el salón, que ya había albergado la de mamá. Y entre los que montaban guardia junto al féretro esta vez también estaba yo.
Al pasar ante el ataúd refrigerado, la mitad femenina de Giorgio y Ginetta me dijo a media voz:
—¡Vende esta casa! ¡Está maldita!
Me pareció una frase sin sentido. Belfegor, inmediatamente consultado, la atribuyó a la desesperación por la pérdida de un amigo de toda la vida.
El día de mi cumpleaños, que es también el de los Santos Ángeles Custodios, subí al monte Circeo con Elisa para recuperar una brizna de las vacaciones perdidas.
Bordeábamos las ramificaciones del bosque cuando de entre unos arbustos salió una cosa completamente blanca. Un perro un poco más grande que un ratón, con morro y patas de lobo.
Olfateó el aire, indeciso sobre qué dirección tomar. Finalmente, entre los numerosos transeúntes que se disputaban su atención, se dirigió resuelto hacia mí.
Se ganó inmediatamente mi amor, así que intenté librarme de él. Es siempre mi primer impulso, cuando amo. Elisa volvió atrás y lo encontró plantado en medio de la calle: estaba esperándola.
Se convirtió en Billy. Dada nuestra poca experiencia en perros, tardamos dos días en descubrir que se trataba de una hembra. No cambió el sonido, sólo la grafía: Billie. Como regalo de cumpleaños, papá me había enviado un ángel custodio de cuatro patas.
Sería el primero en dudar de las conjunciones astrales, si Billie no hubiera sido desde el principio un cachorrito atípico. No ladraba a los gatos. Antes de entrar en una habitación, levantaba una de las patas anteriores para pedir permiso. Cultivaba con tesón su soledad y se pasaba días enteros observando un punto indefinido del espacio.
Con el tiempo creo haber comprendido lo que ve. Billie intercepta la energía del amor. Se nutre de esa clase de vibraciones.
Basta que en los contornos alguien levante demasiado la voz para que ella vaya a esconderse a un rincón inaccesible del trastero. Pero, si dos personas se abrazan dentro de su campo de recepción, sentirán un desplazamiento de aire alrededor de sus tobillos. Es el ángel del amor meneando la cola y dando lametones, feliz.
El trabajo me retuvo todo el invierno en un apartotel de Milán, donde los fines de semana Elisa y Billie se reunían conmigo.
Una tarde en que el cielo estaba plomizo y Belfegor me había pintado el corazón a juego con el cielo, llevé al lobo-ratón del Circeo a un atolón de vegetación rodeado por el tráfico.
Los demás perros estaban inmóviles en el centro del islote, paralizados ante la idea de caer al mar de coches. Billie, en cambio, dio un voto de confianza a su diseño aerodinámico y se puso a dar vueltas frenéticamente alrededor del seto. Era algo absurdo y maravilloso. Su manera de oponerse a la realidad para transformarla en el sueño que habitaba dentro de ella.
No comprendí la lección y a la hora de la cena me senté frente a Elisa para llenar mi barriga de raviolis y sus oídos de quejas contra el mundo, que conspiraba en bloque contra mí.
—¿Por qué te comportas como una víctima sin serlo? —me interrumpió—. Piensas mal. Y comes peor. Empuñas el tenedor como si fuera un escalpelo y te resbala salsa por las comisuras de la boca. ¡Qué asco!
—¡Tú y tu implacable sentido de la observación! Doña quisquillosa, de todo lo que te he contado, ¿lo único que te interesa es la salsa?
—Pues sí, me interesa, y mucho. Tienes cuarenta años y estás en la mesa como un niño consentido. ¿Es posible que nadie te haya enseñado un poco de educación?
—¿Y quién iba a enseñármela? ¿Quién? Nadie me ha enseñado nunca nada. ¡Nadie!
Crucé a grandes pasos el saloncito del apartamento en busca de algo que me pareciera apropiado para destruir. Hasta que entre el sofá y las cortinas vi un temblor blanco.
Billie. Asustada, pero sobre todo ofendida: con mi falta de amor, la estaba matando. Caí de rodillas y la estreché en un abrazo que me recordaba otro lejano. Me brotaron lágrimas que ignoraba tener. Billie las lamió todas con paciencia y poco a poco la furia se evaporó.
A la mañana siguiente me encontré un mensaje de Elisa dentro de la chaqueta. Lo había escrito en el reverso de una tarjeta de visita.
Piensa en todo momento que tu madre vive y te enseña a vivir. Ha estado siempre contigo y le entristece que no creas en el amor total. Salúdala cuando te despiertes y háblale siempre, de todo. Ella sabe lo que es el amor. Dale las gracias por quererte y esfuérzate en no dar pábulo a tu escepticismo. Imagina que lo tiras a una papelera.
En espera de encontrar una papelera suficientemente grande, guardé la tarjeta en el estuche que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta, junto con la foto donde sonreía en el regazo de mamá y una despedida insólita de mi padre. La de una ocasión en que, al final de la consabida carta escrita a máquina y repleta de referencias a facturas y multas pendientes de pago, había añadido de su puño y letra: «Un abrazo, papá».